lunes, febrero 20, 2017

Crónica del rey doliente

Es una discusión habitual entre frikis de la Historia cuál fue el imperio más grande que ha conocido la Historia. Y las apuestas suelen concentrarse a favor del imperio macedonio, y con razón. Sin embargo, yo suelo matizar, en este punto, que el de Alejandro es el mayor imperio jamás creado, pero no el más grande desde un punto de vista, digamos, ético. A mí me parece que el imperio percibido como el mayor del mundo es el asirio del rey Asurbanipal. Y lo digo porque todos los indicios nos señalan que Asurbanipal tuvo la sensación de que dominaba el mundo entero, pues prácticamente todo el ecumene que conocían los asirios era tributario suyo. Esto es algo que ningún otro imperio ha conseguido nunca.



Asurbanipal, como es bien sabido, era un rey extraño para su época. Sabía leer y escribir, cosa increíble, y construyó una biblioteca, la primera gran biblioteca del hombre, que fue desenterrada en el siglo XIX, acto que permitió que el mundo volviese a conocer, dos mil años después, las maravillas y miserias de aquel gran imperio. Pero hoy, la verdad, no quiero hablaros de Asurbanipal. Quiero hablaros de su padre, Esarhadón. Por esas cosas que tiene la vida, cuando comencé a leer sobre los asirios, cada vez me interesó más Esarhadón y menos su hijo. Son muchas las cosas que se saben de él gracias a la copiosa correspondencia burocrática que os ha llegado en tablillas cuneiformes; esa reconstrucción permite descubrir la Historia de un rey permanentemente deprimido.

Esarhadón, todo hay que decirlo, vivía en un entorno competitivo que es difícil imaginar para nosotros hoy en día. El imperio asirio era un sitio en el que tal vez el emperador era el tipo que tenía menos seguro su cuello. El abuelo de Esarhadón, Sargón II, había llegado al poder en el año 712 antes de nuestra era a base de usurparle el trono a Sarbanasar V, quien asimismo era hijo de un tipo que había hecho lo mismo que Sargón. Reinó veinte años pero murió en una batalla, para ser sucedido por su hijo, Senaquerib.

Senaquerib, según todos los indicios, quiso hacer como que su padre no era su padre y tal. Al haber muerto en una batalla (los asirios se decían invencibles), ello significaba que no le molaba a los dioses, por lo que mejor era despreciarlo.  El nuevo emperador abandonó la capital de su padre y la estableció en Nínive. Allí construyó lo que denominó el mayor palacio del mundo (en ese momento, con seguridad lo era), pero fue asesinado allí en el 681. Años después, su nieto Asurbanipal, al reprimir a los elamitas, hizo ejecutar a varias decenas de ellos en el mismo sitio donde Senaquerib había sido asesinado.

Senaquerib tenía para entonces tres hijos (el cuarto y mayor había tenido un extraño suceso en Babilonia que provocó su exilio a Elam, donde fue asesinado) y, por razones que yo por lo menos no tengo muy claras, había decidido promocionar al benjamín, Esarhadón, a la condición de príncipe heredero. Dado que Esarhadón probablemente tenía una dolencia crónica y degenerativa, es probable que ya desde joven fuese un poco echado para atrás y tal, lo que motivó que su padre lo eligiera, considerando que no lo atacaría. El caso es que los otros dos hermanos respondieron con hierro al hierro, y se cargaron al padre.

Con estos malos prolegómenos, Esarhadón gobernó doce años, desde el 681 hasta el 669. Duró tanto, probablemente, porque era un tipo negociador. Pactó con los elamitas, a pesar de que habían matado a su hermano. Y reconstruyó Babilonia, una ciudad que Senaquerib había destruido hasta el último cimiento a causa de que allí había sido atacado su hijo mayor.

Pero lo que rebelan las tablillas encontradas en Nínive, el de Esarhadón es un reinado presidido por la obsesión. Esarhadón vivió cada minuto de su reinado temiendo una conspiración de alguien, por lo que su tiempo se consumía en encargar y hacerse leer informes de espías, así como de adivinadores que le mostraban la voluntad de los dioses en cada momento.

Como cualquier otro rey asirio de su época, Esarhadón usaba cinco tipos distintos de especialistas en conocer la voluntad de los dioses: astrólogos, divinadores, exorcistas, físicos y plañideros. Sabemos que, en tiempos de Asurbanipal, la tropa de estos especialistas en el palacio niniveo era de 45 personas.

Los exorcistas estaban especializados en el tratamiento de las dolencias mentales, mientras que los físicos o médicos se ocupaban de las corporales, aunque en ambos casos el punto de vista era creer que la enfermedad había sido causada por algún tipo de demonio. Si el paciente finalmente moría, entraban en juego los plañideros, cuya función era hacer las cosas de forma que la persona hiciese su viaje al inframundo sin problemas.

Los astrólogos y los divinadores o arúspices eran los encargados de leer el futuro. Lo primero que tenían que hacer estos expertos era leer y escribir perfectamente en cuneiforme, lo que los convertía, inmediatamente, en la elite escriba del palacio. Debe recordarse, en este sentido, que en tiempos de Esarhadón el acadio, que era el idioma que se escribía en las tablillas cuneiformes, era un idioma prácticamente muerto que ya nadie hablaba; un poco como el latín en los tiempos actuales, pero si el latín no se escribiese con estas letras que estoy usando, sino con un código distinto. Así pues, la formación de estos tipos era muy exigente.

¿Por qué hicieron esto? ¿Por qué no abandonaron una escritura antigua en un idioma muerto? Las explicaciones pueden ser muchas, pero la que a mí me parece más plausible es que la escritura cuneiforme era bastante parecida a los signos que esos mismos arúspices y astrólogos observaban (por ejemplo, las estrellas), lo que probablemente les llevó a pensar que, de alguna manera, el cielo, por ejemplo, estaba escrito en ese idioma. Esta convicción les obligó a no abandonar una escritura que la vida diaria, por así decirlo, había dejado atrás.

Los arúspices procedían habitualmente, casi siempre a demanda de su rey, a sacrificar una oveja para posteriormente hacerle una minuciosa autopsia en la que buscaban cualquier novedad (quistes, órganos más grandes o más pequeños de lo habitual, etc.) que, en su idea, los dioses habían dejado allí para el que hombre lo leyese y así supiese que el día era fasto o nefasto para plantar batalla o para hacer cualquier otra cosa. Los astrólogos escrutaban el cielo con el mismo espíritu (creando con ello la idea de que allí arriba hay alguien muy poderoso, que luego fue tomada por el cristianismo) y, en ambos casos, se hace muy patente el hecho de cómo la superstición creó la ciencia. Porque aquellos tipos, se aprecia claramente en sus informes, eran muy expertos de lo suyo. Expertos anatomistas o expertos astrónomos que eran capaces de distinguir el menor cambio en las vísceras de un animal o de llegar, finalmente, a predecir los eclipses.

Nosotros, hoy, con este sobradismo que nos aporta estar asomados al balcón del futuro cuando observamos a los asirios allí abajo, en la calle; nosotros, digo, no nos hacemos una idea de lo científicos que eran aquellos adivinadores. Senaquerib, cuando menos en una ocasión documentada, encargó una adivinación, pero dividió a los arúspices en cuatro grupos diferentes incomunicados. Así que quien se piense que eso del cross-checking y los estudios ciegos es un invento de la ciencia moderna, que se lo vaya quitando de la cabeza. Además, el propio resultado de las adivinaciones no se parecía demasiado a lo que hoy hacen los farsantes de los programas nocturnos. Los arúspices, a menudo, elaboraban como conclusiones de sus trabajos una combinación de signos fastos o nefastos, eliminando con ello el compromiso a apostar por un hecho futuro concreto; práctica que, obviamente, habría llevado, en un momento u otro, a la constatación de lo acientífico de su labor. Los asirios, además, tenían un concepto abierto de las adivinaciones, no fatalista. Consideraban que el hombre puede cambiar el futuro y, por lo tanto, si un rey recibía el mensaje de sus adivinadores en el sentido de que un día no era bueno para atacar podía, en efecto, no hacerlo; o podía redoblar sus tropas, buscando cambiar el sentido de la predicción. Los anuncios de victorias aplastantes solían ser profecías autocumplidas porque, la verdad, en los tiempos de Senaquerib, Esarhadón y Asurbanipal, ellos solían ganar casi siempre.

Sobre ser esta práctica muy común con cualquier rey asirio, los testimonios desenterrados por los arqueólogos sugieren que nunca fueron tan necesarios y frecuentes como en el caso de Esarhadón, dado que el rey era una duda con dos piernas. Además, elevar al trono a alguien tan dubitativo fue una mala noticia para el Imperio, teniendo en cuenta la situación. A la muerte de Senaquerib, los vasallos egipcios se rebelaron, obligando a Esarhadón a comenzar su reinado organizando una expedición militar contra ellos. En el Este de la nación se rebelaban los medos, y en el sur una tribu llamada los urartu, por no decir que los siempre soberanistas babilonios también la estaban montando. Esarhadón se encontró más o menos con el mismo problema que se encontrarían siglos después  los emperadores romanos frente a la pujanza de los godos y los hunos. Tenía un territorio enorme que no podía defender. Le obsesionaba saber cuál de sus enemigos, o cual de sus aliados, le iba a atacar o a traicionar primero. Y le exigía diariamente a su corte de adivinadores que se lo contasen.

Esarhadón estaba enfermo. ¿De qué? Es difícil saberlo. La mayoría de los médicos historiadores que se ha acercado al tema ha apostado por el primer diagnóstico en el que suele pensar el doctor House: lupus. Sabemos que el emperador tenía fiebres muy frecuentes, dolor en las articulaciones, dolor en los ojos, muy frecuentes periodos de astenia y, con el tiempo, es prácticamente seguro que desarrolló una personalidad hondamente depresiva. Nos han llegado cartas en las que los hombres de palacio muestran su alarma ante el hecho de que el emperador haya decidido prolongar un ayuno más allá de lo racional, lo que sugiere una personalidad cuando menos parcialmente autodestrutiva (que habría heredado su hijo, como sugerimos más abajo).

Sin embargo, lo que con seguridad fue una desgracia para la persona del emperador y por supuesto para las gentes de su gabinete, resultó de gran valor para la Humanidad.

Entre los asirios era costumbre que los príncipes herederos fuesen físicamente separados de sus padres y educados en un palacio aparte. Era una medida profiláctica básica, pues no hay que olvidar que los hijos de los reyes solían ambicionar con facilidad el trono de sus padres, a los que trataban de traicionar; y mejor era que no tuviesen contacto ni conocimiento con los hombres del gobierno del Imperio, que les podían facilitar los medios para sus planes.

De hecho, Asurbanipal, según todas las trazas, creció casi sin ver a su padre, lo cual quiere decir que creció casi sin ver a nadie. En esas circunstancias, un niño y adolescente solo tiene que desarrollar algún tipo de labor que lo acompañe en la soledad; y Asurbanipal eligió la lectura.

Aunque obviamente no se puede asegurar, no es ninguna tontería pensar que Esarhadón no fue ajeno a aquella decisión. El emperador dependía de los informes de terceros, informes que encargaba cada día para saber si estaba siendo traicionado o si debía atacar a éstos o a aquéllos. Pero esos informes no los podía leer por sí mismo; y si tenia una personalidad depresiva, atormentada y desconfiada, tiene lógica que finalmente acabase por preguntarse si, verdaderamente, eso que le leían era lo que ponía en las tablillas. De hecho, se ha conservado un informe escrito al emperador en el que un astrólogo, Belushezib, denuncia precisamente eso: que los adivinadores del rey no le están leyendo lo que en realidad dicen las adivinaciones. Tiene lógica pensar que, a la hora de ordenar la educación de su heredero, pensase en eso, y se obsesionase con darle una fuerza que él no había tenido: la fuerza de documentarse de primera mano.

Hay que tener en cuenta, además, que algo habría visto Esarhadón en su hijo, que era el más joven, pues lo situó en la línea sucesoria por delante de Shamash Shum Ukin, que era mayor que él, y al que hizo rey subsidiario de Babilonia para que no diese por saco (el mayor de los hijos, Shin Appla Idina, había muerto).

La educación canónica de los príncipes asirios no solía incluir la literatura; el hecho de que si figurase en el plan de estudios de Asurbanipal es raro, y no puede ser una decisión de él porque esa enseñanza comenzaba en los primeros años. Tuvo que ser, pues, decisión de Esarhadón, su padre. A la voluntad paterna se tuvo que unir la inteligencia del hijo; la, por así decirlo, predisposición a la intelectualidad: "Marduk, rey de los dioses, me otorgó como don un cerebro receptivo y un amplio poder de pensamiento", dice Asurbanipal en el conocido como cilindro Rassam. Y sigue: "he estudiado los cielos con los maestros de la adivinación, y he resuelto problemas de división y multiplicación que no estaban claros". Un rey que hace incluir estas cosas en su lista de alabanzas es, claramente, un rey que valora las habilidades intelectuales.

Asurbanipal, incluso, fue casi con total seguridad un poeta él mismo, que gustó de componer algunos de los versos que nos han llegado tras desenterrarse su biblioteca. Versos que insinúan en algunos casos que algo le debió quedar de las dolencias de su padre, puesto que confiesan tendencias suicidas.

En Asurbanipal, pues, confluyeron: el recuerdo de un padre torturado por los problemas generados por un imperio ingobernable; el hiperburocratismo resultante, concretado en la exigencia de miles de informes, contrainformes y adivinaciones; y un refinado gusto por la literatura. El resultado de estos tres factores, que el rey heredó de su padre o le fueron inculcados por él, fue la primera gran biblioteca de la Humanidad y, a la postre, la oportunidad para el hombre moderno de conocer a fondo la civilización asiria.

Esarhadón murió en el año 669 en camino para encenderle el pelo a los egipcios. Asurbanipal lo sucedió inmediatamente, y de hecho dos años después tomó Menfis, y Tebas cuatro años después. Estando en guerra con los egipcios, los elamitas, al mando de su rey Teumman, invadieron Asiria. Asurbanipal volvió grupas, los venció y se permitió el lujo de encargar un bajorrelieve, hoy muy famoso, en el que se le ve cómodamente sentado en el jardín de su palacio escuchando a Lady Gaga a la sombra de un árbol, de una de cuyas ramas cuelga la cabeza cortada del rey elamita rebelde.

En el 652, Shamash Shum Ukin, el medio hermano mayor de Asurbanipal que había sido nombrado presidente de la comunidad autónoma de Babilonia, decidió que quería ser emperador. Se alió con los elamitas, que no le habían perdonado a Asurbanipal lo de la cabecita, y urdió un plan para atacar secretamente Asiria. Estalló una guerra civil que culminó en un sitio de dos años a Babilonia en el que Asurbanipal contempló fríamente cómo los babilonios morían literalmente de hambre y sed. Dos años después, 645, arrasó Susa, la capital de los elamitas.

Todo parece indicar que Asurbanipal había procesado los miedos y dudas de su padre Esarhadón para convertirlos en una crueldad sin freno. Al tomar Elam, ajustició a los vivos; luego abrió las tumbas de los muertos y las saqueó.  Después derribó sus templos y las estatuas de su dioses; y, finalmente, esparció sal por sus tierras de cultivo.

Aquel tipo con esa capacidad de crueldad, sin embargo, había heredado de su educación el gusto por la literatura y la obsesión de su padre por los informes de inteligencia. Por ello dio orden de que en toda Asiria se informasen y censasen las bibliotecas, para saber dónde había documentos que le podían ser útiles para la gobernación de Asiria. Documentos que eran copiados y cuidadosamente almacenados en la biblioteca ninivea.

En los últimos años de Asurbanipal, el Imperio asirio entró en decadencia. Cuando el rey murió, probablemente en el 627, los hombres de palacio entraron en una agria pelea por los despojos de lo que un día fue grande. El heredero de Asurbanipal, Asuretelilani, duró poco, puesto que en el 623 uno de los eunucos del círculo de gobierno conspiró contra él. Aunque uno de los hijos de Asurbanipal consiguió echar al sinhuevos, para entonces todo el Oriente había olido, más que la sangre, la putrefacción. El problema comenzó, como casi siempre, por los soberanistas babilonios; su gobernador declaró la independencia, y pronto fue capaz de controlar buena parte del territorio de su región. Asimismo, ofreció una alianza a los medos de la Persia septentrional, con los que pudo elaborar una pinza que atacó Asiria desde el norte y el sur en el 621. Siguió una guerra larga que terminó en el 612 con el sitio de la propia Nínive.

La capital de los asirios apenas resistió tres meses. No era una ciudad que hubiera sido construida para ser asediada, sino la capital de los dueños del mundo. Si las murallas de las ciudades de la época tenían tres, cuatro puertas, Nínive tenía 18: claramente, sus arquitectos nunca habían siquiera imaginado que serían atacados. Los arqueólogos han encontrado en alguna de estas puertas auténticas pilas de esqueletos asaeteados de flechas; cabe pensar que los niniveos hicieron un último acto de resistencia tratando de tapar las puertas con ellos mismos. Debió de ser un sacrificio épico. A todo ello hay que añadir que Senaquerib había corregido el curso del río local, el Khosr, para irrigar unos jardines; los atacantes no tuvieron más que romper los diques para inundar la ciudad.

A los hombres que tomaron Nínive en el 612 les interesaba mucho el oro y las pedrerías de los palacios y los templos; pero las tablillas y la biblioteca, la verdad, les importaban un huevo. Entraron en la biblioteca como un elefante en una cacharrería, rompiendo las tablillas; algunas de las descubiertas enteras por los arqueólogos estaban claramente apiladas en lugares de difícil acceso, lo que sugiere que alguien intentó ponerlas a salvo.

Cuando lo habían robado todo, los invasores quemaron el palacio de Asurbanipal, buena parte del cual colapsó sobre las tablillas. Aquí es donde se produjo el segundo milagro para la posteridad. Porque todo arqueólogo sueña siempre con que el lugar que está excavando haya sido saqueado. Para los contemporáneos es una desgracia, pero para los arqueólogos un saqueo con fuego es una mina, porque por allí ya no vuelve nadie y las posibilidades de que los objetos buscados se conserven más o menos intactos con mayores. Fue el salvaje comportamiento de los medos hacia la biblioteca de Asurbanipal lo que la salvó.

Dos mil años después, arqueólogos ingleses y un muy notable erudito iraquí, Ormuz Rassam, comenzaron a desbastar las colinas de la vieja Nínive para encontrar debajo el primer gran tesoro literario de la Humanidad. Gracias a que aquellas tablillas estaban allí (y a los notables esfuerzos por revivir el lenguaje acadio y la escritura cuneiforme), el hombre pudo reconstruir el más remoto pasado de su organización social, los primeros tiempos en los que fue creativo. Entre otras cosas, en aquella biblioteca durmió el sueño de siglos la denominada epopeya de Gilgamesh, un documento clave para entender que ni las mitologías de la Biblia ni muchos de sus primeros planteamientos éticos y ontológicos son fruto de la imaginación del pueblo judío sino, en realidad, el resultado de una especulación mucho más generalizada en eso que hoy llamamos Oriente Medio.

La biblioteca de Asurbanipal, sin embargo, no habría sido descubierta con las riquezas con que lo fue de no haber sido incendiada (mientras sus agresores seguro que pensaban que la destruían para siempre); y, sobre todo, tal vez no habría existido de no haber decidido Esarhadón en un remoto día del siglo VII antes de nuestra era, durante eso que hoy llamamos un consejo de ministros, que su hijo debería saber leer y escribir.

Esarhadón tomó esa decisión porque era un enfermo y no se fiaba de nadie. Observaba todos los días a los hombres que lo rodeaban, y que lo trataban como un semidiós, con indisimulada desconfianza. Miraba a su espalda constantemente, sería más que probablemente insomne y estaba, sobre todo, ese enorme peso que sentía dentro de su cabeza, esa astenia permanente y la tendencia constante a ponerse en lo peor. Su vida era un dolor físico y un sufrimiento mental, y quiso ahorrársela a su hijo. Por el camino, le rindió un servicio impagable a la Humanidad que la Humanidad, la verdad, no suele reconocerle.

Que la tierra te sea leve donde estés, Esarhadón. Te debemos una.

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