lunes, noviembre 25, 2019

Partos (11: ... y Craso tuvo, por fin, su cabeza llena de oro)


En honor de Roma, hay que decir que los soldados de aquella batalla estuvieron a mucha mayor altura que sus generales. Los caballeros galos, que estaban en franca inferioridad frente al armamento y las capacidades de la caballería pesada de los partos, consiguieron en no pocas ocasiones poner en dificultades a su enemigo. Incluso llegaron a desmontarlos sin más armas que sus manos, lo cual significaba ser capaces de agarrar las lanzas con que los atacaban; o simplemente con cuchillos, que usaban para acercarse a los caballos y apuñalarlos en el vientre para hacerlos caer. La infantería, por su parte, se subió a una colina y allí construyó una posición defensiva creando una pared de escudos; pero fueron hostigados por los arqueros, que se hicieron con ellos un Little Big Horn.

Al final de la batalla, y aunque los cálculos son difíciles de hacer, lo que está claro es que la tasa de bajas del ejército romano resultaba impresionante para una batalla antigua. En honor de Publio, el rocapollas, hay que decir que, personalmente, tenía una huida relativamente sencilla a alguna población helenizada de las que había cerca; pero prefirió quedarse con sus hombres. Aunque esto es una manera de decirlo; la otra, que es en la que yo creo, es que, abrumado ante la posibilidad de tener que regresar a Roma a dar explicaciones y a enfrentarse al oprobio y la muerte política, prefirió quedarse. Sus hombres, la verdad, no tengo tan claro que le importaran.

Cuando lo vio todo perdido, Publio Craso le ordenó a su asistente que lo matase; y lo mismo hicieron sus principales mandos. Los partos le cortaron la cabeza, la colocaron en lo alto de una pica y, con tal adorno al frente, continuaron el ataque contra los infantes de la colina.

Los infantes, de hecho, seguían razonablemente confiados. Igual que los Craso, no parece que concibiesen la idea de que Roma pudiera perder una batalla como aquélla y, por lo tanto, estaban allí, aguantando el chaparrón, esperando ver llegar a Publio en victoria para rescatarlos. Conforme fue avanzando el día, sin embargo, comenzaron a aparecer los pesimistas, realistas en este caso, que comenzaron a decir que la tardanza del general no señalaba nada bueno. En ese momento, más o menos, Craso el padre estaba preguntándose cómo le iría a su hijo, y planteándose si avanzar para echarle una mano. Estaba en ésas cuando pudo ver la cabeza de su hijo clavada a una pica y a los partos que atacaban de nuevo. Los romanos habían perdido su capacidad de atacar; sólo les quedó defenderse hasta que llegó la noche.

Con las primeras oscuridades, unos emisarios se llegaron a una distancia de los romanos lo suficientemente pequeña como para que los gritos se escuchasen. Los partos habían heredado de los persas la costumbre de que, una vez llegada la noche, terminar la batalla estuviera como estuviera, apartarse de ella lo más posible y, por lo tanto, levantar sus campos bastante lejos del teatro de operaciones. Aquellos emisarios le gritaron a Craso que le daban una noche de tregua para que pudiese buscar el cadáver de su hijo (bueno, la parte de él que quedaba libre) y tratarlo decorosamente. A la mañana siguiente, dijeron, regresarían para hacer prisionero al general; en esas horas, siempre podía optar por rendirse él mismo.

Los romanos, en un gesto un tanto mezquino, aprovecharon esa noche de tregua que les dieron para retirarse hacia Carrhae; retirada que suponía dejar a su puta suerte a los más de 4.000 heridos que se habían producido el día anterior (de ahí que diga que a los generales romanos, por lo general, la suerte de sus soldados les importaba un cojón). Los partos, sin embargo, los ayudaron, pues ni siquiera a la mañana siguiente se aplicaron a perseguirlos con saña, lo que da que pensar que hubieran podido asistir a algunos heridos que, sin embargo, quedaron tumbados en el campo, a su suerte.

Una vez en la ciudad, al abrigo de unas murallas que eran especialmente importantes cuando quien te está atacando es un ejército como el parto, que no sabía llevar a cabo asedios, a los romanos les quedaba una oportunidad: Artavasdes. ¿Y si el rey armenio había tenido más suerte que ellos y había conseguido derrotar a los partos? En ese caso, los armenios podrían marchar hasta Carrhae para liberar a los romanos. Como posibilidad, era posible; pero, la verdad, el principal problema de Craso era ahora la moral de las tropas, que lógicamente estaba por los suelos, máxime cuando en la ciudad comenzó a escasear de todo. Estaban, además, en una ciudad griega, y sabían bien que si de gilipollas es fiarse en la fidelidad de un romano, ya, fiarse en la de un griego es de paralíticos conceptuales (aunque eran otros tiempos; fijaros si eran otros tiempos, que entonces, como se demostró en la batalla con el excelente comportamiento de los jinetes galos de Julio, todavía podías fiarte de un francés).

Finalmente, Craso maquinó lo siguiente: llegar a Armenia no era imposible, máxime ahora que el ejército, reducido a la fuerza, había ganado maniobrabilidad. Por otra parte, los partos, como habían demostrado tras la batalla, mantenían la costumbre de no hacer nada, bélicamente hablando, durante las noches. Así pues, la solución estaba en salir echando hostias hacia las montañas armenias, y rezar para que allí Artavasdes no se hubiese encontrado con otra como la que les había pasado a los romanos. Ésta fue la solución general, aunque hubo otras. Casio, por ejemplo, escapó hacia el Éufrates con 500 caballeros, adonde logró llegar vivo. Octavio, uno de sus generales, dirigió a unos 5.000 hombres hacia las montañas armenias, alcanzando una posición relativamente segura en un lugar llamado Sinnaca.

Por su parte Craso, quien probablemente fue engañado por sus guías, avanzó muy poco, o muy mal, durante la noche. Cuando el día estaba a punto de despuntar lo pilló demasiado cerca del enemigo; cuando los partos se levantaron, lo vieron en la pantalla del GPS y se fueron a por él.

Tratando probablemente de darle más oportunidades a Octavio, que iba delante, Craso, junto con los 2.000 legionarios que comandaba, tomó la cresta de una colina, cerca de Sinnaca, para resistir. Allí tenía que haber terminado la vida de Marco Licinio Craso, de no ser por Octavio quien, a pesar de haber logrado llegar a una ciudad protectora, la abandonó para acudir en ayuda de su general en jefe.

Para los partos, en ese momento, la prioridad era hacerse con la persona de Craso. Lo responsabilizaban, no sin razón, no de haberles hecho la guerra, sino de haber creado toda la guerra en sí a causa de su ambición de riquezas. Sin embargo, tras la acción de Octavio, parecía claro que Craso había ganado la posibilidad de ganar en la noche las montañas armenias; se escapaba la posibilidad de hacerlo prisionero para que sirviese de ejemplo a futuros generales romanos que pretendiesen enfrentarse a Partia.

Ante esta situación, Orodes cedió en su presión. Sacó bastantes tropas del pasado teatro bélico y, de hecho, permitió que muchos de los romanos que tenía prisioneros se escapasen, aunque previamente los aleccionó para que hablasen claro a su regreso al campamento romano sobre la clemencia del rey parto y su deseo de llegar a acuerdos de paz con los romanos. Pasado un tiempo prudencial, y en compañía de algunos de sus jefes, se dirigió hacia el campamento romano en la tradicional actitud de los partos cuando querían mostrar el deseo de parlamentar y no de luchar: llevaba en la mano izquierda un arco sin cuerda y llevaba la derecha extendida como en un juramento.

Desde el campo, a distancia prudencial de los romanos, Orodes gritó su invitación para que Marco Licinio se adelantase con un número similar de acompañantes para acordar un pacto de no agresión, de colaboración incluso, ante ambas partes. Craso, la verdad, era muy poco proclive a aceptar la invitación. Estaba en Asia para conseguir la gloria, y regresar a Roma con un pacto firmado bajo la presión de una derrota militar no era, desde luego, su idea de conseguir algo con lo que equilibrar los éxitos de sus rivales políticos. Sin embargo, en ese punto la estrategia de Orodes parece haber funcionado pues, merced a la presión de los romanos liberados, el procónsul se encontró con una presión de abajo a arriba en la que fueron los propios soldados y centuriones los que clamaron por la paz y le obligaron a retractarse de su "no es no".

Así pues, el orgulloso Marco Licinio Craso se vio a sí mismo saliendo a campo abierto para parlamentar con el tipo que había clavado la cabeza de su hijo del extremo de una pica y la había paseado por el campirri.

Los partos recibieron a los romanos con deferencia y, por lo que parece, alcanzar los puntos del acuerdo no fue difícil, de donde cabe sospechar que los romanos, obviamente, no tenían mucho con que presionar en su favor, y que los partos tenían claro que no tenían que tirar demasiado de la cuerda. No obstante todas estas facilidades, el surena del rey parto no se recató de dejar claro que todo lo que habían hablado había que ponerlo por escrito; acordándose, muy probablemente, del paso de Pompeyo por aquellas tierras, argumentó, con ironía, que “los romanos parecen tener cierta dificultad a la hora de recordar los compromisos que adquieren”.

En lo que llegaba el papel, la tinta, los sellos y tal, los partos invitaron a Craso a dar un paseo a caballo. Le proveyeron para ello con un caballo parto pero, en el momento que el romano estuvo montado, los partos comenzaron a espolear al animal para que saliera a la naja, en un claro intento de secuestro. Octavio, el general de Craso que lo había acompañado a las negociaciones, se hizo con la espada de un militar parto y mató a uno de los que estaban azuzando al caballo.

Lo que siguió fue una pelea caótica en la que los partos consiguieron lo que iban buscando: el último aliento de Marco Licinio Craso, si bien no está claro si lo mataron los partos o se hizo matar por alguno de los suyos.

Las tropas romanas, cuando supieron de la traición de los partos y la muerte de su comandante, tuvieron claro que no tenían forma de vengarse. Estaban totalmente entregados y a merced de los partos; así pues, decidieron no contestar y llevar a cabo su plan de huida nocturna hacia Armenia. Aunque ni siquiera eso les salió todo lo bien que esperaban, pues diversas tribus montaraces súbditas del rey parto se aplicaron a darles caza, cosa que hicieron con bastante eficiencia.

En suma, Marco Licinio Craso había iniciado su aventura asiática con 40.000 efectivos, de los que apenas 10.000 regresaron a casa, y no en triunfo que digamos. De los 30.000 efectivos en números redondos que supusieron las bajas de aquel enfrentamiento, 20.000 lo fueron en la batalla y en las posteriores persecuciones de romanos; y 10.000 más formaron la nutrida población prisionera que Orodes nunca soltó. Estos romanos fueron finalmente establecidos en el valle de Margiana, al norte de Partia, donde se casarían y tendrían quecos con las mujeres locales, se establecieron y jamás regresaron a Roma. Estoy seguro que los análisis de ADN en el el Turmekistán oriental podrían deparar más de una sorpresa.

La victoria sobre Craso hizo a los partos merecedores del título, incluso entre los sorprendidos autores latinos, de segundo gran poder mundial. Nada había salido bien en aquella expedición que había tenido el objetivo de emular a Alejandro y encumbrar a Craso en el poder de la República. Ni siquiera la carta armenia se había ganado propiamente hablando. Algo se debía de oler el armenio sobre la debilidad de los romanos porque Artavasdes acabó por convencerse de la conveniencia de llegar a algún acuerdo de convivencia con Orodes; acuerdo que se selló con el compromiso del hijo del rey parto, Pacoro, con una hermana de Artavasdes. De hecho, fue durante las celebraciones por este compromiso que llegaron las noticias de la muerte de Craso, confirmada porque los mensajeros, siguiendo su costumbre local, traían consigo la cabeza y una mano del fallecido.

Para que os vayáis quitando de encima la imagen de que los asiáticos de aquella época era (como de hecho creían los romanos) unos cachoburros que sólo sabían montar caballos y mujeres mientras emitían sonidos guturales que llamaban idioma, os diré que, aunque la escena descrita por los historiadores está probablemente dramatizada, literaturizada, lo que es un hecho más que probablemente cierto es que, como parte de las celebraciones del compromiso entre las familias reales parta y armenia, Artavasdes y Orodes estaban acudiendo a la representación de una tragedia griega. Incluso sabemos cuál: Las bacantes, de Eurípides. Los relatos históricos nos dicen que fue en el justo punto de la obra en que Agave y las bacantes entran en el escenario con los restos mutilados de Penteo que los mensajeros aparecieron con los trozos de Craso. Acto seguido, los partos, en un acto estrechamente ligado a los motivos que sabían habían traído a Craso a Asia, fundieron oro y se lo echaron por la boca a la cabeza del cónsul muerto.

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