Ensayos soviéticos: Lenin y Stalin (1)
Ensayos soviéticos: Lenin y Stalin (2)
Ensayos soviéticos: Lenin y Stalin (y 3)
Con este texto, inicio una pequeña serie de artículos que he titulado Ensayos soviéticos. En ellos pretendo rellenar algunas lagunas que hay, en mi opinión, en el relato general de la Historia de la URSS que he ido desgranando en este blog poco a poco. En ocasiones son cosas que ya he tocado, sólo que no con la profundidad que yo hubiese querido. En otros, son materiales apenas esbozados, o incluso inexistentes, en el material anterior; y que considero fundamental para entender las cosas.
Este primer ensayo va sobre la relación entre Lenin y Stalin en los últimos tiempos de vida del primero de ellos. Se complementa con lo ya dicho en su día sobre el polémico testamento de Lenin, pero mete más caña en el que fue el punto principal de fricción entre ambos: el asunto de las nacionalidades dentro de la URSS.
Vamos allá, pues.
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Para desgracia de muchos de los primeros bolcheviques, en
los inicios del comunismo ruso no había prácticamente nada en el ambiente que
hubiera permitido estimar que Iosif Vissarionovitch Dzughasvilli sería alguna
vez el máximo referente de dicho partido político. Stalin no era un analista
político, cosa que la mayoría de la cúpula bolchevique sí que era. No había
recibido una educación esmerada, cosa que sí le pasaba a la mayoría de aquellos
primeros revolucionarios. No podía hablar dos palabras seguidas sobre la
realidad fuera de Rusia porque, al contrario que sus camaradas, la desconocía.
A Stalin, en la primera y segunda décadas del siglo XX, no
sólo superaban Lenin y Trotsky, que ya lo superaban en mucho; sino otros muchos
nombres y hombres, la inmensa mayoría de los cuales lo pagarían con una muerte
a todas luces prematura. Esta inferioridad fue, en gran parte, la que hizo de
Stalin el hombre profundamente autoritario que era, alrededor del cual sólo los
perros muy fieles (Molotov, Voroshilov, Mikoyan) lograron sobrevivir.
Una vez que los bolcheviques consiguieron prevalecer en la
guerra civil, aparecieron entre ellos dos tendencias diferentes y muy marcadas.
En ese punto fue donde el comunismo, pensarán algunos, se perdió para siempre,
mientras que otros pensarán que, simplemente, lo que hizo fue abrazar su
destino más lógico.
Estas dos tendencias eran sutiles, pero son trazables.
Estaban los bolcheviques que creían que todo aquel esfuerzo, toda aquella
muerte, se había hecho por algo y para alguien, y querían construir un Estado
fuerte para poder darle a ese alguien (el proletariado) lo que merecía. Luego
estaban los que salieron de la guerra civil aprendiendo que hace falta tener un
Estado fuerte porque hace falta tener un Estado fuerte. Porque sí, porque yo lo
valgo; porque es lo que haces cuando mandas, te consolidas, y te eternizas en
el mando. A los bolcheviques disímiles, por lo tanto, es muy fácil no
distinguirlos porque, en la práctica, ambos querían lo mismo: un Estado fuerte,
una Rusia unida y socialista. Pero unos lo querían para alguien; mientras que,
para otros, el mandato comenzaba y terminaba en sí mismo. El propio Lenin fue
objeto de esta evolución. Es innegable que no le faltó la percepción de que la
revolución tenía un sentido de ser, y una misión; pero, en sus 42 tomos de
escritos, si se estructuran temporalmente, se apreciará, rápidamente, cómo,
conforme le fue llegando una madurez que, en realidad, aunque él no lo sabía,
era vejez, cada vez estaba más preocupado por la solidez del Estado, por la
pervivencia del sistema en sí. De hecho, los partidarios del Estado por el
Estado, que son los que al fin y a la postre ganaron la partida, nunca la
habrían podido ganar si Vladimiro y sus escritos no hubieran estado con ellos.
La victoria de los bolcheviques estatistas se hizo, con la
connivencia de Lenin y de Trotsky insisto, para obtener un premio: la
dictadura. La pregunta de si los bolcheviques alguna vez pensaron que
liderarían un régimen abierto y libre es interesante. La respuesta más probable
es que no y, desde luego, los padecimientos de la guerra civil y, sobre todo,
las tendencias centrífugas que alimentó, por no mencionar las muchas torpezas
de sus adversarios políticos, no hicieron sino alimentar esa hoguera. Los bolcheviques
nunca fueron demócratas; pero hasta las dictaduras tienen grados. Los últimos
años de Lenin, y la llegada de Stalin, marcan el momento de la construcción de
un proyecto exento de libertades.
Lenin y Stalin estaban de acuerdo en este elemento crucial y
fundamental; es por esta razón que cuando menos yo defiendo que no hay que
emocionarse demasiado a la hora de interpretar el sentido del famoso testamento
del primero de ellos. Pero eso no quiere decir que no se odiasen, porque si
algo diferencia a los políticos del resto de los mortales, precisamente, es esa
capacidad que tienen de trabajar codo con codo con alguien a quien odian si
consideran que lo necesitan o que les resulta beneficioso.
Lenin designó a Stalin secretario general del Partido;
aunque en su descargo hay que decir que el cargo no tenía el significado que
terminó por tener con el tiempo. Pero, como acabo de insinuar, eso no quiere
decir ni que lo admirase ni que lo apreciase en lo personal. Y, como ya hemos
visto en otros puntos de este relato, no pocas veces el punto de fricción fue
Krupskaya.
En 1921, la mujer de Lenin dirigía el Departamento de
Educación Política dependiente del Comisariado de Educación. Se ocupaba, pues,
de explicarle el comunismo a las masas, para que nos entendamos. Aquel año
Stalin, usando el creciente poder que le otorgaba el Secretariado, creó un
departamento propio de agitprop, dedicado pues, grosso modo a lo mismo
que a lo que se dedicaba Krupskaya. Ésta le escribió un memorando a su propio
marido, que Lenin le remitió a Stalin junto con una nota en la que le venía a
prohibir meterse en temas de propaganda.
La respuesta de Stalin es comunismo en estado puro. En
primer lugar, mintió. Negó las afirmaciones de Krupskaya, diciendo que el
personal que había reclutado era mucho menor. A continuación, pasó a la segunda
gran característica del comunista medio: tras la mentira, decir una cosa, y
también la contraria. Por lo tanto, en la carta que le escribió a Lenin, decía
que había tenido que formar su equipo porque le habían obligado (¿quién?), que
a él no le iba ese rollo; pero que de abandonarlo, un huevo. Tercer elemento:
echar balones fuera. Lenin, decía Stalin en la carta, no debía ordenar la
disolución del departamento creado por Stalin porque, de hacerlo así, “Trotsky
podría pensar que sólo lo haces por capricho de tu mujer”.
La carta no le pudo sentar demasiado bien a Lenin. El líder
del PCUS no le había dicho a Stalin que el origen del tema era su mujer;
así pues, con la carta que le mandó, Stalin le quería dejar claro que lo sabía.
Y con la referencia a Trotsky, Stalin insinuaba una amenaza. En ese momento, el
otro gran líder del comunismo soviético estaba enfrentado con Lenin; y, de
alguna manera, Stalin le venía a decir que él era un leninista a muerte pero
que, al fin y al cabo, si le tocaban lo suficiente los huevos, podría cambiar
de bando.
Efectivamente, existen dos explicaciones plausibles de por
qué Lenin no se cargó a Stalin cuando pudo cargárselo. O, mejor, tres: la
primera, que en realidad sabía que era como él y, por lo tanto, lo quería al
frente del Partido; la segunda, que en realidad no tenía poder suficiente para
desalojarlo; y la tercera, importante a efectos del hilo que tejemos aquí, que
Stalin manejó con mano maestra el tema de Trotsky.
Trotsky y Lenin no eran súper amigos. Se debían el uno al
otro pocas cosas y, para colmo, yo creo que Lenin tuvo muy claro que, desde que
su cerebro comenzó a toser, Trotsky había comenzado a hacer sus propios planes.
Que hoy en día el trotskismo sea una ideología comunista propia y no una forma
de leninismo ya nos da la pista de todo esto. En la Rusia recién liberada de la
amenaza blanca, Trotsky lideraba una minoría; pero, al tiempo, sabía que el
tiempo jugaba a su favor.
El agua estaba deseando encontrar una grieta en la cañería
para escaparse. Y la grieta que encontró era bastante chorras: la discusión
sobre el papel de los sindicatos. A menudo olvidamos que fue Trotsky el primero
que propuso que para salir del marasmo económico de la guerra civil, había que
aceptar una línea parecida a lo que sería la NEP, aceptando la iniciativa
privada aunque fuese a pequeña escala. En ese momento, el Politburo le devolvió
el toro al corral, y entonces Davidovitch viró hacia el otro lado, comenzando a
defender que la única manera de enderezar Rusia era convertirla en una economía
semi-militar, en la que los trabajadores, consiguientemente, tendrían muchos
más deberes que derechos. Lenin, sin embargo, aun sin haberse caído del caballo
y haber entrado en su fase NEP, creía que no hacía falta ser tan rígido (con los trabajadores; con los campesinos, lo suyo siempre fue palo y tentetieso), y
decía confiar en que los sindicatos serían capaces de convencer a la población
de que se matase a trabajar a cambio de una patada en los cojones y un vaso de
agua (él no lo decía así; pero era así).
Ambas tendencias comenzaron a acopiar delegados para el XI
Congreso, donde habían quedado para darse de hostias. Y, si hemos de creer a
Mikoyan, que tiene pocos motivos para mentir aquí, Stalin fue el gran
mamporrero de Lenin. Esto pasó antes de lo de Krupskaya; supongo que ahora
podréis valorar mejor el aviso florentino que contenía la carta de Stalin.
Aquéllos tuvieron que ser años duros para Stalin porque
Stalin, cuarta arriba, cuarta abajo, odiaba tanto a Lenin como a Trotsky. Lenin
se le había caído en la guerra civil, tiempo durante el cual le dio la razón a
otros que no eran él, en contra de decisiones de él, cienes de veces. Y a
Trotsky nunca lo tragó.
El problema para Iosif, que se hizo evidente tras la carta
de 1921, es que estaba sobrevalorando las disensiones entre Lenin y Trotsky. Lenin,
ya lo he dicho, era capaz de trabajar con personas que odiaba; y ni siquiera se
puede decir que odiase a Trotsky en el sentido literal. Desde antes de
enfermar, Lenin había comprendido que él hacía equipo con Lev Davidovitch, y
asumía las consecuencias de ello. Esto es tan cierto que yo tengo por
relativamente probable la teoría de que si Lenin no escribió un testamento que
dijese, simplemente, que Trotsky debía sucederle, quizá fue para protegerlo más
que otra cosa. Lenin a veces evitaba el contacto con Trotsky, que sabía fuente
probable de discusiones y distancias; pero se veía prácticamente todos los días
con Efraim Markovitch Skliansky, que era los ojos, los oídos y la polla de
Trotsky en el Consejo Militar Revolucionario y el Comisariado de Defensa.
Ciertamente, sólo podemos especular sobre el poder y la influencia real de
Skliansky, puesto que murió joven. En 1925, estando en un viaje en Estados
Unidos para adquirir tecnología, salió en un viaje en bote con otro alto
funcionario soviético, Isay Khurgin. Ambos se ahogaron. ¿Casualidad?
Stalin, en todo caso, contaba con una gran ventaja: había
sido encomendado por el Comité Central para cuidar de la salud de Lenin. En la
práctica, esto le daba el poder de controlar con quién se veía el líder del
comunismo soviético (con la única excepción de su mujer, cuyo acceso no podía
controlar totalmente); y podía, además, espiarlo a placer. Stalin contaba
además con la colaboración de las personas del entorno de Lenin, sobre todo de
Fotieva, una de sus secretarias.
Lenin y Stalin terminarían por tener dos grandes puntos de fricción entre ambos; uno fueron los problemas personales. Y el otro fue, de alguna manera inesperado. Porque lo que cualquier persona conocedora de los entresijos de ambos personajes hubiera esperado era que el gran punto de enfrentamiento entre ambos colosos del PCUS fuese el hecho de que Lenin hubiese dado carta de naturaleza a la NEP; un estado de cosas que, como demostró claramente cuando tuvo todo el mando y aun antes, estaba en las antípodas de lo que Stalin creía que se debía hacer. Pero, no; no fue, o no fue fundamentalmente, la economía. Fue el siempre espinoso tema de las nacionalidades.
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