El siglo XIX español bien puede ser concebido como un gran condensador en el que las tensiones entre la España liberal y la tradicional se van acumulando hasta que llegan diversos estallidos. El principal de ellos es la revolución llamada Gloriosa, de 1868, que supone, por primera vez, la victoria sin paliativos de las fuerzas más progresistas y reformistas del arco político nacional. La Gloriosa llevaba en su seno la propuesta de reformas muy radicales pero, sin embargo, aquéllos que la administraron, y el ejemplo más evidente es el general Prim, trataron de atemperar ese radicalismo convirtiendo el país en una monarquía constitucional, eso sí bastante avanzada.
La idea, sin embargo, no prendió. En primer lugar, porque su principal arquitecto fue asesinado tres minutos antes de que fuese a comenzar la obra de teatro; Prim le decía y le decía a sus allegados que era poseedor del secreto para hacer de España una monarquía liberal y constitucional avanzada, pero quien quiera que sea que se lo apioló en la calle del Turco nos dejó con las ganas de conocerlo. En segundo lugar, el otro actor principal de aquel experimento, el rey Amadeo, fue mal recibido por los españoles, por la aristocracia con decidida hostilidad, y con cierta distancia por parte de los políticos que debían apoyarle y que, al fin y al cabo, eran monárquicos apenas de fachada.
Por todo lo dicho, cuando Amadeo se marchó, las cosas avanzaron en la única dirección posible, es decir hacia la República; y lo hicieron de una forma tan decidida y lógica que dicho avance incluso se produjo de forma flagrantemente ilegal, pues la República fue proclamada por unas Cortes ordinarias que carecían de mandato constitucional para modificar la forma de Estado.
Un año más tarde, todo eso se había ido al carajo. En estas notas trato de explicar, un poquito, por qué.
La República llegó, desde luego, en un clima de euforia por parte de quienes la habían esperado largamente. Sin embargo, no llegó exenta de problemas. En el momento de proclamarse el nuevo régimen, el Estado español experimentaba un acromegálico déficit de 546 millones de pesetas de la época. Las finanzas públicas contaban con 32 millones para hacer frente a los empréstitos públicos que vencían a largo plazo, por valor de 153 millones. Y las posibilidades de allegar recursos fiscales eran escasas, teniendo en cuenta que las principales áreas económicas del país, notablemente el País Vasco, Cataluña y Valencia, estaban siendo estragadas por la guerra (carlista), lo que había provocado la huida masiva de las fábricas y establecimientos productivos. Ni siquiera la única noticia internacional positiva del nacimiento de la República, el reconocimiento por los Estados Unidos y su capacidad de prestar dinero, pudo aliviar los problemas del país.
Desde un punto de vista político, la I República presentaba otros problemas. El republicanismo español era el resultado de un totum revolutum de fuerzas políticas; en modo alguno era la consecuencia de la presión de una gran fuerza unitaria. Los republicanos eran muchos y muy variados. Los había, sobre todo, federalistas y centralistas; la I República, y la Historia de España a partir de ahí, nuestro presente incluído, no es otra cosa que la pelea entre quienes piensan que las regiones han de recaudar los impuestos y financiar al Estado (es decir, el federalismo autonomista que persigue el nacionalismo catalán no independentista); y los que piensan que es el Estado quien debe recaudar los impuestos y financiar a las regiones (republicanismo castelarista, que informa nuestra actual Constitución).
Había republicanos decididamente simpatizantes de las nacientes ideologías obreras, y los había de corte totalmente burgués, que no querían irse con los internacionalistas ni a ponerse medias suelas en los zapatos. Además, podría decirse que la Restauración monárquica que acabaría llegando era una consecuencia lógica de los acontecimientos, dado que la I República nunca dejó de depender de los monárquicos. En los últimos años de Isabel II, mientras en la camarilla de la reina seguían pululando los monárquicos irredentos y, diríamos hoy, fachas, se había desarrollado un monarquismo burgués, proclive a los esquemas constitucionalistas, que no tuvo grandes problemas a la hora de bienquistarse con el republicanismo ganador.
Los republicanos, sin embargo, fracasaron estrepitosamente a la hora de fagocitar a esos elementos, hacerlos verdaderamente de los suyos. Si la gente piensa que la II República fue un régimen fuertemente ideologizado, debería darse un paseo por la I. Los republicanos de 1873 eran, primero que todo, producto de su propia ideología. Por ello, soportaban a los monárquicos, pero ni los aceptaron plenamente ni se avinieron a aceptar el hecho de que, probablemente, eran ellos los que socialmente estaban en minoría. En la I República ocurrió algo que volvió a producirse en la II: los monárquicos siguieron reteniendo buena parte del poder intermedio, el poder de los cuadros, el poder de los tipos que, al fin y a la postre, ponen a funcionar un país cada mañana a eso de las seis. Como ese poder intermedio nunca se sintió cómodo dentro del régimen republicano (error que volvería a ser cometido sesenta años después), cuando sonaron las trompetas restauradoras (y quien dice trompetas restauradoras, dice cornetín de los tercios africanos al mando del general Franco) no tardarían en escucharlas.
En la primavera de 1872, el duque de Madrid don Carlos, autotitulado Carlos VII, entró en España por Vera de Bidasoa y dio el grito de la rebelión carlista general. Fue un movimiento erróneo y precipitado que tuvo como resultado la humillante derrota de Orquieta y la rendición de los bizcaitarras en Amorebieta, que obligó a don Carlos a volver a Francia. Sin embargo, este enfrentamiento, quizás, acabó por convencer a Amadeo de Saboya de que estaba gobernando un país que no entendía (hay quien dice que non capisco era la frase más habitual del monarca), que no le entendía, y que nunca llegaría a gobernar. El 7 de febrero de 1873, Amadeo abdicó, abriéndole las puertas, a la vez, a la I República y a la reacción tradicionalista que le puso la proa. Los carlistas se alzaron de nuevo y pronto tendrían un rosario de victorias en Eraul, Montejurra, Somorrostro o Abárzuza.
Antes de esto, las mismas Cortes que entendieron de la renuncia de Amadeo decidieron, el 11 de febrero de 1873, constituirse en Asamblea Nacional. Votaron a favor 258 diputados y 32 en contra. Estas Cortes votaron la República y designaron jefe de la misma, «amovible y responsable», al abogado catalán Estanislao Figueras. La acción de las Cortes, como he dicho ya jurídicamente discutible, dio alas a esa tendencia, tan española, de hacer lo que a uno le sale del pingo. La feria comenzó el 12 de febrero en Montilla, con una rebelión campesina que anunciaba los tonos que con el tiempo alcanzaría la movilización rural anarquista en el Sur de España. Las turbas la tomaron con el mayor terrateniente de la población cordobesa, Francisco Solano Rioboo, y, asimismo, lincharon a un guardia rural. Pero no fue el único ejemplo. El mismo día 12 se producen intentos de declarar el Estado catalán en Barcelona.
Este estado de gran tensión afectó a la formación del Gobierno, que hubo de adelantarse en el tiempo. Figueras, más que formar un gobierno a la usanza normal, mediante consultas, dimes y diretes, hizo una labor urgente que, en realidad, hizo que el primer ejecutivo republicano fuera un poco un pastiche formado por los primeros tipos que se avinieron a acompañar al presidente en la aventura. Aquel gobierno, por lo tanto, tenía participación de radicales y republicanos, de intereses y puntos de vista bien disímiles, además de cuatro miembros que habían sido ya ministros de Amadeo.
Muchos republicanos llegaron a la República teniendo, como se haría más patente durante la presidencia de Pi i Margall, una confianza desmedida en el sistema federal. Estos propagandistas no encontraban necesidad de dar grandes explicaciones sobre un sistema de gobierno y de Estado que para ellos estaba muy claro y, además, por sus afinidades ideológicas eran muy proclives a mezclar el federalismo con ilusiones de corte revolucionario. Fruto de esta transmisión más bien ineficiente fue la creación de juntas revolucionarias en toda España, que germinaron en lo que conocemos como cantonalismo.
Cuando se piensa en el cantonalismo disgregador todo el mundo piensa en Cartagena, entre otras cosas porque fue el último mohicano del movimiento. Pero, en realidad, el epicentro de la movida estuvo en Barcelona. Como digo, el federalismo no es en ese momento un movimiento totalmente puro; en la ciudad condal, entre otras cosas, se funde con el fuerte elemento antimilitar que se incuma en la ciudad, y que acabará con las décadas estallando en escándalos como el famoso de la revista Cu-Cut! El 22 de febrero, a causa de esta presión, el gobierno abole las quintas. Pero, claro, toda acción tiene su reacción. En los cuarteles los soldados que ya han sido movilizados se rebelan. Aquella movida fue notablemente negativa, teniendo en cuenta que Cataluña se encontraba en ese momento bajo la amenaza del carlismo, que ya controlaba alguna de sus zonas y ahora veía cómo su enemigo colapsaba en conflictos internos. De hecho, las necesidades de la guerra, que no eran otra cosa que la necesidad de atemperar las reivindicaciones por un tiempo, abrieron una grave brecha en el federalismo, que se partió en una tendencia comprensiva y otra intransigente, cada vez más enfrentadas.
Los catalanes temían un movimiento de Cristino Martos, líder del centralismo exacerbado, que podría llegar incluso a golpe de Estado. El 8 de marzo se distribuyó por Barcelona el rumor de que el Gobierno, una vez presentada en la Asamblea la propuesta de disolverla para convocar unas Cortes constituyentes, había perdido la votación, lo que habría forzado a Figueras a dimitir y a dejar su puesto precisamente a Martos. Los federales intransigentes, dando por cierta la noticia, retaron a la Diputación a proclamar el Estado catalán al día siguiente. La Diputación, desbordada por el sentimiento popular a pesar de estar teóricamente controlada por los moderados, votó una resolución por la que anunciaba que se consideraría disuelta si dimitía el Gobierno vigente, y daba amplísimos poderes, incluso revolucionarios, a dos de sus diputados, Françesc Sunyer i Capdevila y Baldomero Lostau. Sin embargo, acabó por llegar el telegrama que confirmaba que el resultado de la votación en Madrid había sido el contrario del señalado por los rumores. En ese momento, benévolos e intransigentes se pusieron a negociar. Los primeros consiguieron el aplazamiento de las veleidades independentistas que buscaban los otros; y los segundos arrancaron la conversión del ejército en profesional y voluntario. Sin embargo, la calle seguía presionando, con lo que el 11 de marzo Figueras tuvo que viajar a Barcelona para tratar de aplacar los ánimos. No resulta nada aventurado pensar que si en ese momento el presidente de la República llega a ser de Palencia, quizá el Estado se habría terminado por romper.
En abril, la situación dio un giro a peor. La abolición de las quintas había llevado a la excesivamente optimista impresión de que se crearía una numerosa milicia voluntaria, los llamados, ejem, Cuerpos Francos. Se quería un ejército de unos 48.000 hombres, pero apenas se apuntaron 10.000, y con una capacidad militar muy reducida. De hecho, la pequeña historia de los Cuerpos Francos, y la no tan pequeña del Ejército Popular de la República en la Guerra Civil, demuestran el teorema de que un ejército no es algo que se improvise, y necesita algo más que ilusión para funcionar.
El 23 de abril, un héroe de La Gloriosa, el almirante Topete, lideró un movimiento conservador. Su intención, en connivencia con los radicales, es decir la derecha de la República, era que, una vez que las elecciones se habían ya convocado para el 10 de mayo, la Comisión Permanente de las Cortes, dominada por los radicales, convocase a la Asamblea Nacional por su cuenta, sin contar con el Gobierno, para votar la caída de Figueras, que había de ser sustituido por el general Serrano. El Gobierno respondió con prontitud que sorprendió a los conspiradores y, por lo tanto, pudo esquivar el problema; pero recibió una primera herida seria que, además, provenía de aquellos santones que habían comenzado todo el proceso que había acabado por cristalizar en la República.
Finalmente, entre el 10 y el 13 de mayo, España fue a las urnas.
"En la primavera de 1872, el duque de Madrid don Carlos, autotitulado Carlos VII, entró en España por Vera de Bidasoa y dio el grito de la rebelión carlista general."
ResponderBorrarSe supone que ese grito de rebelión era "¡Abajo el extranjero!" (por Amadeo, naturalmente). Sin embargo, según contaban las malas lenguas en Vera de Bidasoa, el grito de guerra salió, de boca del pretendiente Carlos como "¡Abajó el extrangegó!".
Solía contar esto, con ánimo de chanza, un ilustre vecino de Vera de Bidasoa, Pío Baroja.
HISTORIA ES ASKEROSA
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