miércoles, septiembre 11, 2019

Isabel al poder (1: el reino no es para ti, bonita)

Comienzo hoy otra nueva serie de posts, que discurrirá anchurosa y pacífica como el río Orontes junto al Tigris de la historia de los partos. Así, con la variación, tendréis, más o menos, cada semana una aportación de cada historia, con alguna que otra novedad que ando preparando. Esta serie va dedicada a la subida al poder de Isabel de Castilla, operación que, no hay que decirlo mucho, fue fundamental para la Historia de España tal y como la conocemos.


En su día, tuve la idea de hacer una encuesta entre mis lectores acerca de los cincos principales personajes de la Historia de España. Yo diría que sobre los cuatro que siguiesen al primero hubo mucha discusión, pero sobre el primero no la hubo casi en lo absoluto. El voto en favor de Isabel de Castilla fue mayoritario.

Debo reconocer que en su día aquel diagnóstico me pareció tan acertado como me lo sigue pareciendo a día de hoy. La relevancia histórica se la gana, sobre todo, la condición de un personaje como necesario para entender el destino de una nación; y yo creo que hay que ser muy lerdo, o estar demasiado imbuido de determinadas ideologías, para discutir el criterio de que, de no haber sido Isabel de Castilla reina, y no haberlo sido además durante un periodo dilatado de tiempo, yo no sé si España sería un lugar mejor o peor; pero sin duda sería distinto.

A esta constatación, que es una constatación general, se une, además, un prurito personal. En su día escribí en este blog la peripecia vital de un hombre importantísimo en la Historia de España como es Álvaro deLuna, el hombre que lo pudo todo en la Castilla bajomedieval, pero que murió ajusticiado como un vulgar ladrón. Ya cuando escribí aquella serie, hace algunos años, tenía la sensación de que tenía que rematarla con el relato de lo que ocurrió después de él. En su momento escribí que la historia de Álvaro de Luna es la historia de los dolores del parto de España; me faltaba el parto, pues.

Esa sensación, que como digo tengo de antiguo, se intensificó tras la reciente serie dedicada al cisma de occidente. Personaje central de los dimes, los diretes y las conspiraciones que hemos ido desplegando estas últimas semanas, es y fue el rey castellano, Juan. Juan de Castilla, un rey abúlico e indeciso, legó la corona de uno de los principales reinos europeos a su hijo Enrique; y le legó alguna cosa más. Enrique, hijo como he dicho de un monarca poco dado a tomar decisiones y mucho menos a asumirlas; crecido, además, al calor del enfrentamiento cainita entre su propio padre y los infantes de Aragón que trataron, varias veces, de deponerlo o, cuando menos, de controlarlo (y, como contrafigura de este poder, es como adquiere tanta impotancia la figura de De Luna); Enrique, digo, heredó de su padre Juan un temperamento poco arrojado. Marcado por los terribles días de la guerra civil castellana, el rey, de por sí acomodaticio, resolvió evitar, a toda costa, que en su reino se volviese a producir una confrontación de ese calibre. Hay dos vías para llevar a cabo esa intención: una, afirmar tu poder, imponerte; otra, pactar con todos, decirle a todo el mundo lo que quiere oír. Enrique, débil y vividor, interesado, únicamente, en sus frecuentes excursiones cinegéticas por los bosques de El Pardo o Balsaín, escogió lo segundo. Su opción retrasó algunas décadas un proyecto que había quedado apuntado durante el reinado de su padre. Habría hecho falta que fuese un gobernante más decidido y responsable para llevar a cabo esa misión. Pero si con él la Historia se mostró esquiva a la hora de facilitarle a Castilla ese rey organizado, a ratos cruel, pero siempre dominante, en la siguiente tirada de los dados dinásticos cambiaría de opinión.

Hoy quiero contaros un poco el proceso por el cual esa mujer, Isabel, pudo llegar a ser reina de un reino que no era para ella. Porque Isabel nació para ser, con un poco de suerte, reina de Portugal o, tal vez, de Francia; pero no de Castilla.

Una matización de partida: si mi relato se parece, o no, al de la serie dedicada por RTVE a la figura de Isabel de Castilla, no lo sé. No la he visto, ni la pienso ver.

Un rey castellano del que ya hemos hablado aquí, Pedro el Cruel, ya tenía la idea clara de que, si quería gobernar, tenía que imponerse a los nobles. En toda Europa, los reyes batallaban, de una forma u otra, por recentralizar un poder que se había centrifugado tras la caída del Imperio Romano; pero, quizás, en ningún lugar del continente el proceso tenía más lógica que en la península ibérica pues aquí un fenómeno absolutamente original, la Reconquista, había provocado que las naciones, y muy notablemente Castilla, estuviesen perladas de poblaciones cuyos pecheros se habían ganando la condición de hombres libres y, por lo tanto, el feudalismo adoptase formas más tenues (si os habéis creído falconadas como ésas de que los nobles castellanos o aragoneses aplicaban el derecho de pernada, lo mismo éste no es vuestro blog, ni la Historia de Europa vuestra Historia).

El rey Pedro, de hecho, solucionó de un plumazo el que con los años sería el principal problema planteado por la aristocracia (tanto como que el problema seguía ahí en tiempos de la II República), aboliendo los derechos de señorío de los nobles. Sin embargo, la de restituir dichos derechos fue una de las promesas que, hábilmente, trajo consigo Enrique de Trastárama, el rival que acabaría cargándose a Pedro. Enrique, tatarabuelo de Isabel de Castilla por otra parte, colocó otra vez las piezas del tablero más o menos en el mismo lugar.

Los reyes Trastámara, por lo tanto, habrían de moverse entre las necesidades de una monarquía centralizada, que eran ya muy difíciles de negar; y las fuertes resistencias que ofrecían los nobles a dicha centralización (en realidad, visto con perspectiva histórica, recentralización). Éstas fueron las condiciones generales en las que habría de nacer Isabel de Castilla.

Isabel comparte con otro rey de España del que hemos hablado recientemente, Carlos III, la condición prevalente de ser, en el momento de su nacimiento, todo menos una candidata sólida a reinar en Castilla. La fecha de su nacimiento es algo relativamente oscuro, signo inequívoco de que no despertó grandes pasiones; y tampoco existen testimonios de que su llegada al mundo trajese incorporadas las fiestas y disfrutes colectivos que eran habituales a la llegada de un vástago real. Parece, en todo caso, que nació el 22 de abril de 1451, a las cuatro y media de la tarde, en Madrigal de las Altas Torres.

¿Por qué tan escasa pasión? Bueno, hay varias razones para ello. En primer lugar, Isabel era hija del rey Juan de Castilla y de su segundo matrimonio, ya en la edad crepuscular, con Isabel de Portugal. El enlace de Juan e Isabel no tuvo por principal función la generación de herederos, pues en ese punto Castilla se sentía ya servida con Enrique, hijo del rey en su anterior matrimonio y quien ya avanzaba hacia la plena madurez. El objetivo del matrimonio de Juan fue, simplemente, consolidar la alianza entre Castilla y Portugal para poder limpiar el primero de los reinos de los incómodos enemigos que, como sabemos, habían impulsado la guerra civil en el reino y seguían cuestionando el poder del rey. Lo que interesaba de Isabel la portuguesa, pues, eran los lanceros, no sus óvulos; la niña fue un mero resultado colateral de aquella alianza muñida por Álvaro de Luna, pero de la que pronto habría de arrepentirse el valido cuando la nueva reina se convirtiese en su peor enemiga.

Isabel nació apenas seis años después de la batalla de Olmedo, es decir el enfrentamiento que había cerrado buena parte de la guerra civil producida en Castilla entre el rey Juan y los infantes de Aragón. Castilla, sin embargo, había quedado agotada por la guerra, y eran muchas las necesidades de que jugase un papel en el ámbito internacional, que se acababa de ver sacudido por el grave problema del cisma. Para fortalecer su nación, Álvaro de Luna llegó a la conclusión de que la mejor salida era coser una alianza entre Castilla y Portugal; y así, en 1447, Juan se casó con Isabel, que entonces contaba 17 años de edad. Enrique, como ya he dicho, tenía entonces 26 años, así pues estaba en condición clara de suceder a su padre, algo que nadie discutía. Además, para entonces el príncipe estaba ya casado, por lo que todo el mundo asumía (erróneamente, como veremos) que tendría muchos hijos.

Isabel, por lo tanto, había nacido para ser una pieza en alguna acción geopolítica futura llevada a cabo por su medio hermano Enrique cuando fuese rey. Teniendo en cuenta las querencias de Castilla en política exterior, los mejores candidatos para el futuro de la niña que, de momento, apenas se hacía sus cositas en la cuna, era casar con algún príncipe o rey portugués o francés, inglés con menor probabilidad, y abandonar su tierra natal para irse a reinar por el mundo adelante. En puridad, ciertamente, a Isabel no le pasaba lo que a otras infantas de países de tradición jurídica germánica; ella sí que podía ser reina, pues las leyes de herencia de Castilla, establecidas por el rey Alfonso X, no impedían este supuesto. Sin embargo, era un supuesto, digamos, evitado en todo lo posible por los castellanos. Ciertamente, la Historia de la Castilla medieval anotaba casos como los de doña Berenguela o doña Urraca, reinas que lo fueron; pero, la verdad, lo fueron ejerciendo los derechos de sus hijos.

Isabel, pues, nació siendo una doña Puta Mierda dinástica. Pero dos años y medio después pasaría a ser una mega-doña Nadie, en el momento en que su madre se quedó embarazada de nuevo y, esta vez, parió un varón: el infante Alfonso. En ese momento, y teniendo en cuenta que el derecho castellano aceptaba las reinas, pero en ausencia de varón, las posibilidades de Isabel de ser algún día reina de Castilla se redujeron prácticamente a cero. Enrique, su medio hermano, era mayor y mostraba la lozanía propia de quien había superado los entonces dificilísimos años de la infancia; y, ahora, su propio hermano Alfonso llegaba para sentarse en el banquillo porque si el heredero se caía del caballo o le entraba un sifilazo.

Como ya he tenido ocasión de relatar en la serie sobre Álvaro de Luna, la consolidación de Isabel de Portugal en la Corte castellana acabó por provocar que la reina acabase frontalmente enfrentada con quien había sido, si no su mentor, sí cuando menos el principal valedor de su matrimonio con el rey Juan. Tanto Álvaro de Luna como Isabel de Portugal sabían bien que Juan de Castilla era un ser voluble y poco amigo de los enfrentamientos; era, además, una persona fuertemente dependiente de la figura de De Luna, hasta el punto que algunos historiadores han insinuado si no se profesarían un amor más allá de las afinidades políticas; algo que Isabel resolvió cambiar y, de hecho, cambió.

Todo este proceso, además, se produjo en medio de un proceso por el cual la reina iba perdiendo gradualmente el contacto con la realidad. Al parecer, el embarazo de Alfonso no fue nada fácil, e Isabel nunca se recuperó del todo de la depresión que parece que se le presentó tras el parto. No obstante, creo que algo más tenía que haber ahí. El hecho de que, a dos generaciones de distancia, tengamos a una descendiente directa de Isabel de Portugal, la reina Juana, que, por mucho que hoy traten de blanquear algunos historiadores, guionistas de cine logreros y subvencionados, más una legión de novelistas básicamente indocumentados, estaba como las maracas de Machín, hace pensar que, probablemente, Isabel era esquizofrénica, y su mal no hizo sino brotar con los intensos sufrimientos de un parto, en una época en la que los embarazos que se torcían podían fácilmente ser una sentencia de muerte, cosa que las mujeres sabían. Isabel, además, era ambiciosa, y yo creo que, nada más casarse con el provecto rey Juan, leyó el partido con claridad: Enrique no parecía ser un gran generador de herederos, así pues la jugada consistía en tener ella un hijo varón y, a partir de ahí, comenzar a buscar parciales en la Corte para él y conseguir que fuese rey algún día. En un mundo sin ecografías ni movidas, pues, los nueve meses que tardó Isabel en parir a su hijo Alfonso tuvieron que ser angustiosos, pues era mucho, muchísimo, lo que la reina se jugaba en que el feto que llevaba dentro tuviese pito y no monederito. No es, a mi modo de ver, en modo alguno descartable que eso intensificase las tendencias sicóticas que la señora probablemente traía de serie.

Cuando la conspiración contra Álvaro de Luna triunfó y el valido fue ejecutado, Isabel era todavía una niña, casi un bebé, al cuidado de su madre, entonces embarazada de cuatro meses. La reina portuguesa había ganado la partida, pero a un coste muy elevado: la depresión del rey Juan, de quien como he dicho hay quien sostiene que estaba enamorado de su valido, que lo sumió en un pozo de pesimismo del que ni siquiera le sacó el nacimiento de Alfonso, lo cual es lógico puesto que Alfonso poco aportaba a un tablero dinástico que ya estaba garantizado por el príncipe Enrique.

Sin duda, la depresión del rey Juan fue muy profunda; tanto como para deprimir las defensas naturales del cuerpo pues, a pesar de tener el rey la respetable pero no preocupante edad de 48 años, entró en una espiral de dolencias cada vez más graves, ante las cuales poco hizo, que lo llevaron a la tumba el 21 de julio de 1454. En el testamento del rey queda clara cuál era su visión, en el momento del fallecimiento, sobre el futuro de Castilla. A Alfonso, un niño de ocho meses, Juan legó el mando sobre la orden de Santiago, precisamente la que había cimentado el poder económico de su valido De Luna. Además, lo declaró condestable de Castilla desde el momento en que cumpliese catorce años y le dejó los impuestos de cuatro ciudades: Escalona, Maqueda, Portillo y Sepúlveda. A Isabel, mientras tanto, le dejaba los impuestos de una sola ciudad, Cuéllar, más los de Madrigal, legados a Isabel de Portugal, a la muerte de ésta. Claramente, pues, el testamento del rey Juan está concibiendo a Isabel como una persona de la familia real a la que hay que dotar adecuadamente para que pueda exhibir en su día una dote suficiente, pero nada más.

Al contrario de los ingleses, que a la muerte de sus reyes siempre han gustado de la convivencia del rey o reina nuevo con la reina madre (y digo esto porque muy pocas veces el superviviente es el rey consorte), en Castilla siempre entendieron que ésa no era sino la fuente potencial de muchos conflictos, porque a las reinas madres, sobre todo en los casos en los que sus difuntos esposos hayan sido amados reyes, les cuesta muy poco ser populares y seguir mangoneando la Corte. Y eso da demasiado por culo.

En Castilla, pues, como consecuencia de esta constatación, enterrarse al rey muerto y tener que salir su viuda con sus hijos por la puerta de la Corte era todo uno. Así las cosas, Isabel de Portugal se fue con sus crianças a Arévalo, donde se suponía que serían educados para ser casados algún día.

Pero, claro, como ya conocemos el final de la novela, ya podemos adelantar que las cosas no fueron así.

4 comentarios:

  1. ¿Es usted más de seguir a Hernando del Pulgar?. Lo digo porque su Crónica de los Reyes Católicos me gustó muchísimo en su día, allá por 1988, ma o meno

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    1. Pues encontrarás bastantes cosas del Señor Dedo aquí, ya te digo.

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  2. Teresa6:58 p.m.

    Está muy bien y es muy interesante. Solo una cosa no entiendo. Dice usted que cuando nació Isabel, su hermanastro Enrique tenía 26 años y lo normal era esperar descendencia sin problemas. Normalmente eso sería así, pero no en este caso. Enrique llevaba casado desde los 15 con Blanca de Navarra, 11 años ya, y ese matrimonio no se había consumado. Ya estaba claro para entonces que él algún problema tenía, por lo que los hijos del segundo matrimonio de su padre no serían tan irrelevantes. Isabel tendría, me imagino, un cierto valor como recambio cuando nació, no demasiado, que pasaría a simple peón de politica matrimonial en cuanto naciese un previsible heredero varon, como efectivamente pasó.
    Es que me ha sorprendido la frase "todo el mundo asumía... que tendría muchos hijos". Nadie en la corte podría asumir eso, además no conociendosele hijos bastardos tampoco.

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  3. Teresa7:03 p.m.

    Pero bueno, es un detalle. Ciertamente el destino de una infanta era casarse fuera, no reinar en casa.

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