Como ya hemos visto en los últimos párrafos de la toma anterior, la toma de Tarragona por los nacionales tuvo una derivación semicatastrófica para ellos. A partir de ese momento, las limitaciones, cada vez más laxas ciertamente, que operaban en zona republicana hacia la acción de la Iglesia, se levantaron por completo. Esto suponía que el obispado volvía a estar en plena vigencia, por lo que ya podía ser reocupado por quien era su titular: el cardenal Vidal i Barraquer quien, sin embargo, se encontraba en Roma sin siquiera hacer el gesto de acercarse por su sede, consciente como era de que el gobierno de Franco no lo quería ver ni en pintura por considerar que había intentado boicotear la pastoral colectiva normalmente conocida como “de la Cruzada”. Para salvar ese problema, Vidal había nombrado un administrador apostólico de su confianza, Francisco Vives; pero Vives enseguida sintió la enemiga de los franquistas.
El conde de Jordana fue el encargado de tratar de resolver
el asunto, para lo cual se puso en contacto con Isidro Gomá y sondeó su
opinión. El primado de España, que sabía lo suficiente de ese tema como para
saber que no tenía solución, ni siquiera intentó proponerle algún tipo de pacto
a Franco a través de su ministro de Exteriores. Sobre el tema de la
administración en si del rebaño de almas tarraconense, Gomá veía dos
posibilidades: o se nombraba un administrador apostólico Sede Plena, que quiere decir que no era obispo pero como
si lo fuese porque tenía plenos poderes sobre la diócesis; o se declaraba la
sede tarraconense vacante, por lo que el arzobispo debería ser sustituido por
otro arzobispo o por un administrador apostólico simple (no Sede Plena, pues).
El cardenal Gomá, personalmente, no sentía demasiadas simpatías con Vidal, un señor con el que probablemente no se entendía demasiado bien. Pero aquello tenía más que ver con el fuero que con el huevo. Era el primado consciente de que la segunda solución dejaría cuestionado y desabrido a Vidal, y por ello le pidió a conde que, en la medida de lo posible, se evitarse. Una admonición, como poco, curiosa, puesto que si alguien tenía en sus manos la primera solución, era la Santa Sede, que es, al fin y al cabo, la que tiene que dirimir que existen las circunstancias especiales necesarias para justificar el nombramiento de un administrador apostólico Sede Plena.
Franco estaba rodeado de una pequeña armada que era más
furibundamente anti-Barraquer que lo que ya pudiera ser el propio general.
Estaba formada, fundamentalmente, por Joaquín Bau, un carlista muy influyente de
Tortosa; y José Antonio de Sangróniz, jefe del gabinete diplomático del
general. Bau, como acabo de decir, era él mismo de la provincia de Tarragona y,
por lo tanto, su inquina hacia Vidal era muy cercana y basada en vivencias
personales y familiares. Por su parte, Sangróniz ya le había dicho a Despujol, la mano
derecha de Gomá, dos años antes, en los últimos meses de 1936, que Vidal mejor se fuera acostumbrando a la
vida en Roma.
En febrero de 1939, con todo el pescado ya vendido en la
guerra civil, el gobierno de Burgos, que ya prácticamente era el gobierno de
España con todas las de la ley, todavía estaba respirando por la herida del
nombramiento de Salvador Rial al que ya he hecho referencia, así como sus
actividades, que reputaban demasiado prorrepublicanas. Ésta es la razón, de
hecho, de que una de las primeras cosas que hicieron las tropas nacionales
cuando entraron en Barcelona fue arrestar a este buen hombre. Rial fue sometido
a un amplio interrogatorio ordenado por el propio Franco quien, sin embargo,
informó de su intención a Cicognani. A los ocho días de su detención, fue
puesto en libertad; pero, eso sí, las nuevas autoridades de Tarragona le
dejaron bien claro que sería una actuación muy inteligente por su parte no
dejarse ver por la ciudad durante un tiempo. Rial se fue a San Sebastián, donde
estaba Cicognani, y se entrevistó con él. Desde allí telefoneó a Vidal para
cascárselo todo.
El 18 de enero, de una forma un tanto inexplicable, a los
servicios policiales en frontera se les escapó el detalle de que un señor que
quería entrar en España por Irún era Francisco Vives, el representante nombrado
por Vidal para Tarragona. Llevaba su nombramiento y un pasaporte caducado, no
tenía ningún salvoconducto de la embajada española, y aun así pasó. Debió de
pillar en la garita de la aduana a uno de esos típicos españoles de entonces
que veían una sotana y ya no hacían preguntas.
Vives visitó a Cicognani en San Sebastián, a Gomá en
Pamplona y, allí mismo también, al obispo de Gerona. Cuando llegó a Tarragona
se presentó ante el gobernador civil, que llegaría a ser un prominente político
franquista, Antonio Iturmendi. Iturmendi le dijo que en Tarragona no tenía nada
que hacer, y que se volviese a San Sebastián para entrevistarse con el nuncio
otra vez. Que no se había enterado muy bien de la movida. En la ciudad vasca,
efectivamente, Cicognani le informó de que no podía residir en Tarragona porque
al gobierno no le salía de los cojones. Gomá, siempre contemporizador, le
ofreció un cargo con paguita en Toledo. Vives declinó la oferta y se fue a Barcelona,
donde vivió un año más antes de poder volver a Tarragona.
El gobierno de Franco tenía ahora un agujero de la hostia,
nunca mejor dicho, en la Iglesia catalana. Repentinamente, unas relaciones con
la Santa Sede lo suficientemente buenas como para que en Roma nadie prestase
oídos a los bullangueros curas catalanistas que pululaban por ahí resultaban
importantes. Fue por eso por lo que Franco aceptó desdecirse de su estrategia
primera, que como sabemos se basaba en no hacer avances en la nueva legislación
religiosa española, y decidió dar algunos pasos para motivar a los sacerdotes.
El 20 de enero del 39, el ministro de Asuntos Exteriores comunicó a
la embajada de Roma que el gobierno había acordado derogar la ley de
confesiones y congregaciones religiosas, probablemente la más antirreligiosa de
todas las leyes que había perpetrado la República. Para Yanguas, la noticia fue
una decepción. Buen conocedor de la Curia vaticana, era el embajador consciente
de que, haciendo las cosas de esa manera, el Vaticano no tendría incentivos
para entrar en serio en la negociación concordataria que quería España. Como
mal menor, Yanguas propuso que en la ley se incluyese una previsión por la
cual, si bien se le devolviesen a los colegios religiosos de segunda enseñanza el
sometimiento al derecho común, si además querían acogerse a los beneficios de
la ley de Segunda Enseñanza, ello tuviera que producirse sólo si existía
acuerdo entre las autoridades civiles y eclesiásticas. En otras palabras,
pretendía el embajador introducir una eventual vía de bloqueo en uno de los
elementos que más le interesaba a la Iglesia, como era la enseñanza, como medio
de mantener un elemento de presión en cualquier negociación. El gobierno
franquista así lo hizo.
En todo caso, en el Vaticano la noticia de la derogación de
la ley se recibió con bastante recelo. Las cosas entre Roma y Burgos estaban ya
suficientemente enrarecidas como para que la primera de estas sedes pudiera ver
ese hecho como un simple movimiento unilateral de generosidad. Inmediatamente,
pues, Pacelli pensó que Franco algo querría a cambio del gesto que acababa de
tener. Cree el ladrón...
Las intenciones del gobierno, empero, estaban bien claras. Y
más claras quedaron cuando el general Jordana se entrevistó con el nuncio
Cicognani, el 21 de enero. El ministro de Asuntos Exteriores escogió aquel
encuentro para sacarle al nuncio el tema de la nueva ley de congregaciones,
largamente esperada por la Iglesia; e, instantes después, sacó el tema del
cardenal Vidal. Para mí, cuando menos, es más que evidente cuál era la
contraprestación que Franco había decidido pedir a cambio del cambio legal. Jordana sabía que a Cicognani no le iba a gustar nada lo que tenía que
escuchar: el gobierno español no quería a Vidal en España, mucho menos en
Cataluña. No es que no lo quisiera ahora; es que no quería que regresase nunca,
viviera lo que viviera. Asimismo, el gobierno de Burgos negaba tajantemente la
posibilidad de que, aun no estando en la sede tarraconense, Vidal pudiera
administrarla a través de un delegado. Se podía pensar en sede plena, en sede
vacante, en lo que quisiera Su Santidad; pero todo pasaba por que el puto
cardenal se quedase en Roma.
Cicognani quedó bastante impresionado; negativamente, se
entiende. Pidió tiempo para pensarse lo que acababa de escuchar. Aparentemente, en el Vaticano había personas, el Papa incluso, que habían llegado a pensar que la reposición de Vidal i Barraquer en su sede tarraconense era posible. Entonces, claro, eran pocas las personas que había en el mundo que podían decir que conocían al general Franco; y Pío XI no era una de ellas, además.
A finales de enero, fueron Yanguas y Pacelli quienes
discutieron el tema Vidal en Roma. El embajador español no fue menos categórico
que su jefe y, por lo tanto, no ofreció ni una sola de esas pequeñas grietas
por las que, culebreando como pícaros espermatozoides, les gusta colarse a los
curas cuando una cuestión es batallona. Pacelli le recordó al embajador que
Vidal era un príncipe de la Iglesia, y opinó que si el gobierno español seguía obstinándose en mostrarse tan opuesto al cardenal, provocaría un gravísimo desprestigio para el país. Yanguas,
débilmente, argumentó que esto ya había pasado antes, cuando la República
expulsó a Segura, y esa vez el Vaticano había contemporizado. Digo que
argumentó débilmente porque él tenía que saber lo que le iba a contestar el
Secretario de Estado: aquéllos eran unos cabrones laicizantes, joder; vosotros
sois colegas.
A pesar de ir, tal vez, perdiendo el combate retórico,
Yanguas dejó claro que el gobierno español no iba a moverse de donde estaba.
Sobre el argumento principal, el del desprestigio internacional, le dijo a
Pacelli algo que yo creo que era verdad: que ya habían sufrido otras veces la
incomprensión de la opinión pública católica extranjera, y que una vez más
tampoco les preocupaba demasiado. La verdad, a esas alturas de la película, enero del 39, a Franco le habían montado comités pro República en medio mundo, habían dicho de él todo lo predicable, y eso lo había relajado. Francisco Franco Bahamonde, a las puertas del mes de febrero de 1939, no podía
ser una persona lo que se dice obsesionada con su imagen internacional.
Criticar mucho a alguien no es buena medida, porque puede pasar que esa
persona, a partir del insulto 675, se relaje y diga: bueno, si soy un cabrón,
pues soy un cabrón. A Franco, la verdad, que los católicos de Boston o de
Chicago dijeran de él que si esto o lo otro, se la traía floja.
Yanguas le explicó entonces a Pacelli la propuesta del
gobierno español: la Santa Sede, en atención a las muchas necesidades de una
sede arzobispal que había sido recientemente “liberada”, debía nombrar un
administrador apostólico provisional, que provendría, como ya había hecho
muchas veces, de alguna diócesis cercana. Si lo hacía rápido, a nadie
extrañaría esta decisión, tan estrechamente vinculada con el cambio en el
control de Tarragona. Pero si esperaba, haría evidentes las disensiones entre
el gobierno y la Santa Sede y, teniendo en cuenta que lo normal es que al final
se impusieran las tesis de Franco (pues el gobierno estaba completamente
decidido a impedir la acción de Vidal o de sus acólitos), al Vaticano le
acabaría pasando como le pasó en el tema
Segura, que terminaría cediendo y erosionando su prestigio.
A Pacelli estos argumentos le impactaron mucho. Tenía la memoria fresca de cómo la República se había impuesto en el tema del cardenal Segura. Ahora que, por boca de Yanguas y a través de los telegramas de Cicognani, se daba cuenta de que el hecho de que el franquismo fuese un régimen católico no cambiaba en nada la actitud relapsa de los españoles, tenía una imagen más precisa del problema, y de la imposibilidad de solventarlo satisfaciendo los puntos de vista de Vidal. Así pues, se fue a hablar con su jefe, Pío XI, y con alta probabilidad le dijo que fuera pensando que cualquier solución en el tema Vidal i Barraquer pasaba por su exilio sine die. Pío XI moriría poco después; pero, probablemente, murió con esa decisión firmemente adoptada.
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