viernes, junio 17, 2022

La implosión de la URSS (20: El annus horribilis del presidente)

 No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado 

Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro


Georgia estaba yendo mucho más allá de lo que lo han hecho muchos territorios que han querido escindirse. Allí, además del proceso de independencia propiamente dicho, se vivía un creciente proceso de odio a lo no georgiano; de discriminación de rusos, ucranianos, abjazios o osetios.

Los osetios del sur vivían en una región, oblast en la terminología rusa, que tenía carácter autónomo. El 10 de noviembre de 1989, los osetios del sur habían impulsado una declaración por la cual querían ser elevados al estatus de república autónoma. Sin embargo, en el marco del proceso producido, sobre todo, tras el Congreso del PCUS, pasado el verano, el 20 de septiembre, el Soviet Supremo de la república autónoma de Osetia del Sur declaró su soberanía. El 25 de agosto lo había hecho Abjasia. Sin embargo, los abjazios tenían un planteamiento diferente a los georgianos; ellos querían seguir perteneciendo a la Unión Soviética y, por lo tanto, dicho día aprobaron una resolución por la que se desvinculaban totalmente de la evolución que acordasen los georgianos para sí mismos, conscientes de que querrían la independencia que ellos no deseaban. Aquello era, fundamentalmente, una reacción de los abjazios, temerosos de que una Georgia independiente simplemente cambiase el panrrusismo por un pangeorgianismo.

El PCUS, mientras tanto, hacía lo que podía para tranquilizar a los nacionalismos. Una resolución del flamante Comité Central recién salido del Congreso del verano de 1990 defendía “una política democrática basada en la unión voluntaria, la paz y la concordia entre los pueblos”. El Congreso, de hecho, había anunciado, entre otras variadas cosas, que el propio pacto de la Unión sería revisado y renovado. El 20 de julio, el Consejo Presidencial y el Consejo de la Federación adoptaron un proyecto de tratado; un texto que, en todo caso, fue sustituido aun por otro, de 24 de noviembre, que lanzaría lo que se conoció como el proceso de Nogo-Ogarevo.

El 11 de diciembre, el Comité Central dio su asenso al proyecto de noviembre, destinado a superar los problemas derivados de las declaraciones de soberanía; asimismo, realizó una llamada pública a los partidos de otras repúblicas, que incluso siendo comunistas, y como sabemos, se habían desligado ya de la disciplina del PCUS, para discutir sus sugerencias. Finalmente, para expresar de la manera más clara el compromiso del comunismo soviético con el proceso, la organización central del Komsomol, el otro gran pulmón del comunismo soviético junto con el Comité Central, publicó en diciembre en su medio, el Komsomolskaia Pravda, un texto que era un endorsment en toda regla de lo aprobado por el CC; si bien, realizando el matiz de que, para que la nueva Unión pudiese ser viable, no podría ser una unión meramente cosmética; de alguna manera, venían a decir los cuadros de la organización más puramente soviética (algo así como los Círculos José Antonio de la Falange franquista, pero en plan Círculos Vladimiro) que había elementos, y parecía claro que se referían al poder militar, que no podían ser repartidos en la almoneda de la soberanía de las repúblicas.

Gorvachev, finalmente, para expresar que aquel proyecto no sólo lo apoyaba el Partido sino también la sociedad, porque, claro, ya no tenía más remedio que admitir que una cosa y otra no son lo mismo, hizo que el Congreso de los Diputados del Pueblo votase una resolución en favor de una Unión federal renovada; además de otra que anunciaba que el tema se sometería a un referendo de los ciudadanos.

Efectivamente, el IV Congreso de los Diputados del Pueblo se reunió entre el 17 y el 20 de diciembre de 1990. A ese Congreso Gorvachev llegó, probablemente, en la mejor situación política, autopercibida por lo menos, desde la caída del Muro. El secretario general y presidente de la URSS se sentía con capacidad de sacar adelante un proyecto de federación renovada lo suficientemente canovista, es decir, lo suficientemente maleable como para que todos, o casi todos, se quedasen dentro. De hecho, él y su equipo se presentaron ante el Congreso con una importante batería de proyectos legales que, de hecho, venían a reformar las instituciones soviéticas para introducir en su interior el concepto de soberanía compartida inherente a un Estado federal. La famosa cogobernanza que todo gobernante centralista saca a pasear cuando las cosas no le van bien.

Los temas, sin embargo, no estaban tan bien como pensaba el camarada Gorvachev. Siempre lo mismo: el hombre del optimismo antropológico, convencido, por sí mismo o por su equipo, de que la situación es mejor de lo que es. Al Congreso llegaron muchos diputados defendiendo, por motivos diversos, posiciones abiertamente antigubernamentales; y eso, de alguna manera, era algo que ese mismo gobierno no esperaba.

Para gran amargura de Gorvachev, nada más comenzar el Congreso, una protegida suya, la chechena Sazhi Zayndinovna Umalatova, que había entrado en el Comité Central con el apoyo del secretario general, tomó la palabra para solicitar que el primer punto del orden del día del Congreso fuese la votación de una cuestión de confianza del Presidente de la URSS. Algunos días antes, Afanasiev ya había dicho públicamente eso de “váyase, señor Gorvachev”; Umalatova trató de protegerlo, claro, proponiendo que el Congreso se posicionase a favor del líder del Partido y del Estado. Pero eso no redujo el disgusto del secretario general, que se vio seriamente amenazado: el Grupo Interregional, que cada vez estaba más crecido, acopió 400 votos en favor de esta proposición.

A duras penas, y en medio de un ambiente cada vez más enrarecido (el golpe de Estado que se produciría meses después no cayó del cielo; aunque sí para los politólogos de todo a cien de Occidente), Gorvachev trataba de sacar adelante sus reformas. En primer lugar, propuso transformar el Consejo de Ministros, para convertirlo en un órgano más pequeño y, a la vez, más ejecutivo (ciertamente, en términos generales todo gobierno que no quiere gobernar y que pretende vivir de la propaganda, lo que hace es multiplicar el número de ministerios). La ambición de Gorvachev era, además, transformar el Consejo de Seguridad en Consejo de Seguridad, esto es, convertir un órgano meramente consultivo en un órgano decisorio y ejecutivo en materias de seguridad. Como tercera gran innovación, el secretario general quería crear la figura de un vicepresidente, elegido por cinco años y con la lógica capacidad de asumir las funciones y la autoridad del presidente en algunas circunstancias. Esto sí que era una novedad en el mundo del comunismo donde, de toda la vida de dios, siempre ha mandado uno solo, se llame Lenin, Stalin, Zedong, Carrillo, Iglesias o Díaz (José, por supuesto).

El Congreso, por otra parte, tenía también sus propias reivindicaciones en materia de organización del Estado. Los representantes de las repúblicas periféricas, en este sentido, querían que el Consejo de la Federación, creado al mismo tiempo que el Presidencial para canalizar las discusiones territoriales, fuese ampliado, de manera que, además de incluir representantes de las repúblicas soberanas, también incluyese representantes de las autónomas. A esto, la presidencia de la URSS se oponía, creo yo que por dos razones. La primera, de índole pragmática, era que la ampliación corría, en su visión, el peligro de crear un Consejo de la Federación verdaderamente ingobernable. Un Consejo, por lo tanto, que viniese a reflejar lo ingobernable que se había vuelto la propia URSS. La segunda razón es que Gorvachev, bolchevique al fin y al cabo, probablemente tenía la visión tradicional de los comunistas soviéticos, para los que, si las repúblicas soberanas tenían algún timbre de especificidad defendible, las repúblicas autónomas no dejaban de ser territorios sin entidad nacional, de ésos cuya población podía ser exiliada a la otra punta de la URSS sin problema, y esas cositas.

Gorvachev, sin embargo, se encontró aquí con la democracia. Por mucho que porfió para defender el mantenimiento del status quo del Consejo, sólo consiguió que 140 diputados le apoyasen, contra 1.890 votos que apoyaron la propuesta. Esto Stalin o Lenin lo habrían resuelto metiendo a los 1.890 en un tren y enviándolos al sumidero de la Historia; Breznev lo habría resuelto aplazando la entrada en vigor de la propuesta hasta conseguir que sus principales impulsores estuviesen retirados por problemas de salud, y el sentir del Congreso, milagrosamente, cambiase de sentido. Pero, claro, eran otros tiempos.

La votación del Consejo de la Federación es extremadamente importante en la Historia del colapso de la URSS como sistema. Lo es porque en el comunismo soviético, desde sus primeras boqueadas, lo principal era acopiar legiones de partidarios. El comunismo, desde la muerte de Lenin ya que durante su vida nadie osó cuestionar su liderazgo, siempre ha sido, y siempre seguirá siendo, una guerra constante por el liderazgo. En el comunismo sólo puede quedar uno. Es una ideología que te habla de asambleas, de decisiones colegiadas, de la voz del Pueblo; pero todo eso son mandangas. Al fin y a la postre, el comunismo va de encontrar un líder, líder que, en el momento en que consigue serlo, comienza a acabar, física o políticamente, con aquéllos que pudieron aspirar a serlo en lugar de él; y, una vez terminado ese proceso, comienza a acabar con aquéllos que lo apoyaron que considera que son demasiado fuertes o demasiado listos (por esta razón, los sistemas políticos comunistas o de inspiración comunista, como las democracias parlamentarias de corte socialdemócrata del siglo XXI, suelen ser regímenes gobernados por mediocres). En esa pelea constante que la URSS desplegó durante ocho décadas estaba más o menos prohibida la violencia física (neto de Stalin, claro); la violencia se practicaba en la estructura del Partido, mediante una lucha constante por colocar a “los tuyos” en los puestos clave del Comité Central, del Soviet Supremo, del propio partido, de la estructura ministerial y, sobre todo, del Presidium o Politburo; de esta manera, te garantizabas tener más balas (léase votos; aunque en ocasiones diversas significó, literalmente, balas) que los demás.

La gran institución soviética, pues, era el patronazgo. Tras escalar algunos años en el comunismo local de tu Ucrania, tu Moldavia, tu Georgia o tu Siberia local, te llegaba la oportunidad de tener un puesto de cierta relevancia: miembro titular del Comité Central en alguna república de campanillas o, tal vez, primer o segundo adjunto en un ministerio. Pero esa oportunidad siempre se la debías a alguien. Era ese alguien, directa o indirectamente, o bien el primer secretario general del momento, o bien alguno de los que aspiraba a sustituirlo o incluso a cesarlo (como pasó con Khruschev). A ti, pues, o te nombraba la mano de Dios, o te nombraba alguien que obedecía a la mano de Dios; y de ti se esperaba que retribuyeses ese nombramiento apoyando a la persona correcta cuando tocase. Si pensáis en la relación entre don Corleone y el sepulturero al que ayuda al principio de The Godfather I, Amerigo Bonasera, tendréis una imagen bastante atildada de lo que os cuento.

La votación del Consejo de la Federación tiene una gran relevancia por su significado. Por el hecho de que la mayoría de los diputados que votaron en contra de Gorvachev le debían su puesto a él. Esta votación fue la constatación de que el juego del patronazgo ya no existía. La URSS era, ya, otra URSS.

De seguido, el Congreso votó la supresión del Consejo Presidencial, propuesta que sólo tuvo 34 votos en contra. Los enemigos del presidente daban con este gesto un paso muy importante, pues buscaban aislarlo de sus colaboradores más cercanos. De todos los miembros de aquel Consejo, sólo Primakov fue rescatado para los escalones del poder, en el Consejo de Seguridad.

Este Consejo de Seguridad, sin embargo, habría de mostrar un perfil bien diferente, de corte muy conservador. Fueron miembros Gennadi Ivanovitch Yanayev, Vladimir Alexandrovitch Kriutchkov o Dimitri Timofeyevitch Yazov, nombres que se harían más conocidos tras el golpe de Estado.

La reducción del consejo de ministros en un gabinete más eficiente supuso un deterioro de la autoridad de la persona que portaba la presidencia del consejo de ministros. En realidad, en la URSS presidir el consejo de ministros siempre había sido un puesto de segundo poder, porque el poder de la URSS no emanaba de las instituciones de gobierno, sino de las del Partido. Sin embargo, el presidente del consejo, como teórico ejecutor de las políticas decididas por los órganos ideológicos, tenía importantes cuotas de poder, nacientes sobre todo de la importante carga burocrática naciente de una estructura tan complicada como el gobierno de la URSS. Ahora que ésta se simplificaba, y lo hacía además en el marco de un nuevo sistema diseñado con un fortísimo sesgo presidencialista, el primero de los ministros, en realidad, perdía poder. Para este puesto, en realidad menor, Gorvachev confió (y no debió) en un especialista en asuntos económicos: Valentín Sergeyevitch Pavlov.

Finalmente, para proveer la figura nueva del vicepresidente Gorvachev eligió a Gennadi Ivanovitch Yanayev, un tipo que se había curtido en las organizaciones sindicales del comunismo soviético y que era el presidente del, por así decirlo, grupo parlamentario comunista en el Congreso de los Diputados del Pueblo. El propio Gorvachev reconoce en sus memorias que su candidato era bastante aficionado a la botella.

El 20 de diciembre, Schevardnazde anunciaba su dimisión del puesto de ministro de Asuntos Exteriores y del Politburo. Más aún, declaró, sin ambages, que, en su opinión, la URSS se encontraba a las puertas de una dictadura.

El año 1990, por lo tanto, había jugado, básicamente, en contra de Gorvachev. El presidente de la URSS había visto cómo la propia perestroika que él había impulsado se había vuelto contra él, hasta el punto de archivar por la B de Varios a quienes, de hecho, habían concebido ese proceso, que eran los miembros del Consejo de Presidencia a los que el Congreso había despedido sin finiquito. Al presidente, sin embargo, le quedaba todavía una carta; le quedaba todavía ese tablero en el que todavía tenía dignidad y carisma. El siguiente paso en la evolución de la URSS, él lo sabía, era terminar con la Guerra Fría. 

Un proceso que pasaba, ineluctablemente, por Berlín.

2 comentarios:

  1. Agradezco mucho que estés subiendo esta serie a tres por semana, dos se me hacía poco.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Sí, es el ritmo habitual. Dos sólo se publican en caso de fiesta o enfermedad.

      Borrar