ecuerda que ya te hemos contado los principios (bastante religiosos) de los primeros estados de la Unión, así como su primera fase de expansión. A continuación, te hemos contado los muchos errores cometidos por Inglaterra, que soliviantaron a los coloniales. También hemos explicado el follón del té y otras movidas que colocaron a las colonias en modo guerra.
Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra y, una vez terminada ésta, con los primeros casos de la nación confederal que, dado que fueron como el culo, terminaron en el diseño de una nueva Constitución. Luego hemos visto los tiempos de la presidencia de Washington, y después las de John Adams y Thomas Jefferson.
Luego ha llegado el momento de contaros la guerra de 1812 y su frágil solución. Luego nos hemos dado un paseo por los tiempos de Monroe, hasta que hemos entrado en la Jacksonian Democracy. Una vez allí, hemos analizado dicho mandato, y las complicadas relaciones de Jackson con su vicepresidente, para pasar a contaros la guerra del Second National Bank y el burbujón inmobiliario que provocó.
Luego hemos pasado, lógicamente, al pinchazo de la burbuja, imponente marrón que se tuvo que comer Martin van Buren quien, quizá por eso, debió dejar paso a Harrison, que se lo dejó a Tyler. Este tiempo se caracterizó por problemas con los británicos y el estallido de la cuestión de Texas. Luego llegó la presidencia de Polk y la lenta evolución hacia la guerra con México, y la guerra propiamente dicha, tras la cual rebrotó la esclavitud como gran problema nacional, por ejemplo en la compleja cuestión de California. Tras plantearse ese problema, los Estados Unidos comenzaron a globalizarse, poniendo las cosas cada vez más difíciles al Sur, y peor que se pusieron las cosas cuando el follón de la Kansas-Nebraska Act. A partir de aquí, ya hemos ido derechitos hacia la secesión, que llegó cuando llegó Lincoln. Lo cual nos ha llevado a explicar cómo se configuró cada bando ante la guerra.
Comenzando la guerra, hemos pasado de Bull Run a Antietam, para pasar después a la declaración de emancipación de Lincoln y sus consecuencias; y, ya después, al final de la guerra e, inmediatamente, el asesinato de Lincoln.
Aunque eso no era sino el principio del problema. La reconstrucción se demostró difícil, amén de preñada de enfrentamientos entre la Casa Blanca y el Congreso. A esto siguió el parto, nada fácil, de la décimo cuarta enmienda. Entrando ya en una fase más normalizada, hemos tenido noticia del muy corrupto mandato del presidente Grant. Que no podía terminar sino de forma escandalosa que el bochornoso escrutinio de la elección Tilden-Hayes.
Aprovechando que le mandato de Rutherford Hayes fue como aburridito, hemos empezado a decir cosas sobre el desarrollo económico de las nuevas tierras de los EEUU, con sus vacas, aceros y pozos de petróleo. Y, antes de irnos de vacaciones, nos hemos embarcado en algunas movidas, la principal de ellas la reforma de los ferrocarriles del presi Grover Cleveland. Ya de vuelta, hemos contado los turbulentos años del congreso de millonarios del presidente Harrison, y su política que le llevó a perder las elecciones a favor, otra vez, de Cleveland. Después nos hemos enfrentado al auge del populismo americano y, luego, ya nos hemos metido de lleno en el nacimiento del imperialismo y la guerra contra España, que marca el comienzo de la fase imperialista del país, incluyendo la política asiática y la construcción del canal de Panamá.
Tras ello nos hemos metido en una reflexión sobre hasta qué punto la presidencia de Roosevelt supuso la aplicación de ideas de corte reformador o progresista, evolución ésta que provocó sus más y sus menos en el bando republicano. Luego hemos pasado ya a la implicación estadounidense en la Gran Guerra, el final de ésta y la cruzada del presidente a favor de la Liga de las Naciones. Luego hemos pasado a la (primera) etapa antiinmigración hasta la llegada de Hoover, quien se las prometía muy felices pero se encontró con la Gran Depresión , que trajo a Roosevelt.
Todos los experimentos monetarios lanzados por la administración Roosevelt se basaron en una confianza en el mercado. Se partía de la base de que, si se producía una expansión monetaria, el mercado haría crecer los precios. Pero si una enseñanza dejó la Gran Depresión es que eso no es necesariamente cierto, lo cual dio alas a los teóricos que propugnaban que era necesaria una intervención estatal. La intervención estatal, sin embargo, también tiene sus toxicidades. En la búsqueda del correcto punto medio estuvimos ochenta y pico años hasta que una nueva crisis a lo bestia nos ha demostrado que no lo habíamos encontrado. Tal y como yo lo veo, si en 1929 lo que se pasó de frenada fue el mercado, en el 2008 fueron las intervenciones estatales. Pero, bueno, lo que estamos haciendo aquí es historiar a los Estados Unidos.
Ya
convencida la clase política americana de que era necesario algún
tipo de intervención, en junio de 1933 se planta uno de los grandes
pilares del New Deal: la National Industry Recovery Act o NIRA. Un
texto legal que fue saludado por el presidente como la ley más
importante jamás aprobada por el Congreso.
La
NIRA suele basar su fama en elementos intervencionistas que hacen las
delicias de los keynesianos. Sin embargo, suelen olvidar estos
propagandistas que no hace falta hacer sino una lectura diagonal del
texto para darse cuenta de que contiene medidas de rabioso
capitalismo. Entre otras cosas, la NIRA suspendió la legislación de
competencia y contra los monopolios. Las asociaciones empresariales
fueron autorizadas a cartelizar precios, cuotas de producción y
salarios, aunque el gobierno se reservaba la aprobación
final de estos códigos (de hecho, la gestión de estos acuerdos fue
puesta en manos de la National Recovery Administration que se creó y
a cuyo frente se colocó al general Hugh Johnson). Eso sí, la NIRA
se hizo histórica por reconocer a los trabajadores el derecho a la
negociación colectiva.
La
industria respondió adoptando casi 750 acuerdos o códigos. Sin
embargo, éstos crearon pronto la fricción entre los grandes
empresarios (que eran los que habían estado en la mesa de
negociación) y los pequeños y medianos, que consideraban que las
condiciones pactadas no les hacían justicia. Los trabajadores se
quejaron pronto de las muchas limitaciones que aquel esquema suponía
para la labor sindical.
Finalmente,
el Supremo le dio la puntilla a la ley. En mayo de 1935, en el caso
Schecter Poultry Corporation versus United States, la declaró
inconstitucional.
Así
las cosas, el gobierno se aplicó a intentar, cuando menos, salvar la
sección 7.a de la NIRA, esto es, la relativa a la negociación
colectiva.
La
sección 7.a establecía que ningún trabajador podía ser obligado a
estar en un sindicato para conseguir un puesto de trabajo, y añadía
que los trabajadores tenían derecho a organizarse para la
negociación colectiva, eligiendo los representantes que
voluntariamente quisieran. En la organización de todo aquello se
colocó a una National Labor Board, presidida por el senador
neoyorkino Robert F. Wagner.
En
el tiempo anterior a que el Supremo se cargase la NIRA, la afiliación
sindical estadounidense había crecido en un millón de trabajadores
hasta 3,7 millones. Así las cosas, tras la decisión del Supremo
había que hacer algo. El Congreso aprobó la National Labor
Relations Act (julio de 1935). Esta ley estableció una serie de
prácticas laborales prohibidas y creó la National Labor Relations
Board, que fue dotada con mayores poderes de arbitraje y presión.
Asimismo, se decidió por un sistema que, desde entonces, no ha
dejado a su manera de dar problemas, aunque también ha resuelto
otros muchos: la designación de los representantes laborales
mayoritarios en un centro de trabajo como
representantes de todos los trabajadores en la negociación..
La
National Association of Manufacturers y otras patronales le pusieron
la proa a la ley por considerarla que era discriminatoria. Aunque el
gobierno contestó estos argumentos, en lo esencial no lo hizo,
porque, la verdad, eran ciertos. Lo que buscaba Roosevelt era
fortalecer a los trabajadores y su representatividad, y lo consiguió:
en 1941, los afiliados eran 10,5 millones. Que luego el sistema se
pasase de frenada y crease blenorragias como Jimmy Hoffa, eso no era
algo que preocupase a los políticos de los años treinta.
Dentro
de los sindicatos, además, las cosas también tenían sus
complicaciones. En el interior de casi todos los grandes se produjo
un grave enfrentamiento entre oficios viejos y nuevos. En buena
parte, el crecimiento de afiliación de los sindicatos americanos
vino de industrias nuevas, como la automoción, que aportó afiliados
a cascoporro. Sin embargo, los representantes de los viejos oficios
de toda la vida querían seguir siendo los jefes del momio; aunque al
mismo tiempo, como modernos perros del hortelano, se negaban a que
los trabajadores de las nuevas industrias organizasen sus propios
sindicatos, porque a nadie le amarga una cuota.
En
octubre de 1935, la AFL celebró su convención nacional, y ahí se
montó la tangana. Vistos los problemas, un mes después John Lewis,
dirigente de la United Mine Workers, organizó una reunión con otros
siete líderes sindicales, con los que fundó la CIO (Committee for
Industrial Organisation). Sobre el papel, el CIO se creaba para
asesorar a la AFL sobre negociación colectiva en sectores de
producción masiva y de nuevo cuño, pero ni modo: era un sindicato
dentro del sindicato, con fuertes tendencias a serlo fuera.
En
enero de 1936, el Comité Ejecutivo de la AFL ordenó al CIO que se
disolviese. Como se negasen, en agosto de aquel año fueron
suspendidos, y expulsados ya en marzo de 1937. Pero el CIO siguió
adelante y, en 1938, había ganado sonoros conflictos laborales, como
en la General Motors. Ambas organizaciones, la AFL y el CIO, se
acabaron fusionando en 1955; pero costó mucho tiempo coser ese roto.
¿Y
el campo? En el campo, el secretario Wallace tenía un problema aun
peor que el de la industria pues, como demuestran muchas fotos de
aquella época que hoy se pueden ver, las condiciones de vida de los
agricultores y de sus familias eran, en ocasiones, incluso peor que
decimonónicas. La administración Roosevelt sabía que, en las
condiciones de la economía mundial, los mercados exteriores para los
productos americanos tardarían en aparecer. Así las cosas, la única
solución era recortar la producción hasta los niveles de demanda
internos.
En
una política que se ha aplicado luego muchas veces en Europa a
través de la Unión Europea, el gobierno comenzó a subsidiar el
abandono de tierras de cultivo. Este New Deal agrícola se formuló
en la Agricultural Adjustment Act de mayo de 1933. Se creó una
Agricultural Adjustment Administrsation o AAA. Sin embargo, dada la
fecha de aprobación de la ley, obviamente la cosecha de primavera de
aquel año de 1933 ya estaba en los campos. Así pues, la
administración hubo de aplicar aquel año un programa de
subvenciones para los agricultores para que, literalmente, dejasen de
cosechar lo que habían plantado. Piénsese que en las ciudades de
los EEUU había gente literalmente muriendo de hambre: la medida no
la comprendió nadie. Para colmo en enero de 1936, en el caso Hossac
Mills, el Supremo declaró la ley inconstitucional.
En
una demostración de que, digan lo que digan algunos, la economía no
es algo que se pueda dirigir con los deseos de “la gente”, la
Agricultural Adjustment Act, cuando menos antes de que el Supremo se
la cargase, hizo su trabajo como ninguna otra regulación agraria
antes que ella. En 1932, la renta agraria agregada era de 1.800
millones de dólares. En 1936 era de 5.000 millones.
Después
de Hossac Mills, el Congreso aprobó la Soil Conservation and
Domestic Allotment Act, que básicamente continuó con la eliminación
de cultivos, aunque con otro entorno jurídico. En 1938, ante una
nueva caída de precios, tuvo aun que aprobar una nueva ley
suplementaria.
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