Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Los disturbios de Towers Hill
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
De nuevo al ataque
Estás podrida por dentro y por fuera
Irlanda
La última entrevista
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
Que vienen los españoles, otra vez.
Cádiz
Essex pasa al ataque
De nuevo al ataque
Estás podrida por dentro y por fuera
Irlanda
La última entrevista
Para Isabel, reina de Inglaterra, la ejecución del conde de Essex, y
sobre todo la muerte de Burghley que, no se olvide, venía a unirse a
otras más anteriores (Walsingham, Drake) vino a ser un mensaje claro
relativo a sus propios problemas con la marcha del tiempo. En el
gozne entre siglos, la reina de Inglaterra comenzó a dar claras
muestras de ser una anciana bastante decrépita. En octubre de 1601,
según las crónicas, a su llegada al Parlamento tuvo un probable
desvanecimiento en el momento de abandonar el carruaje donde venía,
y poco faltó para que besase el suelo.
La evidente decadencia física de Isabel se producía sin que los
debates sobre su sucesión, que como ya hemos contado en estas notas
habían sido muy intensos, hubiesen llegado a algo concreto. Según
el genealógico que se consultase, los candidatos con razones reales
(nunca mejor dicho) para serlo podían llegar hasta quince,
aproximadamente; si bien entre los que más fuerza tenían se
encontraban Jacobo y la infanta española.
En realidad, lo que hacía más complicado el tema de la sucesión no
era la hiperinflación de candidatos, que al fin y al cabo era algo
que había ocurrido en el pasado y se volvería a presentar en el
futuro. El verdadero problema es que para Isabel hablar de ese tema
era como hablar de algo extremadamente doloroso; así pues, su
renuncia a que el asunto se discutiera en los niveles elevados del
poder inglés era total. Para desesperación del entourage
anglicano, esa actitud por parte de Isabel regalaba enormes
espacios de propaganda a Robert Parsons y otros libelistas católicos,
dedicados en cuerpo y alma a defender los derechos de la infanta
española.
Entre los no católicos, el candidato más obvio era Jacobo. El rey
de Escocia no sólo tenía un hijo viable (su príncipe Enrique),
sino que había tenido dos vástagos más: Isabel y Carlos. Jacobo,
por lo tanto, parecía un candidato susceptible de garantizar la
continuidad dinástica, que era algo que desde las veleidades de
Enrique VIII preocupaba mucho a los hombres de Estado de Londres.
La candidatura de Jacobo, sin embargo, se puso en grave peligro a
finales del siglo XVI, cuando un católico llamado Valentine Thomas
fue detenido en Northumberland, acusado de robar caballos, y llevado
a Londres engrilletado. Thomas, que acabó condenado a la cárcel de
por vida, trató de salvar su gañote acusando al rey escocés de
participar en una movida para matar a la reina Isabel; lo cual
colocaba a Jacobo frente al Bond of Association y la denominada Ley
de Seguridad Real. En los términos de estas leyes, todo candidato a
la Corona inglesa que fuese pillado en una movida para cargarse al
rey vigente, sería eliminado del concurso-oposición.
Isabel creyó, o tal vez quiso creer, a Thomas. Jacobo protestó, y
ella terminó enviándole una carta diciéndole que, hombre, cómo
iba ella a creerse que él podía ser tan cabrón. Sin embargo, luego
ocurrió el incidente de la bolsita de Essex y el presunto mensaje de
Jacobo, por lo que la reina decidió mantener en la Torre de Londres
al ladrón de caballos, no fuera que tuviera que sacarlo a pasear
algún día.
Tras la ejecución de Essex, Jacobo envió a Londres a uno de sus
principales asesores, el conde de Mar, y a uno de sus, digamos,
abogados del Estado, Edward Bruce, para encontrarse con la reina y
los miembros de su Consejo Privado. El objetivo que iba buscando
Jacobo era convencer al poder inglés de que él no tenía nada que
ver con las veleidades del conde HORECA. En la práctica, estos
contactos comenzaron una discreta negociación en torno a la sucesión
de una por el otro. Conociendo a Isabel, esas entrevistas no debieron
ser ningún placer. La reina detestaba hablar del tema, y más que lo
detestaba todavía teniendo en cuenta que Jacobo tenía algunas
reivindicaciones que hacer en el presente; por ejemplo, exigía que
Isabel le cediese el gobierno sobre algunos Estados ingleses, como un
medio para poder superar, en el futuro, las eventuales renuencias
legales de jurisconsultos que se pudieran negar a que fuese rey de
Inglaterra sobre la base de que era rey sólo de Escocia.
Las cosas, además, se complicaban. Lord Henry Howard, un personaje
que podríamos describir como el autor intelectual del “essexismo”,
comenzó a cartearse con Jacobo a espaldas del Consejo Privado de la
reina, y de la reina misma. Le contó la milonga de que se había
creado toda una red de conspiradores en Palacio contra la causa del
rey escocés, de la que formarían parte Ralegh y lord Cobham, cuñado
del propio Cecil. Buscaba, claro, dividir a Cecil y sus aliados (que
lo habían sido durante el alzamiento de Essex) sin que ellos lo
supieran. El rey escocés mordió el anzuelo.
En los contactos de Mar y Bruce con la reina, ésta terminó por
negarse en redondo a todas sus pretensiones. Los dos altos
negociadores escoceses eran conscientes de que no podían volver a
Edinbra con las manos vacías; eso les volvió temerarios.
Contactaron con Howard, quien les introdujo a Cecil. En mayo de 1601,
consiguieron organizar un encuentro con la mano de la reina en un
edificio propiedad del duque de Lancaster, en el Strand. En dicho
encuentro, Cecil tranquilizó a los escoceses diciendo que todas las
cosas que había dicho Essex sobre él, en el sentido de que apoyaba
las pretensiones españolas al trono en lugar de las de Jacobo, era
mentira. Y no sólo eso, sino que se ofreció a convencer a la reina
para que la pensión otorgada a Jacobo regresase a su magnitud
inicial de 5.000 libras al año. Ante las ofertas de los escoceses y
tras mucho pensárselo, Cecil aceptó abrir una línea de
comunicación con Jacobo, a cambio de que éste lo tuviese en cuenta
en el gobierno de la nación cuando reinase sobre ella.
Jacobo, en efecto, respondió a la correspondencia cifrada que le
envió Cecil prometiéndole un futuro muy venturoso al frente del
gobierno de Inglaterra; esto, sin embargo, se produciría a cambio de
varios servicios presentes, fundamentalmente el impedimento de toda
paz con España o, si se prefiere, la definitiva marcha atrás en la
política puesta en marcha por Isabel en Boulogne. Jacobo no quería
ningún acuerdo con España previo a la muerte de la reina, pues
consideraba que algo así abriría de nuevo las especulaciones sobre
los derechos dinásticos de la familia pucelana. Cecil entendió
el mensaje y, casi automáticamente, abandonó la causa pacifista en
el Consejo Privado, dejando solo a su cuñado en esto.
En Valladolid, sin embargo, los planes para colocar a Isabel, la
medio hermana del rey español, en el trono de Londres eran cada vez
más ambiciosos. El rey español sabia muy bien para entonces que el
ocupante de la Santa Sede, Clemente, y el rey francés, Enrique IV,
estaban tratando de coser una alianza antiespañola en Europa, y
sabía bien que Jacobo podría ser un conspicuo miembro de la misma
en cuanto tuviera Inglaterra bajo sus pies. Paradójicamente para
alguien tan creyente como él, las noticias que le llegaron de Roma
de que Ana de Dinamarca se había convertido al catolicismo y asistía
secretamente a misa lo pusieron de los nervios; una noticia así
hacía más posible todavía la alianza que él sabía que se estaba
intentando fraguar. Dentro de ese pacto, además, lo más lógico
era que se incluyese un acuerdo entre Jacobo y Enrique para someter
las Provincias Unidas a un poder protestante que echase a los
españoles.
Un día, según noticias que llegaron a España con rapidez, Jacobo
estaba a punto de salir de caza, cuando observó que su mujer, la
reina, llevaba un relicario colgado del cuello. Entonces le pidió
permiso, lo descolgó, y se lo puso él mismo, según dijo, para que
lo protegiese de posibles accidentes. Ni al rey Felipe ni a sus
consejeros se les escapó el significado del gesto, unido al hecho de
que hubiese sido tan rápidamente difundido: era una señal del rey
escocés en el sentido de que podía llegar, fácilmente, a
entenderse con católicos.
En febrero de 1601, Felipe III confirmó definitivamente la
candidatura de la infanta Isabel al trono de Inglaterra. Fue un
movimiento desesperado, propio de este rey poco proclive para lo
taimado y para el pensamiento lateral y a largo plazo, dado que dicha
candidatura planteaba más problemas que los que solucionaba:
Alberto, el marido de la infanta, era impotente. El problema, de
hecho, era tan evidente que el propio archiduque le dijo al rey que
era mala idea defender las pretensiones dinásticas de su mujer. La
verdad es que el matrimonio ya estaba talludito (Isabel tenía 35
años y él, 46) y disfrutaba de una condición soberana
independiente, pues eran reyes de las Provincias Unidas. Para ellos,
tenía mucha más lógica alcanzar pactos con Jacobo, arrancarle la
cesación en la ayuda a Mauricio de Nassau, que enfrentarse a él
intentando quitarle la corona de Inglaterra.
Esta situación presionaba sobre los principales miembros del Consejo
de Castilla, de modo que algunos querían seguir en la matraca de las
últimas décadas, mientras otros querían abrir negociaciones
formales con Escocia. Incluso se planteó la posibilidad de que el
príncipe Henry fuese enviado a España para su educación.
A Felipe, sin embargo, le pudo el prurito religioso. Al contrario que
otros hombres de su tiempo, que eran conscientes de que la fe
religiosa era algo accesorio frente a las necesidades de la
geopolítica, el rey había heredado de su padre esa convicción de
tener la misión histórica de defender la verdadera Fe sin la cual,
la verdad, las relaciones internacionales del Imperio español
podrían haber sido mucho más realistas de lo que lo fueron. A
Felipe no le gustaba la idea de permitir la sucesión de una reina
hereje por un rey hereje, y pronto vino a tener un gran aliado el
conde (que no conde-duque) de Olivares. Enrique de Guzmán y Ribera
acababa de cesar como virrey de Nápoles, regresando a España y a
Valladolid, donde ocupó sitial en el Consejo de Estado. Quique era
un político que vivía con una obsesión, que era la unificación de
Inglaterra y Escocia bajo un mismo rey. Lo que había que hacer, en
su opinión, era labrar una alianza hispano-franco-vaticana para
imponerle a Inglaterra un rey católico. No creía en la candidatura
de la infanta Isabel porque consideraba que el nuevo rey tenía que
ser una figura muy poderosa y carismática.
Los planes de Olivares, como vino a pasar durante más de un siglo
con la mayoría de las ideas que salieron del cacumen de esa noble
casta, eran, básicamente, humo. No sólo eran humo, sino que
dependían, fundamentalmente, de que la Quinta Armada y la invasión
de Irlanda llegare a buen fin. Pronto, sin embargo, llegaron a
Valladolid las primeras noticias de que aquellos planes habían
salido como la mierda. Águila, acorralado y sin esperanzas de
recibir ayuda de Tyrone, había acabado por rendirse a los ingleses.
Mountjoy, intensamente tranquilizado por una carta de la reina en la
que le dejaba claro que sus victorias hacían que ella hubiera dejado
de pensar en su posible connivencia con Essex, no tuvo problema en
dejar que los hispanos dejasen Kinsdale con armas y bagajes. Tyrone
huyó al Ulster pero, la verdad, no pudo evitar que la mayoría de
los señores de la guerra irlandeses acabasen por pactar su sumisión
formal a la Corona inglesa. El propio Tyrone intentó parlamentar a
finales de 1602, pero Isabel se negó (de momento).
En ese mismo tiempo, Navidades de 1602, pues, se podía decir, sin
ánimo de mentir, que Isabel se había ganado un lugar entre los
grandes monarcas de Europa, cosa que tratándose de Inglaterra podría
pensarse que va de suyo pero no es verdad; y que, por lo tanto, era
un monarca sólidamente establecido y en lo mejor de su momento. Pero
no era verdad. Isabel, 44 años ya reinando, era cada día un cuerpo
más torturado. Tenía setenta años, que son como noventa y veinte
de hoy en día. Sus criados disponían permanentemente bajo su cuerpo
un auténtico ejército de almohadones que buscaban mitigar los
muchos dolores que sentía. Algunos informes diplomáticos hablaron
entonces de que tenía una protuberancia en una mama...
Además del sufrimiento físico y la enfermedad en sí misma, Isabel
comenzó a mostrar los primeros signos de demencia. Convocaba a
personas a su lado y, cuando llegaban, las echaba a gritos,
pretextando que nunca las había llamado. A las personas mayores, la
muerte de alguien querido les suele provocar fuertes descensos en su
capacidad corporal y mental, probablemente por las dosis de depresión
que les introduce. En el caso de Isabel, esa muerte fue la de su
mejor amiga, Kate Carey, condesa de Nottingham y dama de la Corte, que
había estado cuarenta largos años a su lado. Sobre si Kate y
Elisabeth fueron amantes se ha escrito mucho; no es algo que pueda
afirmarse con claridad, pero tampoco hay un solo historiador serio,
en mi opinión, que pueda desmentirlo. El caso es que Kate murió el
24 de febrero de 1603. No fue una muerte esperada porque ella era
relativamente joven aun (57). Isabel quedó destrozada.
Apenas una semana antes, y es más que probable que no podamos
desconectar en absoluto los dos hechos, Isabel había decidido rendir
un último servicio a Inglaterra: dejar solucionado, ahí es nada, el
tema de Irlanda.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario