lunes, julio 15, 2019

El cisma (18: partiendo peras)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil

Al alborear el año de 1436, Castilla realizó un importante cambio estratégico en su embajada conciliar. Gonzalo de Santa María, un miembro más de la muy influyente familia de conversos que había adoptado este apellido y obispo de Plasencia, se llegó hasta Basilea junto con Gutierre de Sandoval para sustituir a un miembro del equipo, Luis Álvarez de Paz, quien fue trasladado a Bolonia. Fue un movimiento muy diplomático, provocado por el hecho de que se había producido una importante novedad en materia de política exterior, que podía e incluso debía dirimirse en el seno del concilio, ya que ahí estaban representadas todas las naciones importantes: Juan de Castilla quería mejorar su presencia en Basilea y también en Bolonia, ciudad papal, para mejorar su capacidad de influencia en torno al conflicto con Portugal sobre la posesión de las Islas Canarias.

Portugal y Castilla llevaban, ya de aquélla, un montón de tiempo discutiendo sobre la materia. Ya los dos alfonsos, el cuarto de Portugal y el décimo primero de Castilla, habían intentado sin éxito llegar a un acuerdo sobre la partición de las Canarias, o sobre su potestad. Convertidas en un territorio notado, esto es conocido, pero sin Estado propiamente dicho, pues los desacuerdos provocaban que allí no hubiera corregidores, ni adelantados, ni nada que se le pareciese, las islas se habían convertido, aparte de los habitantes indígenas, en lugar para el paso y el establecimiento de piratas. A principios de aquel siglo XV, dos franceses, Jean de Bethencourt y Gadifer de Lasalle, ayudados por Enrique III y en su nombre, tomaron posesión de las islas. En 1424 Fernando de Castro, comandando una flota portuguesa cuyos gastos corrieron de cuenta de Enrique el Navegante, entonces infante, intentó conquistar la comunidad autónoma. No lo consiguieron, pero aun así los portugueses se apoyarían jurídicamente en la expedición de Castro para defender sus derechos sobre las islas.

En un movimiento inteligente, los portugueses solicitaron al Papa la investidura de las Canarias como tierra cristiana y todo eso. Juan de Castilla protestó por una solicitud que, entendía, le competía a él. Para llevarse el gato al agua fue por lo que montó aquella estrategia doble o más bien bífida, con presencia en Basilea y en Bolonia a la vez, presionando y prometiendo a dos bandos que en aquel momento estaban enfrentados.

La disputa por las islas Canarias en el seno del concilio de Basilea provocó otro nuevo discurso de Alfonso de Santa María, entonces ya obispo de Burgos, que es otra pieza, ya olvidada, de retórica españolista, a menudo utilizada en el pasado para sostener la idea de que la ídem de España ha existido desde hace más tiempo del que parece. El converso sostuvo en su discurso que Castilla tenía una misión que cumplir en las Canarias, la de la evangelización; idea que está detrás del especial tratamiento que habrían dedispensarle los Reyes Católicos a los indígenas guanches. Asimismo, defendía que las Canarias no habían sido conquistadas por Castilla, sino reconquistadas, puesto que siempre habían sido suyas.

Lo verdaderamente importante, a la luz de eso que se suele denominar nacionalismo hispano, es la forma en que Santa María trata de desmontar las sólidas reivindicaciones lusas. Los portugueses, en efecto, se apoyaban para sus reivindicaciones en lo que el, por así llamarlo, derecho internacional de su tiempo aceptaba como común, y es que aquél que llegare a un territorio no civilizado, sin establecimientos claros, puede conquistarlo y hacerlo suyo (discusión ésta que ha permanecido por mucho tiempo y que fue muy importante, como ya hemos contado, alrededor de la cuestión de la Antártida). El Derecho de la época establecía, por otra parte, que, de no existir conquista, prevalecería el derecho del vecino más cercano, cosa que los portugueses afirmaban de sí mismos (con bastante razón, la verdad).

Ante estas ideas, que como digo tenían bastante fuerza legal, Santa María opuso el concepto ya comentado de que las Canarias no habían sido conquistadas porque siempre fueron castellanas, dado que siempre había existido lo que él llamó la “totalidad hispánica”, basada en dos escalones: primero, la unidad entre la península ibérica y el norte de África; y, segundo, la superioridad de Castilla dentro de la propia península. Basándose para todo esto sobre todo en Isidoro de Sevilla, Santa María hacía a Castilla heredera del trono gótico y, por lo tanto, de un reino de dimensiones peninsulares en el que la independencia de Portugal había sido apenas un accidente.

Pero regresemos a lo que es el centro de estas notas, esto es, el conflicto eclesial y el proyecto que, de forma enfrentada, abordaban en ese momento el Papa y el concilio de Basilea sobre la organización de una nueva Iglesia que superase los problemas del cisma. El problema, con la muerte de Benedicto el Terco, había dejado de ser el cisma en sí, por mucho que en diversas zonas, y sobre todo en lo que hoy es España, hubiera muchas irreductibles aldeas galas que no estaban dispuestas a regresar así como así a la obediencia romana. El problema, como ya he apuntado algunas veces, era, sobre todo, el enfrentamiento entre los padres conciliares y el Papa, pues ambas partes pretendían ser el commander in chief en el proceso de reforma de la Iglesia; los conciliares, tal vez, para reformarla; y el Papa, como siempre, para someterla a cambios lampedusianos y cosméticos que mantuviesen incólume su poder personal.

Esta lucha, que era evidente desde el inicio del concilio, adoptó los tonos de Obispos, papas y viceversa a partir de 1436. El 9 de junio de aquel año, el concilio aprobó una decretal en la que le arreaba al Santo Padre una patada en sus (¿santos?) huevos: aprovechando que todos los inquilinos del Vaticano, sin excepción, se han llenado la boca, se la llenan y se la llenarán, defendiendo el concepto de la pobreza esencial del Vicario de Cristo; aprovechando eso, digo, y aunque los papas esto lo hacen en plan posturitas y nada mas, Basilea cogió el rábano por las hojas y, en la dicha decretal, suprimió de golpe las annatas, los derechos de palio y otras tasas de beneficio eclesial que eran directamente recaudadas por el Papa para sí. Los padres conciliares, además, sabían muy bien lo que hacían, ya que el Papa que había sustituido a Martín V (Gabriele Condulmer de soltera, Eugenio IV de casada con Cristo) tenía un huevo de problemas en Roma y, de hecho, en 1434 sus contrarios le habían montado una revolución que le había obligado a salir por el Tíber arriba disfrazado. Eugenio, pues, necesitaba la pasta más que nunca para montar su contraataque.

Eugenio, sin embargo, jugó la carta francesa. A veces pienso que la historiografía de raíz marxista, ésa que quiere ver en todo fuerzas telúricas que han sido prácticamente las mismas siempre y se repiten de forma dialéctica, tiene su parte de razón. Porque lo cierto es que Francia, tradicionalmente, ha sido un país bastante cobarde frente a las novedades, renuente a apoyarlas; lo cual convierte en bastante lógico el hecho de que, finalmente acabase siendo la sede de uno de los principales cambios revolucionarios y sistémicos de toda la Historia de la humanidad. A Francia siempre le han dado mucho cangui todos los cambios que no ha podido controlar. El cisma lo llevó bien porque, lógicamente, el establecimiento del Papa en Aviñón no significaba otra cosa que la creación de una Curia incapaz de actuar contra Francia, esto es de su control casi pleno; sobre todo en un momento en el que la alianza con Castilla le garantizaba a París una estabilidad amplia como potencia continental.

No son pocas, pues, las veces que, cuando el tema se emociona, allí aparecen los reyes franceses para matar el partido o, cuando menos intentarlo. Y ésta es una de ellas.

Carlos VII, por lo demás, no podía aspirar a colocarse frente al Papa. A través de René de Anjou, tenía una ambiciosa política en Italia que se disolvería rápidamente sin el apoyo o cuando menos la comprensión de los Estados Pontificios. Por eso, su plan fue llegar a una alianza estrecha con Castilla que le permitiese a ambas naciones controlar el concilio y, de aquella manera, rebajar las ínfulas de control sobre el Papa que cada vez eran más fuertes. Ante la decretal de las annatas, reaccionó el Papa enviándole un burofax a todas las monarquías europeas situándose personalmente en contra del tal medida, y solicitándoles su anuencia. Feliz coincidencia para Eugenio fue que, en el momento en que la carta llegó a la Corte de París, en ésta se encontrase una embajada castellana dirigida por el arcediano de Toro. El castellano se había llegado a París para buscar apoyo para Castilla en la cuestión, que ya he comentado, de los asientos en las sesiones del concilio. Carlos le concedió gustoso a los castellanos apoyo en esto, y envió inmediatamente al maestro Robert, deán de Bourges, a Basilea con instrucciones al respecto. Buscaba, claro, ganar a los castellanos para el bando papal.

Cuando el arcediano de la ciudad de los godos llegó a París, la nueva embajada francesa para el concilio de Basilea ya había partido, y llegó, de hecho, en junio de 1436. Lo primero que hicieron tras su llegada fue exigirle al concilio algún tipo de medida que compensase al Papa por la pérdida de ingresos de la anterior decretal; lo cual lo dice todo sobre lo seriamente que se han tomado siempre en la Iglesia todas esas declaraciones sobre las pobreza de los servidores de Dios y otras chorradas. Para ser más concretos, los franceses calcularon que, con la quinta parte de los ingresos derivados de beneficios vacantes (impuestos de la Iglesia que, por así decirlo, no tuviesen padre), ya le llegaba. El 30 de julio de 1436, sin embargo, durante el debate de esta propuesta, se vio bien claro que la mayoría del concilio no estaba dispuesta a transigir en la putada al Papa; y que, por lo tanto, Basilea se rompía en dos. Castilla, en ese proceso, entre otras cosas porque dependía fuertemente de las ayudas papales para poder sacar adelante las guerras combinadas contra Granada y Aragón, se definió claramente como vaticanista; tan claramente como, hasta dos telediarios antes, había sido aviñonista.

Aquel verano de 1436 se consumió en Basilea en debates inútiles y encuentros públicos y privados en los que probablemente hubo hostias de varias naturalezas. En llegado octubre, las cosas estaban jodidas en modelo DEFCON 1. En dicho mes, el Papa adelantó una torre y comunicó, a través de sus legados, que los representantes griegos le habían dicho que les era muy difícil desplazarse a Basilea, tan lejos; y que, por eso, estaba pensando que sería más cómodo para todos desplazar el concilio a Italia. Proponía las sedes de Roma, Pisa, Florencia y Siena, a cuál más papal, la verdad. El concilio, cuando recibió esta comunicación en la que Donald Trump les ofrecía reunirse en la Torre Trump, se puso como el puma de Baracoa y dijo que ni de coña; que, en todo caso, si Basilea escocía por alguna razón, el concilio habría de trasladarse a una ciudad de su elección y, en todo caso, fuera de Italia. Inmediatamente, Carlos VII ordenó a sus legados que hiciesen pandi con el Papa, y le escribió a los castellanos solicitándoles que se ajuntasen. Los castellanos, es de suponer que después de unos tripis, llegaron a enviar una carta proponiendo Sevilla como nueva sede del concilio.

A partir de ahí, Papa y concilio se empeñaron en una lucha continuada por labrarse cada uno de los bandos el favor de Francia y Castilla. Ambas naciones, ya lo he dicho, eran en esencia propapales, pero formalmente aparecían más como mediadoras que como parte de uno de los bandos. Las cosas no se podían arreglar, y quizá fue por eso que no se arreglaron.

El 5 de diciembre de 1436 se votó en el seno del concilio la decisión de permanecer en Basilea; propuesta que fue ampliamente apoyada por los votantes, en medio de grandes protestas de la nación castellana. Eso sí, si los griegos seguían diciendo que no podían llegarse a la villa, el concilio podría moverse a Aviñón o a Saboya. El resultado de la votación se recibió en la sala como un gol de Messi. Castilla apenas pudo montar una propuesta transaccional de última hora que salvaba muy levemente el honor del Papa: si los griegos no podían llegar a Basilea, se les ofrecería Aviñón; si no, Ginebra; y si no, en cuarto y último lugar, Florencia.

Eugenio no podía permitir aquella rebelión en modo alguno y, por eso, convencido ya de que no sería capaz de encontrar un modo de acordar con los padres de Basilea, comenzó a trabajar para el bombardeo del concilio en sí. Nunca hay que subestimar el poder de un Papa. No se trata de que sea el portador del mensaje de Cristo ni cosa que se le parezca; se trata de que un Papa atesora siglos de tradición diplomática, de poder y, sobre todo, maneja muchos privilegios que rápidamente se convierten en dinero. Un Papa siempre ha tenido, tiene y seguirá teniendo el poder de hacer que gentes vivan sin necesidad de morirse para ir al Cielo a cambio de tocarse la porción de su cuerpo que más les guste. Y por “gentes” no hemos de entender dos o tres personas, sino cientos, cuando no miles. En Basilea había un huevo de gente que, directa o indirectamente, dependía de que el Papa les quisiera mantener el momio del que vivían, normalmente varias veces por encima del nivel de vida de sus conciudadanos (¿acaso no decimos en España eso de vives como un cura?); a éstos comenzó Eugenio a susurrarles al oído que, tal vez, había llegado el momento de que se dedicasen a fornicar la gorrina.

Y eso hicieron. Basilea se convirtió en cualquier cosa menos la ordenada asamblea de curitas que supongo mucha gente imagina que es un concilio. El 26 de abril de 1437 se reunió la congregación general y, la verdad, por lo que se sabe de ello no parece que se distinguiese mucho de una velada organizada por Don King en Las Vegas. Allí se hizo ver una mayoría de miembros, vociferante y prostibularia, formada fundamentalmente por personas del bajo clero, que exigían la concesión de una nueva décima para el concilio (la pasta siempre por delante, no lo olvidéis. La-pasta-siempre-por-delante), además del traslado del concilio a Aviñón (amago de cisma 2.0) o, qué coño, decían algunos, a ninguna parte, que aquí estamos muy bien. Enfrente de esta mayoría, una minoría no menos cheli y cachoburra, formada por los cardenales, los arzobispos, y los embajadores de las grandes naciones, declamando a aquello de “que viva el Papa” que le cantaban a Juan Pablo II cuando llegó al Bernabéu. Siguieron otras reuniones de parecido jaez hasta que, el 7 mayo, ambas facciones partieron peras.

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