lunes, febrero 27, 2017

Ella y las cefeidas

Estamos en el año 1890. Para ser más concretos, estamos en una estancia amplia a la que se accede en el observatorio de la Universidad estadounidense de Harvard. Una estancia bastante silenciosa y comúnmente muy ordenada, donde cientos o miles de fotos del cielo estrellado eran examinadas. Este trabajo, hoy, lo hacen ordenadores especializados y de gran potencia. Pero a finales del siglo XIX no había computadores. Había que echar mano de otro tipo de actores en cualquier caso caracterizados por su meticulosidad, su paciencia y su eficiencia.

Sentado en las bancadas de la sala podemos ver a un pequeño ejército de mujeres.



Mujeres. Decenas de ellas. La mayoría jóvenes, todas ellas formadas para saber realizar mediciones en las imágenes que se les entregaban, mediciones cuyos resultados apuntaban sistemáticamente en formularios.

No es el único caso en el que veremos a mujeres trabajando masivamente en labores monótonas pero intelectualmente complejas. Durante la segunda guerra mundial, por ejemplo, ellas serán las que se ocupen, mayoritariamente, del costoso trabajo de procesar y descrifrar mensajes militares en clave. Aquí, sin embargo, se ocupan de los astros, y tampoco se puede decir que su labor sea muy respetada. Su jefe, Edward Pickering, director del observatorio de Harvard, las consideraba "trabajadoras poco cualificadas y, por ello, afortunadamente baratas"; las contrató por la pasta, básicamente.

Aquellas mujeres, sin embargo, eran licenciadas universitarias, y Pickering no debía de estar tan seguro de que eran unas burras cuando se ocupó especialmente de que no recibiesen la formación matemática necesaria para poder realizar los cálculos de un astrónomo profesional. Además, les pagaba la mitad de lo que en ese momento cobraban los jornaleros del algodón que, en el Sur, habían sustituido la mano de obra esclava. Curiosamente, los integrantes (hombres) de aquel observatorio se referían al esfuerzo demandado por algún proyecto complejo no con el término que estamos habituados a usar de horas-hombre. Ellos hablaban de horas-mujer o, más propiamente, de horas-chica.

Aquellas mujeres mal pagadas y peor tratadas, sin embargo, estaban orgullosas de lo que hacían, por no mencionar que entre ellas había científicas de notable calidad. La mejor de ellas, la protagonista de nuestra historia: Henrietta Swan Leavitt.

Henrietta Leavitt no era ninguna tonta. Había asistido al conservatorio de música y tenía la máxima calificación en Cálculo y geometría analítica. Esto quiere decir que, al revés que muchas de sus compañeras, ella veía más allá de la labor que realizaba porque comprendía el tipo de cálculos que luego se hacían con la información que ellas proveían; lo cual le causaba frecuentes choques con su jefe Pickering.

Lo que más le gustaba a Leavitt es que llegasen a Estados Unidos las fotos tomadas en el el gran telescopio que la universidad había emplazado en la localidad peruana de Arequipa. Este telescopio había sido gestionado durante un tiempo por el hermano de Pickering. Pero, cuando éste comenzase a reportar la clase de cosas que veía al observar el planeta Marte, decidió ir personalmente.

Nadie, por supuesto, pensó en que Leavitt o cualquier otra mujer hubiese ido a Perú. Pero fue ella, sin embargo, la que cayó en algo cuando comenzó a observar las fotos.

En las imágenes de la más pequeña de las nubes de Magallanes, Leavitt observó las estrellas que brillaban con intensidad diferente en momentos distintos. Las primeras de este tipo que se vieron estaban en la constelación de Cepheus, y es por eso que se comenzó a llamarlas cefeidas.

Leavitt desarrolló la teoría de que la nube de Magallanes era un conjunto de estrellas muy distante de la Tierra, y sospechó que, al contrario de lo que había ocurrido hasta entonces, había una manera de medir esas distancias imposibles.

Si estamos una noche en medio del campo, sin Luna, de repente vemos una luz distante; tal vez el farolillo en el porche de una casa. ¿A qué distancia está la casa? Por la intensidad de la luz no podremos saberlo, pues carecemos de información sobre la intensidad de la luz del farolillo. Si apenas lo vemos brillar, eso puede ser porque la casa esté muy lejos; o puede ser porque el farolillo sea una mierda y apenas luzca, aunque esté muy cerca.

Leavitt, sin embargo, no tenía un farolillo, sino muchos. Muchos farolillos que podía asumir se encontraban a una distancia tan enorme de la Tierra que podía pensarse en que era la misma distancia. Se dio cuenta de que había cefeidas que consumían, por así decirlo, su patrón de billo-menor-brillo-brillo en relativamente poco tiempo, y otras que tardaban más. Y se dio cuenta de que las más brillantes tendían a ser de las cefeidas lentas, por así decirlo. Asumiendo que todas estaban a una distancia similar, caviló, también habría que asumir que las cefeidas lentas eran más brillantes que las rápidas.

De esta manera, era lógico concluir que si dos estrellas tenían el mismo ritmo de parpadeo pero una era más brillante que la otra, la primera de ellas estaría más cerca de nosotros que la segunda. Cuando los astrónomos fuesen capaces de medir la intensidad de luz de una sola cefeida, pues, se habría encontrado la forma de medir grandes distancias en el Universo.

Cabe resaltar el hecho de que no se suponía que Leavitt se estuviese dedicando al trabajo de las cefeidas. En realidad, buena parte de su vida en el observatorio de Harvard se definió por la invención de trucos que le permitiesen seguir con lo suyo sin ser advertida.

En 1906, finalmente, Henrietta Leavitt explicó sus avances en un artículo titulado 1,777 variables in the Magellanic Clouds. Un artículo que viene a ser uno de los primeros momentos en los que el hombre (bueno, la mujer) se declaró capaz de medir las distancias del Universo.

Pickering reaccionó muy mal. En su visión, es como si el bedel de un instituto le hubiese escrito una carta al ministro de Educación proponiendo un nuevo plan de estudios. Sin embargo, cuando leyó el artículo, puesto que era astrónomo y sabía de lo que hablaba, le pareció brillante. Tanto, que inmediatamente trató de convencer al mundo de que los avances se debían a él. Escribió artículos y dio conferencias en los que sin rubor alguno sostuvo que el descubrimiento se debía a él. Sin embargo, no lo consiguió, por lo que decidió vengarse y quitar de en medio a una competidora. Por esta razón, le retiró a Leavitt el trabajo sobre las fotos de Arequipa y le ordenó una insulta y aburrida serie de mediciones relativas a estrellas cercanas a la Polar.

Ella, sin embargo, se las arregló para continuar con su trabajo, y seis años después (1912) publicó un nuevo artículo que daba más detalles sobre el método de medición. Esa publicación provocó la ira de Pickering, y la total alienación de su empleada respecto de la nube de Magallanes.

Henrietta Leavitt murió en 1921 (editado). Nunca viajó a Arequipa como habría deseado y, la verdad, aunque hoy su mérito no se pone en cuestión, todavía creo yo que queda un camino hasta reconocerlo por completo. El hecho es que fue una mujer quien nos enseñó lo grande que es el Universo y lo pequeños que somos nosotros. Una mujer abnegada, supuestamente de pocas luces, terca y meticulosa.

En estos momentos actuales en los cuales estamos pensando en cambiarle los nombres a algunas calles y obviamente nos planteamos la cuestión de qué nombres ponerles que nos liberen de futuras polémicas, ya me gustaría a mí tener políticos que llegasen a ser conscientes de que Madrid, como ente del Universo, debería tener una calle en honor de Henrietta Swan Leavitt. Pero, claro, no va a ser el caso.

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