Hace ya algunos meses, el 18 de abril de este año, se produjo el centenario de un suceso que, sin ser el peor en su especie, sí que ha quedado hondamente grabado en la mitología catastrófica humana: el terremoto de San Francisco. Se trató de un sismo de 7,8 grados en la escala de Richter que se ensañó con la que ya entonces era una de las ciudades más prósperas de Estados Unidos, ergo del mundo entero. A las 5 horas 12 minutos de la madrugada de aquel día, los habitantes de la ciudad, en su mayoría, dormían plácidamente en sus camas, pero la Historia les sacó de ellas violentamente; y a unos 3.000 de ellos les segó la vida.
Sin embargo, formular así los hechos es un poco desenfocado. Las grandes catástrofes naturales no matan y generan pobreza sólo por sí mismas; en realidad, lo más dañino de ellas suele ser la reacción en cadena que provocan y su capacidad de hacer que lo que funciona bien lo haga mal. Esto pasó también recientemente con el Katrina, pues no fue tanto el huracán el que inundó a un estado, sino la rotura de diques que provocó. En la misma medida, el gran problema del terremoto de San Francisco no fue el movimiento de tierras, sino los incendios.
A principios del siglo XX, no eran pocos los expertos que en Estados Unidos sostenían que San Francisco era una yesca y que corría serio peligro de ser pasto de un incendio pavoroso. Sólo dos años antes del terremoto, un incendio ocurrido en la ciudad de Baltimore se había llevado por delante más de 1.500 edificios. Esto demuestra que ni siquiera en Estados Unidos, líder del mundo, estaba solucionado el problema de los incendios. Pocas décadas antes, en Barcelona, un orgulloso parque de bomberos privados mantenía su local abierto por temporadas para que el público pudiese admirar los cubos y las escaleras que poseía; poseer cubos y escaleras era visto como la leche merengada en materia de incendios. Sin embargo, los edificios eran iguales que ahora; en realidad, más inflamables aún. Éramos pulgas luchando contra un regimiento de artillería.
A este factor cabe añadir otro que, según no pocos expertos, está en el fondo de la virulencia que adquieren hoy en día muchas catástrofes naturales, tales como el huracán Andrew o no pocos desbordamientos de ríos, como el Missouri. Se trata del hecho de que el hombre lleva unos 150 años estableciéndose donde no debe. Hasta más o menos la mitad del siglo XIX, las decisiones de implantación de casas, villas y ciudades ha sido básicamente racional. El hombre, por así decirlo, tenía a su disposición toda la Tierra, motivo por el cual escogía las zonas más cálidas o las más húmedas, los puertos naturales más resguardados y los mejores cauces de los ríos. Paulatinamente, sin embargo, hemos aprendido a ganarle a la Naturaleza algunas manos. Hemos aprendido a ganarle terreno al mar (véase los pólderes de Holanda) o incluso a establecernos en él, como ocurre con algunas localizaciones japonesas, levantadas sobre islas artificiales. Los pesimistas sostienen que, aunque puedas ganarle una mano a la Naturaleza, ésta siempre gana la partida y acabará recuperando lo que es suyo. Sin necesidad de ser tan negativos, es lo cierto que ese tipo de actitudes, unido al crecimiento de la población y del bienestar económico, haya provocado establecimientos en lugares en los que nuestros antepasados no habrían levantado una casa ni hartos de vino; por ejemplo, cerca de cauces de ríos que tienen la mala costumbre de desbordarse cuando llueve demasiado.
En el mundo de hoy hay todo un debate sobre las catástrofes naturales. Hay quien dice que son absolutamente naturales; que lo que entendemos como una virulencia inusitada (Andrew, Katrina, etc.) lo entendemos así porque no tenemos, obviamente, series estadísticas que abarquen miles de años, que son los períodos que se deben manejar para estas cosas. Hay quien defiende que todo esto lo provoca el cambio climático. Y hay quien recuerda el factor que acabo de describir, es decir que parte de la virulencia está provocada por el hombre y su escasa sensibilidad catastrófica.
Algo de esto último hay. En San Francisco y a principios de siglo, había gentes que no estaban muy tranquilas con el hecho de que una de las zonas urbanísticas que entonces se estuviese impulsando fuese el área ganada al mar cerca de la bahía de Yerba Buena. Y el terremoto les dio la razón.
Explicando los terremotos en cristiano converso (o sea, con las palabras de un no científico al que le gusta leer de estas cosas), digamos que vivimos sentados sobre una serie de placas que se mueven. Se mueven muy despacio, menos de 5 centímetros al año, pero se mueven. Como las placas son distintas y se mueven, se rozan; o sea, no van tan deprisa como para chocar, pero sí se rozan. Los puntos de encuentro se producen en las fallas y, además, hay que tener en cuenta que los, por así decirlo, bordes de la placas no son, obviamente, lisos. Estos perfiles rugosos hacen que, a veces, el movimiento se bloquee (como ocurre siempre que frotamos una superficie rugosa contra otra). Con el tiempo (años, siglos) se acumula ahí una tensión que se libera cuando se produce una fractura en la roca. Y la tierra tiembla. En 1906, la fractura se produjo en un espacio de unos 430 kilómetros de la falla de San Andrés, con un desplazamiento máximo de 6 metros 40 centímetros. Sé también que el terremoto de San Francisco le sirvió a un científico, Harry F. Reid, para formular una teoría sobre la formación de terremotos que se conoce como teoría de ruptura de Reid; pero no sé más y, además, si supiera más, la verdad, no sé si me atrevería a explicároslo.
La gran tragedia del terremoto fue la ruptura masiva de las conducciones de gas. Casi inmediatamente, se produjeron nada menos que 52 focos de incendio distintos en el área. Además, la ruptura simultánea de los conductos de agua dejó a los bomberos, si llegaban, sin materia con la que apagar el fuego (las tuberías se rompieron por 23.000 sitios distintos). A eso de las ocho de la mañana, el fuego había avanzado tanto que los 52 focos iniciales se habían convertido en tres grandes incendios que devastaban la ciudad al oeste, al norte y al sur. San Francisco ardió durante tres días enteros y perdió uno de cada cinco de sus edificios, unos 28.000. Las pérdidas pueden calcularse en unos 550 millones de euros, de la época. El daño producido a la economía estadounidense fue casi el doble que el generado por Katrina.
Todo lo que falló hace unos meses con Katrina funcionó en el caso de San Francisco. También es cierto que eran otros tiempos, porque la principal medida dictada por el alcalde, Eugene Schmitz, para garantizar el orden social, sería hoy impensable: autorizó a la policía a disparar a los saqueadores sin previo aviso. Sin embargo, hay que decir que los primeros trenes de socorro llegaron a San Francisco apenas unas horas después de ocurrido el siniestro y que centenares de miles de personas fueron evacuadas en menos de una semana.
¿Volverá a ocurrir? Hay estudios que sostienen que la probabilidad de un nuevo terremoto de San Francisco son, en el primer tercio de este siglo, superiores al 50% (en torno al 60%). No se espera en la falla de San Andrés porque los geólogos están bastante más preocupados por otra falla, la de Hayward. Lo que sí ha avanzado es la prevención contra incendios y, muy especialmente, el abastecimiento de agua.
Podríamos decir: jugamos con más cartas marcadas en la baraja. Pero, a pesar de todo, seguimos básicamente como hace cien años: jugando una partida con la Naturaleza. Tratamos de descubrir cuál es su jugada, pero ella, como ocurre siempre con los buenos jugadores, jamás abandona su cara de póquer.
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