lunes, diciembre 17, 2018

Carlos III (4: en España)

Rigodones que ya hemos bailado:

El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles


El 10 de agosto de 1759, el rey Fernando VI de España, viudo, sin descendencia y más loco que las maracas de Machín, la espichó. De tiempo atrás, y muy especialmente desde el momento en que el rey había quedado viudo y toda esperanza de que aportase descendencia había desaparecido, se había admitido que su medio hermano Carlos sería quien lo sucediera. Así pues, Carlos fue llamado de Nápoles.

El rey aceptó, lógicamente, su misión. Reunió a los dignatarios locales para comunicarles su marcha y su decisión sobre la sucesión en el trono. Afortunadamente, Carlos y María Amalia se habían preocupado de tener fondo de cuna. Su primogénito, Felipe, era un niño de doce años, débil y medio retrasado mental, por lo que su propio padre fue quien lo apartó del trono napolitano. Carlos Antonio, el segundo, quedó reservado para el principado de Asturias. Así las cosas, Fernando, entonces un niño de ocho años entregado a la carrera sacerdotal, fue designado rey de Nápoles, con la autoridad de un Consejo de Regencia, claro.

Del equipo de gobernantes que había consolidado Carlos en Italia quiso llevarse a uno. Un siciliano plebeyo, llamado Luis de Gregorio, que en 1753 había sustituido al secretario de Hacienda, con gran eficacia. Carlos, encantado con él, le había premiado, entre otras cosas, con el marquesado de Esquilache. Con los años, la decisión de llevárselo a España se desvelaría como no tan positiva como esperaba el rey.

En un gesto poco común, Carlos se preocupó, muy particularmente, de no llevarse de Nápoles nada de valor que perteneciese a esa tierra o le hubiese sido regalado ahí. Tenía, por ejemplo, mucho cariño a un anillo de oro que había sido encontrado en las excavaciones de Pompeya que él mismo había impulsado. Pero se puso muy pesado con que no quería llevárselo, y allí lo dejó.

A las dos y media de la tarde del 11 de septiembre de 1759, presidida por Ventura Ossorio de Moscoso y Fernández de Córdoba, a la sazón alférez mayor de la Corte, salió de la misma una procesión a caballo formada por los grandes gentileshombres de la nobleza española; procesión que debió de coger todos los semáforos en rojo porque, a pesar de ir por el carril-caballo, tardó dos horas y media en llegar al palacio del Buen Retiro. Allí los esperaba la orgullosa reina madre, Isabel de Farnesio, junto con el infante don Luis. Altamira procedió a declamar la proclamación de Carlos como rey de España; proclamación que se repitió en la plaza Mayor, en la plaza de las Descalzas, y en la de la Villa.

El 29 de septiembre, el primer marqués de la Victoria, Juan Navarro, llegaba a Nápoles al mando de la flotilla española que habría de traer al rey a España. Carlos decidió partir el 6 de octubre. Decisión ésta que fue ya la primera prueba de cómo iba a llevar aquel hombre su reinado, esto es, imponiendo su criterio frente a cualquier opinión. Navarro, en efecto, ni era partidario de salir ya, pues el tiempo era malo; ni tampoco era partidario de que toda la familia real embarcase en la misma nave, ni siquiera en la misma expedición, por un natural prurito de seguridad (que hoy siguen teniendo los reyes de España, que nunca viajan juntos). Pero por tantas veces que el marqués intimó al rey otra estrategia, otras tantas Carlos respondió, lacónico: “Victoria: a las tres, y juntos”.

La llegada del rey, por cierto, fue bastante problemática en Madrid. Puesto que tocaría puerto español en Barcelona, era necesario trasladar la Corte a la ciudad catalana, y en Madrid descubrieron que no tenían medios de transporte suficientes. Hubieron de solicitarse carros en diversas ciudades cercanas para poder completar la expedición. Bueno, la verdad es que primero se pidieron, y luego, cuando los carreteros se hicieron los orejas, se incautaron.

Aunque tal vez hoy en día no les guste demasiado a ciertos catalanes, lo cierto es que Carlos fue recibido en Barcelona en loor de multitud. Los catalanes, que teóricamente (según la teoría de cierta historiografía) deberían permanecer nostálgicos de los reyes austracistas, sin embargo recibieron a aquel Borbón como se hubiese arrancado a cantarles L'estaca. El rey almorzó en público, que es una cosa que entonces estaba muy de moda, paseó por media ciudad entre vítores y, bueno, también hizo alguna que otra cosa para caerle bien a los catalanes, entre otras perdonar todas las deudas que tuviera pendientes en la ciudad la Hacienda española hasta el 31 de diciembre de 1758. Ya se sabe que, si quieres caer bien, no hay nada como una buena quita.

El 18 de octubre a las dos de la tarde salió para Madrid.

Porque España es España, y siempre lo será, debemos anotar aquí el dato de que, durante el viaje de Barcelona a Madrid se produjeron numerosos robos en los enseres de la Corte (platos, cubiertos, etc.) Aquello era una caravana interminable, y no había manera humana de controlarla. Los robos, en todo caso, eran un problema, porque la mayoría de los enseres eran prestados. Y es que la Corte, literalmente, no tenía suficiente para atender a la numerosa prole que había llegado de Italia.

De Nápoles, en efecto, habían llegado un rey, una reina y seis infantes, que venían a ocupar una Corte que hasta su llegada había estado formada, básicamente, por un solo rey. Los servicios que heredó Carlos, por lo tanto, eran demasiado cortos para toda su familia. Por esa razón y porque, como ya hemos dicho, no había traído nada de Nápoles, durante todo ese viaje buena parte de los enseres y menajes que utilizó la real familia (y que los descuideros robaron a cascoporro) era prestado de los de los grandes de España que los acompañaban. Según informó el duque de Alba, mayordomo mayor de la Corte, durante el viaje se robaron o rompieron cosas por valor de 89.901 reales; es difícil hacer una correspondencia estricta con los euros de hoy en día, pero cabe adivinar que si Carlos hubiera venido en Falcon, probablemente la cosa habría sido menos onerosa. El rey ordenó que las pérdidas fuesen pagadas de su cuenta.

En Zaragoza tuvo que detenerse el viaje porque Carlitos, el heredero, se había puesto enfermo. Algo contagioso, desde luego, puesto que horas después sus cinco hermanos estaban también emponzoñados. Hubo de aplazarse la salida al 1 de diciembre, tiempo que Carlos entretuvo con su hobby preferido: la caza.

El paso de la comitiva, una vez en movimiento, era inevitable por Alcalá de Henares. De hecho, Alcalá era el sitio designado, como es normal, para que la real familia pasara su última noche antes de hacer la última etapa hasta Madrid. Aquello, la verdad, no salió bien. Ya en los momentos en los que se anunció el viaje de Carlos desde Nápoles, el Ayuntamiento de Madrid había caído en la cuenta de que el palacio designado para que los reyes pasaran la noche estaba más o menos en ruinas. Alcalá estaba en la jurisdicción del arzobispado de Toledo, y al titular de la diócesis se le hizo saber que tenía que hacer algo. Algo se hizo (entre otras cosas, se empedró a pelo puta la calle Mayor, que era un albañal). Pero lo cierto es que, cuando los reyes llegaron al palacio arzobispal, más pasaron allí horas de okupas que de residentes. Estaba tan abandonado el edificio que ni siquiera tenía muebles; los criados dejaban las velas en el suelo. El rey ordenó que se sacase un colchón de su cama y se colocase en el suelo para que durmiesen algunos de sus hijos. Otros lo hicieron en colchones donados por nobles. Dos de los infantes, en todo caso, durmieron aquella noche en sillas.

Llegaron, finalmente, los reyes a Madrid el 9 de noviembre, a primera hora de la tarde, en medio de una lluvia bastante persistente. Se quería que hubieran entrado de incógnito; pero Radio Macuto había hecho ya su trabajo, y la gente estaba atenta.

“Muchos están ya profundamente persuadidos de que es necesario cambiar las cosas”. Estas palabras fueron escritas en una carta, ya en Barcelona, por María Amalia de Sajonia, mujer del rey Carlos y para entonces ya reina de España. Esto nos da la medida de hasta qué punto ya el primer contacto del rey con la España real fue decepcionante. Sucintamente el rey, en cuanto tomó contacto con como funcionaban las cosas, se dio cuenta de que, mayormente, no funcionaban. Y bueno, ejem, si tengo algún lector italiano ya me perdonará por el comentario; pero, sinceramente, que alguien llegado de Nápoles llegase a la conclusión de que en España se hacían las cosas peor que allí, la verdad, lo dice todo de España.

Ante este estado de cosas, el rey Carlos se planteó realizar reformas que hiciesen funcionar, sobre todo, la economía del país. Tratándose de España y del siglo XVIII, por otra parte, la regeneración económica era, fundamentalmente, la regeneración de la agricultura. A través de la Contaduría General de Propios y Arbitrios, un departamento dependiente del Consejo de Castilla, se inició en 1760 la vía reformista mediante el control de las Haciendas municipales. Se produce, por lo tanto, el primer intento serio de superar en España la estructura estatal de raíces medievales basada en la autonomía municipal. La Corona, de hecho, nombró un procurador síndico en cada señorío del reino, buscando con ello que el funcionamiento fiscal y, diríamos hoy, de política económica, fuese razonablemente homogéneo.

En 1766, el funcionamiento deficiente de la agricultura y de los mercados de distribución provocó una carestía del pan, entonces el alimento fundamental de las personas, sobre todo de origen humilde, lo que generó una serie de disturbios y sirvió de impulso político, por así decirlo, para nuevas reformas. El intento, cuando menos, fue muy parecido a lo que un siglo después comenzaría a conocerse como reforma agraria. Empezando por Extremadura y siguiendo por Andalucía y La Mancha, los ayuntamientos fueron obligados a dividir los baldíos y las tierras concejiles, y entregarlos a sus habitantes. Luego la orden fue extendida a todo el país.

La revolución agraria de Carlos III fue, sin embargo, un ejemplo más de un principio que, en todo el mundo en general y en España, desde luego, en particular, los políticos y quienes creen en ellos se obstinan en no aprender: no basta con diseñar una norma; hay, también, que poner los medios para que se cumpla. En muchos ayuntamientos rurales de España, ahora los jornaleros más pobres tenían tierras; pero, ¿dónde hallarían los aperos y las semillas para plantar, si no tenían un mango? Aquella repartición carlina, como buena parte de la desamortización del siglo siguiente, acabó siendo pasto de los repartos entre amigos, del arbitrismo de los que ya tenían; y acabó, al fin y a la postre, beneficiando a quienes ya se estaban beneficiando de la situación que se quería cambiar. Carlos, rey con ideas claras pero poca inteligencia estratégica, había, podríamos decir en lenguaje actual, caído en el populismo: le inyectó a sus secretarios la exigencia de aprobar un decreto tras otro, cada uno describiendo una medida más revolucionaria que la anterior, confiando en que España sería capaz, por su real albedrío testicular, de hacer en dos décadas lo que no había hecho en cuatrocientos años. Y no fue tal, claro, porque los gobernantes sólo manejan la mitad de la realidad, y ni siquiera saben qué mitad.

Sí hay que reconocer, en todo caso, que en un tema Carlos III le dejó una herencia importante a España en materia administrativa. De natural ceñudo y serio, Carlos de Borbón era una persona amante del orden hasta un límite enfermizo. Enemigo de las novedades y las sorpresas, todo en su vida era predecible, y todo lo quería así. Consecuencia de esta forma de ser fue su amor y pasión por los procedimientos, pasión que le llevó a poner orden en una incipiente administración pública española, una tendencia que nos hizo mucho bien y que nos ayudó a funcionar correctamente. Así, medida suya es la división estricta entre corregidores e intendentes, que parece una tontería pero fue importantísima porque, antes de llevarse a cabo, en la administración local las competencias de justicia y de administración a menudo estaban confundidas en la misma persona. Asimismo, también dio pasos muy importantes a la hora de racionalizar la Hacienda, sobre todo acabando, el 4 de julio de 1770, con las rentas provinciales y creando una contribución nacional. Importante fue también su reforma de la Justicia, que se basó en el principio fundamental de que quien tiene que juzgar es el tribunal ordinario civil. En la práctica, esto suponía recortar notablemente el papel de la Iglesia en el día a día de los españoles.

De las citadas cartas de María Amalia y otros muchos testimonios es fácil deducir que una de las cosas que, por así decir, aquel rey español pero italiano en el fondo peor llevaba de la situación del país que había venido a reinar, era el cachondeo. Carlos, ya lo hemos dicho, no era persona de grandes expansiones; no lo era ni siquiera casado, pero viudo ya se convirtió en un auténtico sieso. Persona, pues, poco dada a las diversiones propias de su época (y de cualquiera) y, además, obsesionado con ordenar un país que veía como desordenado y caótico, es natural que actuase contra los que consideraba los principales vicios resultantes de aquella situación.

Así las cosas, su primera víctima fue el juego. En este punto he de decir que no se aprecia en el sentir del rey sino su forma de pensar totalmente entregada a la lógica. Carlos, simplemente, no podía entender, como habemos otros que no lo entendemos, que una autoridad que, por definición, tiene capacidad de mandar y decretar, pueda decir, al mismo tiempo, que algo es malo y que lo permite. En su mente, lo normal que había que hacer con los hechos negativos, y nadie o casi nadie dudaba en España que el juego lo era, era combatirlos, no permitirlos para luego perseguirlos. Así pues, el rey prohibió el juego, estableciendo tan sólo algunas excepciones en el billar, las damas, el ajedrez y el chaquete, fundamentalmente.

Otro elemento al que le declaró la guerra el rey fue la vagancia. La personas sin oficio ni beneficio, decretó, deberían ser detenidas y recogidas para aplicarlas al servicio del ejército, o internarlas en asilos si eran ya demasiado provectas. Son muchos los indicios, no obstante, de que estas medidas, una vez más, cayeron en saco roto, pues el discurso oficial continúa durante años quejándose del desorden de los caminos españoles y de la gran extensión de la vagancia.

Probablemente, la norma de aquel rey más longeva sean sus Ordenanzas militares, que en algunas partes han sobrevivido a los tiempos de tal manera que muchos de los que tenemos edad para haber hecho el servicio militar recordamos párrafos de las mismas, pues estaban vigentes cuando la hicimos. De esas ordenanzas es la famosa frase que previene el reclutamiento de gitanos, murcianos y demás gente de mal vivir que tantas posibilidades ha dado a los nacidos en la comunidad de Murcia para sentirse malquistos; siendo lo cierto que no hay tal pues la raíz de ese murcianos no es la ciudad ni la provincia de Murcia, sino el verbo murciar, que algún día significó robar burros.

Entre todas estas cosas, pues, Carlos III se convierte en el típico rey de la época de la Ilustración, que todo lo quiere regular y hasta en el menor aspecto de la vida de sus súbditos quiere meter las narices que, como se aprecia en sus retratos, no eran pequeñas precisamente. Pero la naturaleza de las personas en su esencia, en esto acierta el anarquismo, es a permanecer libre de constricciones. El gobernante híperregulador se acaba encontrando con que su caballo rechaza la brida, le incomoda y, en un momento dado, puede hasta rebotarse y tirarlo al suelo.

Que es lo que acabó pasando.

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