Todas las personas que hemos sido estudiantes obligatorios, que somos todos si hemos pasado por la escuela, tenemos nuestras bestias negras. O sea, cosas que nos desagradaba tener que estudiar o examinarnos de ellas. El primer escalón son las asignaturas y hay una que se lleva la palma como asignatura rayona por excelencia: las mates. Yo diría, incluso, que odiar las matemáticas es algo muy hispano.
Mis fobias, sin embargo, no van por ahí. Las mías son la química, el dibujo y la gimnasia. La química nunca la entendí (y, si os pasa lo mismo, daros algún paseo por Historias de la Ciencia, que allí os curan); el dibujo porque siempre he pensado que es algo nato, que hay gente que sabe dibujar y gente que no y a mí, que soy de los que no, me jodía bastante tener que pasar por las horcas caudinas de los exámenes de dibujo, que cateaba sin remisión. Y la gimnasia, porque sudar para sacar un seis de nota me parecía, y me sigue pareciendo, una gilipollez.
Más allá de las rayadas genéricas están las rayadas concretas. Por ejemplo: la filosofía nunca se me dio demasiado mal; pero a Hegel no lo puedo tragar, qué le voy a hacer. Aquel trimestre estaría yo con el despertar de la sexualidad o con la fase de angustia vital adolescente o simplemente tenía un subidón de bilirrubina; pero el caso es que recuerdo las tardes estudiando a Hegel como unas horrendas jornadas en las que hubiera deseado ser cualquier otra cosa en la vida, periodista del corazón incluso, en lugar de estudiante del hegelianismo.
Otra de las rayadas fueron las guerras napoleónicas. Tuve que estudiarlas, si no recuerdo mal, en séptimo de EGB, que hoy es vaya usted a saber qué; nananiano de primaria. Me las tuve que estudiar con sus coaliciones incluídas, una detrás de otra, con indicación de los años que duraron, los países que las integraron y las batallas principales que se desarrollaron. Para mí, la expresión coaliciones antinapoleónicas es una expresión sinónima de pestiño coñazo, de labor superferolítica, de encabrone fijo. Es más: creo que si yendo por la calle me parase Paulina Rubio en paños menores y, humedeciéndose los labios con la lengua, me preguntase, provocona: «¿Tú qué opinas de la batalla de Wagram?», la mandaría a la mierda.
En La Coruña, de donde soy, esto no tiene mucha lógica, porque allí somos muy antinapoleónicos. Sí, ya sé que nuestra Agustina de Aragón, María Pita, a quien fundió fue a los ingleses. Pero es que nosotros tenemos nuestro propio general Wellington, el general sir John Moore, quien murió en La Coruña, durante la batalla de Elviña, protegiendo a las tropas británicas que estaban en el puerto. Su tumba es el epicentro de un pequeño jardín romántico, el jardín de San Carlos, donde tengo yo peladas muchas pavas y leídos muchos libros.
Todo esto lo cuento para que os podáis imaginar el gesto de mi rostro el día que abrí un documento que me enviaba Inasequible y comprobé que, esta vez, había escrito de las guerras napoleónicas. Mon Dieu! ¿Es que no tienes otra cosa de la que escribir, Ina? ¿Qué tal te sentaría que ahora me enrollase yo sobre la tesis, la antítesis y la síntesis, eh?
La lectura me ha convencido de una cosa: debí tener yo malos profesores el año que me enseñaron las guerras napoleónicas. Nunca pensé que haría esto pero, de verdad, y con el corazón en la mano, deseo recomendaros que paséis de las chorradas hasta ahora escritas en este post y sigais más abajo, donde aprenderéis muchas cosas.
Le cedo la palabra a Ina.
Nunca he podido entender la obsesión que algunos tienen con la batalla de Waterloo. En Waterloo no se jugó el destino de Europa ni nada que se le pareciera. El Napoleón que luchó en Waterloo era un hombre enfermo que había perdido mucho de su genio táctico y que tendía a delegar en sus subordinados. Desde la campaña contra Austria de 1809, no había vuelto a noquear a un adversario. En lugar de ese boxeador temible que derribaba al adversario en el primer asalto, se había convertido en un fajador que aguantaba bien los golpes y asestaba buenos puñetazos, aunque acababa perdiendo el combate a los puntos: así fueron las campañas de Rusia en 1812, de Alemania en 1813 y de Francia en 1814.
En la campaña de 1815 Napoleón invadió Bélgica con 128.000 hombres y 366 piezas de artillería. Frente a él, los angloholandeses tenían un Ejército de 106.000 y 216 piezas de artillería y los prusianos uno de 128.000 hombres y 312 piezas de artillería. Por si esa disparidad no bastase, los austriacos estaban preparando un Ejército para enviarlo contra Napoleón. El Ejército francés contaba con mejor artillería y una mayor proporción de veteranos que sus adversarios. Ahí terminaban sus ventajas. A la inferioridad numérica frente a sus enemigos se sumaba el problema de que en caso de derrota Napoleón no podría reunir otro Ejército de la misma calidad y posiblemente ni tan siquiera del mismo tamaño.
Si Napoleón hubiera vencido en Waterloo la Historia de Europa no habría cambiado. Aún habría tenido que derrotar a los 128.000 prusianos de Blücher y a los austriacos que hubieran llegado más adelante. Con la fama que le precedía, posiblemente las potencias europeas habrían levantado Ejército tras Ejército hasta derrotarle.
Entiendo algo más que los franceses estén obsesionados con Austerlitz. Fue la gran victoria de Napoleón, la batalla donde su genio táctico brilló a mayor altura. Pero vista con el beneficio de la distancia, vemos que no fue una batalla decisiva. Forzó a los austriacos a pedir la paz, pero tres años y medio después de su derrota, ya estaban volviendo a tocarle las narices a Napoleón, aprovechando que estaba envuelto en la guerra con los españoles. Napoleón derrotó a los austriacos en Aspern y Wagram en lo que sería su última campaña realmente victoriosa, pero la victoria también se revelaría efímera en esta ocasión. Cuatro años después de Wagram, viendo a los franceses derrotados en Rusia y enzarzados en Alemania, los austriacos volvieron a la carga con mejor fortuna en esta ocasión.
Ni Waterloo, ni Austerlitz. La batalla más transcendental de las guerras napoleónicas fue una en la que Napoleón ni tan siquiera estuvo presente: la batalla de Trafalgar.
En 1802 Francia e Inglaterra pusieron fin a casi una década de guerra con la Paz de Amiens. Ambas sabían que sería una paz provisional, que el conflicto que las enfrentaba sólo podía terminar con la derrota definitiva de una de las dos. Inglaterra no podía aceptar que Francia dictase el orden europeo y se erigiese en señora del continente. Francia, por su parte, sabía que mientras Inglaterra y su poderío naval y financiero no hubiesen sido quebrados, su predominio sobre Europa sería precario y siempre estaría al albur de las alianzas que en su contra pudiera crear el oro inglés. La Paz de Amiens fue tan ilusoria que desde un principio ambas potencias la violaron: ni Inglaterra abandonó Malta, ni Francia se retiró de los Países Bajos. El 18 de mayo de 1803, Francia e Inglaterra se dejaron de tonterías y volvieron a la guerra.
El plan que ideó Napoleón para poner a Inglaterra de rodillas no fue muy imaginativo: concentrar a sus tropas en los puertos del Canal de la Mancha y desembarcarlas en Inglaterra. Lo mismo que en su día había pretendido hacer la Armada Invencible de Felipe II y lo que casi 140 años después intentaría hacer Hitler.
El plan no era realmente descabellado. Para ejecutarlo, lo que necesitaba era conseguir superioridad naval sobre las aguas del Canal de la Mancha, aunque fuera de manera temporal. Para ello, primero, las flotas francesas y españolas debían romper los bloqueos a los que les tenían sometidos los ingleses. A continuación se unirían y marcharían sobre el Canal. Sobre el papel la tarea no parecía imposible. A finales de 1804 Inglaterra disponía de 83 navíos de guerra. Frente a ella, Francia contaba con 56 navíos, a los que había que sumar 15 que estaban en distintas etapas de construcción. Lo que vino a inclinar la balanza del lado francés fue la alianza con España, que con sus 31 navíos otorgaba la superioridad numérica al bando hispano-francés.
Como de costumbre, los números dicen una cosa y la realidad dice otra distinta. Numéricamente los hispano-franceses podían ser más, pero en casi todo lo demás los ingleses llevaban la ventaja: disponían de mejores almirantes y tripulaciones más entrenadas, utilizaban tácticas superiores que hacían hincapié en la ofensiva, sus cañones tenían mecanismos de ignición más desarrollados y, finalmente, los artilleros británicos solían apuntar al casco y no a las velas, con lo que daban en el blanco más a menudo y sus destrozos eran mayores. El único punto en el que los hispano-franceses llevaban ventaja era el del diseño naval. Los buques españoles San Juan Nepomuceno y San Ildefonso posiblemente fuesen de los más avanzados en su concepción de todos los que lucharon en Trafalgar.
Los barcos que pudieron escapar de los bloqueos ingleses se dieron cita en Cádiz el 21 de agosto de 1805: un total de 33 navíos con 2.632 cañones. Cuando la batalla se entablase finalmente el 21 de octubre, Nelson no les enfrentaría más que 27 navíos con 2.148 cañones. Sin embargo, los resultados serían demoledores: los hispano-franceses perdieron 18 navíos (más del 50% de su fuerza) y más de 4.000 hombres. Los ingleses no perdieron ningún barco, aunque varios quedaron muy dañados, y sus bajas anduvieron en torno a los 450 hombres.
Tras Trafalgar, Napoleón no volvió a intentar disputar a Inglaterra el dominio de los mares. No teniendo barcos para atacar las líneas comerciales británicas, intentaría dañar su comercio por la vía indirecta del bloqueo continental, la prohibición de que sus aliados comerciasen con Inglaterra. Esta política, que casi causaba más perjuicios a los aliados franceses que a los ingleses, sólo serviría para causar resentimiento contra la dominación francesa y sería una de las razones que llevaron a la ruptura entre Francia y Rusia y a la desastrosa campaña de 1812.
Tras Trafalgar, dueña de los mares, Inglaterra se dedicó a jugar el papel de mosca cojonera, sabiendo que disponía del oro para fomentar las alianzas antifrancesas que hicieran falta y que su flota podía situar en el continente al ejército británico allá donde se le necesitase, sin que los franceses pudiesen reaccionar. Tras Trafalgar, Inglaterra sólo tenía que esperar a que Francia tuviese problemas serios en el continente y eso fue lo que hizo.
Bueno las matemáticas son malas para los de letras, pero para los de ciencias no nos parecen mal. Además a mí por ejemplo la que menos me gustaba era Historia del Arte que me parecía lo peor tener que aprender esas cosas de memorieta sin entender nada.
ResponderBorrarAunque no estuvo en Trafalgar, la culpa de la derrota fue en gran parte de Napoleón.
ResponderBorrarEl plan para distraer a la flota británica del canal era el siguiente: después de romper el bloqueo de los puertos franceses y españoles, la flota hispanofrancesa se fue al Mar Caribe, donde atacó posiciones británicas para dejarse ver. De esa forma la noticia de su presencia voló al continente, lo que hizo que Nelson, que andaba a su caza y captura para destruirla, se dirigiera rápidamente hacia allí. Es decir, cayó en la trampa.
Nada más terminar el ataque, la flota aliada volvió a Europa por una ruta poco conocida que Gravina, jefe de la flota española y segundo de Villeneuve conocía de sus viajes anteriores, lo que les permitió que Nelson no los localizara. Y así tenemos a la flota británica en América y a la francoespañola dispuesta para atacar el canal de La Mancha. Las órdenes que Villeneuve había recibido de Napoleón eran evitar a toda costa un combata para reservarse para la invasión de Gran Bretaña. Pero al llegar a las inmediaciones de Galicia (El Ferrol, creo recordar), tuvieron una escaramuza con una pequeña flota británica comandada por Calder, lo que delató su posición. Si no hubiera sido por eso, Gran Bretaña las hubiera pasado canutas, porque la flota habría podido embarcar a los cerca de 200.000 soldados que Napoleón tenía acampados en las costas del norte de Francia.
Pero Villeneuve, que se sabía localizado, pensó que si se dirigía al norte, le hubieran interceptado antes de llegar al canal y no habría podido evitar el combate que Napoleón le había prohibido. Por eso probablemente tomó la polémica decisión de dirigirse a Cádiz a principios de verano de 1805, como decían sus órdenes que debía hacer, si el conjunto del plan fracasaba. Justo donde Nelson, brillantísimo táctico, pero no tanto estratega, pensó que se dirigían desde un principio, y donde llegó poco después de los barcos españoles y franceses. Sin el mal encuentro de El Ferrol, Inglaterra no hubiera podido contar ni con los barcos ni con el genio de su mejor almirante para evitar la invasión.
Por lo tanto, Villeneuve, que no era ni mucho menos el idiota que nos enseñaron de pequeño, estuvo a puntito de engañar la gran Nelson. Villeneuve había sido lo suficientemente inteligente para sobrevivir a la Revolución siendo aristócrata, e incluso conservar su graduación militar. Conocía bien a Nelson. No en vano no era la primera vez que se encontraban: en la batalla de Abukir, donde la leyenda de Nelson se disparó al destruir la flota francesa que llevó a Napoleón a Egipto, obligando a éste a abandonar al ejército a su suerte y volver a Francia en una barquita, el único barco francés que consiguió escapar de Nelson iba comandado por Villeneuve.
Así pues, al comenzar el otoño de 1805, tenemos a los barcos franceses y españoles encerrados en la bahía de Cádiz con Nelson esperando a unas millas de allí vigilando estrechamente la salida. Nelson nunca pensó que Villeneuve iba a salir, porque tanto él, como Villeneuve, como Gravina sabían que por la disposición de vientos de la zona, los británicos siempre tendrían ventaja táctica. Cuando Napoleón se enteró de que la flota que esperaba como agua de mayo para invadir Inglaterra estaba atrapada en Cádiz, se pilló un cabreo mayúsculo, culpó a Villeneuve de no obedecer sus órdenes, aunque éstas se contredecían a sí mismas en no pocas ocasiones, porque estaba acostumbrado a la facilidad para enviar órdenes en el combate terrestre a través de mensajeros, y eso en el mar era mucho más lento. Si se mandaban órdenes distintas todas las semanas, podían llegar a su destino en orden diferente al que fueron dictadas, provocando serias confusiones.
Napoleón sabía además que los austriacos (o eran los prusianos, no recuerdo) estaban reuniendo un ejército importante para enfrentársele. Al darse cuenta de que sin barcos no podía invadir Inglaterra, hizo moverse a su ejército que voló hacia el interior del continente y buscó el ejército enemigo al que encontró y machacó en Austerlitz y Ulm.
Volviendo a la guerra en el mar, Napoleón decidió relevar del mando a Villeneuve y llamarlo a París y poner al mando de la combinada al almirante Rosilly-Mesros. Villeneuve sabía que eso sólo podía significar una cosa: consejo de guerra y ejecución, si es que llegaba vivo a París, porque Napoleón, con los que consideraba cobardes, a veces no los dejaba siquiera llegar.
Villeneuve nunca se había comportado como un cobarde y no pensaba permitir a Napoleón hacerle quedar como tal, así que decidió presentar batalla, en contra del consejo de Gravina, sobre todo porque Francia y España no necesitaban derrotar a Nelson, sino los barcos en buen estado para transportar las tropas terrestres a Gran Bretaña.
El caso es que salieron. No es verdad que Nelson engañara a Villeneuve. La famosa línea que dispuso para recibir el ataque de Nelson era la mejor opción, pero probablemente no suficientemente buena para derrotar a una flota británica que tenía marinos más expertos, mucha más potenicia de fuego (aunque en número de cañones estaban en desventaja, los suyos, por su nuevo sistema de prender la mecha, eran capaces de disparar el doble de rápido que los franceses y españoles) y el viento a favor.
Simplificando, las dos columnas que Nelson dispuso cortaban la línea aliada en tres trozos. Dado el poco viento que había y la mala maniobrabilidad de los barcos de esa época, un tercio de la línea no podía combatir porque tardaba literalmente horas en dar la vuelta y llegar a la zona de combate. De esta forma, los ingleses, además, estaban en superidad numérica el tiempo suficiente para machacar los barcos de la Combinada. Pero es que además, los barcos que no entraron en el combate, que estaban bajo el mando de Dumanoir, no volvieron. Se marcharon directamente a tierra. El resultado de la batalla es conocido: victorica completa de los británicos que no perdieron un solo barco. Los ingleses apresaron algunos barcos pero ocurrió algo curioso. Se desató una monumental tempestad que duró una semana y puso en muy serio peligro a todos los barcos (todos estaban muy maltrechos tras el combate). En estas condiciones, los marinos de los barcos apresados se amotinaron y capturaron a los poquitos ingleses que habían subido a los barcos para llevarlos a Gibraltar, ya que ellos solos no podían manejar el barco con tan mala mar.
Aparte del coste material, a Inglaterra la victoria le salió carísima, ya que perdió a su mejor almirante: Nelson murió poco después de comenzar el combate. Su cuerpo fue conservado en un barril de ron y trasportado a Inglaterra donde recibió funerales de héroe nacional.
Mas caro aún le salio a España, ya que perdió a muchos de los integrantes de una magnífica generación de marinos: Churruca murió en el San Juan Nepomuceno, Dionisio Alcalá Galiano en el Bahama y Gravina, aunque consiguió salvar su barco (el Príncipe de Asturias) y a la mayoría de su escuadra (la parte de la flota que estaba bajo su mando directo), murió 4 meses después por las heridas recibidas en el combate.
Villenevue fue hecho prisionero y conducido a Gran Bretaña, donde vivió en una casita de campo con poca vigilancia (había dado palabra de no escapar, y en aquella época, eso valía algo) y unos años después se le liberó en un cambio de prisioneros, y murió antes de llegar a París. Según la versión oficial, suicidado. Pero en extrañas circunstancias, ya me entendéis.
Bibliografía:
"Trafalgar", de José Cayuela y Angel Pozuelo, Editorial Ariel, 2004
"Trafalgar, tres armas en combate", de Víctor San Juan, Editorial Sílex, 2005.
"Trafalgar, biografía de una batalla", de Roy Atkins, Editorial Planeta, 2005.
Lectura recomendada:
"Trafalgar" de Benito Pérez Galdós.
Perdonad el rollo, pero es que Trafalgar me apasiona...
Digamos que de jóvenes nos gusta una cosa y a medida que envejecemos nos van guatando las otras :-)
ResponderBorrarY gracias por el enlace.
Salud!
Impresionante comentario, Diego. Ya se ve que tú y yo no estábamos en la misma clase a los doce años ;-)
ResponderBorrarNo te creas, jdj.
ResponderBorrarA los doce años odiaba la historia y de hecho estudié ciencias puras.
La pasión por la historia, el lenguaje y el arte me vino mucho después.
En mi opinión, las ciencias requieren curiosidad por el mundo, que me sobraba, pero las letras requieren madurez, y de eso no tenía ni 100 gramos.