Papá, no quiero ser campesino
Un esclavo, un amigo, un servidor
“¡Es precioso, precioso!”
Jefe militar
La caída de Zhu De
Sólo las mujeres son capaces de amar en el odio
El ensayo pre maoísta de Jiangxi
Japón trae el Estado comunista chino
Ese cabronazo de Chou En Lai
Huida de Ruijin
Los verdaderos motivos de la Larga Marcha
Tucheng y Maotai (dos batallas de las que casi nadie te hablará)
Las mentiras del puente Dadu
La huida mentirosa
El Joven Mariscal
El peor enemigo del mundo
Entente comunista-nacionalista
El general Tres Zetas
Los peores momentos son, en el fondo, los mejores
Peng De Huai, ese cabrón
Xiang Ying, un problema menos
Que ataque tu puta madre, camarada
Tres muertos de mierda
Wang Ming
Poderoso y rico
Guerra civil
El amigo americano
La victoria de los topos
En el poder
Desperately seeking Stalin
De Viet Nam a Corea
El laberinto coreano
La guerra de la sopa de agujas de pino
Quiero La Bomba
A mamar marxismo, Gao Gang
El marxismo es así de duro
A mí la muerte me importa un cojón
La Campaña de los Cien Ñordos
El Gran Salto De Los Huevos
38 millones
La caída de Peng
¿Por qué no llevas la momia de Stalin, si tanto te gusta?
La argucia de Liu Shao Chi
Ni Khruschev, ni Mao
El fracaso internacional
El momento de Lin Biao
La revolución anticultural
El final de Liu Shao, y de Guang Mei
Consolidando un nuevo poder
Enemigos para siempre means you’ll always be my foe
La hora de la debilidad
El líder mundial olvidado
El año que negociamos peligrosamente
O lo paras, o lo paro
A modo de epílogo
Chou invirtió toda aquella noche del 7 de noviembre componiendo el informe que habría de enviarle a Mao. Al día siguiente, Breznev, obviamente informado de la salida desabrida de los chinos la noche anterior, se presentó en la legación amarilla con otros cuatro altos miembros del Partido; aunque dejó a Malinovsky en casa. Ante esta delegación, Chou presentó una protesta formal. Breznev le dijo que su ministro estaba mamado la noche anterior (cosa que era cierta), y que lo que había dicho no era la opinión del PCUS ni de la URSS (noniná). Las disculpas, pues, llegaron; pero habían hecho ya su efecto. Mao, desde ese momento, incrementó sus sospechas de que los altos mandos soviéticos querían acabar con él; una convicción que envenenaría las relaciones sino-soviéticas durante muchos años (y que, las cosas como son, tampoco podemos descartar). Pocas semanas después, Mao ordenó la construcción de montañas artificiales en el norte de China; auténticas fortalezas cuyo destino era parar el eventual empuje de los tanques soviéticos.
Todo aquel ambiente de alta traición, paradójicamente,
favoreció a Chou. Si este fiel escudero de Mao pudo sobrevivir como tal, fue
porque su jefe, que lo conocía bien, juzgó que era demasiado nenaza como para
implicarse en un Juego de Tronos como el que imaginaba. Y, la verdad, no se
equivocaba. A Chou En Lai, por lo general, los juegos de alta política le iban
grandes. Sin embargo, otros muchos no se salvaron, muy especialmente los que
tenían en su diario anotados pasados contactos con la URSS. Fue el caso de Ho
Lung, el general a quien se dirigió Malinovsky cuando Chou le hizo la cobra;
fue arrestado y maltratado en su prisión de tal manera que la cascó allí. Y no
fue el único.
El episodio de Malinovsky tuvo la consecuencia inmediata de
que, si bien Mao había tenido una relación equívoca con Khruschev, con sus idas
y venidas, como si fuesen nietos de Rocío Jurado, con Breznev no la tuvo en lo
absoluto. Tampoco el ruso hizo mucho por cambiar eso. China no cuadraba muy
bien en los planes de la URSS de finales de los sesenta y principios de los
setenta.
Quien intentó aprovechar la situación de relativa debilidad
(la palabra clave es “relativa”) fue Liu Shao Chi. Liu sabía, desde que había
escuchado el discurso de Lin Biao en la reunión de cuadros comunistas, que
estaba jugando una partida muy peligrosa en la que necesitaba capturar cuotas
de poder. Por ello, hizo campaña para ser confirmado como jefe del Estado; un
puesto que, sin ser el de máximo poder, sí tenía su cuota de fuerza en aquella
China. La cosa, sin embargo, no era fácil. El jefe del Estado debía ser elegido
por la Asamblea Nacional, y Mao llevaba casi diez años impidiendo que se
reuniese. Ahora que lo veía debilitado, Liu convocó a dicha Asamblea,
calculando que Mao no se atrevería a ir contra este movimiento.
Mao, efectivamente, no pudo, o no quiso, posicionarse en
contra de la convocatoria. Pero en la reunión del Politburo que se celebró 24
horas antes de la apertura, estalló contra Liu y le dijo que jamás lo apoyaría.
Sin embargo, alguien le debió decir que debía ser más taimado, porque el caso
es que semanas después, el 26 de diciembre, cuando cumplió 71 años, tuvo el
gesto absolutamente inusitado, que no tenía absolutamente con nadie, de invitar
a Liu a cenar con él. Cuando el número 2 llegó a la cena, pudo darse cuenta de
lo que era aquello: Mao se había emplazado en una mesa junto con algunas
personas de su entorno; y a Liu lo había colocado en una mesa aparte.
Mao se arrancó con un discurso contra los revisionistas que,
claramente, iba buscando el plexo solar de Liu. Sin embargo, ninguno de los
comensales le hizo coro, salvo su secretario personal, Chen Bo Da. El gesto fue
apreciado por su jefe, que pronto le hizo número 4 del Partido.
El 3 de enero de 1965, Liu fue confirmado en su puesto
presidencial, como ya lo había sido en 1959; sólo que esta vez el nombramiento
fue mucho más publicitado. En diversos lugares, su retrato comenzó a aparecer
junto al de Mao. De hecho, el propio Liu tuvo que vetar la idea, que alguien
hizo circular, de sustituir el gran retrato de Mao de la plaza de Tiananmen por
el suyo. Al fin y al cabo, ya tenía lo que quería: ni un solo alto miembro del
Partido había hecho coro con las críticas de Mao.
El Presidente necesitaba un golpe de opinión pública. Y lo
buscó en un viaje a las montañas Jinggang, donde todo había empezado. Imaginad
que el árbol de Gernika no estuviese en Gernika, sino en Lituania; y que el
lehendakari le girase una visita. Algo así.
A finales de febrero de 1965, Mao dejó Pekín camino de
Jinggang. Se movía despacio, para que la gente le viera y le lamiese el pene
con gusto. En abril, fue informado de la pérdida de uno de sus grandes
baluartes, el dirigente de Shanghai Ke Qing Shi; tenía 63 años y, si China
hubiese sido un país serio, probablemente no tenía que haber muerto, pues la
cascó de una pancreatitis que ni siquiera le diagnosticaron. Y, la verdad, no
creo que Mao quisiera cargárselo; hubiera sido como Joan Laporta pegándole un
tiro en la rodilla a Lamine Yamal.
El 22 de abril, Mao estaba en Wuhan, la capital del virus
chino, donde tuvo una larga reunión con Lin Biao. Con seguridad, Mao le urgió a
mantener un control estricto de las Fuerzas Armadas, con nombramientos bien
hechos para garantizarse la fidelidad de los de uniforme para lo que iba a
venir, que era la purga de Liu y de lo que representaba.
Lin comprendió. El 19 de mayo, Liu Shao, en su condición de
jefe de Estado, tenía que presidir una reunión de alto nivel de mandos
militares. Lin Biao estaba en la lista, pero se borró porque dijo que estaba
con la regla. Sin embargo, de forma inesperada, apareció en medio del
encuentro. Liu hizo un discurso y, al final, dio las gracias a la audiencia por
haberle aplaudido y eso; momento en el que Lin se levantó y tomó la palabra
para decir que todo lo que había dicho el camarada eran subnormalidades.
Os preguntaréis: en realidad, ¿para qué salió Mao de Pekín?
Pues os diré mi teoría. Lo hizo para adelantar sus peones (la actuación de Lin
Biao es un claro ejemplo); y, sobre todo, para hacer tiempo mientras ocurría
algo que estaba esperando: la celebración de la segunda conferencia
afroasiática, convocada en Argel para junio de 1965. La conferencia que habría
de darle empuje sacralizándolo como líder de la revolución del Tercer Mundo.
Además de la oportunidad de brillar, Mao tenía que tener
presente que aquella era una conferencia de jefes de Estado. Mao, literalmente,
no tenía tiempo, a principios de 1965, para purgar a Liu y nombrar a otra
persona en su lugar. En esas condiciones, el papelón que habría hecho China,
dejando un sillón vacío en una conferencia mundial porque su inquilino estaba
en la cárcel, habría sido de órdago. Por eso esperó.
La primera conferencia afroasiática, que normalmente se
suele conocer como conferencia de países no alineados (noniná) había
sido diez años antes. El gran muñidor de aquella conferencia había sido el
presidente indonesio Sukarno. Por esta razón, quizás lo racional es que para
hablar de esta conferencia lo dejemos para el día en que contemos la
descolonización de Indonesia. Baste, sin embargo, decir aquí que la presunta
reunión de países no alineados, es decir no comprometidos ni con la URSS ni con
los EEUU, era lo que era; y la presencia de China en aquella primera reunión lo
dice todo, pues la China de Mao tenía de no alineada lo que Begoña Gómez de
concertista de clarinete (aunque, oye, todo es ponerse; entre otras cosas, porque tiene un cuñado que le puede enseñar solfeo).
La reunión de países no alienados fue, más bien, la cuña del
comunismo en el tercermundismo. Una cuña que quería meter Mao; lo cual quiere
decir que su objetivo no sólo era reducir la influencia de los Estados Unidos
en el Tercer Mundo, sino impedir la de la URSS. En la primera de las
conferencias, todo eso le había salido de coña, pues, al fin y al cabo, había
enviado al listo, o sea, a Chou En Lai. Con las mismas, ahora no quería que
nadie les hiciese sombra.
La conferencia, aunque fuese en Argel, la seguía organizando
Sukarno; y eso quería decir que tenía la llave de invitar a unos, y a otros, no.
Así las cosas, los chinos le ofrecieron de todo; le ofrecieron soldados para
una guerra con Malasia, como le ofrecieron asistencia nuclear. A cambio pedían,
sobre todo, que la URSS no fuese invitada a Argel. En paralelo, China intentaba
reeditar su éxito de años antes. Para ello, sacó a pasear un proyecto
faraónico: una línea férrea desde Zambia hasta el Índico,. Los chinos decían
que el presidente tanzano Julius Nyerere ya había dicho que el tema le hacía
pandán.
Diez días antes de la reunión, un golpe de Estado dejó sin
trabajo a Ahmed Ben Bella, el presidente de Argelia. Mao solía llamar a Ben
Bella “mi querido hermano”; pero ahora le ordenó a Chou que apoyase al nuevo
gobierno militar, para garantizar la cumbre. Sin embargo, la mayoría de los
países estaba por un aplazamiento. Para colmo, semanas después, Gamal Abdel
Nasser, el presidente egipcio, se mostró partidario de que la URSS tuviese una
participación relevante (¡en un movimiento no alineado! Que sigue siendo
considerado como tal, aún hoy en día, por escritores, escribientes y
juntaletras en general ¿Tragan, o no tragan, los licenciados en Historia y en
Políticas con literalmente todo?). China retrucó que si iban los soviéticos,
ellos no irían. En realidad, nunca hubo segunda conferencia.
Mao estaba furioso. Su proyecto de convertirse en líder del dizque
movimiento no alineado de países pobres (y no tan pobres, que había varios
con petróleo para aburrir) se había ido al carajo. En su particular moral
geopolítica, decidió que tenía que dar un golpe. Y pensó, claro, en pedir el comodín de India.
Mao nunca le había perdonado a los indios que hubiesen sido
las estrellas de la primera conferencia afroasiática. Tres años antes, como ya
os he contado, Mao había entrado chulescamente en territorio indio, para
demostrar lo larga que la tenía. Pero en tres años el ejército indio había
cambiado mucho. Así que lo mejor era ir por la comarcal. China se acercó a
Pakistán, quizás su mayor amigo formalmente no comunista, e incluso comenzó a
coquetear con ayudarles a fabricar La Bomba. Al mismo tiempo, excitó las
reivindicaciones pakistaníes sobre Cachemira, que vendió como una guerra de
liberación; y acabó teniendo lo que quería en 1965, cuando India y Pakistán
entraron en guerra (6 de septiembre).
Los chinos, automáticamente, pensaron en colocar a India
ante una guerra en dos frentes. El 22 de septiembre, Pekín exigió a India que
desmantelase puestos emplazados en territorio bajo reivindicación china; y eso
después de haber hecho un importante desplazamiento de tropas hacia la
frontera. Delhi contestó diciendo que ellos no tenían puestos allí.
El tema, sin embargo, salió mal. Antes de que el plazo que
había dado China expirase, Pakistán aceptó la oferta de Naciones Unidas para un
alto el fuego. Tras este movimiento del presidente Ayub Khan, Mao salió en
público diciendo que los indios habían desmantelado en secreto los
destacamentos, así que lo dejaban estar.
Mao estaba fracasando en su gran objetivo, que era, más o
menos, ser, a finales de los sesenta y para Asia y África, lo que diez años
después sería Irán para el mundo musulmán. Necesitaba urgentemente una rebelión
comunista que pudiese decir suya. Por eso, movilizó al comunismo tailandés (en
buena medida, étnicamente chino) a una revolución poco reflexionada (el llamado
Día de los Disparos, 7 agosto de 1965, que fue una flus).
Con todo, su principal apuesta fue Indonesia. En Indonesia,
el comunismo, a través del PKI, tenía la formación más grande de un país no
comunista: tres millones y medio de militantes. Mao, además, estaba escocido
con Sukarno, puesto que había demostrado que no hacía las cosas como él quería.
En septiembre de 1963, Chou En Lai había convocado una reunión secreta en el
sur de China con Ho Chi Minh, el jefe de los comunistas laosianos (Kaysone
Phomvihane) y Dipa Nusantara Aidit, el de los indonesios. En dicho encuentro,
Chou forzó la coordinación política entre el comunismo indonesio y la guerra de
Viet Nam, lo cual acabaría por serle muy trágico. Según Kenji Miyamoto,
entonces jefe del comunismo japonés, Mao quería que tanto en Japón como en
Indonesia se aprovechase el menor resquicio para liarla parda. Aidit era un
firme partidario de esta estrategia y, cuando la cumbre de Argel capotó,
recibió la orden de Mao de ir a por todas.
Pekín contaba con que Sukarno no le era contrario. El plan
era que los comunistas se alzasen contra el ejército y lo descabezasen; momento
a partir del cual Sukarno debería aceptar el fait accompli presentado
por los chinos y el PKI. En los meses anteriores, y ante la permisividad de
Sukarno, el PKI había ido infiltrando a diferentes niños de la curva en el
ejército indonesio. El plan, pues, era que, en un golpe audaz, los comunistas
matasen a los generales que no les eran afectos, tras lo cual Sukarno tomaría
el poder del ejército, controlado en la práctica por los comunistas. El PKI se
decía capaz de controlar a un porcentaje muy elevado de las Fuerzas Armadas.
Dicho y hecho: el 30 de septiembre, un grupo de oficiales
indonesios arrestó primero, y asesinó después, al jefe de las FFAA indonesias y
a otros cinco generales. Hablamos del Gestapu, acrónimo que es de Gerakan
September Tiga Puluh o Movimiento del 30 de Septiembre. Los asesinados
fueron: general Ahmad Yani, general D. I Pandjaitan, general R. Suprapto,
general Sutoyo Siswomiharjo, general M. T. Haryono, general S. Parman y primer
teniente Pierre Tendean.
Los comunistas, sin embargo, no habían puesto en la lista de
víctimas de su ordalía a un general entonces, la verdad, bastante poco
conocido: el general Haji Mohammed Suharto. Suharto, pues, no sólo estaba fuera
del radar de los comunistas, sino que había sido advertido con anterioridad del
golpe (un privilegio al que probablemente no fue ajena su cercanía con los
estadounidenses).
Todo lo que hizo Suharto, pues, fue esperar su oportunidad.
Se quedó bien callado, porque a él también le favorecía el descabezamiento del
ejército indonesio. Cuando los generales de la cúspide de la pirámide militar
habían sido multiplicados por cero, surgió de la nada, tomó el control de las
Fuerzas Armadas, y comenzó la mayor matanza de comunistas jamás perpetrada. Los
comunistas indonesios fueron asesinados en centenares de miles; una operación
en la que pagaron muchos justos por pecadores. La totalidad del Politburo del
PKI fue localizado y pasado por la piedra, con la única excepción de Jusuf
Adjitorop, que estaba en China en esos momentos, y que allí se quedó. Suharto,
dueño del poder, le enseñó la puerta de salida del palacio presidencial a
Sukarno, y estableció una dictadura militar donde ni siquiera se servían
rollitos de primavera.
Por supuesto, dos minutos después de la catástrofe, Mao ya
había encontrado un culpable distinto de él. Toda la culpa, dijo, la tenía el
PKI, por confiar en Sukarno y en sus propias fuerzas.
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