lunes, diciembre 20, 2021

Carlos (28): Papá, yo no me quiero casar

   El rey de crianza borgoñona

Borgoña, esa Historia que a menudo no se estudia
Un proyecto acabado
El rey de España
Un imperio por 850.000 florines
La coalición que paró el Espíritu Santo
El rey francés como problema
El éxtasis boloñés
El avispero milanés
El largo camino hacia Crépy-en-Lannois
La movida trentina
El avispero alemán
Las condiciones del obispo Stadion En busca de un acuerdo La oportunidad ratisbonense Si esto no se apaña, caña, caña, caña Mühlberg Horas bajas El Turco Turcos y franceses, franceses y turcos Los franceses, como siempre, macroneando Las vicisitudes de una alianza contra natura La sucesión imperial El divorcio del rey inglés El rey quiere un heredero, el Papa es gilipollas y el emperador, a lo suyo De cómo los ingleses demostraron, por primera vez, que con un grano de arena levantan una pirámide El largo camino hacia el altar

Dado que los ingleses habían aceptado en lo esencial los términos del matrimonio, éste comenzó a ponerse en marcha. La delegación oficial formada, formada por más de 400 personas, desembarcó en Douvres en las primeras jornadas de diciembre de 1553 y se llegó a Londres el 2 de enero de 1554. Venían a concluir el contrato de matrimonio per verba de praesenti. Así firmado se enviaría a Felipe el cual, una vez recibidas en Valladolid las dispensas papales oportunas, saldría en el avión de la British. Ni siquiera se celebraron esponsales por poderes. Siendo el procedimiento per verba de futuro el finalmente impuesto por el Consejo Privado, las ceremonias deberían celebrarlas los esposos algún día. Todo se hizo para poder concluirse a toda leche.

A pesar de todo, cuando la misión llegó a Londres con el contrato definitivo, surgieron dos dificultades. En primer lugar, los ingleses, que sabían bien con quién se estaban jugando los cuartos (el famosérrimo ya echaremos cuentas español) querían la garantía de un banquero en el artículo en el que Felipe se comprometía la dote. La segunda cosa que pedían era que Flandes, parte interesada en las cláusulas sucesorias, expresase su acuerdo con el contrato. Ambas dificultades se solventaron (bueno, la primera se solventó por la vía de olvidarla); finalmente, los ingleses impusieron que María firmaría cuando hubiese firmado Felipe.

En Valladolid, el 5 de enero, Felipe había firmado un poder en favor de los miembros de la delegación. Pero un día antes, ante diversos testigos, había afirmado “una vez, dos veces, tres veces y cuantas veces sea necesario repetirlo para que la afirmación sea legal, que las estipulaciones del contrato son contrarias a mi voluntad”, por lo que el poder del poder, por así decirlo, tan sólo alcanzaría al matrimonio en sí. A los historiadores ingleses, este episodio les suele resultar de oro a la hora de poner a Felipe en particular, y a los españoles en general, de mentirosos, de manipuladores, de mala gente. En fin, cree el ladrón. Porque lo cierto es que este gesto Felipe lo copió. Y lo copió nada menos que de un inglés: el arzobispo Cranmer, quien, para tomar posesión de la sede de Canterbury, juró obediencia al Papa pero, 24 horas antes, hizo una declaración ante testigos dejando claro que a él, el cura Ariel no le ordenaba ni que se sentase. En todo caso, jurídicamente hablando Felipe de España, para horror de los ingleses, pasados y presentes, jamás se comprometió a no inmiscuirse en los asuntos de Inglaterra.

Rénard quería a Felipe en Inglaterra y casado cuando antes: para la Cuaresma. Sin embargo, conforme avanzó el mes de enero, el ambiente en Londres respecto del matrimonio se fue emputeciendo. El día 27, Thomas Wyatt se pone al frente de una insurrección armada, en la que llama a todo inglés que de serlo se precie a echar a todos los españoles de sus tierras. María, sin embargo, hizo un llamamiento público a los siempre nerviosos londinenses, y el 8 de febrero Wyatt fue arrestado. El 12 de febrero, Jane Grey y Guilford Dudley, su churri, fueron ejecutados, Courtenay fue enviado a la Torre, e Isabel fue reclamada en Londres, para tenerla vigilada. Convencida de que la rebelión había sido posible porque sólo había ejecutado a tres de los conspiradores de Northumberland, esta vez María ordenó una represión brutal y generalizada; de hecho, en media Europa se dio por seguro que la propia Isabel sería ejecutada. El Consejo Privado, sin embargo, se opuso incluso a que fuese enviada a la Torre. El mensaje de una miembra de la familia real siendo encarcelada o ejecutada era todavía demasiado escandaloso. Décadas después, estas apreciaciones todavía torturarían a Isabel cuando tuvo que decidir en destino de María, reina de los escoceses. Isabel quedó semi confinada en Pontefract, esperando su momento.

El 6 de marzo, Egmont y María intercambiaron los votos matrimoniales por poderes. El 12 de abril, el matrimonio fue votado en el Parlamento. No obstante, el siempre prudente Felipe de España no se embarcó hacia Inglaterra hasta el 12 de julio El 19 arribó a Southhampton. El matrimonio propiamente dicho tuvo lugar en la catedral de Westminster el 25 de julio, día de Santiago, patrón de las Españas.

La rebelión de Wyatt había revelado claramente que el matrimonio tenía enemigos en Inglaterra. Es cierto que, en realidad, quien era popular en Inglaterra era María (y, por ende, Catalina de Aragón, una mujer muy querida por los ingleses); pero no Felipe ni el matrimonio en sí. Y, la verdad, en España las cosas no eran muy distintas. El periodo de mando de Carlos de Habsburgo como rey de Castilla y de Aragón había comenzado en un momento en el que, por así decirlo, la manzana imperial de su cesto era la más hermosa y las manzanas españolas eran frutos menores. Doblada la mitad del siglo, sin embargo, las cosas habían cambiado mucho. Mucho. El imperio ya no era ningún chollo; estaba dividido y enfrentado, carecía de recursos por sí mismo y, además, estaba claro que orbitaba como un satélite alrededor de un planeta que ya no podía considerarse español, que era la persona de Fernando de Habsburgo, esa persona que un día fue considerada por los castellanos como tan puramente castellana como para reinarlos. Castilla, ahora, poseía América y sus riquezas sin cuento; dominaba partes de Italia. Los castellanos, y aun los aragoneses, por aquel entonces se reían del poder francés, al que reputaban lógicamente incapaz de saltar la barrera de los Pirineos y amenazar, como había amenazado hacía tan sólo unas décadas, las posesiones catalanas y navarras. España molaba, Europa, no. Y los castellanos veían que en aquel matrimonio lo que se había hecho, básicamente, era desposeer al heredero español, Don Carlos, de la herencia borgoñona que en justicia le correspondían, en favor de la persona del fruto futuro del frotefrote entre su rey y la reina de Inglaterra.

Los españoles, tal vez, no eran los únicos; es posible que El Español, su rey, pensase algo parecido. Es evidente que la rebelión de Wyatt le sirvió a Felipe para retrasar su viaje a Inglaterra. Eso, y el detalle de que entre febrero y marzo apenas le escribió alguna carta a su padre, hace pensar que, tal vez, al propio rey de España toda aquella historia de la esposa inglesa no le molaba nada. Que se sentía inseguro nos lo dice el detalle de que, a pesar de la oposición de Rénard, Felipe se llevó a Inglaterra a un alcalde español, Juan Briviesca de Muratones, para que le echase una mano con aquellos gastrónomos cuestionables. Felipe procrastinó durante meses, meses durante los cuales ni siquiera le escribió una tarjeta postal a su futura mujer; como si estuviese esperando que la geopolítica diese uno de los típicos giros de aquella época y, de repente, el matrimonio quedase en nada.

Felipe de España estaba muy lejos de ser el tipo rocapollas y medio lerdo que Jordi Mollà ha interpretado en el cine. Era rey por legitimidad de sangre; pero también estaba excelentemente bien dotado para ese puesto, y una de las cosas que tenía para ello era la capacidad de ver cosas que, tal vez, los demás no veían con tanta facilidad. Yo, personalmente, tengo por posible que todo lo que ramoneó Felipe de España, como tratando, ya lo he dicho, de que el matrimonio no se verificase, tenía que ver con su convicción de que aquel enlace era un camino a ninguna parte. Su mujer tenía 38 años. Él cumpliría como un campeón en la alcoba, de eso no cabe duda; para aquellos reyes renacentistas, follar venía a ser como para un camarero de Barcelona preparar cada mañana el tumaca para las tostadas: algo que hay que hacer para poder abrir el chiringuito, a ser posible sin pringarse. Pero si hoy en día embarazarse con 38 años no es la cosa más fácil del mundo, hace cinco siglos ya ni os cuento. Yo creo que Felipe de España sabía que la verdadera oportunidad de construir una entente angloborgoñona (porque de eso iba el matrimonio) se había presentado cuando su padre y María habían estado prometidos, no ahora. Y yo creo que María lo sabía también, y por eso reputaba que le convenía más casarse con Carlos que con Felipe. Ese tiempo, sin embargo, había pasado, y el útero de la Tudor, probablemente, tenía ya más patas de gallo que las conjunciones de las lorzas de una tonadillera venida a menos. Felipe, como los Cruz y Raya, opinaba que si hay que ir, se va; pero que ir por nada, es tontería. Quizás consideraba que el propio matrimonio de su padre, y el que se había muñido para él antes de La Pilas, señalaba claramente que la vocación de la monarquía española era ibérica. Nada de mandangas de casarse con la reina inglesa; lo que había que hacer era anexar Portugal.

No se olvide, tampoco, que Felipe era un Rodríguez Zapatero de la vida. No podía aspirar a decir en inglés otra cosa que The other President, here, all day bonsais. Estaba solo en Londres, al lado de una reina cuyo canciller, el taimado Gardiner, no había escondido su preferencia por su amigo Courtenay. Y Paget era el típico Sánchez al que le da igual Joanne than her sister.

La opinión pública inglesa, en ese momento, era todavía mayoritariamente católica. Pero no les gustaba el Papa (no les culpo). Las clases cultivadas, por su parte, cada vez eran más decididamente protestantes. Al día siguiente de que el Parlamento anulase oficialmente el divorcio entre Enrique VIII y Catalina, alguien tiró desde una ventana, dentro de la sala del trono del Parlamento, a un perro tonsurado que llevaba colgada una pancarta repleta de obscenidades anticatólicas.

Sobre todas estas cosas, estaba el problema geopolítico causado por aquel matrimonio. Carlos de Habsburgo se había vuelto tan poderoso que, ahora, bien podría pasar que Francia abrazase el protestantismo, como una elección estratégica para situarse frente al poder imperial. Roma tampoco podía estar muy tranquila: con todo el poder que había acumulado, el emperador podría ensayar a obligar al PasPas a abordar la reforma eclesial que no quería hacer (y no es casualidad que quien hiciera descarrilar finalmente el concilio de Trento fuese, precisamente, Francia).

Poco tiempo después de producirse el matrimonio, los franceses hicieron una incursión en Las Ardenas y tomaron Marienburgo. Carlos estuvo hondamente preocupado por este tema y llegó a escribirle a su hijo que pasara unos días con su mujer y que, inmediatamente, pasara al continente. Finalmente hubo contraorden, porque las tropas carlinas pudieron controlar a los franceses sin problemas. El detalle, sin embargo, es muy significativo a la hora de demostrar el ambiente prebélico, o directamente bélico, que generó el matrimonio londinense.

Dado que estas notas van sobre Carlos de Habsburgo, no me extenderé aquí sobre la estancia del rey Felipe en Londres, su periplo inglés, por lo tanto. Esto ya debería ser motivo de un post o grupo de posts específicos. Lo que sí parece claro es que, tras haber conseguido imponer (éste es el verbo) el matrimonio de la reina de Inglaterra con su propio hijo, Carlos había alcanzado ya los últimos objetivos que lo habían mantenido alerta y motivado por el día a día en la última media década, aproximadamente.

Esto quiere decir que el periplo como mandatario de Carlos de Habsburgo estaba tocando a su fin. En su cabeza, había asegurado (o había hecho todo lo posible por asegurar) la herencia borgoñona de su familia, que había sido su principal preocupación desde el primer momento. Se sentía, probablemente, frustrado por la actitud, si no de enfrentamiento sí de distancia, finalmente adoptada por su hermano; pero en su fuero interno debería reconocer que no había puesto los medios para que las cosas se hubiesen desarrollado de otra manera.

Siendo como era una persona espiritual y físicamente cansada, había llegado el momento del retiro. Ciertamente, los reyes nunca se retiran; pero los poderosos, sí.

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