viernes, enero 26, 2024

Una historia del Renacimiento italiano (y 4): La conspiración

Las ambiciones de un rey aragonés
Francesco Sforza, ese parvenu
Ferrante I, el príncipe
La conspiración  


El alejamiento entre los Medici y Sixto IV dejaba en mal lugar a Federigo da Montefeltro; tenía que hacer algo. El 21 de agosto de 1473, estaba en San Pedro de Roma (la basílica de Constantino, no la actual), establecido a todo plan como duque de Urbino. Sí, como ya os he dicho finalmente había conseguido el título. Al día siguiente, su hija Giovanna se prometió con Giovanni della Rovere, el sobrino del PasPas. Luego bajó a Nápoles, donde fue investido caballero del Armiño. Ese mismo mes de septiembre, unos enviados del rey de Inglaterra Eduardo IV lo invistieron caballero de La Jarretera.

Al año siguiente, 1474, las relaciones entre Roma y Florencia comenzaron a deteriorarse muy rápidamente. El mazazo para los Medici llegó en julio, que fue cuando el Papa anunció que movía su cuenta de valores desde la banca Medici a la banca Pazzi. En octubre, nombró a Francesco Salviati, primo de los Pazzi, arzobispo de Pisa, la otra gran ciudad toscana; Lorenzo, que tenía la prerrogativa de ratificar el nombramiento, se negó.

Los problemas entre estos dos colosos de la política renacentista italiana tuvieron consecuencias colaterales; por ejemplo, Lorenzo se negó a pagar los salarios que le debía a Federigo da Montefeltro. Pero la ofensiva siguió: en Nápoles, Ferrante I, que se había convertido en un serio apoyo de la ciudad de Siena, tradicional enemiga de Florencia, otorgó la sede obispal de Sarno a un Pazzi. En el fondo de todo aquello, Gian Galeazzo, el señor de Milán, que veía con malos ojos la creciente unidad de destino en lo universal entre Roma y Nápoles.

Así las cosas, en noviembre de 1474 Gian Galeazzo y Lorenzo de Medici firmaron una alianza a la que se sumó Venecia, e invitaron a Sixto a completar la cuadrilla. La respuesta de Roma fue una peineta y la convocatoria de una contra-coalición con Nápoles y Urbino. El año 1475 era jubilar en Roma y, consiguientemente, fue de lo más normal que Ferrante peregrinase a la capital. Pero a nadie se le escapó el detalle de que el Papa enviase a su sobrino Giuliano della Rovere y a su estrella emergente en la Curia, el vicecanciller Rodrigo Borgia, a escoltarlo desde la frontera.

Así pues, en 1476 tenemos a Roma, Nápoles y Urbino contra Milán, Florencia y Venecia. En diciembre de aquel año, los temas cambiaron con el asesinato de Gian Galeazzo, que dejaba el ducado en manos de un niño de siete años, Giangaleazzo, y de su madre regente, Bona de Saboya.

La debilidad del feudo milanés hizo al Papa más temerario, y le hizo concebir la idea de asesinar a Lorenzo de Medici. Convocó en Roma a un soldado vaticano, Giovanni Battista, conde de Montesecco, además de a Francesco de Pazzi, representante de la banca en Roma, y el sobrino de éste, Francesco Salviati, arzobispo de Pisa. Sixto, en dicha reunión, comprometió la participación de su sobrino Girolamo Riario, conde de Imola. Riario tenía un interés enorme en la operación, pues sabía que los Medici poseían su feudo y, consiguientemente, el día que el Papa faltare, lo echarían del curro sin indemnización.

El error de la conspiración fue que tanto Riario como los Pazzi asumieron que el asesinato de Lorenzo se vería seguido de una rebelión antimedicea en Florencia. Según declararía Montesecco (bajo tortura, eso sí), expresó sus dudas éticas de que todo aquello estuviese bien hecho a los ojos de Dios; a lo que se le contestó que “no hay nada que Dios quiera más que la muerte de Lorenzo”. La Iglesia Católica, Apostólica y Romana, como business model. No es personal; son negocios. Eso sí, Montesecco declaró también que, en una audiencia personal con el Papa, éste le dijo que no quería que nadie muriese; lo cual, como chiste, no está mal.

Una vez que el soldado superó sus pruritos morales, el 26 de abril de 1476, durante la misa en la catedral de Florencia, Francesco de Pazzi y dos sacerdotes armados atacaron a Lorenzo, quien escapó; aunque su hermano Giuliano (el que en las ensoñaciones de los guionistas actuales de televisión estaba deprimido por la muerte de Simonetta Vespuci) resultó deceso.

Todo el mundo en Italia interpretó que el autor intelectual de aquel atentado había sido Ferrante I de Nápoles, con la ayuda de Federigo da Montefeltro y la alianza con el conde Girolamo Riario. Qui prodest. Todos ellos tenían algo que ganar. Si caía Lorenzo, Nápoles se haría con puertos en el sur de la Toscana, cuando no con la ciudad de Siena; Federigo, por su parte, todavía tenía que consolidarse como conde de Urbino.

Venecianos y milaneses no acababan de tener clara, sin embargo, la implicación del PasPas. Que algo sabía, todos lo daban por cierto. Pero no existía consenso en torno a la cuestión de si era parte en el tema (cuando, en realidad, era el fautor).

Los florentinos, sin embargo, no tenían dudas. Culparon al Papa y al conde Girolamo, y el 4 de mayo, de hecho, publicaron la confesión de Montesecco. Federigo da Montefeltro intentó, por su parte, borrar sus huellas, mediante la negociación de una condotta con Milán que llegó a acordarse, pero que nunca se firmó porque el de Urbino dilató la burocracia todo lo necesario.

Los resultados de la conspiración de la Semana Santa de 1476 se conocieron en toda Europa, y fueron muy radicales. En unas horas, veinte cuerpos colgaban de los muros de la Signoria; entre ellos, Francesco de Pazzi y el arzobispo Francesco Salviati. La represión, pues, no había respetado a nadie: ni galones, ni capelos. Los dos sacerdotes armados fueron hallados escondidos en un monasterio. Los capellanes y chicos de coro pertenecientes a la sede del cardenal Rafaello Riario, sobrino nieto del Papa, y que habían sido enviados a atender la misa, también fueron ahorcados. Y lo fue el propio Rafaelo, que no tenía ni 17 años y que ni siquiera había recibido todavía su capelo en Roma.

Todo esto le dejó espacio más que suficiente al PasPas a la hora de acusar a los Medici de sacrílegos, como ya hemos citado. Tanto Sixto como Ferrante anunciaron que si Lorenzo no se presentaba en Roma para ser juzgado, habría guerra.

La guerra, que era el resultado que esperaba el Papa de la muerte de Lorenzo, también lo fue de su supervivencia. Comenzó en julio, cuando el duque Federigo y el ejército papal cruzaron la raya de Florencia. Muy pronto, se les unió Alfonso de Calabria, el heredero del trono napolitano. En agosto asediaron Castellina y acamparon para hibernar a unos 30 kilómetros de la capital.

En abril de 1477, el Papa ofreció levantar el interdicto contra la ciudad de Florencia si los Medici aceptaban sus condiciones, pero Florencia se negó. En septiembre de 1479, Alfonso de Calabria logró una victoria resonante en Poggio Imperiale. Para entonces, la guerra se había convertido en un auténtico problema para Florencia. Los Medici necesitaban imperiosamente una paz o una tregua; pero lo cierto es que Ferrante I no estaba en condiciones de negársela, puesto que las victorias lo habían dejado literalmente arruinado. Además, en el muro antiflorentino había una grieta: Ludovico Sforza, quien poco antes se había hecho con el control del Consejo de Regencia milanés, tenía la intención de firmar una paz bilateral con los toscanos. Ferrante decidió adelantarse. Lorenzo de Medici acabó tomando un barco hacia Nápoles donde, el 13 de marzo de 1480, Florencia y Nápoles firmaban la paz. El PasPas Sixto se quedó pijarriba.

En julio de aquel año, para más inri, una flota de 150 naves turcas con 18.000 efectivos se presentó ante la costa de la ciudad napolitana de Otranto. Entraron en ella con la intención de cometer salvajadas, y eso hicieron. Mataron a miles de personas, a otras tantas las esclavizaron; el arzobispo y el gobernador local, se dice, fueron serrados por la mitad.

Aquella fue la primera vez que los turcos atacaban la costa italiana. El suceso fue un trauma para unos condados que hasta entonces no habían sabido valorar adecuadamente el peligro oriental, salvo quizá los venecianos, que lo conocían bien. Alfonso de Calabria hubo de volver grupas con su ejército hacia el sur, y el rey Ferrante tuvo que negociar un crédito urgente de 38.000 ducados con el banquero florentino Battista Pandolfini. El Francisquito, aunque hubiera querido continuar la lucha interna, tuvo que hacer de tripas corazón y, entendiendo que los napolitanos no se pondrían a lo que se tenían que poner según él, ayudó a armar la flota que, en septiembre de 1481, echó a los turcos de Otranto.

La paz de 1480 encabronó en modo experto al Papa, y tenía razones para ello. Aquel documento estaba aflorando una nueva coalición de poder en Italia, formada por Florencia, Nápoles y Milán, y eso, obviamente, no le gustaba. Desde ese momento Sixto, y sobre todo su brazo armado por así decirlo, es decir Girolamo Riario, estuvieron a la defensiva. Lorenzo de Medici se había jurado que algún día vengaría la traición de Girolamo que le había costado la vida de su hermano; y, finalmente, ocho años después, consiguió que fuese asesinado en Forli.

Mucho antes, sin embargo, Girolamo intentó una alianza papal con el otro poder que quedaba: Venecia (septiembre de 1481). Que se llegase a conseguir la alianza dice mucho de la capacidad de los venecianos de apreciar las necesidades por encima de la moral, porque la verdad es que Riario no era, lo que se dice, un diplomático. Muy comentado fue el hecho, inusitado, de que, cuando visitó Venecia, fue pomposamente transportado a través del lago en el barco estatal (el bucintoro); y, terminado el viaje, se bajó sin más, “olvidando” que los visitantes que eran objeto de aquella atención siempre daban una generosa propina a los marineros. Pero, claro, un representante papal sabe recaudar pasta, pero no entregarla.

La liga entre los Pontificios y Venecia no tuvo más razón de ser que asegurar la posesión de Imola por Girolamo Riario, además de Forli, un señorío que el Papa acababa de embargar a sus anteriores dueños y que también le había entregado a su sobrino. Los planes de Roma, sin embargo, eran que los venecianos armasen una flota con la que poder atacar los puertos napolitanos y desalojar a Ferrante del poder. A cambio, el PasPas le ofrecía a los venecianos asistencia para tomar Ferrara, donde Eleanora, hija de Ferrante, era la duquesa.

Así pues, Italia se aprestaba para una nueva guerra, sólo que ahora las alianzas habían cambiado. Ferrante y los Medici cabalgaban juntos, y Federigo da Montefeltro era su capitán general; los Medici habían elegido no preguntar mucho sobre sus pasadas relaciones con los Pazzi; es decir, habían decidido una amnistía por el bien de Italia, y tal.

En marzo de 1482, los enviados de Ferrante llegaron a Urbino con la condotta que Federigo debía firmar. Federigo, sin embargo, no firmó hasta el 15 de abril, siguiendo el consejo de sus astrólogos. La guerra, por lo tanto, se declaró en mayo. Alfonso de Calabria y la Acorazada Brunete avanzaron hacia los Estados Pontificios.

Si en tierra la nueva coalición se las podía prometer muy felices, en el mar, ahora que lo que tenían enfrente era a los venecianos, ya la cosa cambiaba. El 21 de agosto, la flota napolitana recibió un serio correctivo del capitán general veneciano, Roberto Malatesta, en la conocida como batalla de Campo Morto. La victoria de Malatesta era especialmente estresante para Federigo da Montefeltro, ya que el romano a sueldo de Venecia era el hijo de su némesis Sigismondo y la amante de éste, Vanetta dei Toschi di Fano; aunque también es verdad que estaba casado con una hija de Federigo, Elisabetta. Federico conocía a Malatesta, sabía que carecía de escrúpulos, y pensaba que iría a por Urbino, donde solo estaba su hijo de diez años, Guidobaldo (Federigo estaba en Ferrara y, para colmo, enfermo de malaria).

Así las cosas, se empeñó en salir hacia Urbino cagando leches. Pero estaba muy enfermo. Antes de llegar a Bolonia, estaba tan hecho mierda que la partida tuvo que regresar a Ferrara. Allí, en el monasterio de Corpus Domini, moriría Federigo el 10 de septiembre; la mujer que lo acompañó en sus últimas horas fue la abadesa Violante, que era su hermana pero había estado casada con un Malatesta (Domenico Malatesta Novello).

Federigo murió, por lo demás, sin saber que Roberto Malatesta no había avanzado hacia Urbino. Él mismo estaba también carcomido por la malaria y, de hecho, murió justo al día siguiente que su suegro. Guinobaldo fue el nuevo conde de Urbino y, de hecho, los Montefeltro siguieron siendo los gobernantes de aquel condado hasta el siglo XVII.

La guerra terminó en agosto de 1484. Formalmente, en tablas. Venecia no había conseguido tomar Ferrara y había devuelto los puertos napolitanos que consiguió tomar. Sin embargo, el tesoro napolitano estaba exhausto. Pocos días después de firmar la paz, Sixto IV la roscó; lo sucedió Inocencio VIII, un genovés que, por lo tanto, traía el odio a Nápoles de serie. Ferrante tuvo que subir los impuestos un montón y, claro, dado que entonces todavía no se había inventado la socialdemocracia, el personal de encabronó. Su principal problema, en todo caso, era su hijo Alfonso. Alfonso de Calabria era un chulo de putas al que le gustaba humillar a la gente y exhibir su poder. Se portaba con todos los nobles locales como la mierda y, de hecho, en muchos casos tenía el plan de desposeerlos para quedarse él con sus señoríos. En octubre de 1485 la situación, convenientemente financiada por Inocencio, hizo crisis, y se produjo una rebelión. Si Ferrate pudo imponerse fue gracias a la ayuda de Florencia y de Milán, sus aliados. Ferrante firmó un tratado de paz con el Papa en el que prometía una amnistía para los rebeldes; pero lo cierto es que se desdijo apenas horas después de haber firmado.

Ferrante I murió inopinadamente el 25 de enero de 1494 a los setenta años de edad. Murió deprimido, sabiendo que el rey francés Carlos, el campeón del fraile Girolamo Savonarola, estaba preparando una invasión de Italia cuyo principal objetivo era, precisamente, el reino de Nápoles.

Alfonso de Calabria, ahora Alfonso II de Nápoles, sin embargo, iba diciéndole a todo el mundo que al francés lo iba a inflar a hostias con una mano atada a la espalda. Sin embargo, como suele pasar, todo era farfolla. Cuando, en enero de 1495, se vio con los franceses en la raya de su reino, abdicó y tomó un barco a Sicilia (el día 23, para ser más exactos); dejó en el machito a su hijo de 22 años, Ferrante II. El nuevo rey consiguió negociar que los franceses se marchasen, aunque ocupando la fortaleza de Castel Nuovo; aunque de allí los sacaron en noviembre mediante un atentado terrorista. Ferrante II había muerto un mes antes, dejando la corona al hermano de Alfonso, Federigo.

Para entonces, sin embargo, Nápoles era demasiado débil; y España, demasiado poderosa. Fernando de Aragón nunca olvidó el detalle de que los reyes de Nápoles eran el linaje bastardo de su tío. Así que en 1504, situó en el reino un virrey que lo gobernase en nombre de España.

Una historia del Renacimiento italiano, como podríamos contar muchas.

1 comentario:

  1. Anónimo10:02 a.m.

    Gracias por estas historias "cortas".
    Suelo esperar a que estén terminadas para leerlas del tirón.
    Cide Hamete Benengueli

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