lunes, septiembre 05, 2022

Aquel 1789 de Carlos IV (4): La conexión portuguesa

 Capítulos de esta serie:

Breve repaso de la (triste) Historia del parlamentarismo español
Haciendo equipo
Las mujeres, por la zona sucia de la pista
La conexión portuguesa
Para volver a volver, como has vuelto mil veces
La que has montado, pollito 


El rey, como rey absoluto que era, pudo imponer su opinión. Pero son muchos los indicios de que la ley semi-sálica nunca fue aceptada en España como algo español. El Auto Acordado no hizo falta durante todo el siglo XVIII, ya que la sucesión a la corona borbónica quedó siempre asegurada por la presencia de hombres, aunque bien es cierto que alguno de ellos estaba como las maracas de Machín. Sin embargo, no por ello logró prender en la conciencia colectiva de los castellanos y aragoneses, muchos de los cuales siguieron considerando como suyo un esquema constitucional en el que las mujeres, sin ser iguales a los hombres, sí, desde luego, tenían un papel más importante que el que les reservaba el Auto. La norma, para muchos, era lo que era: una imposición, por colleras, de franceses e ingleses.

En estas circunstancias, no ha de extrañaros que, tres cuartos de siglo después, un Borbón entrado en carnes y con tendencia a la bobaliconería, pero al fin y al cabo un francés con importantes ribetes de españolismo, sintiese la necesidad de enderezar aquel entuerto. Según Floridablanca, por lo demás, Carlos IV no hizo sino recoger las inquietudes de sus antecesores, quienes ya habrían señalado en repetidas ocasiones la pertinencia de cambiar el régimen constitucional español para devolverlo a su madre. En 1789 se hizo necesario convocar Cortes para jurar al heredero. Esto no había pasado en mucho tiempo, pues Carlos III había llegado a la corona de España de una forma sorpresiva y, consecuentemente, nadie lo había esperado como rey cuando era un niño y no había jurado nada. La ocasión, debió pensar el rey, la pintan calva; ahí voy yo a meter mi cuña.

En el momento en que convocó las Cortes de 1789, Carlos IV tenía una importante descendencia. Sin embargo, como ya he tenido ocasión de describiros al hablar de la vida de Fernando VII, su hijo y sucesor, en aquella familia los varones parecían estar gafados. Carlos IV había tenido seis hijos y cinco hijas, pero de los seis primeros habían fallecido cuatro, y sólo habían sobrevivido Fernando y Carlos; mientras que de las hijas vivían cuatro. Los infantes varones eran todavía unos niños y, por lo tanto, todavía cabía esperar que pudiesen morir en la infancia. De las hijas, sin embargo, dos estaban ya a las puertas de la pubertad, lo cual, en la situación de la época, venía a querer decir que habían superado lo peor o, como se solía y se suele decir en muchos pueblos de España, "ya iban para arriba".

Sobre una familia así, el viejo Auto Acordado cognaticio de Felipe V se convertía en un problema; en la fuente de la guerra civil. Esto era algo que ya pensaba Carlos IV y que, como sabemos, el tiempo no haría sino confirmar. En el caso, como digo en modo alguno implanteable, de que Fernando y Carlos muriesen en la infancia, la sucesión española, bajo un esquema semi-sálico, se convertía en un sudoku. La corona podría ser de Carlota Joaquina, la hija mayor del rey; o del rey de Nápoles, hermano mayor de Carlos IV. Con el Auto Acordado en la mano, el rey, en esas circunstancias, debería ser el de Nápoles; es decir, la jugada de Carlos III, again. Pero, barruntaban los juristas del monarca, teniendo en cuenta que los españoles nunca habían hecho suya la sucesión cognaticia, podrían levantarse comuneramente, por así decirlo, en defensa de sus viejas leyes, en las cuales tendrían a una campeona en Carlota Joaquina.

Es por esta razón que muchos asesores consideraban recomendable volver a darle a la mujer la chance que siempre había tenido en la sucesión española. Se trataba de prevenir la reacción química diluyendo el catalizador.

El asunto, en todo caso, no se podía analizar de forma aislada. España formaba parte de Europa, es decir del mundo y, además, estaba comandada por una monarquía fuertemente imbricada en otras naciones. Borbones lo eran también los reyes de Francia y de Nápoles, y luego estaban las ligazones con Portugal.

Las relaciones entre España y Nápoles habían quedado heridas de muerte tras la marcha de Carlos III. A los napolitanos no les gustó nada enterarse de que eran el Castilla de ese Real Madrid que era la corona española y, a partir de entonces, se volvieron bastante antiespañoles. En Nápoles siempre había habido elementos que trataban de trabajar la connivencia del reino con el Imperio austro-húngaro, cuyas ambiciones en la península itálica eran más que evidentes; y, con los sucesivos desplantes que Madrid le fue haciendo a los italianos, esta prevalencia se fue definiendo cada vez más.

En lo que respecta a Francia, Carlos III había cambiado bastante las cosas tras la firma del conocido como Pacto de Familia que fue, en realidad, un pacto de sumisión española a los intereses franceses. España nunca se planteó cambiar de socio preferente, algo que no habría podido abordar en su situación; pero lo que sí es cierto es que la subordinación se fue matizando poco a poco, pues Carlos III y Floridablanca se las ingeniaron para amenazar eficientemente a París con un eventual cambio de prioridades en favor de Londres.

Como consecuencia de lo que os acabo de explicar, una eventual ilegalización del Auto Acordado de Felipe V era de interés inmediato tanto para Francia como para Nápoles; afectaba directamente a sus intereses dinásticos, directos o indirectos, en España. Sin embargo, todos los indicios son claros de que Carlos IV, un rey del que pronto tendríamos razones para la crítica por pusilánime y por plegarse a los deseos del francés, quiso, aquella vez, afirmar la total independencia española; puesto que la convocatoria de las Cortes y la consiguiente intervención de Campomanes anunciando un cambio en la normativa sucesoria se produjeron sin que los embajadores de ambos reinos fuesen informados. Todo recayó sobre Floridablanca, entonces secretario de despacho para asuntos de Estado (ministro de Exteriores). Al furibundo embajador napolitano le dijo que aquello era un asunto entre hermanos que resolverían ellos mismos con unos pestiños de por medio. Además, argumentó que las posibilidades del hermano del rey de ser rey de España, en realidad, eran muy tenues. Nápoles no se quedó tranquila con esas explicaciones y dio por culo todo lo que pudo.

Los franceses, en cambio, reaccionaron menos. Lo cual es lógico, porque bastante tenían ya con lo suyo, con la revolución avanzando. No obstante lo dicho, los franceses, considerando a Floridablanca el fautor del cambio, comenzaron a conspirar contra él, cosa que ya estaban haciendo los napolitanos.

En lo tocante a Portugal, desde 1777, cuando Floridablanca se había hecho cargo de la política exterior española, todavía bajo las órdenes del rey coñá, España estaba intentando mantener unas relaciones cordiales con el país vecino que antes habían sido explosivas. Esta política de acercamiento hizo posible el tratado de los límites de los territorios americanos de 1777, por el que ambos países se amigaron en la gran polémica sobre la colonia de Sacramento. Al año siguiente, el 18 de marzo, ambos reinos firmaban un tratado de amistad, garantía y comercio, un instrumento concebido en Madrid para excitar el iberismo luso y tratar de erosionar su identificación con Gran Bretaña. El conde de Fernán Núñez (Carlos José Gutiérrez de los Ríos y Rohan-Chabot), entonces embajador en Lisboa, se convirtió, tal vez, en el inquilino de esa legación que más ha hecho durante su mandato por acercar a ambas naciones, por lo general arriscadas entre ellas y normalmente más apañadas en destacar lo que las separa que lo que las une.

En ese clima de buen rollo ibérico, era lógico que entrasen a jugar los enlaces dinásticos. Floridablanca siempre quiso que se volviese a producir la unión ibérica. Era, sin embargo, consciente de que los portugueses estaban muy lejos de querer algo así; y que, en cualquier caso, en aquella Europa que vivía fragilísimos equilibrios, resultaría muy difícil llevar a cabo un proyecto así sin la férrea oposición del resto de las naciones. Por ello, el iberismo español, que siempre ha existido, se acostumbró a la idea de que estaba propugnando un proyecto de largo plazo.

En el marco de esta política de décadas, en 1785 se acordaron los que se suelen conocer como matrimonios portugueses. Ya el 10 de marzo de dos años antes, Floridablanca y el embajador portugués en Madrid, marqués de Lourizal, habían firmado el contrato matrimonial que unía al infante Joao, hijo segundo de los reyes de Portugal, con Carlota Joaquina, la hija primogénita de los entonces príncipes de Asturias. Al mismo tiempo, en Lisboa, Fernán Núñez y el ministro portugal Ayres de Sa firmaban otro contrato paralelo, que unía al infante Gabriel de Borbón y la infanta española María Victoria.

La muerte, en 1788, del infante José, heredero de la corona lusa, levantó algunas esperanzas de que la borbona Carlota llegase a reinar en Portugal; lo que se consideraba por el iberismo español como el anhelado primer paso en la dirección en la que siempre había querido avanzar Flori. El tema no estaba en ellos mismos, sino, sobre todo, en la posibilidad de que pudiesen tener un descendiente que uniese las dos coronas; mientras que, si no los tenían, sería Mariana Victoria la que llevaría el premio. De alguna manera, pues, los matrimonios portugueses eran una especie de envite para que, en el caso de que los dados al final diesen la combinación correcta de muertos, vivos e hijos, se pudiera producir la unión de la corona española y la portuguesa. El tema también se puede ver como una mera tentativa de bloqueo: casando a los dos infantes portugueses, con personas de sangre real españolas, se cegaba la vía de que se pudieran casar con personas de otras casas reales, abriendo nuevas, posibles, reclamaciones dinásticas.

Hay que decir que a los portugueses estos enlaces nunca les gustaron. Ni siquiera les gustan hoy. Vieron la jugada desde el primer momento, y comenzaron a sentirse como la pequeña empresa que sabe que un día u otro va a ser objeto de una OPA y, de repente, ve cómo la empresa que pretende presentar dicha OPA compra un pequeño paquete de acciones y se presenta en el consejo de administración a dar por culo. Para colmo, cuando el 11 de septiembre de 1788 muriera el príncipe del Brasil, Joao, prometido de Carlota Joaquina, se convirtió en el heredero del trono lisboeta.

En Madrid, los deseos de mantener el contrato eran intensísimos. María Luisa, la mujer del ya rey Carlos IV, bebía los vientos por su hija mayor (que, la verdad, era como una fotocopia de ella en muchas cosas). Floridablanca movió Roma con Santiago para mover a los portugueses a honrar un compromiso que cada vez les gustaba menos; y muy especialmente a Joao, quien, como mucho, se avenía a casarse, pero dos años más tarde. Por lo demás, las cancillerías europeas, como ya habían previsto los políticos españoles, recelaban del proyecto, por lo que suponía de resucitar una potencia europea dormida.

Los más perspicaces de entre vosotros (o sea, todos) ya os habréis dado cuenta de que el importante valor que Madrid concedía a la persona de Carlota Joaquina se basaba en que tuviese algo que ofrecer en el matrimonio con el infante portugués; y ese algo era la corona de España o, cuando menos, sus derechos sobre ella. Pero estos derechos hubieran sido inexistentes en el caso de una regulación constitucional agnaticia, y eran muy tenues en el marco de una cognaticia. De ahí que todo este lío de la unión ibérica y de la interpenetración entre las dinastías portuguesa y española tuviese una íntima relación con el cambio de la ley semi-sálica. El nacimiento, en 1784, del hijo varón de Carlos IV, el futuro Fernando VII, había dado completamente al traste con los derechos dinásticos de CJ. Por eso, en realidad la idea de derogar el Acto Acordado no es de Carlos IV: es de su padre, Carlos III y, para ser más exactos, de Carlos III y de Floridablanca. Ambos querían cambiar el orden constitucional español y recuperar la vieja regulación de las Partidas, no tanto porque la sociedad española lo quisiera, que lo quería; sino porque sabían que era la única forma de activar la unión ibérica que buscaban procurar.

Ésta era la situación que, por así decirlo, Carlos IV heredaba de sus antecesores y, muy particularmente, de su padre. Pero luego, el rey tenía sus propios condicionantes.

El Acto Acordado de 1713, en un notabilísimo acto de cinismo, todo hay que decirlo, establecía como conditio sine qua non para ser rey de España que el ocupante del trono hubiera sido “nacido y criado en España”. Esta cláusula es bastante lógica y permanece hoy en día en la vida moderna y, no os creáis, torturó bastante al general Franco y a sus juristas con la movida de que Juan Carlos hubiera nacido en Roma (aunque, recuerdo bien, los franquistas siempre se apresuraban a matizar que lo habían parido encima de una bandera española, por lo que se podía considerar que en territorio español. Ejem...); y se puede apreciar bastante claro en el empeño que tuvo el general, nada más decidirse por Juan Carlos, de que fuese formado en España.

Si la cosa de si Juan Carlos I cumplía o no cumplía con las características que debe tener un rey de España está en discusión, en el caso de Carlos IV esa discusión no existía: no las cumplía, y punto. Carlos de Borbón había nacido en Nápoles, y allí se había criado. Esto es algo de lo que el padre del rey, Carlos III, siempre fue consciente; y es por eso que, por ejemplo, nunca negoció el casamiento del infante don Luis con ninguna princesa de sangre real, porque este hermano sí que lo había tenido en España, sí que se había criado en España y, en consecuencia, cualquier día, si tenía suficiente fuerza dinástica, podía salir con que el trono de España era para él. Carlos casó al infante con una mujer que era noble, pero ni siquiera era grande de España; en concreto, María Teresa de Vallabriga, hija del señor de Soliveta. Y lo hizo bien consciente de que, de esta manera, argumentando el diferente nivel de los miembros del matrimonio, podía argumentar que los hijos no eran aptos para ser herederos dinásticos. O sea, un poco lo del famoso escándalo de Wallis Simpson, pero un siglo y pico antes y, además, lejos de ser soportado por la casa real, fue ésta quien lo provocó.

3 comentarios:

  1. Buenos días.
    Una pregunta, un poco tangencial, en mis años universitarios utilizamos el "manual" de R. Carr, España, 1808-1939 (ya tengo una edad). Sé que se ha ido actualizando con los años e incluso ha llegado hasta el s. XXI ¿Tiene usted alguna opinión propia sobre este libro?

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  2. Anónimo1:32 p.m.

    Pues que lo he leído tres veces y lo tengo mareado con tanto subrayado.

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    1. Jajaja. Gracias, lo daré como muy recomendable
      La verdad es que lo recuerdo muy agradablemente. No sé si por el tema (que no me volvía loco) o por la época.

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