lunes, enero 22, 2018

Los reyes católicos y los canarios (... y los indios americanos)

Después de habernos empapado sobre la odisea de los grancanarios durante la dominación de las islas por Castilla, así como de los problemas planteados con palmeros y guanches, incluimos unas notas más, que ahora ampliamos hablando, por fin, de los indígenas americanos.

En nuestros devaneos con la política indigenista de los reyes católicos ya le hemos dedicado un tiempo al tema que realmente fue batallón sobre su reinado, y que no fue, como piensan los cultiparlantes, el debate sobre los derechos de los indios americanos, sino el debate, más que el debate la acción judicial, en pro de los derechos de los indios o aborígenes canarios. Dicho esto es lo cierto que el tema de los indios tiene su miga, y por eso vamos a decir aquí algunas cosas al respecto.


Es de sobra sabido que los reyes sometieron a los expertos letrados, teólogos y canonistas el tema del régimen que se le debía aplicar a los habitantes de las tierras que estaban siendo descubiertas, conquistadas y colonizadas después de que Colón regresase de su viaje con el mensaje de que se había equivocado pero, en equivocándose, había acertado.

El dictamen solicitado, y que desde luego fue emitido, no se conoce. Lo que en realidad se conoce es la resolución tomada a la luz de dicho dictamen. Resolución de 20 de junio de 1500, dirigida a Pedro de Torres, y que dice: ya sabéis como por nuestro mandado tenedes en nuestro poder en secuestración e depósito algunos indios de los que fueron traídos de las Indias e vendidos en esta ciudad e su arzobispado y en otras partes de esta Andalucía, por mandado de nuestro almirante de las Indias. Los cuales agora Nos mandamos poner en libertad, e habemos mandado al comendador fray Francisco de Bobadilla que los llevase en su poder a las dichas Indias, e faga dellos lo que le tenemos mandado. Por ende, Nos vos mandamos que luego que esta nueva cédula viéredes, le dedes e entreguedes todos los dichos indios que así tenéis en vuestro poder, sin faltar dellos ninguno, por inventario e ante escribano público.

El texto de esta orden, se quiera o no, es la primera vez que se pone por escrito el principio de que un colectivo de seres humanos merece la libertad por inculto o inferior en poder que sea.

Los indios que Pedro de Torres tenía en su poder eran 21. Uno de ellos estaba postrado por la enfermedad, por lo que hubo de permanecer en Sanlúcar de Barrameda. De los otros veinte una, que era una niña, expresó su deseo de permanecer en casa de un vecino de la localidad, llamado Diego de Escobar, para ser educada. Esto hace 19 repatriados. El 23 de junio, apenas tres días después de haberse redactado la orden, Pedro de Torres entrega a estos indios al mayordomo del arzobispo de Toledo, salvo uno de ellos que fue entregado directamente al pesquisidor Francisco de Bobadilla.

Sabemos, además, que no fue ésta la única cédula liberatoria que se expidió. En 1501, por ejemplo, Lope de León se ocupó de encontrar, liberar y devolver a una serie de indios que habían sido recibidos por conquistadores de las Antillas como pago por sus servicios.

Estas órdenes, que podrían considerarse como actos administrativos policiales o judiciales, marcan el inicio de una política continuada por parte de los reyes católicos a favor de la libertad de los indios, como vasallos de la corona de Castilla. El 16 de septiembre de 1501, los reyes expiden unas instrucciones en Granada dirigidas al gobernador de La Española, fray Nicolás de Ovando. En dichas instrucciones, los reyes mandan procuréis como los indios sean bien tratados y puedan andar seguramente por toda la tierra, y ninguno les haga fuerza, ni los roben ni hagan otro mal ni daño. Asimismo, dice que porque somos informados que algunos cristianos de las dichas islas, especialmente de La Española, tienen tomadas a los dichos indios sus mujeres e hijas y otras cosas contra su voluntad, luego como llegáredes, daréis orden como se les vuelvan todo lo que les tienen tomado contra su voluntad, y defenderéis so graves penas, que de aquí adelante ninguno sea osado hacerlo semejante, y si con las indias se quisieren casar, sea de voluntad de las partes y no por fuerza.

El 2 de diciembre de 1501, habiendo tenido los reyes conocimiento de las acciones del navegante Cristóbal Guerra, quien había apresado indios y los había vendido como esclavos en Andalucía, fue apresado y embargada su pequeña fortuna. Los indios fueron devueltos a América.

Aunque lógicamente nuestra información es parcial, cabe sospechar que la aplicación concreta de estas medidas no fue perfecta y que, sobre todo, contó con la oposición de aquéllos que tenían que llevarlas a buen término. Esos opositores o críticos muy probablemente tuvieron base para sus protestas, porque en buena parte los indios no hicieron uso de su libertad, como pretendían los reyes, para hacerse buenos cristianos y convertirse en castellanos morenitos; sino para extrañarse y, no pocas veces, envilecerse por el efecto de una sociedad que a buen seguro no comprendían. Esto es lo que se deduce de las palabras dictadas por Isabel el 1503, que nos dice: hobimos mandado que los indios fuesen libres y no sujectos a servidumbre; e agora somos informados de que a causa de la mucha libertad que los dichos indios tienen, huyen y se apartan de la conversación y comunidad de los cristianos, por manera que aun queriéndoles pagar sus jornales no quieren y andan vagamundos. Ante lo ocurrido la reina, apretando el puño, autoriza a los gobernadores para que conpelais y apremiéis a los dichos indios que traten y conversen con los cristianos y trabajen en sus edificios, en coger y sacar oro y otros metales, y en facer granjerías y mantenimientos, y fagáis pagar a cada uno el día que trabajare el jornal y mantenimientos que según la calidad de la tierra y de la persona y del oficio vos pareciere que debieren haber. El texto está redactado con un tono aparentemente acogedor y comprensivo hacia los indios; pero no es difícil de imaginar que muchos de los corregidores que hubieron de aplicarlo lo entendiesen de una forma, digamos, más ejecutiva.

La libertad general de los indios, sin embargo, tuvo excepciones ya en el ordenamiento jurídico. En 1503, por ejemplo, se decretó la esclavitud de los indios caribes, que eran antropófagos y, la verdad, no parece que el respeto de un rey católico pudiera llegar tan lejos. En 1504 fueron declarados esclavizables los reos de buena guerra. Y, finalmente, en 1506 se dirimió que también podían ser vendidos como esclavos los indios adquiridos de otra tribu por medio de la trata, con lo que de hecho se abrió la mano al tráfico de esclavos indios como el que afectó a los negros (muchos de ellos, vendidos por otros negros). De nuevo, sin embargo, estas disposiciones dieron pábulo a que conquistadores con pocos escrúpulos las interpretasen a su manera, razón por la cual en 1542 se promulgaron las famosas Leyes Nuevas, firmadas ya por Carlos I en Barcelona, que proscriben toda esclavitud y declararon a todos los indios vasallos de la corona de Castilla. Sin embargo, muchas presiones, unidas al hecho de que la evangelización no era ni mucho menos completa, llevaron a que esta libertad general se matizase mediante la declaración de los indios como personas rústicas o menores, por lo tanto titulares de derechos pero al mismo tiempo demandantes de tutela y de algunas protecciones jurídicas especiales derivadas de su minoridad.

La clave y esencia de la relación de Castilla con los indios es, como es bien sabido y había ocurrido antes en Canarias, la evangelización. Aunque en realidad deberíamos hablar de las evangelizaciones, en plural, dado que dentro de ese objetivo fundamental hubo dos tendencias diferenciadas. Por un lado, hubo sacerdotes que propugnaron una mera acción misional: yo llego, predico, y me hacen caso, o no. Mientras que otros defendieron la conquista evangelizadora, esto es: yo llego, predico y, si no te convenzo, te informo de que te voy a inflar a hostias si no te convences.

Los padres Las Casas y Vitoria son los dos grandes ejemplos de acción misional, siendo fray Bartolomé, sin duda alguna, quien se muestra más claramente decantado hacia la idea de que al indio no hay que tocarle un pelo. En realidad, en algunos pasajes de Las Casas parece incluso que hasta le escuece la habilitación papal en la que los reyes basan su derecho de acción evangelizadora. Para él, es la conversión la que da legitimidad a la conquista, y no al revés. Considera que la sumisión de los indios debe proceder de un acto libre por su parte; ni siquiera por la conversión se puede exigir. Sus ideas lo llevaron incluso a propugnar la idea de que los europeos debían abandonar América.

Por su parte, Francisco de Vitoria dividía el apostolado en dos fases: el anuncio y la aceptación de la fe. Para el primero admitía como lícito el uso de la fuerza, aunque matizando que, en su opinión, casi siempre resultaba contraproducente. Pero la conversión la consideraba un acto sagrado y libre, que no podía ser coaccionado por nadie.

Tanto Vitoria como Las Casas han tenido una larga vida en la historiografía, en la Historia del Derecho y en las simpatías de mucha gente. Pero eso no nos debe ocultar el hecho de que eran minoría. La mayor parte de los evangelizadores eran partidarios de la conquista, como lo era la sociedad castellana de donde habían salido. Nadie representa mejor esta tendencia que el teórico del derecho Juan López de Palacios Rubios. Jhonny es el autor del requerimiento que los conquistadores llevaron consigo para leérselo a los indios en el acto de conminarles al sometimiento. El rechazo del documento hacía lícito el ataque por la fuerza.

No obstante, también hay que recordar que todos los teóricos de la conquista por evangelización ponen el énfasis en sus elaboraciones teóricas en el mínimo derramamiento de sangre. El objetivo, se dice en sus teorías, es convertir a la población; una vez conseguido ese objetivo, las violencias debían terminar. Hay que tener en cuenta, además que, contra lo que sostiene la Leyenda Negra y otras elucubraciones surgidas de la indigencia cultural, la mayoría de los sometimientos de los indios lo fueron sin resistencia, así pues no hizo falta echar mano de las cláusulas violentas de la teoría. No hay más que observar la cantidad de lugares en los cuales la evangelización se realizó por parte de los misioneros en soledad, sin el apoyo de fuerzas armadas.

Dirán, en todo caso, los defensores en toda hora de la acusación de lesa violencia que pesa sobre la extensión castellana en América, que una cosa es la esclavitud y otra, distinta, la explotación laboral. En esto tienen razón, aunque también es justo recordar que los propios castellanos que viajaban camino de América no es que atasen a sus perros con longanizas, precisamente. Pero es lo cierto que la extensión de los castellanos por el subcontinente supuso, casi de inmediato, el comienzo de una deplorable explotación económica del indio. Y los reyes no estuvieron en este tema tan listos. Desde el primer momento, y sobre todo a través de denuncias misionales, se les hace saber que el Nuevo Mundo se está llenando de aventureros que, buscando el dinero fácil, no tienen problema en someter y explotar a los indios por cualquier medio. Pero en el otro lado están las protestas de estos logreros, que todo, dicen, lo hacen por la grandeza de la Corona; y los beneficios, directos e indirectos, que ésta obtiene de esta explotación.

Es por ello que tanto los reyes como el Consejo Real, de la misma forma que reaccionaron pronto contra la esclavitud, acaban cayendo en la tentación de decretar el trabajo obligatorio del indio, que por lo tanto viene a sustituir a la libre contratación. El indio se vio rápidamente explotado a través de lo que podemos considerar las instituciones del derecho laboral de los castellanos de conquista; fundamentalmente, los repartimientos y las encomiendas.

Los repartimientos son la costumbre de repartir indios entre los pobladores españoles, para que éstos se puedan beneficiar de su trabajo. Era costumbre llevada a cabo desde el inicio de las colonizaciones, pero entró en conflicto con la cédula de junio de 1500. La reina Isabel, de hecho, los condenó, y ordenó al gobernador Nicolás de Ovando y Cáceres que pusiese en libertad a los indios repartidos y que, de acuerdo con los grandes terratenientes, llegase a un acuerdo sobre el tributo que debían pagar, pero como hombres libres. El gobernador, decía la reina, podía conpelerlos a trabajar en las cosas de nuestros servicios, pero pagando a cada uno el salario que justamente vos pusieres. La medida se aplicó, pero, lógicamente, no tuvo la consecuencia que esperaba la reina. Los indios, lógicamente malquistos con quien los había repartido como si fueran huevos Kinder en el cumpleaños de Pablito, ni de coña se quedaron a currar, sino que abandonaron las tierras de labranza y se extrañaron de los españoles.

Este retraimiento debió de ser tan generalizado y absoluto que en 1503, de una manera más o menos taimada, los reyes han de autorizar de nuevo la costumbre de los repartimientos, dado que pensaban que era la única manera de aprovechar el trabajo de los indios. Por cédula de 14 de agosto de 1509, sin embargo, la Corona recuerda que los repartimientos son una institución temporal, o mejor deberíamos decir temporera ya que la mayor parte de las labores necesarias eran en el campo. Ante la solicitud de unos colonos de que haya indios repartidos de por vida, se niega dicha posibilidad porque, recuerda la cédula, los indios son trabajadores y no esclavos.

Ese mismo año Fernando el Católico le comunica a Fernando Colón su autorización para que se haga un nuevo repartimiento de indios para que las personas a quien así se encomendaren se sirviesen dellos en cierta forma e manera.

Este entrecomillado supone la primera ocasión en la que se dice que el reparto se hace a título de encomienda. De esta manera, se trasladaba a América una institución jurídica castellana. Por medio de la encomienda, un grupo de familias quedaba sometida a la autoridad de un cacique, llamado encomendero. Éste, por el hecho de serlo, quedaba obligado a proteger a los indios encomendados, a instruirlos religiosamente, para lo cual contaba con el obvio auxilio de uno o varios sacerdotes. Pero no los tenía propiamente contratados y, por lo tanto, no les debía salario alguno.

Mediante la encomienda, pues, la Corona buscaba tres efectos: el primero, explotar la capacidad de trabajo del indio o, si se prefiere, integrarlo en el seudomercado laboral; la segunda, obtener ingresos fiscales, pues la fiscalidad isabelina siempre había tenido figuras de imposición ligada a la posesión de trabajadores a cargo (recuérdese la martiniega, sin ir más lejos), y, por lo tanto, los encomenderos pagaban impuestos por sus indios; y, last but not least, garantizarse la educación religiosa de los aborígenes.

La segunda década del siglo XVI fue muy prolífica en la regulación del trabajo de los indios. Sólo el 21 de julio de 1511 se emiten tres disposiciones a este respecto. En la primera, Fernando ordena a Diego Colón, segundo almirante y gobernador de La Española, que no se sacasen indios. La segunda medida autorizaba la inmigración a La Española de indios nacidos allí y que vivían en islas carentes de oro; y por la tercera se prohibía la exportación de indios esclavos desde las Antillas a la península. El 23 de diciembre de ese mismo año, se vuelve a autorizar la esclavitud de los irreductibles caribes.

El 22 de febrero de 1512 se endurecieron los repartimientos que, dice la norma, ya no podrían afectar a más de 300 indios cada vez. Esto no era más que el principio de un proceso más largo que ya se estaba produciendo en España como consecuencia de las muchas denuncias de abusos derivados de dichos repartimientos. Como colofón, el 27 de diciembre de dicho año se promulgan las conocidas como Leyes de Burgos, que regulan las encomiendas pero, lo que es más importante, establecen como elemento fundamental la libertad del indio como ser racional. Se regula incluso un salario complementario de mejora a favor del indio. Por último, en una medida que tiene poco parangón entre colonizadores por lo visto más avanzados que los españoles, sendas cédulas de 19 de octubre de 1514 y de 5 de febrero de 1515 decretan la libertad de matrimonio entre españoles y aborígenes, sin distinción de sexo.

El reconocimiento de los derechos de los indios tiene todavía dos fechas más de gran importancia, una de las cuales, la primera, ya la hemos insinuado. Se trata de 1542, el año en que el rey de España, Carlos I, proclama las llamadas Leyes Nuevas. Este corpus legal es el resultado de una intensa labor de lobby jurídico realizada desde la Universidad de Salamanca por parte de diversos jurisconsultos, el principal de ellos Francisco de Vitoria, en el sentido de reconocerle a los indios su plena capacidad de raciocinio y, en consecuencia, su derecho a ser reputados libres como cualquer castellano. Las Leyes Nuevas extinguen las encomiendas, un gesto que, automáticamente, libera a los aborígenes americanos y les otorga plenitud de derechos.

La otra fecha ocurrió siete años después, en 1549. En dicha fecha se emite una cédula que viene a ser respuesta de los muchos subterfugios de los que habían usado los terratenientes americanos para subvertir los principios de las Leyes Nuevas en el día a día o, como diríamos hoy, en el mercado de trabajo. La cédula prohibió los servicios personales de los indios y, además, hizo evolucionar la encomienda hacia una mera institución tributaria, lo que le clavó el rejón de muerte y estableció el régimen de trabajo asalariado.

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