miércoles, junio 26, 2019

El cisma (15: el concilio de Pavía-Siena)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
Se suponía que la elección de un nuevo Papa, en la persona de Martín V (11 de noviembre de 1417) iba a resolverlo todo. Eso, al menos, era lo que decía el guión de Constanza. Pero, en realidad, nada de eso ocurrió, salvo la elección, claro. Martín recibía la misión de reinar sobre una cristiandad que estaba lejos de estar unida, y muy especialmente en Castilla, donde los partidarios aviñoneses se contaban por legión; especialmente en algunas zonas, como Burgos, donde para encontrar un cura de obediencia romana había que fabricar un holograma. Un dato venturoso para Martín, sin embargo, es que por lo menos había conseguido que Castilla, formalmente, se colocase de su lado, ya que la Corte castellana había abandonado a Pedro de Luna. Pero eso no era lo que ocurría en Aragón, donde el rey Alfonso V seguía protegiendo al ex-Papa, encerrado en su castillo de Peñíscola, consciente de que todavía podía ser un activo para él. Desde allí, por ejemplo, el 22 de agosto de 1418 emitirá una bula en la que declaraba cismáticos a todos los que apoyaren las decisiones de Constanza, y jactándose de que tenía el control del clero aragonés y gran parte del castellano.

Roma envió a Castilla a Pedro de Fonseca, cardenal de Sant'Angelo, para poner orden en la grey sacerdotal. Da la impresión de que los curas de obediencia cismática castellanos se hicieron un collar con sus cataplines, pues son muy pocas las señas de que su misión tuviera éxitos.

Hay un suceso que conocemos medianamente bien que nos puede servir para explicar cómo estaba la movida. Diego de Anaya había sido el principal miembro de la delegación castellana en Constanza, y como tal no hay ni un solo dato para desmentir la probabilidad de que tuviese un papel importante en la elección de Martín, el Pescador (de almas). Y ya digo que debió de ser así, porque nada más terminar el embroque, el ya Papa lo sacó de la diócesis de Cuenca, donde ya tenía unas sustanciosas rentas (además de unas morcillas de puta madre), para nombrarlo a la cabeza de la de Sevilla, mucho más rica y principal; todo ello sin mencionar que, con el cambio, Anaya pasó de obispo a arzobispo, que era la mejor forma de ponerse en el culo un petardo que lo impulsaría, un día u otro, al cardenalato.

Anaya, sin embargo, pudo salirle rana a Martín. Ya he dicho que en aquella Castilla te salía a saludar un cura cismático en cada esquina, y, o bien Anaya se ganó enemigos que decidieron intoxicar sobre él; o bien realmente el señor arzobispo fue dándose cuenta, poco a poco, de que se había equivocado; o bien la presión ambiente fue tal que decidió cambiar de bando para no perder el machito. Sea cual sea la causa, el caso es que se empezó a decir por allí y por allá que si el arzobispo de Sevilla no estaba nada convencido de la legitimidad de Martín. El Papa romano, con seguridad, creyó aquellos relatos (y conocía bien a Anaya, así pues la cosa tiene sus visos de realidad), por lo que envió a Sancho de Rojas, arzobispo de Toledo, para que se presentase en Sevilla y depusiese al relapso. Juan II intervino inmediatamente, enviando a Roma a Juan de Mella, deán de Coria, quien le transmitió al Papa una serie de explicaciones tras las cuales Martín hizo como que se convencía. La cosa quedó en agua de borrajas o, si se prefiere, se cerró en paso. Un síntoma más de que las cosas en Castilla no estaban como para llegar y decir aquí estoy yo, soy el Papa y me debéis sumisión.

El tema de los cargos, las prebendas y esas mierdas, sin embargo, no era el principal. El tema principal era el mismo de siempre: la pasta. Lo que a Martín le urgía de verdad era recuperar las rentas de las diócesis castellanas para poder seguir forrando al Vaticano mientras cada domingo sale el de blanco a la plaza a contarles a los demás lo generoso que deben de ser ellos con los pobres.

De hecho, cuando Martín fue elegido, casi lo primero que hizo, antes de tomar las medidas de la casulla o probarse una tiara adecuada a su perímetro capital, fue nombrar al arcediano de Lorca, Juan de Bodraville, para que, con poderes de nunciatura, se ocupase de la reparación de la cañería de pasta que, hasta el cisma, había fluido en dirección a la ciudad eterna.

Mi impresión particular es que, con este gesto y sobre todo cómo lo planteó, Martín pecó de ambicioso. Pero, claro: ¿qué Papa no lo es, por mucho que todos prediquen la humildad mientras ponen cara de ratones tristes? No fue del todo consciente Martín de que enfrente tenía a Juan II, un rey castellano que se había pelado el escroto peleando por la solución conciliar, pelea que no había sido fácil y seguía sin serlo; y al que no se le podía venir ahora con que sería recompensado por el Espíritu Santo y un Duende de Caramelo en la afterlife. Juan había hecho lo que había hecho por la pasta, como absolutamente todos los actores de este sainete salvo un par de curitas convencidos de sus lecturas; y, por lo tanto, ahora quería pasta a cambio de sus desvelos. Y, a su entender, era Dios quien se la debía.

Por ello, todavía en el concilio, la delegación castellana había suplicado (nótense las itálicas) una suma de 150.000 florines, que la Santa Rata rebajó a poco más de la mitad (80.000 del ala), eso sí, con una orden de pronto pago. El 17 de abril de 1418, por carta, insta a los tres arzobispos con el riñón mejor cubierto tal vez de toda Europa (Santiago, Toledo y Sevilla) para que junten los duros; todas las diócesis deberán participar, salvo las órdenes mendicantes y, ojo, aquellas rentas que lo sean a favor de cardenales. Y luego van por ahí diciendo chorradas como que hay que tomar pastillas de misericordina...

En todo caso, el seguimiento de aquella orden lo dice todo sobre la capacidad ejecutiva del papado de Roma. En 1421, tres años después, los 80.000 florines de los cojones seguían sin haberse recaudado. La sede sevillana (Anaya, pues) se había puesto de canto, hasta tal punto que Martín tuvo que sustituir en la comisión al arzobispo por el titular de la sede zamorana.

Pero, bueno, dejemos lo fundamental (la pasta) para seguir con lo importante, que era el dizque problema teológico cismático. Constanza había cerrado malamente las heridas, y eso había dado alas a los reformistas de la Iglesia, es decir, aquéllos que consideraban que los concilios ecuménicos debían estar por encima de la autoridad del propio Papa. Éstos presionaron ya en 1417 para que se estableciese la costumbre de que la Iglesia celebrase un concilio cada siete años, de forma fija. Ni qué decir tiene que Martín, el Papa, prefería que le apretasen un testículo con un cascanueces antes de convocar esos concilios. Y, aunque pueda parecerle increíble a algún paciente lector de estas notas, la verdad es que tengo que escribir que, cuando menos en parte, el Papa tenía razón. Hay una cosa que los reformistas no eran capaces de ver; bueno, en realidad, nunca son capaces de verlo. Cuando alguien quiere un cambio se centra en la idea de ese cambio y, además, por medio de un proceso de auto-mesmerización en el cual son elementos fundamentales las lecturas de la cuerda cuidadosamente elegidas y la práctica constante de relaciones en grupos humanos formados por personas del mismo perfil que uno mismo; por medio de ese proceso, digo, acaba convenciendo y convenciéndose de que el cambio propugnado descubrirá un Sangri-La exento de cualquier problema, un mundo perfecto en el que todos los errores de hoy en día se convertirán en virtuosos aciertos. El efecto es bastante evidente con sólo tomarse un café con un sacerdote o con un estudiante de Políticas.

Martín tenía razón porque sabía que Constanza había abierto la herida de la Iglesia sin cerrarla y, consecuentemente, revisitarla cada siete años podía convertirse en un ejercicio de masoquismo con escasos réditos. Con el cisma, los poderes temporales habían probado las mieles de dominar a la Iglesia en lugar de lo contrario. En consecuencia, se habían presentado en Constanza con un campeón, Segismundo y, lo que es más, organizados en naciones (lo cual desmentía el espíritu eclesial, pues la Iglesia es una), a defender sus predios, sus ingresos, su poder regulatorio, todo.

Estos poderes temporales, encontrando escasísima audiencia en un Vaticano que, como acabamos de ver, lo más a lo que se avenía era a darles un euro por cada dos que se creían con derecho a cobrar, fueron lo que, al fin y a la postre, en centro de Europa, acabaron por aliarse con las primeras expresiones del reformismo radical de la Iglesia, los Wycliff y Hus; gentes que, en este primer estadio, habían permanecido dentro de la disciplina de la Iglesia, pero que en su versión 2.0 ya le harían una higa a la disciplina papista. En su corriente verdadera, que no me cansaré de repetiros no tiene nada que ver ni con el pecado, ni con la justificación, ni con la interpretación de la Biblia ni con movidas de ésas sino con la pasta, si la Reforma fue capaz de surgir y crecer fue, en su inicio, por lo corridos que se marcharon Segismundo y los segismundistas de Constanza. En aquel concilio, como ocurriría en Trento, el Papa, simplemente, sobrevaloró su capacidad de autoridad.

Avanzaban los años agotando el plazo para el siguiente concilio. El Papa hacía lo posible para poner palos en las ruedas, pero poco podía hacer. Era presa del síndrome del Vaticano, que otros sufrieron antes que él y muchos otros han sufrido y sufren después. Antes de ser Papa, puede incluso que Martín, como otros muchos, tuviera una idea clara de las reformas que había que llevar a cabo en la Iglesia, más o menos ambiciosas dependiendo del personaje al que la Paloma Muda hubiese entregado la tiara. Todos los papas, sin embargo, y esto es una obviedad pero hay que recordarlo; todos los papas, cuando llegan a Papa, se vuelven papas. Al ser humano medio le gusta mandar más que a un tonto dos pistolas y, la verdad, los papas no suelen ser humanos medios: están muy por encima del average en términos de ambición, mala leche y capacidad de pisar huevos. Sí, ya sé que dicen que sólo son humildes servidores de Dios y que de cuando en cuando le hacen la manicura a unos cuantos pobres; pero, vaya, también los corruptos se pasan toda la vida afirmando que ellos no han robado ni un mango. Igual que en la cárcel todo el mundo es inocente, en las iglesias todo el mundo es muy humilde.

Martín no reformó la Iglesia por la misma razón por la que otros que lo han pensado tampoco lo hicieron: porque no podía. La Iglesia católica, apostólica y romana es una red intrincadísima de influencias que llegan a muchas partes muy diferentes y que mueven mucha, mucha, mucha, y mucha es mucha, pasta. Esto es algo que aprende rápidamente todo Papa reformista que llega al machito, y que bien pronto se contenta con hablar del hambre en el mundo, de la necesidad de ser humildes, de la inmanencia de los derechos del hombre, de la grandeza misional, de lo desgraciados que son los inmigrantes y los refugiados, de todas esas cosas que no están ni medio cerca del núcleo del reactor. No le quedó otra a este Papa que ir comiéndose las uñas hasta que llegó el mes de abril de 1423, cuando, sin poder evitarlo, se vio compelido a convocar, conforme el calendario, un nuevo concilio, esta vez en Pavía.

La verdad es que a la llamada acudieron Manolo y el de la guitarra. En junio, la sede del concilio se trasladó a Siena, formalmente por causa de la peste, aunque en realidad era el Papa quien quería tener la asamblea un poquito más cerca del terreno que podía dominar.

Os daré un dato telegráfico para que vayáis filtrando el maravilloso ambiente de comunión cristiana en que se celebró aquella reunión: entre la primera reunión del concilio en Siena y la segunda pasaron nada más que tres meses (21 de julio a 8 de noviembre). Y, ¿sabéis por qué? Pues porque había dificultades para garantizar la seguridad personal de los asistentes al concilio.

La clave de todo era Alfonso el Magnánimo. El rey aragonés, que claramente estaba jugando una política anticastellana y había decidido que le era mucho más fácil manipular y dominar a un seudo-Papa encerrado en Peñíscola que a un concilio, andaba enmerdando todo lo que podía y, de hecho, trabajaba para que en Siena se produjese una rebelión conciliar contra Martín.

Así las cosas, Pavía-Siena fue trastabillando semana tras semana, con todo Dios mirando por encima de sus hombros cada vez que salía a por tabaco a la calle, hasta que el 7 de marzo de 1424 los legados de Martín V declararon cerrada la asamblea, si bien antes se votó la sede de la siguiente reunión, con el resultado de que ganó Basilea.

Castilla no fue a Siena, aunque sí lo hicieron otras naciones, como Francia, que de hecho fue allí para agitar el fantasma de la resurrección de la Iglesia nacional francesa y así acojonar a Martín. En realidad, por parte de Castilla, el único participante en aquel concilio prácticamente ignorado por todas las diócesis de Europa fue el arzobispo de Toledo, Juan Martínez de Contreras, quien de todas formas tuvo un papel bastante importante. Castilla se encontraba en momentos bastante convulsos en ese momento, que por otra parte ya hemos contado en esta ventana al relatar la agitada vida de Álvaro de Luna, y no tenía el chirri para muchos ruidos.

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