viernes, mayo 06, 2022

La implosión de la URSS (2: Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, un dos tres)

 No es oro todo lo que reluce

Izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás, ¡un, dos, tres!
La gran explosión
Gorvachev reinventa las leyes de Franco
Los estonios se ponen Puchimones
El hombre de paz
El problema armenio, versión soviética
Lo de Karabaj
Lo de Georgia
La masacre de Tibilisi
La dolorosa traición moldava
Ucrania y el Telón se ponen de canto
El sudoku checoslovaco
The Wall
El Congreso de Diputados del Pueblo
Sajarov vence a Gorvachev después de muerto
La supuesta apoteosis de Gorvachev
El hijo pródigo nos salió rana
La bipolaridad se define
El annus horribilis del presidente
Los últimos adarmes de carisma
El referendo
La apoteosis de Boris Yeltsin
El golpe
¿Borrón y cuenta nueva? Una leche
Beloveje
Réquiem por millones de almas
El reto de ser distinto
Los problemas centrífugos
El regreso del león de color rosa que se hace cargo de las cosas
Las horas en las que Boris Yeltsin pensó en hacerse autócrata
El factor oligarca
Boris Yeltsin muta a Adolfo Suárez
Putin, el inesperado
Ciudadanos, he fracasado; dadle una oportunidad a Vladimiro

A Yuri Andropov lo defiende ante el Politburó como candidato ideal el mismo que lo hará pocos meses después en favor de Gorvachev: el ubicuo Andrei Gromiko, lo cual sugiere que el veterano ministro de Asuntos Exteriores se ha convertido en el representante máximo del ala conservadora del PCUS, dominante. El otro gran avalista es Dimitri Fiodorivitch Ustinov, el ministro de Defensa y, por lo tanto, el hombre que Breznev había colocado al frente de eso que conocemos como complejo militar-industrial soviético o complejo LQM (Los Que Mandan).

La llegada al poder de Andropov, su rápida salida, y el hecho de que su herencia la reciba un tipo que está más cerca de la momia de Lenin que de cualquier ser vivo, hace que hasta una clase política tan renuente al cambio, tan rabiosamente conservadora, como el comunismo gobernante (porque el comunismo, cuando no gobierna, es todo renovación y demanda de frescura; pero, cuando gobierna, es un cotolengo de momias recalentadas); hasta la clase política soviética, digo, se da cuenta de que tiene que dar paso a una nueva generación de políticos; la generación de los que estaban haciendo la mili cuando a Stalin le reventó el cerebro. Bueno, eso y que la alternativa a Gorvachev: Romanov, provoca escalofríos incluso entre esos mandamases soviéticos a los que, en puridad, todo lo que les importa es seguir teniendo acceso preferencial al vodka, las putas y el resto de los perks de pertenecer a la vanguardia del progresismo mundial.

A toro pasado, es fácil imaginar que Gorvachev era el mejor situado. Pero, la verdad, inicialmente no lo era. Los sovietólogos de los primeros años ochenta del siglo pasado apostaban por otras figuras, como el citado Grigori Vasilievitch Romanov, que había ocupado el simbólico puesto de secretario del Partido en Leningrado; o Viktor Grishin, que ocupaba el mismo cargo, sólo que en Moscú (sabido es que la Rusia era la única república socialista soviética que no tenía, propiamente hablando, un Partido Comunista, con su secretario general y esas cosas; en ese entorno, los líderes comunistas rusos solían ser los del comunismo leningradense, petrogradense y, sobre todo, moscovita). Sin embargo. a Romanov tenían muchas ganas de quitárselo de en medio porque era impredecible y todo el mundo lo temía; además, se quitó de en medio por una gilipollez (al parecer, se cogió una mamada de alcohol con unos colegas, en el curso de la cual se cargó una copa de los tiempos de Catalina II). A Grishin le salió un asunto de corrupción; lo cual nos dice que alguien estaba ya apostando por Gorvachev, puesto que las Gürtel soviéticas no surgían por generación espontánea, precisamente.

Milhail, mientras tanto, sigue su sorda ascensión. En 1985, acumula un cargo más: presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Soviet de la Unión; un puesto que le supone la obligación de viajar al extranjero, donde se las arregla para ser conocido y jaleado como la Gran Esperanza Blanca de la nueva URSS, que no es más que la vieja URSS con una pátina de gel hidroalcohólico para que huela mejor.

Antes incluso de convertirse en una estrella internacional, Gorvachev ha conseguido ya, internamente, ganar peso. El 7 de noviembre de 1984, un gesto que no ha pasado desapercibido, Chernenko lo ha sentado a su derecha. Gorvachev, de hecho, fue quien figuró oficialmente como el ponente de la propuesta de nombramiento de Chernenko como presidente del Presidium del Soviet Supremo. Esas cosas, en la URSS, significaban que eras el siguiente en la lista.

Llegado al máximo mando de la URSS, la primera ambición de Gorvachev es hacer sitio para su gente. El joven político comunista (porque Gorvachev, él mismo lo decía, nunca dejó de creer en el marxismo-leninismo) tira de manual soviético y, aunque los tiempos ya no están para movidas muy violentas, en la práctica busca los mismos resultados. Los primeros purgados son Romanov y Grishin, ambos salpicados por la duda, pero ambos, todavía, con capacidad de hacerle sombra. Sin embargo, el movimiento más espectacular, y lógico, es el que se hace al frente del gobierno (como es sabido, el gobierno en la URSS es una institución dependiente del Partido). Al frente del ejecutivo soviético se encuentra un político vintage nombrado por Breznev, Nicolai Tikhonov, que para entonces tiene ochenta años. Gorvachev lo cambia por Nicolai Rykhov, un tecnócrata soviético puro, experto en industrias pesadas, que, al parecer, ha hecho un gran papel en varios establecimientos industriales en los Urales.

La gran labor de Gorvachev, en todo caso, fue abrir a una nueva generación de políticos el verdadero centro de poder soviético, es decir, el Politburo del Partido. Así, fueron entrando en el mismo personajes como Eduard Schevardnazde, Yegor Ligachov, o el ucraniano Viktor Chevrikov. Como todo en la URSS era un equilibrio entre tendencias que, si pudieran (y varias veces pudieron) se hubieran matado entre ellas, el máximo órgano de gobierno efectivo del país siguió poblado de políticos de la generación anterior, tales como el eterno Gromiko o Volodimir Scherbitski, el gran jefe comunista de Ucrania.

En toda esta movida, el personal está pendiente de personas como Schevardnazde o Ligachov; así pues, nadie repara en un oscuro aparatchnik traído de los Urales, ingeniero de formación, jefe del Partido en Sverdlovsk. La verdad, Boris Yeltsin ya no era un Don Nadie: Ekaterimburgo, la capital del oblast de Sverlovsk, es la cuarta ciudad más poblada de Rusia, después de Moscú, San Petesburgo y Nobosibirsk. Pero tampoco era ningún primera fila, para qué nos vamos a engañar. Yeltsin, sin embargo, conocía muy bien los resortes de funcionamiento del Partido, y por eso Gorvachev lo hizo viajar a Moscú: necesitaba a un García Egea que le construyese una nueva red de poder en su seno. Dos meses tras llegar a Moscú, Yeltsin fue nombrado secretario del Comité Central, y muy pronto presidirá el Comité del Partido en Moscú, su verdadera fuente de poder. Tras el XVII Congreso del PCUS, es nombrado miembro suplente del Politburo en sustitución de Grishin; así pues, sólo tiene que esperar algún tiempo, hasta que la estrella del otro político deje, definitivamente, de brillar. El verdadero padrino de Yeltsin, en todo caso, no era Gorvachev, sino Ligachov.

En julio de 1985, ya sabiendo que el proceso de renovación de los órganos del Partido no tiene vuelta atrás, Gorvachev se siente fuerte para ir a por la caza mayor. Y la caza mayor se llama Andrei Gromyko.

Las memorias de Gromyko son uno de los libros de recuerdos más decepcionantes que se pueden leer. La verdad, tratándose, como se trata, de un hombre sobre cuya mesa pasaron todos los asuntos internacionales de mínima importancia durante un cuarto de siglo, apenas cuenta cosas; y todas las que cuenta parecen escritas para una vieja Enciclopedia de la URSS de las del tiempo de Stalin. De hecho, Gromyko defiende al georgiano en muchos de sus párrafos, aunque hay varios capítulos que terminan con uno o dos párrafos, que parecen puestos ahí por el ayuntamiento, en los que, de forma inopinada, critica al camarada secretario general; como si alguien se lo hubiese ordenado pero él, en el fondo, no quisiera.

La escasa locuacidad y sinceridad de Gromyko nos deja sin conocer cuáles fueron, exactamente, sus planes internos; es decir, hasta dónde llegaban sus ambiciones de poder en el PCUS. Cuando Leónidas Breznev murió, Gromyko tenía 73 años; eso, en la URSS, era una edad viable para soñar con el poder. Estuvo implicado tanto en la nominación de Andropov como en la de Chernenko y el propio Gorvachev. Es lógico pensar que, en algún momento entre el 82 y el 85, pensase en sí mismo para convertirse en líder del Partido. Gromyko llevaba siendo ministro de Asuntos Exteriores desde 1957, más de un cuarto de siglo; y para la URSS, el tema internacional era básico en la década de los ochenta. Lo que no sabemos, y yo creo que nunca sabremos, es si no se atrevió, o le pararon la mano. El caso es que dejó paso a Gorvachev y, cuando lo hizo, tenía que saber que un tipo así, que estaba fregando con Sanitol los asientos del Politburo, no le iba a confiar a él la política exterior soviética.

Dicho y hecho. En julio de 1985, Gorvachev le propone a Gromyko que sea presidente del Presidium del Soviet Supremo, esto es, Gran Jarrón Chino del Régimen Soviético; y Gromyko no encuentra ni fuerzas, ni apoyos, para negarse. Su puesto será ocupado por Schevardnazde. Ese movimiento es poco menos que herético. Schevardnazde, además de un absoluto parvenu en asuntos exteriores, es georgiano, esto es, no ruso; y las relaciones exteriores de la URSS, hasta ese momento, siempre las han llevado rusos; incluso cuando mandaba un georgiano.

Dos nombramientos más de gran importancia son el de Alexander Nikolayevitch Yakolev como jefe de Propaganda del Comité Central, y de Anatoli Ivanovitch Lukianov como jefe de la Cancillería de ese mismo Comité Central. Yakolev había sido objeto en 1973 de una purga breznevita suave: tras escribir un artículo doctrinal marxista que a Suslov le había parecido demasiado rompedor, fue enviado de embajador soviético a Canadá. Durante su etapa como responsable de relaciones exteriores en el Partido, Gorvachev lo había conocido en Otawa, y habían conectado.

El año 85 es, para Gorvachev, fundamentalmente el de preparación del Congreso del Partido en el que deberá definir y lanzar la nueva estrategia. En ese momento, la palabra mágica, el mantra, es “acelerar”. Gorvachev habla de una era de gran avance científico y técnico, que debe ser aprovechado por la URSS para acelerar el progreso socioeconómico. En ese momento, Gorvachev ya está utilizando otro término que, sin embargo, todavía no tiene la difusión que tendrá después: “Ahora mismo”, dice el secretario general, “vemos con claridad la concepción de una perestroika de nuestros mecanismos económicos”. Perestroika, pues, es un concepto que comienza a usarse, inicialmente, en el estricto mundo de las relaciones económicas, industriales en realidad; con el significado de mejorar e incrementar la independencia de cada empresa, para que ésta pueda aportar más al objetivo principal, que es la aceleración”. El 12 de julio, Gorvachev le arranca al Comité Central y al Consejo de Ministros una declaración conjunta en favor de su objetivo de aceleración.

El camarada secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, por otra parte, se inspira en luchas anteriores, sobre todo las abiertas por Andropov durante su breve mandato, para mejorar la disciplina de la maquinaria ecosocial soviética. Así, el 7 de mayo de 1985 el Consejo de Ministros publica una resolución tendente a reducir el alcoholismo en el país.

La campaña legal contra el alcoholismo es una buena metáfora de lo que fue el gorvachevismo, y por qué fracasó. En este tema, como en muchos otros, incluso temas mucho más importantes, Milhail Gorvachev mostró casi siempre la misma combinación terrible de actuaciones. Era muy lúcido a la hora de diagnosticar el problema y la necesidad de enfrentarlo; pero, sin embargo, a la hora de poner los medios para hacerlo, dudaba, actuaba constantemente con freno y marcha atrás, de modo y forma que otros políticos más resolutivos que él, como Yeltsin, le acabaron por comer la tostada. No hay nada más que pasearse hoy en día por cualquier barrio de la periferia de una ciudad rusa para darse cuenta de que aquella campaña fracasó. El alcoholismo estaba muy enraizado en la sociedad soviética. Recordad que, durante la batalla de Stalingrado, los soviéticos llegaron a bombardear su propia plana mayor porque el general al mando había retirado el vodka de las trincheras; y, cuando dicho general llamó a Moscú anunciando represalias, lo que recibió fue la orden del Alto Mando de volver a darle a los soldados su alcohol.

En segundo lugar, el Partido no estaba por la labor. Aun para el Partido Comunista, que por definición no podía sufrir el mordisco de la pérdida de imagen, la cruzada contra el alcoholismo era demasiado. De hecho, aquella tentativa fallida, si una consecuencia tuvo, fue provocar el primer enfrentamiento serio entre Ligachov y Gorvachev; no sería el último.

El XXVII Congreso del PCUS se reunió, finalmente, del 25 de febrero al 6 de marzo de 1986. Gorvachev hizo un discurso componedor, en el que no olvidó su demanda de aceleración; pero también se ocupó de decir que las cosas había que hacerlas despacito, bien hechas, con moderación. De hecho, dio prueba de esa “moderación” el mismo 7 de marzo, cuando la sala del Congreso todavía no había terminado de barrerse, con una serie de normas que venían a sancionar los ingresos obtenidos de fuentes distintas del trabajo, que se consideraban ilícitos. Gorvachev, por lo tanto, condenaba uno de los medios de su aceleración: los pequeños negocios privados que algunos habían iniciado al calor de las manifestaciones de su secretario general en favor de “una mayor libertad de la acción económica”. Ahí se empezó a labrar la impopularidad de Gorvachev, esa impopularidad que los indocumentados de costumbre, los primeros de ellos los periodistas, columnistas y opinadores varios, nunca comprendieron en Occidente.

Aunque la imagen que se tiene fuera del mundo soviético, insisto, es la de un Gorvachev que siempre fue el campeón de la transparencia y la nueva eficiencia, en realidad no era así. Llevaba apenas un año al frente de la URSS, y ya había decepcionado a aquéllos de entre los ciudadanos soviéticos que habían creído en sus primeras palabras. Yo no tengo muy claro, la verdad, si aquel frenazo fue una imposición de las estructuras del Partido, asustadas con la libertad que se pretendía otorgar en las relaciones de producción; o fue el resultado de que el propio Gorvachev, quien como digo nunca dejó de creer en la viabilidad, y hasta necesidad, de los sistemas socioeconómicos marxistas centralizados, se acojonó de lo que estaba provocando.

De todas formas, apenas unas semanas después de haber terminado, sin grandes sorpresas, el Congreso del Partido, Gorvachev se habría de encontrar con un baño de realidad. Una cosita sin importancia que ocurrió en Chernóbil, Ucrania.

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