Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Juicio y ejecución
Tras la mierdo-expedición de Drake y Norris a Lisboa, Isabel difícilmente era capaz de disimular el cabreo que tenía. Le costaba soportar la sospecha, la fuerte sospecha que tenía, de que había colaborado en una expedición de corsarios en mera búsqueda de beneficio; una expedición que, a causa de su ambición, había puesto en peligro el delicado equilibrio (por llamarlo de alguna manera) en Europa.
Quien
más preocupado estaba con la posible reacción de la reina era
Essex. Devereaux lo había fiado todo a regresar a Inglaterra tan
enriquecido y victorioso que nadie, ni siquiera Isabel, le pudiera
cuestionar sus travesuras y desobediencias. Pero, lejos de ello, su
rebeldía se había saldado con un durísimo golpe para la capacidad
militar del país, y a cambio de nada.
A
finales de junio, Essex llegó a las costas de Inglaterra, mucho
antes que Norris y Drake que se quedaron tratando de hacer de las
suyas, y envió a la Corte por delante a su hermano Walter, para ver
cómo estaba el patio. Isabel estaba entonces en el palacio de
Nonsuch, a punto de salir hacia su residencia veraniega. Essex esperó
a que Drake y Norris llegasen a Inglaterra y sólo entonces, el 9
de julio, se presentó en Nonsuch.
Para
cuando Essex se presentó en la Corte, la expedición de Lisboa había
adquirido todas las dimensiones de un error. Las protestas por parte
del Imperio respecto de los mercantes alemanes atacados y rapiñados
por los ingleses en el puerto de Lisboa habían llevado al gobierno
inglés a comprometer la devolución de aquel botín. En esas
condiciones, todos los inversores que habían financiado la
expedición, y eso incluía al propio Estado inglés, habían perdido
la totalidad de su inversión. Essex, Norris y Drake se habían
convertido en un monstruoso Fórum Filatélico para la reina.
Cuando
Essex llegó a Nonsuch, se encontró con que le era prácticamente
imposible ver a la reina. Isabel había manejado la idea de echarlo de
la Corte, pero finalmente había decidido no hacerlo. Dado que donde
hubo fuego siempre quedan brasas, la volátil reina se sentía capaz
de pensar que lo de Essex había sido un error provocado por su
excesiva juventud; así pues, su idea era enseñarle la forma
correcta de hacer las cosas, y para eso lo necesitaba en la Corte.
La
venganza llegó como casi siempre llegaba en aquel submundo de nobles
servidores de una corona absoluta: a través de los detalles, de los
símbolos. A pesar del enorme fracaso que había supuesto la
expedición, Isabel preparó unas cadenas de oro como pequeña
recompensa para diversas personas relacionadas con la expedición y
que ella consideraba merecían ser reconocidas. Una de esas personas
condecoradas, se podría decir, fue Ralegh, quien había aportado
recursos financieros y barcos, aunque él mismo no se había
embarcado pues no era ningún imbécil y además leía los gestos de la reina como si fueran un libro abierto. Cuando Essex se enteró de que Ralegh recibía la cadena
de oro y él no, entendió enseguida el mensaje: Isabel le había
despreciado delante de todo el mundo de una forma intolerable (los
cinéfilos pueden pensar en la escena de The Godfather III, la
reunión en Atlantic City, cuando Michael Corleone reparte beneficios
para todos los miembros de su familia menos para Joey Sasa; es una
situación muy parecida).
En
aquella Inglaterra de finales del siglo XVI todo el mundo con
experiencia sabía que cuando la reina te metía un pepino por el
culo, lo que había que hacer era ponerse a cantar como si no doliese
y esperar pacientemente a que te lo quitase. Essex, sin embargo, era
joven, impulsivo, y carecía de la experiencia que había llegado a
acumular su tío.
La
estrategia que escogió fue ir a por Ralegh. Sus amigos y terminales
distribuyeron aquel verano noticias diversas, entre ellas que había
caído en desgracia y estaba confinado en Irlanda precisamente a las
órdenes del propio Essex; cuando lo cierto es que el fogoso
navegante se encontraba, sí en Irlanda; pero visitando libremente
sus varias posesiones allí. En la Corte, a todas luces, se estaba
produciendo un choque de trenes.
Aquella
Navidad fue especialmente dura. El Támesis se heló a la altura de
Londres. Las crónicas nos dicen que Isabel estaba para entonces del
mejor humor. Probablemente, la cagada de Lisboa ya se había pasado y
ella, por otra parte, habiendo castigado a Essex podía considerar
que, verdaderamente, había ejercitado su poder.
Essex
necesitaba un golpe de efecto para volver a ser amigo de la reina, y
escogió para ello la proximidad con Walsingham. Por ello, comenzó a
cortejar a Frances, la hija del jefe de los servicios secretos de la
reina, quien, como no era nada extraño en aquellos tiempos, ya era
viuda; concretamente, de Philip Sidney. A su edad era una tía, al
parecer, bastante atractiva y que tenía fama de montárselo muy bien
en el tálamo, razón por la cual en la Corte no le faltaban
moscones. No sabemos exactamente cuándo consiguió pulírsela
Devereaux, pero lo que sí es un hecho es que en la primavera de 1590
intercambiaron votos nupciales puesto que ella se había quedado en
estado de gravidez.
Aunque
todo es carne de teorías y no veo yo que nada pueda ser probado con
exactitud, tengo yo por mí que el embarazo de Frances Sidney es algo
que Essex hubiera querido evitar pero, claro, no pudo porque en
aquella época las cosas no eran tan fáciles como ir a un
ambulatorio y pedir una píldora para después del zúmballe dalle. Lo que
buscaba Essex era acercarse a Walsingham, pero casarse con su hija ya
era otra movida, porque la boda, probablemente, sería vista con
malos ojos por Isabel, una reina absoluta chapada a la antigua (a la
antigua de entonces) que difícilmente entendería un enlace entre
dos familias de diferente estatus social (Essex tenía mucho más
pedigree que Walsingham, y eso era así aunque el jefe de los
espías hubiera sido capaz de fabricar la bomba atómica y arrasar
España y el resto de naciones católicas).
Essex,
de hecho, es obvio que no estaba enamorado de Frances, puesto que
tras el matrimonio la engañó repetidas veces; aunque eso tampoco es
algo que deba ser juzgado con los ojos del presente, porque el amor y
el matrimonio, hace medio millar de años, eran otra cosa muy
diferente de la actual. De hecho, casi recién casado Essex comenzó
ya a perseguir a varias camareras de la reina, a una de las cuales,
Elisabeth Southwell, dejó embarazada (o sea, que la pilló). La reina sentía cierta
pulsión protectora hacia las mujeres de su servicio; le gustaba, por
así decirlo, que se casaran sin haber tenido relaciones anteriores,
y que lo hiciesen con su conocimiento e intervención incluso. Por
eso, si el tema de Frances Walsingham había sido la leche, el de
Elisabeth Southwell era tan amenazador para él que, finalmente, hubo
de comprar a un viejo sirviente de la Corte, Thomas Vavasour, para
que confesase la paternidad del niño de la camarera (confesión que
le costó la cárcel).
Para
colmo, Essex se encontraría en los meses siguientes con que su nuevo
suegro, la persona por cuya cercanía había hecho todo aquello, le
iba a ser de poca ayuda. Cada día más enfermo de varias dolencias,
el 1 de abril de 1590 Walsingham sufrió un ataque. La cosa fue tan
seria que él, que consideraba que con el asunto de María, reina de
los escoceses, había cumplido, solicitó de Isabel causar baja de la
primera línea cortesana. No tuvo tiempo Isabel para contestar pues
Walsingham murió apenas cuatro días después de haber hecho la
solicitud. Fue enterrado en San Pablo sin alharaca alguna;
probablemente, Isabel todavía tenía problemas para perdonarle la
celada que le había hecho con el tema de María.
La
mayoría de las personas protegidas o amigas de Walsingham decidió
que la mejor forma de seguir sobreviviendo en el favor de la Corte
era arrimarse a Essex. Muchos de ellos le aconsejaron ir con
paciencia, aplicar a la política inglesa el famoso “partido a
partido” de Diego Armando Simeone; pero esa forma de hacer las
cosas no iba con aquel fogoso noble inglés que, probablemente, veía
a la reina vieja (eso quiere decir susceptible de morir) y tenía
prisa por encontrar un buen lugar debajo de la canasta para recibir
el rebote.
Sin
embargo, con las prisas no hizo sino cagarla. Una de esas cagadas le
pudo salir muy cara cuando decidió aproximarse por su cuenta a
Jacobo VI. Le escribió cartas ocultando su nombre (firmaba Ernestus)
ofreciéndole sus servicios al rey escocés. Cartas en las que le
recordaba que la reina Isabel tenía 56 años, esto es: estaba ya en
la edad de morir (lo cual me hace sospechar que él mismo estaba
obsesionado con el dato). Los espías de Burghley en Edimburgo le
cantaron la movida, pero tanto éste como Hatton se guardaron de irle
a la reina con el cuento, lo cual le podría haber provocado un
juicio por traición. Ambos viejos zorros de la Corte preferían
mantener a Essex como contrapoder contra Ralegh y, de hecho, como veremos post mediante, lo acabarían apoyando en sus proyectos de gloria bélica.
El
problema con los fogosos y los imbéciles, y no digamos ya con los
fogosos imbéciles, es siempre el mismo: librándoles de una no haces
otra cosa que facilitarles que hagan otra mayor. Essex no se llevó
por el tema de Ernestus la mano de hostias que debería haberse
llevado, y eso no sirvió más que para que se sobrase y se metiese
en una todavía más complicada: la rehabilitación de William
Davison.
Como ya
hemos leído, Davison había sido el pobre cabeza de turco que se
había llevado casi todas las hostias por el tema de María Estuardo.
Essex, para probar su capacidad de poder dentro de la Corte, se
emperró en convertirse en abogado de su rehabilitación. Davison, en
efecto, solicitó a la reina que contase con él para el puesto de
Walsingham; pero Isabel contestó con displicencia. De hecho,
tratando de fomentar la candidatura de Davison, Essex le hizo un
flaco favor a Inglaterra pues la reina, presionada, hizo lo que hacía
muchas veces cuando se encontraba en esa situación, esto es: no
tomar decisión alguna. El puesto de Walsingham, pues, quedó
vacante, y tuvieron que ser Burghley y Hatton quienes lo asumieran al
alimón.
Essex
tuvo claro, entonces, que en Londres poca posibilidad tenía de
medrar; y es por ello que volvió a mirar más allá de la isla.
A
finales de agosto de 1589, Enrique de Navarra, en guerra civil con
los líderes franceses católicos, había sido encarcelado en el
puerto normando de Dieppe. Para liberarlo, Isabel le había prestado
22.000 libras y una tropa de 4.000 soldados ingleses, inicialmente
para un mes. Al mando de aquella tropa se encontraba Peregrine Bertie, lord Willoughby, décimo tercer barón Willoughby de Eresby (hay un follón de Willoughbies en el gotha inglés que te meas; pero pocos, como éste, tienen nombre de hobbit),
quien había sustituido, sin ruido pero con eficiencia, a Leicester
en las Provincias Unidas. Para cuando Willoughby llegó a Dieppe, en
todo caso, Enrique ya se había zafado de su prisión. Ambos
iniciaron una campaña que duró más de lo previsto (tres meses) en
la cual capturaron varias posiciones en Normandía y las riberas del
Loira. En marzo de 1590, le infligieron una seria derrota a los
católicos en Ivry, lo que dejó expedito a Enrique el camino hacia
París.
Tras la
batalla de Ivry y sus resultados, Felipe II cursó orden al duque de
Parma para que se desplazase con sus tropas holandesas para defender
París. El movimiento causó sus efectos, porque en septiembre
Enrique tuvo que volver grupas. Con la retirada de los protestantes,
3.000 tropas españolas desembarcaron el ribera derecha del Loira y
llegaron hasta el estuario de Blavet, con la idea de montar allí una
pequeña base naval para barcos españoles.
La
Armada, otra vez.
Para
colmo, la Liga católica avanzó en Normandía y se hizo fuerte en
Rouen.
Una
situación muy delicada. El tipo de situación de la que un tipo como
Essex podría llegar a pensar que podría sacar tajada.
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