lunes, enero 22, 2024

#HermanaYoSiTeCreo: la historia de Roscoe Fatty Arbuckle (y 2)

Arbuckle Post #1
Arbuckle Post #2 


Tras la muerte, Maude Delmont comenzó a relatar su propia versión de lo que había pasado en la famosa tarde del hotel. Según ella, Roscoe Arbuckle, con su corpachón, había violado a Rappe. De hecho, se la había pulido con tal fuerza que le había reventado la vejiga, causándole la peritonitis y la muerte. Con el tiempo, cuando se fue sabiendo todo eso de que no había signos de semen y bla, de algún sitio acabó surgiendo la historia de que el actor había violado a Rappe usando una botella que, según quién te lo contase, era de Coca-Cola o de champán. Total, como se parecen tanto…

Hay que decirlo bien claro: ni en ese momento, ni después, hubo, jamás, una sola evidencia que mereciera la consideración de tal, que corroborase estas historias. De hecho, alguno de los elementos de estos meconios es bastante fácil de refutar. Yo no soy médico, pero en mi incultura llego a entender que si alguien rebota su corpachón sobre el cuerpo de su amante hasta el punto de reventarle la vejiga, suponiendo que eso sea posible hacerlo, lo que no pasará es que sólo la vejiga se dañe. Luego está el curioso detalle de que difícilmente se pudo usar para violar a Rappe una botella de Coca-Cola, ya que aquel día no se sirvió la dicha bebida en la fiesta del hotel. Asumir la historia de la botella equivale a asumir que Roscoe Arbuckle iba por la vida con una botella en el bolsillo para irla introduciendo cuando tenía ocasión.

Más: recordad que, cuando Virginia Rappe colapsó por primera vez, en el baño de la habitación 1219, Maude Delmont no pudo verla ni oírla porque estaba dos habitaciones más allá, en el baño de la 1221. Sin embargo, declaró que la había oído gritar y, lo que es más importante, la policía la creyó.

La policía no tenía pruebas de nada. No tenía testigos. Sólo el relato de una señora que ya había tenido problemas por mentirosa, y que decía haber oído algo que no podía haber oído. En ese punto, la policía tomó la decisión más racional [IRONIA OFF]: acusar a Arbuckle de asesinato. El capitán de detectives Duncan Matheson declaró: “Ningún hombre, sea Fatty Arbuckle o cualquier otro, puede venir a esta ciudad y cometer ese crimen”. Una cuidada declaración que ya nos da bastantes claves, bastantes porqués. La policía detuvo y acusó a aquel hombre porque era famoso, y rico. Quería lanzar ese típico mensaje de “todos somos iguales ante la ley”. La típica leña al triunfador de toda la vida.

Matheson fue más lejos, de hecho, declarando a la Prensa que “la evidencia nos dice que hubo un ataque sobre esa mujer”; declaración en la que mintió como una perra, porque, en realidad, no había evidencia alguna.

La fianza fue denegada. El ayudante del fiscal declaró: “No es plato de gusto negar una fianza, pero ante las evidencias es lo único que podemos hacer”. Repetimos: cero evidencias.

En ese momento, entró el juego el que siempre es el actor más repugnante de este tipo de tristes vodeviles: la canallesca. Los periodistas se tiraron encima de aquella historia como las moscas sobre la mierda. Muy particularmente, los periodistas de los muchos periódicos de esa luminaria de la libertad de expresión llamada William Randolph Hearst, de cuyo respeto por la objetividad de los hechos sabemos mucho los españoles antes, durante y después de la guerra de Cuba. Hearst llegó a publicar fotos manipuladas de Fatty Arbuckle con unas barras delante de su rostro, como de prisión, tratando de hacer creer que eran fotos auténticas. La presión de los campeones de la verdad fue tan fuerte que las películas de Arbuckle fueron retiradas de los cines.

Los que no abandonaron a Roscoe Arbuckle fueron sus amigos. Charlie Chaplin lo defendió en público. Buster Keaton, a quien realmente había descubierto el propio Roscoe para el cine, incluso quiso testificar en el juicio. Y, sobre todo, Minta Dufee voló desde Nueva York hasta Los Ángeles para estar con quien ya no era su marido. Le dijo a todo el mundo que quiso escucharla que creía en la inocencia de su marido, y siguió diciéndolo incluso más allá de su muerte.

El primer juicio contra Roscoe Arbuckle comenzó el 14 de noviembre de 1921. Para entonces, el fiscal y la policía, ante el hecho palmario de que apenas tenían caso, habían modificado la acusación, que fue bajando, de asesinato a homicidio, y de homicidio a homicidio involuntario (nótese lo chusco del asunto: ¿cómo puede alguien que viola a una mujer hasta el punto de reventarla por dentro, y/o luego le mete una botella hasta el corvejón, cometer un homicidio involuntario?) Como fiscal, el caso lo tomó Matthew Brady, entonces un ambicioso hombre de leyes que soñaba con ser algún día gobernador de California (cosa que no consiguió; siguió siendo fiscal hasta que en 1943 los electores lo botaron, pero hasta entonces fue todo un fiscal Garzón, siempre llevando casos muy mediáticos). Brady, obviamente, se aplicó a demostrar al mundo que Fatty Arbuckle, en lugar de la persona de bien que sus amigos decían que era, era en realidad un cabrón con borlas.

Brady era un tipo, digamos, echado para adelante. Pero no era completamente gilipollas. Se dio cuenta enseguida de que lo primero que tenía que hacer era no poner a Maude Delmont en la lista de testigos de la acusación. Era consciente de que aquella señora, una mentirosa compulsiva, quedaría en el estrado como el culo. El fiscal, por lo tanto, actuó más o menos confiando en que el veredicto le caería del cielo, mientras la defensa organizaba un pequeño ejército de testigos favorables al acusado. Un médico del hospital declaró que Rappe nunca había dicho que Arbuckle la hubiese atacado. Varios patólogos declararon que la vejiga de la actriz no había reventado por causas externas, sino por una inflamación crónica. Otro doctor se explayó sobre la cistitis aguda de la muerta y sus consecuencias. Una dependienta de Santa Ana declaró que había visto tres veces a Rappe, en medio del intenso dolor de sus padecimientos, rasgando sus vestiduras ella misma.

La defensa, por otra parte, sí consideró recomendable que Arbuckle declarase, y eso hizo. Al parecer, fue el testigo perfecto. Calmado, conciso, no cayó en las provocaciones del fiscal y se atuvo a su versión. Se explayó a gusto contra Maude Delmont. El resto del juicio se centró en discutir mil formas diferentes de reventar una vejiga. La acusación acabó bastante desesperada; lo bastante como para incluso modificar los hechos, pues acusaron a Arbuckle de haber tratado a Rappe con hielo, cuando eso es lo que había hecho Delmont.

El jurado se retiró a deliberar y, tras 44 horas de discusiones, regresó, el 4 de diciembre, para informar al juez de que estaban estancados en diez votos a favor de la inocencia, y dos a favor de la culpabilidad. El principal voto por la culpabilidad, que había conseguido arrastrar a un segundo jurado, era el de una tal señor Hubbard, quien le dijo a sus compañeros que ni en mil años cambiaría su voto. Dato: Hubbard estaba casada con un abogado que hacía negocios habitualmente con… el fiscal Matthew Brady. Hubbard también era una devota feminista, y pertenecía a varias organizaciones que, para entonces, estaban reclamando la prohibición para siempre de las películas de Fatty Arbuckle. Hermana, yo si te creo.

El juicio hubo de declararse nulo, y tuvo que celebrarse otro que comenzó el 11 de enero de 1922. Da la impresión de que en este segundo juicio, la defensa de Arbuckle (quien para entonces estaba vendiendo sus activos para poder pagarla) estuvo demasiado confiada. Decidieron, para empezar, que con el primer testimonio de su cliente ya había sido suficiente, a pesar de que se había revelado como un testigo muy sólido, un verdadero activo para la causa. Los testimonios fueron repetitivos y, en realidad, la única novedad fue que Zey Prevost, una de las invitadas a la fiesta, subió al estrado para desdecirse de lo que había mantenido hasta entonces, y negar que alguna vez Rappe le hubiese dicho que Arbuckle la había atacado. Lógicamente presionada por la defensa sobre esta diferencia de versiones, acabó confesando que el fiscal la había detenido y la había amenazado con la cárcel si no testificaba contra el actor.

El jurado, esta vez, se reunió 40 horas, tras lo cual se quedó con nueve votos por la inocencia y tres por la culpabilidad. De nuevo, pues, juicio nulo.

El tercer juicio comenzó el 13 de marzo de 1922. Esta vez, la defensa se había puesto las pilas. Fatty declaró de nuevo, y la defensa se dedicó, básicamente, a demostrar que Virginia Rappe no era, ni de lejos, la ursulina que decían su amiga Maude y los periodistas, siempre tan amigos de la verdad. Una enfermera, Virginia Warren, subió al estrado para recordar cómo había conocido a Rappe en Chicago, cuando la cuidó después de que hubiese dado a luz a una niña. Ilegítima, claro. El jurado no necesitó mucho más para cambiar su visión de la fallecida.

Las 44 horas de deliberación del primer juicio y 40 del segundo fueron, en el tercero, seis putos minutos. El jurado entró, salió, e hizo dos cosas. La primera, declarar a Roscoe Arbuckle inocente de todos los cargos; lo segundo, declarar que no sólo era inocente, sino que había sido injustamente acusado. El jurado, efectivamente, había elaborado un escrito de disculpa en la que, entre otras cosas, decía que no había, ni había habido nunca, the slightest proof, ni la menor prueba, de las acusaciones hechas contra él.

Los amantes de los finales felices supongo que estaréis esperando que ahora os escriba que, si Minta Dufee estuvo siempre al lado de su ex marido, el final de aquella pesadilla trajo la reunificación de la pareja. Pero no es así. Arbuckle y Dufee, aunque es obvio que se querían, sabían bien que eran incompatibles, así que decidieron separarse para siempre, y se divorciaron en París en 1925.

El veredicto del caso Arbuckle le importó una polla como una olla a las organizaciones feministas y religiosas que llevaban, desde su arresto, montando bulla. Para todas esas personas, un fallo judicial no tenía valor alguno; ellos, y sobre todo ellas, eran los que sabían. Juntos o separados, según el caso, meapilas y empoderadas se lanzaron a la campaña para conseguir que Roscoe Arbuckle no fuese admitido en Hollywood nunca más. Arbuckle acabó de inquilino de su propia casa, pues se la había tenido que vender a su amigo Joseph Schenck durante el juicio.

En agosto de 1922, para poner tierra de por medio, Roscoe Arbuckle inició una gira fuera de los Estados Unidos. Sin embargo, tuvo un accidente en el barco y tuvo que regresar muy pronto. Dado que las campañas para prohibir sus películas tuvieron éxito, comenzó a dirigir con seudónimo. Buster Keaton, que siempre fue un cachondo mental, le propuso llamarse Will B. Good (will be good, seré bueno) y, de hecho, algunas veces firmó así. Aunque otras firmó William Goodrich que, si lo recordáis, era el nombre de su padre. Hizo también giras con una compañía de teatro. Hizo un cameo en una peli de Keaton.

Se casó por segunda vez, con una mujer llamada Doris Deane; el matrimonio apenas duró cuatro años. En 1932, se volvió a casar, esta vez con Addie McPhail. En 1933, parecía que la pesadilla había terminado cuando se le ofreció un contrato para filmar dos comedias para la Warner. Habían pasado diez años y las aguas parecían algo remansadas.

El 29 de junio, Roscoe Fatty Arbuckle estaba en Long Island trabajando en sus futuras películas y en un vodevil que quería hacer en el teatro. A sus amigos les decía: “He vuelto”. Aquella tarde cenó con su mujer, y luego fueron al apartamento de su amigo Billy LaHiff, que había organizado una fiesta en su honor.

Pasada la fiesta, Arbuckle y su mujer se acostaron, en habitaciones separadas. A eso de las dos y cuarto de la mañana, Addie llamó a su marido por si estaba despierto. Pero cuando entró en su habitación se lo encontró muerto, fulminado por un ataque al corazón. Sólo tenía 46 años.

A Roscoe Arbuckle lo mataron sus muchos kilos y el mucho alcohol que ingería. Pero también lo mataron los años de tensión y de desamparo creados por un crimen que nunca cometió. Él siempre sostuvo que todo lo que había hecho había sido tratar de ayudar a una mujer que estaba en una situación desesperada; y todas las pruebas e indicios apuntan a que decía la verdad. Trató de ayudarla pero, por el camino, motejó de subnormal a quien no debía, y esa persona labró su desgracia. A partir de ahí, la policía, el ambicioso fiscal del distrito, los siempre avezados periodistas, las organizaciones feministas, los ultrarreligiosos que siempre están en cualquier salsa en Estados Unidos, y buena parte de la opinión pública, simplemente decidió que era culpable. Que había tirado a Virginia Rappe sobre la cama, se la había pulido con unos embates tan fuertes que le había perforado la vejiga. Y que eso era verdad dijesen lo que dijesen Agamenón, su porquero, las pruebas, los testigos, los indicios, todo.

Eran otros tiempos. Afortunadamente, y puesto que los licenciados en Historia tienen razón y la Humanidad evoluciona linealmente; afortunadamente, digo, hoy en día estas cosas no pueden pasar.

1 comentario:

  1. En una ocasión lei una anecdota sobre nuestro Alfonso XIII en Hollywood invitado por Errol Fynn, quien le preguntó a que celebridades quería conocer, a lo que el rey dijo que a Fatty.

    Parece que cuando Errol le dijo que eso no era posible por lo de la violacion y la botella de champán, nuestro monarca contestó "pero bueno, eso nos puede pasar a cualquiera!".

    Ni idea de si es cierta la anecdota, pero es divertida ;)

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