lunes, abril 19, 2010

La revolución iraní (5)

Ruhallah Musawi, nacido en 1902 en el pueblo de Jomein, próximo a Qom, hijo de Mustafá Musawi, un mullah que murió de un disparo en la cabeza cuando su hijo aún era un niño, se había especializado en la jurisprudencia islámica, en el desarrollo de la cual había terminado por diseñar una teoría que acabó por adaptarse como un guante a las necesidades de la revolución islámica como rebelión de puro origen religioso. Partidario absoluto de la intervención directa de los líderes religiosos en política, Jomeini concebía las necesidades del islamismo como una especie de proceso de flujo y reflujo por el cual primero se desharía de prácticas e ideas obsoletas (como la práctica del disimulo chiita) para después adoptar otras nuevas. Ambas promesas se hicieron notablemente atractivas para los musulmanes más jóvenes los cuales, al revés de lo que ocurría en Occidente, encontraban problemas para encontrar respuestas en el marxismo.

Seudoexiliado en Najaf, Jomeini comienza a invertir el dinero que le llega de su hawza en propaganda, y aquí está otro de los grandes logros del ayatollah, que fue capaz de ver las potencialidades de la comunicación masiva. A finales de los setenta la capacidad de difusión era distinta de la actual, y por eso la estrategia de Jomeini fue la grabación de cintas de casete con sus mensajes, que luego sus discípulos podían escuchar en cualquier lugar del mundo. A su manera, pues, Jomeini se convirtió en una especie de ciberpredicador de la era de antes de la red, lo cual demuestra una notable capacidad estratégica.

En 1974, el presidente de Iraq, Ahmed Hassan el-Bakr, intentó captar a Jomeini para una campaña contra el Sha, pero éste se negó por considerar que era demasiado pronto. En 1977, una vez que el Sha y Sadam habían llegado a una entente, Teherán pidió a Bagdad que actuase contra el líder religioso iraní, por lo que las autoridades iraquíes le dieron a elegir entre suspender su propaganda o exiliarse. En realidad, el Sha pretendió parar el exilio de Jomeini, pero no pudo porque Sadam, consciente de la fuerza de los chiitas en su país, se negó a arrestarlo. Así las cosas, Jomeini eligió el exilio y se trasladó a Neauphle-le-chateau, a 35 kilómetros de París; no sin antes haber intentado permanecer en el mundo musulmán, concretamente en Kuwait, Siria o Argelia. Fue Beni-Sadr, presidente del Comité de Estudiantes Iraníes en París, quien le convenció de que allí estaría bien. Beni-Sard se demostró como todo un estratega de las relaciones públicas: en los pocos meses que Jomeini estuvo en Francia, concedió casi medio centenar de entrevistas, lo que extendió su mensaje por el mundo entero y le granjeó, además, la simpatías de no pocas organizaciones progresistas occidentales (por razones que son fáciles de entender, la prensa siempre tiene simpatía hacia todo aquél que le da más facilidades; y esa simpatía se transmite a la opinión pública).

En septiembre de 1977, la Savak mató a Mustafá, uno de los hijos de Jomeini. Fue un poco antes de su exilio y el ayatollah, coincidiendo con los hechos, dictó la instrucción o i'lamiyah que puede considerarse comenzó la revolución islámica. En la misma, ordenaba a sus seguidores no reconocer el gobierno del Sha, no colaborar con él y fundar instituciones islámicas en todos los ámbitos de la vida civil.

Desde su llegada a Francia, la estrategia de Jomeini revela bien a las claras su conciencia de que la llave de cualquier cambio de régimen en Irán es el ejército. Cada vez más i'lamiyah están dirigidas a las fuerzas armadas o a la actitud que los revolucionarios deben guardar ante ellas. Pidió primero a los soldados que desertaran y después que lo hiciesen llevándose las armas, para así poder ayudar a la revolución. Y no le salió mal: el 1 de enero de 1978, el presidente James Carter fue huésped del Sha en Teherán. En esa misma fecha, siguiendo las instrucciones de las cintas de Jomeini, un batallón antiaéreo desertó del ejército iraní con armas y bagages.

En Irán se multiplicaban los conflictos y las huelgas. Éste, el incremento de la conflictividad, era el primer elemento de la estrategia del ayatollah. El segundo, importantísimo y que ha dejado una honda huella en el fundamentalismo islámico, es la apelación al martirio. En la introducción de estos post, dedicada al chiismo, ya he dicho que el martirio es connatural a la existencia, desarrollo y fuerza moral del chiismo, puesto que esta creencia islámica se basa precisamente en el martirio del hijo de Alí, que tiene para los chiitas la misma importancia que pueda tener el de Jesús para los cristianos. A través de ese prisma es como se debe entender la serie larga de fatwas lanzadas con sus cintas por Jomeini a partir de principios de 1978 llamando a sus seguidores a que no mostrasen resistencia al ejército y que, lejos de ello, aceptarsen el martirio si eran disparados o maltratados.

En realidad nadie en Occidente, salvo la inteligencia judía, supo ver ni valorar la potencialidad de estos mensajes y de esta forma de actuar. Washington siempre la infravaloró, como la infravaloró el Sha. Podríamos decir que la capacidad analítica occidental no estaba en condiciones de poder entender la importancia del martirio y sus capacidades. Lo cual, por cierto, demuestra que en la CIA, el MI5, el CNI y todos esos sitios, debe ser que si pillan a un espía leyendo un libro de Historia le aplican el Código Rojo, porque, si no, no se entiende.

Fue en ese momento cuando importantes miembros del staff del Sha, como el general Afshar Amini, algo así como su jefe de gabinete, comenzaron a pensar, con la ayuda de los israelíes, que tal vez, a las dos estrategias clásicas posibles por parte del régimen (liberalizarse o endurecerse) había una tercera vía consistente en enviar al rey a un largo viaje por el extranjero, pretextando algún tipo de dolencia, que dejase el país en manos de un regente, quizá Farah Diba, que aportase una imagen nueva al régimen. A EEUU, probablemente, le gustara más la solución de promover un golpe militar proamericano; lo que podríamos denominar la solución pakistaní. En medio de toda la milonga se cruzaba el enfrentamiento cainita existente en la corte entre Farah Diba y la famlia del Sha (su madre y sus hermanos), todos ellos maniobrando para controlar el poder.

El 13 de agosto de 1977 estalló una bomba en un restaurante de Teherán frecuentado por americanos. Ese mismo mes, 430 personas murieron abrasadas en un cine de la ciudad de Abadán. Las acusaciones populares contra la Savak por el hecho causaron gravísimos disturbios. Mientras tanto, en palacio se había decidido ya que el Sha no abandonaría el país y que se iniciaría una liberalización, para lo que fue nombrado Jaafar Sharif Emani. Emani publicó un plan de seis puntos que incluía la liberación de presos políticos, el aumento en un 40% del salario de los funcionarios, la apertura controlada a nuevos partidos políticos, elecciones controladas, respeto a los derechos humanos y un plan anticorrupción. Se abolía el ministerio de la Mujer y el calendario aqueménida, gestos ambos destinados a caer bien entre los musulmanes.

La respuesta de los islámicos fue organizar, en septiembre, una serie de manifestaciones monstruo en Teherán que desafiaron la inmediata declaración de la ley marcial. El ejército disparó, causando un mínimo de 100 muertos. En esas jornadas, se esfumó la última posibilidad de que los ayatolás fuesen a avalar algún día el reinado del hijo de Mohammed Palhevi.

A finales del 77, Emani jubiló a varios miembros de la Savak y liberó a centenares de presos políticos. Pero las manifestaciones proseguían, por lo que el Sha, allá por noviembre, se convenció de que la única salida era un gobierno militar.También Estados Unidos opinó que así debía ser. Por lo tanto, el Sha nombró al general Gholan Reza Ashari primer ministro (a pesar de que no quería serlo, por cierto). Tras su subida al poder, el Sha lanzó un mensaje radiado aseverando que había entenido el mensaje y anunciando una nueva etapa de gobierno (hay una ley histórica casi matemática: cuando más asevera un líder que ha entendido un mensaje, menos lo ha entendido). La reacción de la calle, sin embargo, dejó claro a todos que había que buscar soluciones alternativas.

Fue sólo en ese momento, considerablemente tarde en mi opinión, cuando el Sha intentó contactos con la oposición. Contactó con un viejo político del Frente Nacional, Karim Sanjabi, y le ofreció el gobierno. Sanjabi, para sorpresa del palacio real, reaccionó marchándose a París a parlamentar con Jomeini, quien le dejó claro que no contase con él. A su regreso a Teherán, el Sha arrestó al que dos semanas antes era su gran esperanza blanca, para impedir que pudiese dar una rueda de prensa y contarlo todo. Algunos días más tarde, el general Nassiri, de la Savak, era arrestado, y se anunciaba una investigación sobre los negocios de la familia Palhevi. En paralelo, se contactó con Mehdi Bazargan, uno de los pocos civiles por los que Jomeini sentía simpatía. Bazargan había sido encarcelado al declararse la ley marcial y ahora la Savak le ofreció cooperar con el Sha siempre y cuando éste aceptase un estatus de rey constitucional que no actuase en el gobierno.

A finales de noviembre de 1978, con Bazargan ya libre, una delegación de Estados Unidos le visitó. Bazargan le explicó a los americanos que, en su opinión, el Sha debía abandonar el país, sustituido por un Consejo de Regencia y un gobierno de notables. Visto que los americanos se mostraron dispuestos a seguir hablando, Bazargan contactó con algunas las personalidades del entorno de Jomeini, como el ayatollah Muntazari o el que entonces era hojat al-Islam, Hashimi Rafshanjani, con los que acordó cinco puntos:

  1. Abandono del país por el Sha, con el pretexto de algún tratamiento médico.

  2. Consejo de Regencia formado por personas aceptables por todos.

  3. Gobierno nacional aperturista.

  4. Disolución del Majlis.

  5. Nuevas elecciones.

EEUU aceptó estos puntos, pero finalmente se produjo un desencuentro al proponer Bazargan el estudio de cambios en la Constitución de 1906 para eliminar toda referencia al Sha. En diciembre, sin embargo, se llegó a un acuerdo a cambio de la restitución de la ley y el orden.

El ayatollah Muntazari viajó a París con la intención de obtener el nihil obstat de Jomeini e incluso discutir con él los miembros del futuro Consejo de Regencia. Pero se encontró a un hombre totalmente renuente que lo rechazó todo. Todo. Ninguno de los negociadores de Teherán, es decir ni la oposición civil iraní, ni los líderes religiosos que les apoyaban, ni por supuesto los americanos que, increíblemente, en ese momento todavía tenían dificultades para distinguir a un persa de un bosquimano, ninguno de ellos había entendido que los chistes floreados que habían pactado entre ellos no tenían nada que ver con el espíritu de Jomeini. Nada. Quizá es que no escuchaban sus cintas.

Lo que bien pudo decir Jomeini en aquellas entrevistas con Muntazari pudo ser lo que una vez dijo el líder de los Doors, Jim Morrison: we want the world; and we want it now.

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