miércoles, junio 05, 2024

La primera Inglaterra (9): Con la Iglesia hemos topado

El nacimiento de una identidad
Mi señor Bretwalda, por ahí vienen los paganos
El tema vikingo se pone serio
Alfred, el rey inglés
Vikingos a la defensiva
Un rey contestado
El rey de la superación
Una sociedad más estructurada de lo que parece
Con la Iglesia hemos topado
La apoteosis de Edward y Aethelflaed
El fin de los vascos de Northumbria
Tres cuartos de siglo sistémicos
Aethelshit
Las tristes consecuencias de que un gobernante gobierne “sea como sea”
El regreso de la línea dinástica 



La Iglesia, oh casualidad, se hizo rápidamente rica. Su business model era sencillo, en Inglaterra como en cualquier otro sitio. Una vez establecido el principio general de la prevalencia del poder espiritual sobre el del siglo, resultaba fácil afirmar, con el apoyo de reyes y barones, el principio de que la Iglesia tenía derecho a cobrar impuestos. Hablamos del famoso diezmo, o del tither como lo llaman los ingleses. Sin embargo, en realidad la Iglesia no se financiaba con el diezmo; el diezmo estaba ahí para poder hacer política, sobre todo mediante el gesto de renunciar a él, o de exigirlo, de incrementarlo o de bajarlo. Para poder disponer de esa política fiscal, la Iglesia necesitaba tener otra fuente estable de ingresos; y es por ello que se convirtió en terrateniente.

Los reyes establecieron la extraña costumbre de cederle a la Iglesia grandes proporciones de terreno. En realidad, no tan extraña; si lo piensas, totalmente lógica. De la Edad Media se dicen muchas tonterías; pero una cosa que se dice de ella y que es totalmente verdad es que no tenía clase media. Las sociedades medievales carecían de una clase social libre y capacitada de ser un actor económico de primer nivel. La nobleza, por otra parte, no podía jugar ese papel, puesto que su desarrollo no se regía por los principios de competencia y mérito por los que se prospera en la clase media. Los reyes, sin embargo, necesitaban financiadores. A veces daban; pero, las más de las veces, pedían.

Ya os he escrito muchas veces que yo cuando menos estoy convencido de que Constantino nunca fue cristiano; no es que fuese pagano, es que quizás ni siquiera se hizo las preguntas necesarias para terminar concluyendo si uno es o no cristiano. A Constantino lo único que le interesó de la Iglesia de su tiempo fue que era la única institución social capaz de poner encima de su mesa veinte millones de euros, por decir una cifra, para poder levantar con urgencia una tropa. Este status quo fue exactamente el mismo en la Edad Media. Se produjo, pues, un fenómeno curioso de retroalimentación, en el cual los reyes, siempre que podían, enriquecían a su prestamista; mientras su prestamista colaboraba entusiasmado disfrazando aquel gesto de buenas intenciones, pues reyes y mujeres de reyes fundaban monasterios, formalmente, para salvar su alma; sin pararse a explicar por qué en la ecuación de su Salvación era necesario incorporar el elemento de que dicho monasterio, además de albergar monjas rezando todo el día, tenía que poseer las tierras en su derredor hasta donde alcanzare la vista. Nos encontramos, pues, ante los hechos eclesiales average de la época, que seguirían siendo así para siempre pues, más o menos mutados, son los mismos que inspiran la acción vaticana hoy en día: hacer negocios decorados con la purpurina evangélica.

Inglaterra se pobló de grandes posesiones rústicas en cuyo centro estaba la iglesia de turno, que comenzó a ser denominada mayoritariamente minster, que no es sino la palabra del inglés antiguo con que se tradujo el concepto latino monasterium, es decir, la colectividad de personas viviendo juntas con el factor cohesionador de sus creencias. La extensión de la presencia eclesial, también en la Inglaterra Vaciada, fue tan exitosa que, en realidad, los obispos sajones de principios del siglo IX inventaron esa cosa de la que tanto se habla ahora de la ciudad de los quince minutos, pues se puede decir que todos los habitantes de los reinos sajones vivían a una distancia razonable andando de su minster de referencia.

Iglesia y nobleza siempre se llevaron malamente. Esto es así en todas partes donde hubo Edad Media en Europa. La cosa es que, por mucho que queramos creer en las motivaciones éticas o religiosas de la institución cristiana, puesto que ambos brazos de la sociedad tenían su porción de business model, la suya no dejaba de ser la relación entre dos bandas mafiosas que más o menos operan en el mismo territorio: trabajar cada día para evitar la guerra, pero sin poder evitar que aquí y allá se puedan presentar motivos para el enfrentamiento. En esta pelea, de todas formas, hay que decir que la Iglesia siempre contó con ventaja. Su ventaja fue que, una vez universalizada su presencia geográfica en la isla, comenzó su larga ristra de sínodos y reuniones en las que fue creando su estructura estrictamente piramidal, estructura que con toda justicia se ha denominado teocracia. Esto le dio a la Iglesia la ventaja fundamental de su unidad de criterio: decía lo mismo, defendía lo mismo, en York que en Bristol. La nobleza nunca pudo competir con eso. Habría tenido que inventar el Sindicato del Crimen para ello.

En el periodo histórico de la Inglaterra que relatamos en estas notas se hizo costumbre ya definitiva que cada nuevo rey fuese consagrado a Dios y de alguna manera ungido por él. Como digo, aquella fue una relación que nunca estuvo exenta de problemas, porque estaba muy lejos de ser lo que las crónicas y los púlpitos quieren que creas que fue, es decir, un viaje de virtud durante la vida que se disfrutaría después de ella. Lejos de eso, la relación entre reyes y obispos fue una relación de poder, un enfrentamiento larvado entre dos elites que, cuando menos en parte, eran elites extractivas, y apreciaban el poder extractivo del otro como una amenaza para el propio.

Con todo, sin embargo, el principal problema para la Iglesia inglesa se presentó cuando en la costa se presentaron unos tíos pelirrojos que hablaban de un tal Odín. No por casualidad la Anglo Saxon Chronicle habla de “las gentes paganas” cuando se refiere a los escandinavos. En el año 835, ya lo hemos citado, esta abigarrada tropa saqueó la isla de Sheppey, en la costa de Kent, y el rey Ecgberht tuvo que salir al campo personalmente para combatirlos, cosa que hizo en Somerset en el 836 y en Cornualles en el 838. La invasión del 835 se produjo exactamente treinta años antes de la gran invasión del 865; durante ese tiempo, sin embargo, no dejaron de llegar patotas de escandinavos, más o menos nutridas. Desembarcaron en Kent en el 841, 851, 853, 855 y en el 865, permitiéndose, en el 851, saquear Canterbury.

La ecuación es simple: los vikingos buscaban riquezas, y ¿quién era el más rico del mundo mundial en los sitios en los que se presentaron? La conclusión es lógica: si alguien habría de sufrir las consecuencias de las invasiones, ése alguien fue la Iglesia. Como además en la Iglesia casi siempre se cumple una norma no escrita, que es que sus miembros de puta base pueden llegar a ser auténticos creyentes totalmente preparados para el sacrificio, mientras que sus jefes suelen ser unos nenazas que, en cuanto se acaba la pitanza y llega el momento del martirio, se jiñan como cabrones, pues nos encontramos con que rápidamente comenzaron a faltar obispos que diesen la cara. En el último tercio del siglo IX, por ello, no había obispos en Leicester y Lindsey en Mercia, y lo mismo pasaba en Elmham y Dunwich, East Anglia. Al sur del Humber, la principal ventaja de la Iglesia, que era presentar un frente unido episcopal, se rompió. También hay que decir que muchas parroquias permanecieron incólumes; pero no porque sus obispos fuesen arrechos o se creyesen eso de que cumplían un plan de Dios, sino porque los vikingos tampoco tenían capacidad objetiva para portarse con la misma intensidad en toda la isla. East Anglia, que si miras el mapa es un poco como la parte de Inglaterra que está esperando a los vikingos a porta gayola, fue la que se llevó la peor parte.

Los vikingos, durante los años en los que tuvieron suficiente poder como para no pensar ellos mismos en convertirse al cristianismo como gesto básicamente político, le hicieron a los reyes sajones un favor, aunque en ese momento nadie lo viese así. Las invasiones escandinavas convirtieron en proyectos imposibles muchos proyectos monásticos, situados en medio de la campiña, muy lejos de cualquier sitio al que pudiera llegar una leva de tropas locales. Es muy probable que, además, los vikingos aprendiesen rápidamente eso, mapeasen zonas enteras de Mercia, de East Anglia, de Northumberland y de Wessex, apuntando que aquí o allá había centros religiosos ricos o relativamente ricos que parecían tener un cartel colgado del coro de la iglesia que dijese “Saquéame”. La consecuencia inmediata fue, como digo, que esos lugares se convirtieron en proyectos inviables. Los monasterios se abandonaron, y se abandonaron las tierras. Cuando el rey Alfred logró darle la vuelta a la situación y poner a los vikingos a la defensiva, y además organizó su red de pequeñas fortalezas que garantizaban seguridad incluso en emplazamientos aislados, esas tierras volvieron a ser de interés. Pero Alfred, por muy pío que fuese y por mucho que anduviese todo el día de misas y tonterías litúrgicas, estuvo, seguramente, muy lejos de devolver aquellas tierras a sus antiguos dueños. Con mucha, mucha exageración, podríamos hablar de una desamortización en pequeñito, proceso que consistió en que tierras que habían sido de la Iglesia terminaron en manos de seglares. Cada uno evoluciona de una manera, y los monasterios cristianos, al revés que otros como los monasterios budistas japoneses, no habían evolucionado hacia la figura del monasterio-fortaleza, en el que los propios monjes son soldados que se responsabilizan de su defensa. Esto hizo que la Iglesia, por una parte tan influyente por su capacidad económica, tuviese una dependencia respecto del poder real; dependencia que Alfred supo leer muy bien.

El 25 de octubre del año 899 murió el rey Alfred the Great. Para entonces, era ya rey de los anglosajones, y con tal título fue sucedido por su hijo Edward, conocido como Edward the Elder o Eduardo el Mayor. No parece que esta sucesión fuese smooth. Nada más producirse la muerte del rey, el aetheling o príncipe Aethelwold levantó una rebelión contra el hereu. Aethelwold era el primogénito del tío de Edward, o sea Aethelred I, quien, si recordáis pasadas notas, reinó entre el 865 y el 871.

Aethelwold tomó Wimborne en Dorset y Christchurch. Sin embargo, Edward quizás estaba esperando que algo pasase, porque el hecho es que se movió muy deprisa con su ejército y asedió a su primo en Wimborne. Aethelwold prometió resistir allí hasta morir, pero no lo cumplió; una noche, huyó disfrazado.

Huido con sus más fieles, Aethelwold tomó el tren para Northumbria, donde se encontró con los vikingos, que eran muy fuertes allí y que, según las crónicas, lo aceptaron como rey; algo que, probablemente, quiere decir que les prometió que, si le seguían, iban a poder robar y follarse a todo lo que se moviese.

En el otoño del 901, este ejército, en parte inglés, en parte danés, bajó en bateaux mouches por la costa oriental de Inglaterra y tomaron el control de Essex. Una vez que pisó tierra de nuevo, Aethelwold se aplicó a conseguir una especie de coalición vikinga bajo su mando; meses después, los siempre belicosos escandinavos de East Anglia le prometieron su apoyo. Edward, probablemente, lo dejó hacer. Sin embargo, en el año 902, Aethelwold tuvo un gesto que no se podía obviar: cruzar el Támesis. Eso ya era entrar en Wessex. Consecuentemente, Edward invadió East Anglia y Essex.

Las tropas eduardianas comenzaron una expedición de castigo en estas zonas. Sin embargo, y a pesar de las órdenes en el sentido contrario por parte del rey, una parte de su ejército, el de Kent, se desconectó del resto. El 13 de diciembre del 902, este ejército fue pasado por la piedra por Aethelwold en lo que se conoce como la batalla de Holme, que puede que se refiera a algún lugar cerca del actual Holme, Cambridgeshire, pero no se sabe. El ejército de Kent, sin embargo, pagó un último, gran tributo a su rey, pues fue masacrado en Holme; pero, al tiempo, en la batalla habría de fallecer Aethelwold, con lo que la pelea dinástica quedó automáticamente resuelta.

Es posible, aunque no está claro, que tras Holme el rey Edward, medio convenciese a los vikingos de que sin rey mejor dejasen de hacer el conas, medio les pagase directamente para que se quedasen tranquilos (más de lo segundo que de lo primero, desde luego). Sin embargo, eso sólo hizo que las cosas se tranquilizasen por un rato. En el año 909 retornaron las leches.

Esta vez, sin embargo, fueron los locales los que empezaron. Un ejército común de sajones occidentales y mercianos entró en Northumbria, saqueándolo todo, lo que provocó una reacción vikinga.

Los daneses llegaron tan abajo como las riberas del río Avon en Gloucestershire. Robaron hasta las últimas migajas. Pero cuando regresaban hacia el norte, se encontraron con el ejército sajón-merciano en Wednesfield, cerca de Tettenhall, el 5 de agosto del 910. Allí sufrieron una derrota que fue contemplada por los contemporáneos locales como decisiva, entre otras cosas porque varios de sus caudillos militares perecieron en la misma.

En el año 911 falleció el earldorman Aehtelred de Mercia. Aethelflaed, la mujer del fallecido, que era la hermana mayor del rey Edward, se convirtió en la gobernadora, por así decirlo, de la Mercia inglesa, mientras que Edward siguió mandando sobre las poblaciones de las que su padre se había convertido en protector directo, es decir Londres y Oxford. En la práctica, Aethelflaed y Edward establecieron una especie de alianza, destinada a generar una auténtica monarquía de los anglosajones, y hacerle la guerra a los vikingos para quitarles las tierras que dominaban. Muy particularmente, la unión estratégica entre los mercianos y los sajones tuvo la consecuencia de que cualquier tentativa vikinga de atacar Londres fue contrarrestada. No todo fue un camino de rosas, sin embargo. Antes de poder avanzar hacia el norte contra los vikingos, Edward tuvo que enfrentarse a una pequeña invasión escandinava que se produjo desde Bretaña en el 914. Estos vikingos entraron por Gales y tuvieron varios éxitos de partida. Pero se decretó una leva urgente en Herefordshire y Gloucestershire, y el ejército creado los paró en seco.

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