miércoles, noviembre 28, 2018

Carlos III (2: de Varsovia a Nápoles)

Rigodones que ya hemos bailado:

El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio

No es, en todo caso, la italiana la única corona que pudo ceñir el rey Carlos. Su madre, Isabel de Farnesio, era una mujer obsesionada con conseguir la dignidad real para sus hijos, y muy particularmente Carlos, a pesar de los pocos números que le habían tocado en esa lotería. Por eso, igual que Carlos terminó en las cálidas costas del sur de Italia, bien pudo haber terminado en lugares algo más fríos.

El 10 de febrero de 1733 falleció el rey Augusto II de Polonia, y con su muerte dejó el trono vacante por no tener descendencia. Este hecho fue, en su momento, de gran importancia para la diplomacia europea o, como se dice ahora, para la geopolítica. Polonia, una nación de la que no se suele hablar cuando se trata la geopolítica de aquel tiempo, era, sin embargo, una pieza muy importante del ajedrez europeo desde el momento en que el Imperio ruso comenzó a labrarse una capacidad de decisión y Moscú, de hecho, se convirtió en una de esas capitales a las que siempre había que consultar por email cada vez que se tomaba una decisión importante en Europa. Desde que Rusia había superado la Edad Media convertida en una entidad política cohesionada y con enormes capacidades (pues por ejemplo nadie, en puridad, salvo el Imperio Austrohúngaro, podía soñar con tener la capacidad de leva que tenía), para las potencias no eslavas comenzó a ser una prioridad importante colocar toallas mojadas en las rendijas del Telón de Acero (es, claro, una licencia poética) para evitar que el fuego entrase. Creemos que esto es algo que pasó con el comunismo, pero, en realidad, la Revolución de 1917 no hizo sino reeditar un esquema de cosas que ya existía con anterioridad. En esta movida Polonia era un elemento importante, con enormes capacidades de compresión del poder ruso; y es por eso que, de alguna manera, durante siglos las capitales europeas occidentales venían trabajando para garantizar la supervivencia de la nación, de la misma forma que el proyecto nunca escondido de Moscú siempre fue ucranizar Polonia, esto es, hacerla desaparecer como ente político independiente.

Luis XV de Francia tenía la intención, obvia, de colocar de nuevo en el trono a polaco a su suegro, Stanislas Leszcynski; era un paso prácticamente obligado tras la alianza que había alcanzado su padre al casarlo. Sin embargo, Rusia no quería ver al viejo rey en su trono; y en ese caso tenía fuertes aliados, ya que tanto el Imperio vienés como el pujante poder prusiano no eran muy proclives a la medida; el primero, porque estaba desarrollando una política de cordialidad hacia Moscú que le hacía falta por la cantidad de súbditos eslavos que contenía en su sudoku de nacionalidades; y la segunda porque, poco a poco, estaba comenzando a generar el fuerte sentimiento antifrancés que brotaría en el siglo XIX, que tuvo su ápex en 1870 cuando los franceses fueran insultantemente derrotados por los prusianos; y cuyo teatro fundamental serían Alsacia, Lorena y el valle del Ruhr, cuyos habitantes sufrirían durante décadas las consecuencias de la inquina entre París y Berlín, que hoy se fotografían juntos y sonrientes en Bruselas mientras guardan las facas en el bolsillo. En general, esta alianza oriental se beneficiaba del hecho de que Francia fuese, claramente, la principal potencia europea en ese momento y que, por lo tanto, que colocase cualquier pica en algún territorio distinto del suyo se veía con creciente desconfianza.

De aquel stalemate surgió la idea de Isabel de Farnesio de que la corona de Polonia le fuese ofrecida a su hijo Carlos; el cual, por lo tanto, bien pudo ser, es de suponer que para regocijo del nacionalismo catalán, literalmente un rey polaco. Pensaba Isa Farne, y yo creo que no le faltaba razón, que su hijo era, literalmente, un mindundi del orden mundial, como venía a serlo su propio país de origen cada vez más; así pues, un rey español para Polonia sería más tranquilizador para las cuitas de las potencias acostumbradas a mandar en el área y, de paso, contribuiría a volver a colocar a España en el centro de un apaño diplomático importante, cosa que cada vez ocurría menos con un país que tenía problemas para mantener su perfil en la geopolítica internacional.

Las gestiones en torno a este tema cristalizaron en el llamado Tratado de El Escorial, de 4 de noviembre de 1734, también conocido como Primer Pacto de Familia. En este acuerdo, Luis XV se comprometía a obtener de Inglaterra la devolución de Gibraltar para los españoles (compromiso que lo dice todo sobre lo que vale la palabra de un diplomático francés), además de garantizar los derechos españoles en Parma y Nápoles. El tema no coló, puesto que España estaba ya tan identificada con el poder francés que nadie vio la solución propuesta por Lizzi como una solución neutra. La guerra, prácticamente inevitable ya, se produjo, y España decidió concentrar sus esfuerzos en Nápoles. Felipe V había sido rey de Nápoles durante sus siete primeros años de reinado, hasta que la corona le había sido arrebatada por su enemigo, el archiduque Carlos, ya proclamado emperador. Ahora se presentaba la oportunidad de recuperar ese reino.

España envió una escuadra desde Barcelona a las órdenes del conde de Clavijo, escuadra que, en Antibes, se reunió con tropas al mando del conde de Montemar, que era el comandante en jefe de la expedición. Toda esta fuerza se concentró en Siena, con el propio Carlos al frente, marchando hacia Nápoles. Fue un avance sencillo, sobre todo porque la diplomacia española se había garantizado previamente el apoyo activo (esto quiere decir logístico) del Papa Clemente XII; y a nadie se le escapa que, durante siglos, los que han partido el bacalao en la península italiana han sido los megacuras. Los barcos españoles tomaron dos pequeñas islas en la boca de la bahía napolitana, Ischia y Prócida, lo que fue una señal importante para los austriacos, que comenzaron a dejar el campo sin lucha. A principios de abril, Carlos recibe en Aversa la visita de los diputados locales napolitanos, y apenas 24 horas después entra en la ciudad en loor de multitud. En su llegada, el infante español reparte dinero entre los napolitanos y regala una cara joya para la iglesia de San Jenaro, el patrón local.

Siguiendo los adecuados preceptos de la monarquía española, lo que hizo Carlos el 10 de mayo de 1734 no fue proclamarse rey de Nápoles. El rey era su padre, Felipe V rey de España; él únicamente gobernaría la plaza en su nombre. Pocos días después, sin embargo, y según lo previsto por todos, llegaron las células oficiales por las cuales Felipe le cedía a su hijo todos los derechos sobre los reinos de Nápoles y Sicilia. Para los napolitanos, por mucho que en su mayoría hoy salten como si los estuviesen cocinando en una plancha caliente cuando se les recuerda el poder español que rigió sobre ellos; para los napolitanos, digo, aquélla fue una noticia digna de jolgorio y fiesta. En primer lugar, insisto que a pesar de que la actual memoria histórica selectiva de los pueblos modernos dicte lo contrario, los napolitanos estaban encantados de que regresase el poder español sobre ellos. A los italianos, de toda la vida, lo que les ha jodido el huevo es que les gobernasen los austriacos; España estaba demasiado lejos para dar mucho por el orto y, además, ambos países son mediterráneos, y eso se nota (para bien, y también para mal). Pero es que, además, hay que tener en cuenta el gesto inteligente del Borbón al ceder sus poderes sobre su hijo. Esto suponía que Nápoles tendría un rey propio, después de casi 200 años en los que lo que había tenido el reino, era virreyes. Los napolitanos de principios del XVIII estaban malquistos por su pasada grandeza que sospechaban olvidada por todos, ésos que habían convertido su país en una puta provincia. El hecho de que Carlos no fuese su gobernador, sino su rey, los galvanizó.

Nápoles ciudad, en todo caso, no era el reino de Nápoles. Los austríacos no habían abandonado el teatro del todo; de hecho, se encontraban encastillados en Bitonto. Hacia esta ciudad doblemente imbécil se fueron a por ellos las tropas de Montemar el 25 de mayo. Por su parte, Carlos estuvo al frente de las tropas en las tomas de Gaeta y Capua. Tras asegurar los dominios peninsulares, le llegó el turno a Sicilia. José de Carrillo y Albornoz, o sea Montemar, se llegó hasta allí en plena canícula y, a finales de agosto, obtuvo la obediencia del Senado panormitano. La última plaza siciliana relapsa fue Siracusa, donde el marqués de Orsini permaneció con tropas austriacas durante más o menos un año.

El 9 de marzo de 1735, Carlos llega al puerto de Mesina. En Sicilia su recibimiento fue, incluso, más favorable que en Nápoles. En algunos casos, como en Palermo, el rey habría de quejarse del excesivo gasto que se estaba haciendo para engalanar la ciudad en su honor. Hubo situaciones chuscas, como un convento de monjas que se ofreció para reclutar un regimiento de coraceros para el rey; o ese otro convento que, juzgando pequeño el espacio que tenía para recibir al rey, compró en horas dos casas colindantes y las derribó para construir una sala de homenaje. Carlos, probablemente entendiendo que todos estos parabienes tenían un origen muy parecido a lo que había visto en Nápoles, devolvió a Silicia el título de reino y, por lo tanto, se coronó como rey de Sicilia. Fue, por lo tanto, rey de Nápoles y rey de Sicilia, no rey de Nápoles y Sicilia; parecen la misma cosa, pero no lo son (y, si no, que se lo digan a los de Castilla y de León).

Tras las alegrías iniciales, llegó lo que siempre le llega tarde o temprano a un gobernante: el instante de gobernar. En ese mismo, Carlos aprendió pronto que Nápoles no estaba en una situación muy virtuosa que se diga. Nápoles, literalmente, era una carga para España, mucho más que una lucrativa posesión. Nada más comenzar el reinado carolino, hubo de montarse un cordón umbilical de carros que llegaban desde España literalmente cargados, o bien de dinero, o bien de metal precioso con el cual alimentar las cecas napolitanas. El país era incapaz de mantenerse por sí mismo. Bueno, sí lo era, pero no. La cosa es que el gran hecho imponible para cualquier sistema fiscal racional en aquel Nápoles hubiera sido el comercio. El reino de Nápoles estaba estratégicamente situado para el comercio mediterráneo, y lo lógico era establecer algún tipo de tasa sobre el paso de mercancías. Pero en 1735 todavía estaba muy viva en el recuerdo de los españoles la rebelión liderada en 1647 por Tomasso Aniello d'Amalfi, conocido como Masianello, y que por eso se conoce como la rebelión de Masianello. Napolitanos y sicilianos se habían levantado contra la imposición española de nuevos impuestos, en aquel caso sobre la fruta, y por eso los españoles de ahora, a pesar de que tuvieron incluso redactado el decreto que estatuía el nuevo impuesto, no se atrevieron a pasearlo.

En este punto de la vida de Carlos de Borbón, en todo caso, lo realmente importante para él era, cada vez más, el hecho de que estaba alcanzando la edad de escoger esposa.

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