martes, enero 23, 2024

Una historia del Renacimiento italiano (1): Las ambiciones de un rey aragonés

Las ambiciones de un rey aragonés
Francesco Sforza, ese parvenu
Ferrante I, el príncipe
La conspiración 


Cuando escribió el guion de A Bronx Tale (Una historia del Bronx), el actor y escritor Chazz Palminteri quiso, según su propia confesión, reflejar un relato común. El Bronx es el Bronx, venía a decir; el tipo de cosas que ocurren en esa película: niños que se hacen amigos de mafiosos, mafiosos que mueren cualquier día porque cualquiera los mata, son cosas que pasan allí.

Es un poco con ese espíritu con que yo he querido llamar a esta corta serie “Una historia del Renacimiento italiano”. En los próximos párrafos desarrollaremos, como hilo argumental fundamental, la peripecia de la corona aragonesa en el reino de Nápoles; la implicación, por lo tanto, de una rama bastarda de la casa real zaragozana en la política italiana, sus choques, y alianzas, con el Papa y con el resto de poderes de la península. Una historia que, de alguna manera, alcanza su clímax, no en Nápoles, sino en Florencia, en la Semana Santa (26 de abril) de 1476. Un momento especialmente bajo en la existencia occidental, pues se produjo un atentado contra los gobernantes florentinos; y se produjo no sólo en sagrado (dentro de la catedral de Florencia) sino con la participación activa de sacerdotes armados; acción, toda ella, que tuvo un autor intelectual que no fue otro que el Vicario de Cristo sobre la Tierra. Hay que reconocer que es difícil alcanzar mayor repugnancia.

Lo importante, sin embargo, es que esta historia es sólo una historia del Renacimiento italiano. Los mismos hechos, u otros parecidos y colaterales, podrían ser contados desde el punto de vista de los Sforza, familia gobernante en Milán; o de los duces venecianos; o de los reyes de Sicilia. La política italiana del Renacimiento es, por usar una expresión borgiana, un jardín con senderos que se bifurcan. Puedes tomar el que quieras y, con seguridad, en algún momento se cruzará con la historia que contamos aquí; exactamente igual que esta historia, en el fondo, se cruza con muchas otras que no he contado (todavía). Y esto es así porque la política italiana es un experimento biológico.

Este experimento, según tengo escuchado (pero, ojo, no sé si es cierto), consiste en colocar en un mismo acuario a una anguila, un pulpo y una langosta. Aparentemente, estos tres animales son enemigos mortales y se atacan por instinto. Pero hay un problema, el mismo que el del juego piedra, papel o tijera. La anguila puede fácilmente con el pulpo, pues se escurre entre sus tentáculos; el pulpo no tiene problemas para matar a la langosta, pues le resulta fácil inmovilizar sus pinzas; y la langosta no tarda en partir a la anguila en dos. Los tres animales, pues, se odian a muerte; pero, colocados en el acuario, no se atacan. Funcionan así porque saben que su supervivencia depende de la supervivencia de ese peor enemigo al que pueden matar.

Esto es la Italia renacentista: un ecosistema geopolítico que, por muchas razones, nunca consiguió consolidar un autócrata único y poderoso y que, consecuentemente, está formado por enemigos mortales que, sin embargo, saben que si alguno de sus enemigos desapareciere, ellos podrían hacerlo pronto. En un entorno así, la violencia, la doblez, la miseria moral, la mentira, se convierten en lo normal. Italia pasa a ser Italia, como el Bronx de Palminteri era, simple y llanamente, el Bronx.

Lee, pues.

Alfonso Trastámara era rey de Aragón desde el año 1416, cuando había heredado la corona de su padre, Fernando I. Un año antes de reinar, se había casado con María de Castilla, hija de Enrique III de Castilla y de Catalina de Lancaster, lo que la convertía en nieta de Juan de Gante. Alfonso era un hombre callado y prudente, que se pensaba mucho las cosas y, además, era un dedicado creyente que solía oír misa incluso varias veces en un día. Su política imperialista mediterránea comenzó en 1420. En junio de aquel año se aseguró el control de Cerdeña; sin embargo, en el caso de Córcega ya la cosa cambió porque ahí los genoveses, los famosos moros blancos como los llamaban los catalanes, pusieron pies en pared.

Esto no impidió que la figura de Alfonso de Trastámara se convirtiese en una figura señera, diríase que mandona, en el ámbito mediterráneo. Es por ello que, cuando la reina Juana II de Anjou-Durazzo, reina de Nápoles, se encontró en dificultades para mantener su codiciado reino, pensó en él para que lo asumiese, garantizando así su seguridad.

Nápoles no le era desconocido a los aragoneses. De hecho, ellos ya habían poseído ese reino, pero en el siglo XIII habían sido desalojados por la dinastía francesa de los Anjou. Por lo tanto, para ellos el tema no era sólo la dominación mediterránea: querían cobrarse una deuda histórica. Juana era una Anjou, pero tenía ya cincuenta palos y no había tenido hijos. Ella, como habéis visto, prefería ver morir el poder angevino en Nápoles; pero eso era algo complicado por lo que suponía de cambio en el delicado equilibrio de poderes italiano. De hecho, conforme Juana se decidía por el rey de Aragón, el PasPas Martín V hacía lo propio en nombre de Luis III de Anjou; cosa que, cuando menos teóricamente, podía hacer, pues Nápoles tenía un poco la consideración de reino papal, que Roma cedía a quien le parecía a través de Alquiler Seguro. El gesto de Juana, de hecho, fue un poco despecho por aquella designación; buscó, por lo tanto, hacer daño mediante la designación del peor enemigo de los Anjou en Italia.

Alfonso, a pesar de lo jodido que se puso el tema, entró en Nápoles el 5 de julio de 1421, donde la reina Juana lo invistió duque de Calabria, que es como el príncipe de Asturias del reino napolitano. Estableció una Corte en Castel Nuovo, pero gobernó poco porque Juana no lo quería en el día a día del reino (o sea, lo trató más o menos como a Ione Belarra).

Como era de esperar, este gesto puso nerviosos a varios territorios italianos por lo que suponía de embeber en la península a un álfil muy poderoso. Uno de los más preocupados fue Milán, donde mandaba Filippo Maria Visconti. Milán vivía, económicamente hablando, de las relaciones con los genoveses, que eran quienes transportaban sus exportaciones y les traían sus importaciones; una pérdida de poder genovés en los mares de Italia era muy mala noticia para los lombardos. Así que Milán decidió montar una coalición anti aragonesa, en la que consiguió unir, no sólo al papado que ya estaba en ello, sino los otros dos grandes jugadores del tablero italiano: Florencia y Venecia.

Toda esta gente amenazó a Juana con los peores desafueros del mundo. La reina acabó por ceder y, el 14 de septiembre de 1423, le dijo Alfonso que le devolvía la fianza, pero que se fuera a tomar por culo de allí; y nombró a Luis III como nuevo duque de Calabria. Alfonso quiso resistir; pero Luis tenía un ejército comandado por uno de los más activos condottieri de aquel tiempo, Muzio Attendolo, y lo pusieron en fuga. Encabronado, Alfonso se embarcó de regreso a Aragón, aunque por el camino arrasó Marsella, que le pillaba de paso.

Muzio Attendolo, el soldado convertido en comandante a base de hacerse el cachoburro, tenía de hecho un mote que era el que más se usaba para apelarlo: Sforza, que quiere decir hombre fuerte. Antes de llegar a Nápoles había alquilado su espada en Milán, Florencia y Ferrara. Llevaba en el área de Nápoles desde 1412, cuando se había empleado para el rey Ladislas, predecesor de Juana. En la campaña de 1412 estuvo acompañado por un hijo suyo bastardo, que entonces tenía once años, que era más cachoburro todavía que su padre. Impresionado por ello, el rey Ladislas decidió premiar a este niño, Francesco Sforza, con el título de conde de Tricarico. A la muerte de Ladislas, Juana le renovó a Francesco el contrato de mercenario fijo discontinuo; lo que normalmente se conocía como condotta, que es lo que provoca que a los que lo firmaban se los conozca como condottieri.

Para ser exactos, quien tenía la condotta no era Francesco, sino su padre Muzio. Sin embargo, en enero de 1424, cuando estaban cruzando el río Pescara bajo una lluvia torrencial, el caballo de Muzio perdió pie y éste cayó a las aguas heladas, además con la armadura puesta. Así las cosas, por muy bestia que fuese, que lo era, Muzio se ahogó; y Francesco heredó la condotta. Ahí fue cuando adoptó el remoquete Sforza para sí mismo. Asimismo, heredó las posesiones de su padre en Nápoles, que incluían Benevento, Troia y Manfredonia (no confundir con Freedonia, que es donde mandan los hermanos Marx).

En diciembre de 1427, Venecia entró en guerra con Milán. Sforza quería emplearse para Filippo María Visconti contra Venecia; y la reina Juana, puesto que Alfonso de Aragón se había marchado, entendió que no lo necesitaba (a Sforza, se entiende). El servicio que dio, sin embargo, no fue muy bueno. Visconti fue víctima de una emboscada en Génova en la que salvó la vida de milagro. De hecho, despidió a Sforza (porque para los mercenarios también había ERE, e incluso ERTE), y no lo volvería a emplear hasta dos años después, cuando levantó un ejército para defender Lucca de los florentinos. Sforza, consciente de lo que se jugaba, se hizo un Bellingham en Lucca y ganó por goleada. Claro que tenía motivos propios para ser tan productivo. Los florentinos le debían 50.000 florines a su padre, y se los cobró.

Filippo Visconti valoraba mucho a aquel condottiero y quería, por así decirlo, pactar con él una figura más estable que la de la fijo discontinuo. Por ello, le ofreció casarse con una hija suya, Bianca María. La petición de mano fue el 23 de febrero de 1432; Sforza, que tenía 31 años, comprometió aquel día su matrimonio con una niña de seis. Visconti no tenía hijos, con lo que Sforza era el heredero de facto del solar milanés. Aunque eso, ya lo vamos a ver, luego fue bastante más complicado que eso.

Francesco Sforza, en todo caso, se sintió respaldado por aquella alianza política que, no se olvide, lo era con el actor más temible del tablero mediterráneo en ese momento. El año siguiente, decidió invadir parte de los Estados Pontificios. Eugenio IV, sin margen para reaccionar, hubo de cederle a Sforza los condados de Ancona y Fermo, al norte de Nápoles.

Para Alfonso, aquella alianza familiar fue el corolario de un proceso que había comenzado algunos años antes, en el que había redimensionado su política italiana. Sin embargo, el aragonés prefería los pactos a las espadas. Se acercó a Visconti, al que ofreció abandonar sus pretensiones sobre Córcega a cambio de algunos puertos ligures, que le permitían tener flota surta muy cerca de Génova. Su punto de fricción italiano era, sin duda, Roma. Aragón, que había tenido una política claramente antipapal durante el Cisma, había sido uno de los principales baluartes del Papa alternativo, o antipapa desde el punto de vista católico, Clemente VIII. Esta posición, que para los castellanos era relativamente más fácil, para los aragoneses era problemática dadas sus implicaciones en Italia. Por ello, en un movimiento importante, Alfonso se hizo un Sadat (pues el gesto me recuerda al de Annuar el-Sadat yéndose a Jerusalén a abrazar a los gobernantes de Israel) y cambió de bando. Alonso o Alfonso Borja, su principal consejero en materia diplomática, lo convenció de que debía ponerse del lado de Roma. Efectivamente, el PasPas Martín V reaccionó dándole a Borja el obispado de Valencia; puesto desde el que comenzaría una rápida carrera eclesiástica que lo llevaría a ser el Papa CCIX de la Iglesia católica, con el nombre de Calixto III, como veremos.

Martín V murió en febrero de 1431. Eugenio IV, que lo sucedió, era un veneciano que, por razón de proceder de un poder consolidado en la península, además habitualmente enfrentado con los Visconti de Milán, era muy poco proclive a apoyar las pretensiones napolitanas del rey de Aragón. Pero la reina Juana tenía sesenta palos, una edad muy para roscarla en aquella época, y ni los angevinos, ni el Papa, parecían tener clara la sucesión en la heredad.

Esto fue lo que provocó que Alfonso decidiese salir de sus cuarteles aragoneses y poner proa hacia Sicilia.

Aparentemente el problema que tenía Juana con Luis de Anjou no era con su dinastía, sino con él particularmente. Cuando Luis falleció, en noviembre de 1434, la voluble reina napolitana cambió una vez más su testamento favoreciendo al hermano de Luis de Anjou, Renato. Luego, el 2 de febrero de 1435, falleció ella misma.

Alfonso estaba que echaba las muelas. Decidió ignorar los últimos testamentos de la reina y se hizo llamar Alfonso I de Nápoles. Tenía una carta en la manga: Renato de Anjou, el otro heredero del reino de Nápoles, era preso del duque de Borgoña, que estaba casado con una cuñada del rey aragonés. Sin embargo, ése era su único triunfo. Su situación era muy delicada, puesto que tenía a todos los poderes de Italia en contra. En apoyo de Renato se juntaron el Papa Eugenio, el duque Visconti, Florencia, Venecia y Génova.

En el verano de 1435, el quinto rey de Aragón llamado Alfonso concibió el plan de extender sus dominios mediterráneos incluyéndoles el lucrativo reino de Nápoles. Durante meses, armó una flota bastante impresionante cuyo principal objetivo era el que consiguió: convencer a una crepuscular reina Juana de que era caballo ganador y, en consecuencia, moverla a modificar su testamento, una vez más, en favor de la casa aragonesa. En buena medida, Alfonso V esperaba que aquello fuese un paseo militar, y nunca mejor dicho. Pobremente informado por su inteligencia, estaba convencido de que la presencia de sus oponentes en las costas italianas, los genoveses, era modesta. Esperaba encontrarlos dispersos y relativamente indefensos, y tenía una confianza total en su capacidad bélica. En el entorno de la isla de Ponza, de hecho, avistó tres galeras genovesas, y se las prometió muy felices. Sin embargo, los genoveses lo estaban engañando. Muy cerca de allí esperaba el resto de su flota, convenientemente escondida. Cayeron sobre los aragoneses con tanta fuerza y tanta sorpresa que incluso unos contendientes tan tercos como ellos acabaron cayendo. El rey fue preso, y con él un sustancioso botín de varios centenares de nobles aragoneses. Cayó hasta La Dolores. Pintaban bastos para los españoles orientales. Pero Alfonso V era un tipo que se vestía por los pies; un Trastámara, que se dice pronto. Durante su cautividad se puede decir que quedó inaugurado el Juego de Tronos que es la política italiana renacentista; y que es mucho más interesante que las vicisitudes de los trasuntos de los Lancaster que a tanta gente le gusta ver por la tele.

El carcelero del rey aragonés era Filippo Maria Visconti, de Milán. Cuando se echó a la cara al rey de Aragón, dio en escuchar sus cucamonas, y pronto se dio cuenta de que para él era mejor negocio tenerlo como aliado que como prisionero. Como resultado, siete años más tarde del desastre de Ponza, Alfonso V tomaba Nápoles.

Alfonso y su casa noble, como digo, quedaron en custodia de Filippo Maria, lo cual fue un error estratégico mayúsculo por parte de la coalición (que no era una coalición; en realidad era más eso que se llama en el mundo mercantil una unión temporal de empresas). Visconti y Alfonso, ya lo hemos visto, ya se habían puesto de acuerdo antes. Estaban acostumbrados a hablar y, las cosas como son, Alfonso tenía argumentos muy importantes que esgrimir ante su carcelero; el más importante de ellos, que para Milán tenía mucho más sentido que Nápoles fuese dominado por un poder en el fondo distante, como Zaragoza; en lugar de los Anjou. En primer lugar, el rey francés Carlos VII estaba casado con una angevina; y, en segundo y mucho más importante, el miembro fundamental de la casa, el duque de Orléans, era sobrino de Visconti (hijo de su hermana Valentina Visconti). Teniendo en cuenta que Bianca María, la mujer de Sforza, era hija bastarda, en realidad Orléans podría exhibir más méritos para heredar Milán.

El pacto cayó por su propio peso. Visconti y Alfonso se dividieron Italia en esferas de influencia, y se comprometieron a ayudarse militarmente; lo cual, en la práctica, quería decir que el milanés ayudaría al aragonés a hacerse con Nápoles.

Pensaréis: este pacto vinculó a Francesco Sforza, ya integrado en la familia Visconti. Pero os equivocaréis. En realidad, Sforza había devuelto el pedido, anunciando que no se iba a casar con Bianca María. La razón de su renuncio había sido la jugosa oferta del Papa Eugenio en el sentido de firmar una condotta con él mismo, Florencia y Venecia. Visconti, sin embargo, consiguió convencerlo de que mantuviese su compromiso de matrimonio.

Los movimientos de Sforza tienen sentido en el marco de una rápida evolución por su parte. Francesco estaba dejando de ser el cachoburro que hay que ser para ser condottiero, y estaba empezando a entender los intrincadísimos hilos de la política italiana, y también del mundo de las finanzas. Conocer al banquero florentino Cosimo de Medici le cambió la vida. Medici es el verdadero precedente de Tom Hagen (“Sonny, escúchame; esto no es personal, son negocios”); había llegado a la conclusión de que el enfrentamiento permanente y cainita entre Florencia y Milán no era bueno para los negocios. Por eso, había abierto una filial en Ancona, desde la que buscaba, sobre todo, apoyar financieramente la carrera de Sforza para lograr el poder en Milán; y consiguió, por lo tanto, convencerlo de que la condotta que le ofrecía Eugenio el Francisquito, en el fondo, era pan para hoy y hambre para mañana. Cosimo enseñó a Francesco a ser florentino (con minúscula y con mayúscula), por así decirlo.

Fue, efectivamente, el banquero quien convenció a Sforza de que aceptase la oferta de Visconti. El condottiero sólo veía las cosas en términos de escudos y lanzas: hay que ir con el que más paga y, en su efecto, con el que más lanzas tiene. Fue su amigo Cosimo quien le enseñó a ver las cosas como un jugador de ajedrez; le explicó que lo importante no es lo que hará el contrincante en el siguiente movimiento, sino seis o siete más allá. El 28 de marzo de 1438, Francesco volvió a comprometer su mano.


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