A finales del siglo XVIII, una Inglaterra que estaba casi en lo mejor de su poder internacional buscaba para sí misma eso que llamamos hoy la expansión global. Acababa de perder el control sobre sus preciosas colonias americanas, y miraba en otras direcciones para extender su influencia. Por esta razón, envió a a uno de sus diplomáticos, lord Macartney, a entrevistarse con el emperador de la China, Gaozong, con la instrucción de arrancarle un acuerdo comercial preferente.
Macartney creía estar yendo a ver al líder un país menor. Así pues, supongo que la actitud de los chinos le sorprendió un poco. En la barca con la que remontó el río Paije se había colocado un cartel en chino y, para su sorpresa, cuando el inglés logró que le dijeran lo que ponía, se enteró de que el texto era: Tributo de los bárbaros rojos (lo que más impresionaba entonces a los chinos de los europeos era que tuviesen el pelo rojo). Gaozong, puesto que Macartney se negó en redondo a hacer la ceremonia de todo embajador, esto es postrarse ante el rey y tocar el suelo con la frente, ni siquiera lo recibió en alguno de sus palacios pekineses; la entrevista tuvo lugar en una tienda de campaña. El emperador, además, rechazó todos los acuerdos ofrecidos por el inglés, y mostró un indisimulado desprecio hacia los regalos que éste le entregó.
Gaozong era anciano para entonces. Era el quinto emperador de la dinastía Qing, manchú de origen. Y gobernaba un país que estaba lejos de ser el saco de pailanes que Macartney y sus jefes creían. Desde mediados del siglo XVII, los Qing manchúes habían dominado el país y anexionado a sus propios dominios los de la dinastía Ming. Shengzu, Shizong y Gaozong, de hecho, conforman una lista de tres emperadores seguidos de gran calidad en el mando, tres buenos reyes cabría decir (y no es habitual que un imperio acumule tres listos seguidos, la verdad); tres tipos que, de hecho, construyeron una China que era más grande que la actual República Popular. Su poder, directo o a través de reinos vasallos, alcanzaba desde Siberia hasta Indochina. El siglo XVIII fue un siglo muy guapo para China, que prosperó rápidamente.
Para cuando Londres se fijó en aquel imperio, sin embargo, el que podríamos llamar modelo manchú o modelo Qing comenzaba a mostrar signos de agotamiento. El país estaba gobernado por una elite manchú que se guardaba mucho de mezclarse con la población china, si bien había adoptado por completo la jerarquizada liturgia imperial Ming, que conceptuaba al emperador como un hijo del Cielo. El país tenía un sistema fiscal abierto a la corrupción y la discriminación y, lo que es más importante, el tono tradicionalista que los manchúes habían aceptado para su organización imperial había tenido como consecuencia que el ejército se quedase progresivamente anticuado en términos globales; algo que los chinos pagarían muy caro durante el siglo XIX. Las fuerzas armadas, además, mantenían la discriminación social, ya que las Ocho Banderas, como se conocía a las divisiones operativas con importante capacidad bélica, estaban formadas únicamente por manchúes y mongoles; mientras que los chinos propiamente dichos sólo se podían enrolar en unidades de Bandera Verde, que eran una especie de guardia nacional provincial al mando del correspondiente gobernador. Soldados tenían muchos (en torno a un millón), pero su organización era muy deficiente y, sobre todo, sus defensas costeras daban pena.
Uno de los grandes fracasos de la política manchú, además, había sido la modernización económica. Aunque los emperadores Qing lucharon denonadamente contra el aldeanismo social confucionista, en el cual el mercader y el trabajador manual eran poco menos que tontospollas, lo cierto es que en torno al 80% de la población china vivía de la agricultura. A finales del siglo XVIII, algunos años malos para las cosechas y la evolución misma del sistema provocó las primeras tensiones sociales serias. En el campo surgieron los llamados bastones desnudos, aparceros sin oficio ni beneficio que se dedicaron al bandidaje y el saqueo. Los rebeldes o indignados fueron muy seriamente reprimidos por las Banderas Verdes; pero acabaron por cohesionarse y unirse en sociedades secretas. Las situadas más al norte del país tenían un fuerte contenido religioso, una especie de mesianismo sin mesías que propugnaba una catarsis tras la cual se impondría un reino celestial. Las del sur, conocidas como la Tríada, eran de contenido político y buscaban la expulsión de los manchúes y el regreso de los Ming.
Con el tiempo, además, los chinos, ya de por sí enormemente tradicionales y endogámicos, desarrollaron un rechazo de lo extranjero (europeo), a causa sobre todo de los primeros episodios de enfrentamiento. Los holandeses, por ejemplo, habían invadido Formosa; y los británicos, a mediados del siglo XVII, habían bombardeado Cantón. Sin embargo, los emperadorees siempre permitieron cierta actividad comercial, que se concentraba en Cantón, puesto que era el único puerto abierto algunos meses al año a los barcos extranjeros. Sin embargo, dado que China era por lo general autosuficiente y que además el imperio había impuesto la prohibición de exportar plata (pues no había mucha), en realidad aquel comercio era en una sola dirección.
Cuando la Compañía de las Indias Orientales, británica por supuesto, estableció una base en Singapur, para los ingleses se hizo evidente que necesitaban poder usar los puertos chinos para realizar su comercio y dar salida por ahí a la importante producción en la India. Los diferentes lobbies comerciales, el Ibex de su tiempo, presionaron a los políticos en Londres para que consiguiesen una política de puertas abiertas por parte del Imperio. Pero ya acabamos de ver la respuesta que recibieron de Gaozong. Otra embajada, presidida en 1816 por lord Amherst, ni siquiera fue recibida; el motivo, una vez más, fue la negativa del embajador británico a limpiar el suelo con la frente.
Así que los ingleses pasaron a hacer lo que mejor saben, esto es putear al que no les hace caso. Ya en 1808 habían bombardeado un fuerte cerca de Cantón. Sin embargo, no consiguieron gran cosa.
Sin embargo, algo había que hacer, porque ahora los ingleses tenían un interés enormemente lucrativo en la zona. El opio.
Los europeos que comenzaron a comerciar con opio fueron los portugueses en Goa, pero los ingleses rápidamente olieron el negocio. Las flores de adormidera se cultivaban en Bengala y otras zonas de la India y también era procesada allí. Comerciantes ingleses radicados en Cantón lo compraban y lo introducían en China. Desde finales del XVIII el Imperio, consciente de que el opio planteaba un serio problema de salud pública, venía legislando contra la venta y el consumo de la droga. Sin embargo, en 1835 se estima que había dos millones de colgados en China; y, lo que era peor para el Estado, el comercio de opio, casi monopolizado por los británicos (aunque algunos estadounidenses lo traían desde Turquía) había creado una economía sumergida que se ha llegado a estimar era el doble de la legal. Los británicos secaron China de plata, lo cual llevó a una revaluación brutal de las monedas de cobre más modestas, generando una enorme pobreza entre las capas menos favorecidas.
En 1821, el Imperio se cansó de tanta tontería, y decidió echar de Cantón a los comerciantes del opio. Pero éstos no hicieron sino desplazarse a Lintín, una isla cercana.
En 1834, el gobierno británico acabó con el monopolio comercial en China de la Compañía de Indias. Nombró a un escocés, William John Napier, representante comercial británico. Napier se estableció en Cantón y comenzó a presionar a los chinos para conseguir concesiones comerciales. Pero no consiguió nada, y acabó marchándose a Macao.
Tras el fracaso de Napier, los británicos se limitaron a intensificar el tráfico de opio, mientras en la propia China las cosas comenzaban a cambiar. En la Corte, el partido tradicional, partidario de prohibir el consumo, comenzó a encontrarse con la oposición de los partidarios de la legalización. Ante un informe tremendista elaborado por uno de los miembros de la línea dura, el gobernador de Hubei Li Zexu, el emperador Daoguang decidió actuar. En diciembre de 1838, llamó a Li a la capital y le encomendó la lucha contra el opio. Casi al mismo tiempo, en Cantón, británicos y estadounidenses intentaron evitar la ejecución de un mercader local implicado en el tráfico del opio, y fueron apaleados por la turba. El 18 de marzo de 1839, Li Zexu llegó a Cantón y exigió a los británicos la entrega de todas las reservas de opio de la isla de Lintín, a lo que se negó el superintendente británico, Charles Elliot. Li sitió con sus soldados el barrio europeo, ante lo cual Elliot cedió. Li quemó más de 20.000 cajas de opio (10 o 20 millones de euros de hoy en día, calculo) y detuvo a 1.600 chinos relacionados con el tráfico.
Los barcos británicos salieron de Cantón y se fueron a Macao. Pero de allí también los expulsaron los chinos, razón por la cual se fueron Hong Kong. En julio hubo un incidente entre europeos y locales en el que murió un chino. Li exigió la entrega de los culpables y el regreso de los barcos ingleses a Cantón, pero los británicos se negaron. Los chinos, entonces, cortaron el suministro de alimentos a los europeos. En noviembre, barcos ingleses y chinos se enfrentaron en Chuanbi, y hubo más enfrentamientos. En enero de 1849 el gobierno chino, muy consciente de que iba a la guerra, cerró Cantón al comercio británico.
Desde el verano de 1839 se conocían los problemas chinos en Londres y las presiones eran muchas sobre el primer ministro Palmerston para que se hiciese algo. El cierre de Cantón fue la disculpa perfecta. En febrero de 1840, el gobierno dio la orden de enviar un pequeño ejército a China bajo el mando de Georges Elliot. Cuando llegaron vieron que los chinos habían reforzado las defensas cantonesas, por lo que decidieron atacar más al norte, en Zheijang. El 2 de julio desembarcaron en la isla de Zhoustan y tomaron la ciudad de Dinghai. Semanas más tarde, se presentaron en Tientsin. Desde allí enviaron un mensaje al emperador en el que exigían la legalización del comercio del opio, la reparación de los daños sufridos por los comerciantes, y la apertura de puertos chinos al comercio.
Ante el avance de los británicos, el emperador cedió. Depuso a Li Zexu y nombró a un noble manchú, Quishan, para que negociase con los británicos. El penipotenciario chino llegó a Cantón el 29 de noviembre de 1840 y comenzó unas largas negociaciones, de tipo chino, mientras al mismo tiempo reforzaba sus defensas. Los ingleses aguantaron lo justo hasta que en enero de 1841 atacaron por sorpresa. Los chinos pidieron la paz inmediatamente y firmaron el Tratado de Chuanbi, en el que se comprometieron a pagar seis millones de dólares-plata de indemnización por el opio destruido, a abrir el puerto de Cantón y a permitir el establecimiento británico en Hong Kong.
Aquello, sin embargo, era demasiado para el orgullo de los chinos. Daoguang, de hecho, seguía considerando al rey de Inglaterra como una especie de vasallo suyo. Así pues, repelió el tratado, cesó a Quishan, y declaró la guerra a Inglaterra.
Enterados los ingleses de la movida, el 25 de febrero tomaron el fuerte de Jumen, cerca de Cantón y en marzo se encontraba en las afueras de la propia capital provincial. Aceptó una tregua a cambio de reabrir el puerto al comercio europeo.
Sin embargo, pronto llegó el ejército chino, con unos 17.000 efectivos, al mando del sobrino del emperador, Yishan. El 21 de mayo, los chinos atacaron por la noche a la flota, pero fracasaron. Los ingleses respondieron cañoneando Cantón a cascoporro. Los chinos tuvieron que firmar de nuevo el Tratado de Chuanbi.
A pesar de todo esto, en Londres se pensaba que se estaba siendo demasiado blando con los chinos. Así que enviaron a un nuevo plenipotenciario, sir Henry Pottinger, abiertamente belicista. A sus órdenes, las tropas británicas saquearon en agosto el puerto de Xiamen y avanzaron por la costa hacia el norte, invadiendo puertos. El emperador encargó a uno de sus generales, Yijing, la expulsión de los ingleses. Pero Yijing se demostró como un general bastante poco capaz que, entre otras cosas, en su marcha hacia la costa paró un mes para descansar en Suzhou. El 10 de marzo de 1842, para colmo, en lugar de atacar por un punto decidió hacerlo por tres a la vez, dividiendo su fuerzas. Los ingleses los masacraron por partida triple.
En ese punto, la Corte imperial ya tenía claro que se tendría que bajar los pantalones. Pero Pottinger quería más. Avanzó por el Yangzi, aprovechando que había recibido refuerzos, y en julio ocupaba Shanghai. El 6 de agosto tomó Nankin. Sólo entonces aceptó negociar. Pekín le mandó un noble manchú, Quijing quien, el 29 de agosto, firmaba a bordo del buque Cornwallis el Tratado de Nankin, que daba fin a la guerra.
La bajada de pantalones fue hasta los tobillos. China entregaba en arriendo Hong Kong y, como sabemos, tardaría algún tiempito en recuperarlo. Pagaría 21 millones de dólares de compensaciones y abriría los puertos de Cantón, Xiamen, Fuzhou, Ningbo y Shanghai. Las tarifas aduaneras se reducían a un mero 5%. Inglaterra recibiría tratamiento de nación más favorecida y, lo que es más importante, los súbditos británicos recibían inmunidad jurídica y sólo podrían ser juzgados por su cónsul.
Tal muestra de debilidad provocó que automáticamente otras potencias occidentales exigiesen su trozo de tarta. En 1844, el Imperio Qing hubo de firmar acuerdos con Francia (Tratado de Huangpu) y con Estados Unidos (Tratado de Wangxia). China, en realidad, se convirtió en una colonia de estas tres potencias occidentales.
La cosa no termina aquí. Ésta sólo fue la primera guerra del opio. Otro día seguiremos fumando.
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