Lo que
Richelieu no pudo evitar en la pacificación de las cosas en la
familia real francesa, pacificación que se obró en beneficio del
rey, fue que el favorito y valido de éste, es decir Luynes, lo reclamase como una victoria propia. Luynes, en efecto,
entendió la nueva Francia debía, antes que a nadie, beneficiarle a
él y a los suyos; razón por la cual, durante los meses que
siguieron al tratado de Angulema, sobre los Luynes comenzó a llover
una auténtica cascada de distinciones, títulos y prebendas; una
cascada de tal calibre que, para encontrar algo parecido en España,
deberíamos referirnos a la figura de Manuel Godoy.
El gesto
de exigir para sí el título de condestable, que ya había
pretendido y obtenido el odiado Concini, fue la gota que colmó el
vaso de la nobleza francesa de sangre o, si se prefiere, el regreso
de la nación a los tiempos previos a los acuerdos. Una vez más,
pues, las casas nobles levantan las espadas contra la Corte; y una
vez más María de Medicis les servirá de coronada disculpa. Tras un
enfrentamiento armado en Ponts de Cé, del que los libros de Historia
franceses dicen poco porque fue poco menos que una charlotada, de
nuevo Richelieu fue convocado por las partes para construir una paz.
Sin embargo, esta vez la cosa era bastante más seria. De tanto
prender conspirados y regalistas la mecha religiosa, ésta había
terminado por cebar en el sudoeste del país, por lo que costó un
huevo calmar las aguas de nuevo.
El
tratado de Angers repitió básicamente los términos del de
Angulema, ya que, como hemos visto, en realidad fue en estas
negociaciones en las que regalistas y nobles habían alcanzado una
entente, rota, tan sólo, por la ambición de Luynes. La conclusión
de esta paz puso de nuevo sobre la mesa la justicia de la recompensa
para Richelieu en forma de capelo cardenalicio; distinción para la
cual el rey envió a un negociador a Roma. Este negociador, sin
embargo, viajó con codicilos secretos en los que el Louvre lo
instruía para dejar claro ante el Vaticano que, en realidad, el rey
de Francia no tenía ninguna prisa por ver a Richelieu, hombre de
quien al fin y al cabo no se fiaba (en puridad, nunca terminó de
fiarse del todo), elevado a la condición cardenalicia en la que
sería mucho más intocable.
Mientras
tanto, el obispo de Luçon, consciente de que su principal problema
(y el de Francia) era Luynes, resolvió llevar a cabo ese famoso
refrán indio que te aconseja sentarte a la puerta de tu casa hasta
que veas pasar el cadáver de tu enemigo. Si algo tenía claro
Richelieu, que lo conocía bien, es que Luynes no tenía talla para
enfrentarse con la dificilísima situación de Francia, enmerdada en
crecientes tensiones religiosas y en gravísimos conflictos
internacionales como el de la Valtelina. Pensaba que sólo era
cuestión de tiempo que las fuertes limitaciones del favorito se
hiciesen ver. Y no se equivocó.
En
efecto, las limitaciones de Luynes como gobernante pronto hicieron
crecer en el Louvre un movimiento de oposición contra él, que fue
rápidamente capitalizado por la reina madre, con Richelieu de
mamporrero mayor, asistido, asimismo, por el padre José.
El 15 de
diciembre de 1621, esta nueva crisis que sólo era cuestión de
tiempo acabase degenerando de nuevo en una guerra civil, se resolvió
de la única forma posible. En el curso de una campaña bélica
contra las bandas protestantes del Midi soliviantadas contra París,
Luynes fallecía inesperadamente. Aquello fue una noticia excelente
para mucha gente; pero para nadie más que para Richelieu. El obispo salió ganando con el desamparo en que
quedaba el rey, y por eso, a la primera vacante posible, 5 de septiembre de
1622, fue finalmente ordenado cardenal. Apenas tenía 37 años.
En
realidad, no es oro todo lo que reluce. Luis XIII se dio cuenta de
que tenía que contar con el obispo, pronto cardenal, para su
gobierno. Pero se obstinaba en no creer en él, pues no podía
olvidar los muchos años de servicio que había rendido a su
principal enemiga, esto es la reina madre. Solía decir: «Richelieu
bien podría formar parte de mi consejo privado, pero no soy capaz de
olvidar las cosas que me ha hecho».
El rey,
muerto Luynes, prueba; y no con Richelieu. Trata de gobernar con los
viejos ministros de su madre y, por lo tanto, llama a su lado a los
Condé, Brûlart, Sillery o La Vieuville; citar estos nombres, para
que nos hagamos una idea, viene a equivaler que José María Aznar, o
Mariano Rajoy, hubiesen decidido un día formar un gobierno con los
viejos ministros de la UCD. Sin embargo, los gravísimos asuntos que
se le plantean a Francia en el tablero europeo hacen que, finalmente,
el rey se dé cuenta de que tiene que dar paso a otra generación. El
29 de abril de 1624, eso sí arrastrando los pies, el rey invita a
Richelieu a formar parte de su Consejo, si bien acompaña el
nombramiento de un rosario de limitaciones y regulaciones. Sin
embargo, el tiempo y los hechos juegan a favor del sacerdote; él es,
y el rey lo sabe, el único político de peso que hay en ese Consejo.
Y, así, cuando el 13 de agosto La Vieuville sea arrestado y enviado
al castillo de Amboise, se producirá eso que ahora llamamos una
crisis de gobierno, en la que la superintendencia de Finanzas de que
se responsabilizada el arrestado desaparecerá, y Richelieu será
nombrado jefe del Consejo. En nuestro lenguaje: primer ministro.
Luis
XIII, sin embargo, se equivoca, en buena medida, al juzgar a
Richelieu. Tal vez porque sabe lo que el cardenal ha hecho durante
los años en que militaba en la oposición; pero tiende a olvidar lo
que ha aprendido. Richelieu, en efecto, ha aprendido muchas cosas
durante el largo camino hacia el poder. Algunas las ha aprendido él
solito, y otras le han entrado en la cabeza convenientemente
introducidas por el padre José, persona fundamental para entender la
historia del obispo de Luçon.
Lo
fundamental que ha aprendido Richelieu armando y desarmando
coaliciones es que eso tiene que acabar. Lo cual equivale a afirmar
que Francia, en el momento en que llega a la máxima magistratura
política, no es un país moderno. La Francia de Richelieu (no la que
deja Richelieu: ahí reside su legado histórico) es una nación
fuertemente desestructurada en la que las noblezas locales y
religiosas cumplen un papel protagonista en el poder, mitigando o
erosionado el poder central de la monarquía. La actual Francia es
una realidad política que engloba una multiplicidad de identidades
tanto o más intensas que las españolas. Nosotros tenemos catalanes
y vascos y tal; pero no hay que olvidar que los normandos franceses
también tienen una identidad propia; que los chouans de la
Vendée sienten tan propios sus colores que no les dolieron prendas
de ponerse de canto respecto de la Revolución Francesa (y sufrir por
ello el consiguiente genocidio); que francos y borgoñones se
sintieron miembros de distintas naciones durante muchos siglos; por
no olvidar a los corsos, que cito en último lugar porque me interesa
mucho destacar la idea de que quien piense que las tendencias
centrífugas en Francia tienen que ver con Córcega, se equivocará
de medio a medio: ésa no es sino una parte, no muy importante, de la
movida.
Esa
Francia que no es Francia tal y como la entendemos nosotros, además,
tiene un problema que hace su caso, a principios del siglo XVII,
mucho más preocupante que el caso español: el elemento religioso.
España, para bien o para mal, tiene pocas cosas que decir de la
religión como elemento disgregador en su Historia, porque nuestra
nación, puesto que tuvo que expulsar al moro de su cuarto de baño,
recibió como herencia de ese proceso, que no por casualidad llamamos
Reconquista, una posición rocosa, primigenia e incuestionable a
favor de la Iglesia católica apostólica y romana. España, lo decía
Cánovas y no le faltaba razón, es católica en su tuétano; pero
Francia, ay, ya es otro cantar.
El
famosérrimo Edicto de Nantes, que para las personas que aúnan
dentro de su cráneo la defensa de la libertad de conciencia y la
indigencia intelectual histórica es el no va más del buen rollito
religioso, no fue un paso de libertad; fue un apañete, un zurcido;
y, como todos los zurcidos, estaba condenado a no solucionar la
cuestión que pretendía zanjar per saecula saeculorum. El
Edicto de Nantes es el acuerdo que hace algunas semanas han alcanzado
las instituciones europeas y el FMI con Grecia: básicamente, un
papelito que se firma para aplazar las hostias. Francia entera sabía
esto, como lo sabía Richelieu. En los tiempos del cardenal, además,
esa bomba cebada que era la cuestión hugonote venía a agravarse por
el hecho de que los protestantes, crecientemente, ofrecían su mano a
todo aquel condottiero que se plantease volver grupas hacia
París con la espada en ristre.
Richelieu,
a muchas millas náuticas del hispano conde-duque de Olivares como
estadista, es el primer hombre de Francia que se da cuenta de que la
nación tiene, en esa situación, dos salidas: o tragar con la
diversidad y la multiplicidad de puntos de vista, y convertirse con
ello en un territorio potente, sí, pero no líder; o jugar la baza
unificadora, aplastando a todos aquéllos que no traguen con una
monarquía fuerte, centralizada y mandona. Esto es, lo que Francia
ha tenido desde entonces; lo que pasa es que a veces lo ha llamado
rey, a veces Asamblea Nacional y, finalmente (cuando menos por el
momento), República con diferentes ordinales.
Yo no
termino de entender por qué, cada vez que alguien hace una
referencia a las francas ideologías centralizadoras del Estado, cosa
que en España pasa mucho, utiliza la palabra jacobino. En mi
opinión, el centralismo francés es, como poco, tan duplessiniano
o richelieyano como pueda serlo jacobino. Es más: es que
tengo por mí que el jacobinismo no habría llegado tan lejos como
llegó si en lugar de encontrarse la monarquía de Luis XVI,
richelieyana hasta las trancas, se hubiese encontrado,
digamos, la España (no digamos ya la Alemania, o la Italia) de
aquellas fechas.
Richelieu
es el hombre que, de pie frente a su mesa de trabajo, sufriendo
aquellos accesos de fiebre y dolor debidos tal vez a una fístula o
un tumor anal que le impedían sentarse durante largos períodos, dio
en pensar que la clave estaba en la monarquía. En construir una
Francia que fuese comandada, administrada y regulada por un solo
poder. Que no habrían de quedar normandos, ni ciudadanos del
Mediodía, ni súbditos del Delfinado, ni borgoñones, ni hostias:
sólo franceses. Un solo ejército, un solo sistema impositivo; una
sola política exterior. Una sola religión. Todo eso, bajo el mando
de un tipo bastante pusilánime y meapilas, no, desde luego, el
modelo maquiavélico de príncipe. Lo cual le otorga más mérito a
la labor.
Ahora ya
es primer ministro. Podrá intentarlo, como probablemente lo
intentaron otros. Él, sin embargo, lo conseguirá.
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