lunes, abril 04, 2016

Últimos momentos antes de una guerra

De los diferentes momentos que nos da la Historia, los previos y los últimos de las guerras figuran entre los más apasionantes. Los primeros, por la cantidad de preguntas que plantean en el espectador que los contempla desde el balcón del futuro y el conocimiento. Los segundos, porque quintaesencian en el concepto de caos, un caos en el que suelen sobresalir aquéllos que, a pesar de todo, son capaces de mantener la cabeza fría. La quintaesencia de esto último que digo siempre me lo ha parecido el agente Rufus Youngblood, el hombre que hizo presidente de los Estados Unidos a Lyndon Johnson (algo que ya he contado aquí, aquí y aquí).

Hoy quiero desgranar algunas notas sobre los primeros momentos, o los pre-momentos, de la más famosa de las guerras, que es la que ordenamos como la segunda mundial. Tiene su aquél desplegar algunos conocimientos sobre esos días. No, desde luego, eso ya se lo quiero advertir al lector, para insinuar la idea de que el enfrentamiento pudo evitarse. En realidad, la guerra ya estaba decidida desde que Hitler le había jugado un órdago a grande a Inglaterra llevando un rey y dos caballos, y el siempre prudente Downing Street había preferido dejarlo pasar. No obstante, creo que conviene recordar aquellos momentos para que todos los que no somos profundos conocedores de la segunda guerra mundial nos demos cuenta de que el relato posterior de la misma, relato de los ganadores por supuesto, se ha dejado algunas plumas en la gatera.


Por ejemplo, el hecho de que, apenas una semana antes de producirse la invasión de Polonia por Alemania, Francia estaba tan tranquila y encantada de haberse conocido. La verdad, la actitud francesa en los días anteriores al enfrentamiento (sobre la que tal vez encuentre tiempo para escribir algunas notas más detalladas) recuerda bastante a la actitud en 1936 de las fuerzas que luego se llamarían republicanas en lo que luego se llamaría guerra civil española. Como sabréis muchos de vosotros, si no todos, en las jornadas previas al 18 de julio de 1936 el gobierno legal español estaba encantado de haberse conocido. El primer ministro Casares Quiroga rechazó con displicencia todas las insinuaciones que se le hicieron de que se estaba preparando un golpe; Azaña creía que, tras haberse realizado su reforma militar, los capitostes del golpismo habían quedado emasculados. Y, sobre todo, el Lenin Español, Francisco Largo Caballero, decía a todo aquél que le quería escuchar que todas estas opiniones eran ciertas pero que además, otrosí decía, aunque hubiese un levantamiento, en aquellas zonas donde triunfasen inicialmente los golpistas se iban a enfrentar a unas huelgas generales de la hueva que los iban a dejar hechos una mierda e incapaces de luchar.

Esta opinión, que era la de Largo Caballero en 1936, era también, mutatis mutandis, la del máximo mando militar francés, el general Maurice Gamelin. Pocos días antes de comenzar la guerra, Gamelin habló en un almuerzo convocado por el presidente del Consejo Municipal de París, y dijo, más o menos, lo que sigue: El día que se declare la guerra en Alemania, Hitler se hundirá. En vez de defender las fronteras del Reich, el ejército alemán se verá obligado a marchar sobre Berlín para reprimir los tumultos que habrán estallado en la ciudad. 

Es sorprendente comprobar, cuando se lee un poco, cómo después de la guerra todo el mundo había calado a Hitler, y antes, nadie (salvo, ésta es la verdad, Winston Churchill).

En materia estrictamente militar, hay que reconocer que las opiniones de Gamelin navegaban a favor de corriente: todo el mundo en Europa, incluyendo muchos alemanes, consideraba la francesa como la maquinaria militar más poderosa del mundo. Las tropas de la línea Sigfrido ofrecerán muy poca resistencia, y entraremos en Alemania como en la mantequilla, declaró ampulosamente Gamelin en aquel almuerzo. A buen seguro, los comensales de aquella convocatoria se levantaron de la mesa convencidos de que estaban bien protegidos, y que, en realidad, el problema lo tenía Hitler con los alemanes y con su propio ejército.

Y, la verdad, no estaban del todo exentos de razón. El 24 de agosto, una semana antes de comenzar oficialmente la segunda guerra mundial, Adolf Hitler estaba sumergido en un mar de dudas. Aunque desde luego ni era católico ni a él los líderes religiosos le causaban impresión (Hitler podría haber pronunciado la famosa pregunta de Stalin a Churchill: pero, ese Papa... ¿cuántas divisiones tiene?), Hitler sabía que los elementos católicos en Alemania no eran desdeñables, y era posible que fuesen sensibles al llamamiento a la paz realizado en dicho día por el Santo Padre, Pío XII. La diplomacia vaticana siempre ha estado muy bien informada, y es posible que aquel llamamiento del papado se hiciese sabiendo que, en realidad, el Canciller alemán había señalado el día 26 de agosto como la fecha para agredir a Polonia.

Todo iba a comenzar en una población alemana fronteriza con Polonia llamada Geiwitz. Es lo que se suele llamar la Operación Himmler, aunque a mí me parecería más exacto llamarla Operación Heydrich. Según su diseño, un pretendido comando de soldados polacos (en realidad, alemanes disfrazados de tales), comandados por el SS Alfred Helmut Naujocks (a las órdenes de Reinhard Heydrich), tomarían la emisora de radio del pueblo, realizando así una "provocación" polaca que, en generando la reacción alemana, iniciaría la guerra. El día 24, Naujocks estaba ya en Geiwitz, discutiendo con el jefe local de la Gestapo, Heinrich Müller, los detalles de la operación. En Dantzig, hoy Gdansk, el jerarca nazi Albert Maria Forster había sido nombrado ya Gauleiter local. En Berlín, en la tarde de aquel día, se instalaron ya cañones antiaéreos en el tejado de grandes edificios. Los corresponsales británicos y franceses habían abandonado la capital y casi el país, por lo que todas las fuentes periodísticas no locales de que se dispone son estadounidenses.

Un corresponsal americano, William Shirer, recorrió aquel 24 la ciudad en diversos transportes públicos para observar la actitud de los alemanes de a pie. Según él, en su mayoría, los germanos no esperaban la guerra; consideraban que Hitler había conseguido regatearla una vez más. La clave de aquella actitud era el pacto nazisoviético. Los terms of endearment entre Ribentropp y Molotov venían a significar, para el alemán de a pie, que el aislamiento de Alemania se había terminado, y que ahora la guerra era menos probable que nunca. En su descargo, debemos recordar que todos aquellos tipos y tipas no leían en el tranvía otra cosa que lo que Josef Göbels quería que leyesen. En realidad, los alemanes no eran los únicos que consideraban que la guerra ya no se produciría: el propio Shirer recibió, el 25 de agosto, un encargo de su central en Nueva York para que organizase un programa radiofónico denominado Europe dances en el que retransmitiese interpretaciones de orquestas de las boites de Londres, París y Berlín. Shirer contrapropuso un espectáculo sólo alemán (un cabaret hamburgués fue su descripción), pero trató de convencer a sus jefes de que desechasen la idea inicial, porque, les dijo, la guerra era inminente.

Y lo era. El día 25, Hitler debía dar la autorización para el lanzamiento del Plan Blanco, la invasión de Polonia (recuérdese que el Plan Verde había sido la de Checoslovaquia). Sin embargo, tenía el problema de la previsible (que, de hecho se produjo) reacción de Inglaterra y Francia entrando en guerra con Alemania por esa invasión. Así las cosas, necesitaba aislar, de alguna manera, a Polonia de sus aliados. Y vista la experiencia del verano del 38 con el tema checoslovaco, tenía razones para pensar que sería capaz.

Las cosas como son, tal vez habría podido. Yo lo dudo. Pero, claro, utilizando instrumentos muy poco dotados para la labor, menos iba a poder. El principal elemento que tenía el Canciller para llevar a cabo sus gestiones, Joaquim von Ribentropp, no era como para tirar cohetes (recuérdese que en este blog Tiburcio Samsa - aquí y aquí- y este cura -aquí, aquí y aquí -hemos polemizado sobre qué jerarca nazi, Ribentropp o Hess, merece el título al Nazi Zote). Pero es que, encima, Hitler, que no tenía demasiada confianza en las habilidades de su ministro (lógico) fue a escoger al pígnico Hermann Göring, que tampoco es que fuese la leche precisamente.

Göring dedicó las horas del 25 a ir y volver de diversas entrevistas con Józef Lipski, el embajador polaco en Berlín. Pretendía ablandarlo diciéndole que el problema de Danzig (que los alemanes se habían apiolado por el artículo 33) no tenía que ser un obstáculo entre ambos países, y que lo que sí lo era, era la alianza polaca con Gran Bretaña. Un crack, el tío.

También dicho día, Göring convocó en Berlín a un empresario sueco amigo suyo (porque suecos nazis había más que cucarachas, que anda que no han sido racistas los escandinavos), Birger Dahlerus, y le encargó viajar a Londres en su nombre y decirle a los ingleses que no se fiaba de Ribentropp ni de la Wilhelmstrasse. Dahlerus cumplió su misión, aunque los ingleses no tragaron con la historia de presuntas disensiones en el seno del NSDAP que teóricamente erosionaban sus intenciones belicistas.

Sin embargo, ése era también el objetivo de Hitler cuando, a la una y media de la tarde de dicho día, recibió al embajador británico unos metros por encima de donde encontraría la muerte (Hitler, no el embajador británico). Nevile Henderson llegó puntualmente (era inglés, posh y diplomático; de no haber llegado puntual, se habría tenido que disparar en un testículo) y se encontró un Adolf Hitler en modo obsequioso. Sonriente y charming, el austriaco (1) ) se extendió en un discurso sobre lo sólidas e irrenunciables de las reclamaciones coloniales inglesas, y se mostró totalmente dispuesto a colaborar en su defensa. Acto seguido, dejó que Alemania no tenía reivindicación alguna al oeste, que consideraba sus fronteras occidentales definitivas (esto es: renunciaba a la reivindicación de Alsacia y Lorena; algo que le repetiría minutos después al embajador francés). Y le pidió a Henderson que tomase un avión cagancho leches hacia Londres para transmitir estos asertos. Cagando leches porque, aunque esto obviamente no se lo dijo a Nevile, en la primera tarde de aquel día él debía lanzar, o no, el Plan Blanco.

A todas luces, Hitler consideraba que era posible repetir el trile de Praga.

El problema para Hitler residía en que hasta los ingleses aprenden con el tiempo. Les cuesta de cojones, pero al final lo consiguen. 1939 no es 1938. De hecho, hay doce meses de diferencia entre uno y otro, y en esos doce meses Londres se había caído del guindo y se había dado cuenta de que la estrategia de los alemanes era, siempre fue, combinar las ofertas de paz con la preparación de la guerra. Henderson salió de la Cancillería a las dos y media. Tras su salida, se esperaba la llegada al edificio de la verdadera pieza que le faltaba a Hitler: esa pieza fundamental se llamaba Bernardo Attolico, había nacido en 1880 con una localidad italiana con nombre de cantante cómico, Canneto di Bari, y era el embajador italiano en Berlín.

Hitler esperaba la anuencia de Italia para invadir Polonia y exponerse a una declaración de guerra por parte de las potencias occidentales. Como ya os he contado al analizar la experiencia de la Anschluss, los hechos posteriores y la creación del Eje bélico han escamoteado a las generaciones posteriores la realidad de una Italia, fascista, sí, pero amiga de jugar sus cartas a ambos bandos. Mussolini había jugado durante años el papel de poli bueno de la Europa fascista, ese dictador con el que los demócratas sí que podían entenderse, a menudo en contra de los deseos del Führer, que hubiera preferido tener en el italiano un aliado más convencido y menos tontiloco. Ahora que sonaba la hora de la verdad, Alemania ya no estaba dispuesta a soportar medias tintas de Roma: habría de presentarse en el campo de batalla inequívocamente aliada. Hitler, pues, esperaba a un Attolico que, en su opinión, sólo debería hablarle de disponibilidad de unidades, de horarios, y de planes conjuntos. El tiempo de las polladas ya había pasado.

 Attolico, sin embargo, no apareció. En un plan muy italiano, pretextó que no había conseguido buena comunicación telefónica con Mussolini y que, por lo tanto, no podía transmitir la opinión del Duce. En los tiempos actuales sería lo mismo: diría aquello de que "es que en mis mensajes al Whatsapp del Duce no aparecen las dos marquitas azules". 

En realidad, Hitler había fracasado. Habiendo salido de la Cancillería el embajador británico a las dos y media, hubiera hecho falta que se hubiese inventado el transportador de Star Trek para que Henderson hubiese podido conversar con su gobierno antes de las tres de la tarde, que era la hora en la que Hitler debía dar la orden.

El general Nikolaus von Vormann estaba en la Cancillería aquel día. Cuando escuchó el reloj dando las tres, se dijo a sí mismo que ese día no habría orden de ataque. Pero en ese momento, vio entrar en el salón donde se encontraba a Adolf Hitler, según él, pálido pero tranquilo. El Führer se limitó a decir: "Plan Blanco". 

Esas dos palabras (bueno, no sé mucho alemán; a lo mejor, en alemán son sólo una, en plan Weissplan o así) marcaron el comienzo del avance de las tropas motorizadas hacia la frontera con Polonia. Asimismo, Naujocks se puso su uniforme del ejército polaco, y con sus compi yoguis disfrazados se dirigió a la emisora de Gleiwitz, para "tomarla".

Tras dar la orden, Hitler siguió con su intenso programa diplomático. Todavía tenía que recibir al embajador francés, Robert Coulondre, con quien quería intentar el mismo juego que con el inglés para aislar a los polacos. De hecho, la conversación fue la misma, sólo que afrancesada. Hitler comenzó anunciándole al diplomático, campunadamente, que había renunciado a Alsacia y Lorena. Sin embargo, al este la movida era otra. Los polacos, dijo, estaban desatados. Aquí se produjo un nuevo paralelismo entre la situación que describimos y la nuestra propia de la II República y la guerra civil, puesto que Hitler comenzó a desplegar delante del embajador una serie de relatos falsos sobre torturas sin fin infligidas por los polacos, incluyendo algunas castraciones de alemanes; relatos que, como digo, recuerdan a los que, en sede parlamentaria, utilizó Dolores Ibárruri sobre las represiones sin cuento cometidas tras la mal llamada Revolución de Asturias, incluyendo mutilaciones y movidas de este tipo. No existen noticias de que el NSDAP o el Partido Comunista de España hayan pedido nunca perdón por haber mentido.

Hitler concluyó con una petición impostadamente dramática al embajador para que le transmitiese al presidente Daladier su deseo de que la sangre alemana y francesa no se viese derramada por culpa de los polacos. 

Coulondre es uno de esos escasos personajes que uno se encuentra en la Historia con habilidad para percibirla; quiero decir, con la capacidad de entender que hay momentos en los que no es hora ni de cortesías diplomáticas ni chorradas. Por eso mismo, cuando Hitler se levantara dando clara señal de que la entrevista ha terminado, se quedó sentado, y la continuó. Afirmó sin ambages que los franceses combatirían al lado de los polacos y, más allá, le dijo a Hitler una frase enigmática:

- Usted piensa que es el vencedor, y yo pienso lo contrario. Pero, de todas formas, ¿no ha pensado en la eventualidad de que no venzamos ni usted ni yo? ¿Y si el vencedor es Trotski?

Si hemos de creer a Coulondre, aquello dejó a Hitler descolocado. Y no le faltaba razón al francés. Hitler se llenaba la boca diciendo que estaba allí para poner orden en un continente desordenado. Pero, ¿y si despertando las hostilidades entre las naciones europeas no hacía otra cosa que dar alas a la revolución internacional? ¿Acaso, venía a decir el francés, no recordaba el Führer los tiempos, separados apenas por dos décadas de aquella conversación, cuando Alemania, y muy especialmente Baviera, habían estado a punto de caer en ese pozo? Nosotros, desde el balcón del futuro, tenemos el poder de saber que aquel diplomático no iba del todo descaminado. No fue Trotski, sino su archienemigo Stalin. Pero lo cierto es que, como insinuaba el francés aquel 25 de agosto de 1939, se quedó con la mitad de Alemania. Durante más de tres décadas.

Cuando pudo reaccionar, Hitler se impostó y declaró, encabronado, que no pensaba darle un cheque en blanco a Polonia. O sea: lo mismo tienes razón, monsieur, pero me importa el pedo.

El día todavía deparaba más sorpresas negativas para el austríaco. Henderson llegó a Londres, sí. Y marchó hacia Downing Street, sí. Le transmitió al gobierno los mensajes de Hitler, sí. Pero la conclusión que sacaron los británicos no fue la que él esperaba, porque a las seis de la tarde se anunciaba la apresurada firma entre Gran Bretaña y Polonia de un tratado de ayuda mutua.

Los testimonios que nos han llegado nos describen a un Adolf Hitler paralizado, sentado en su mesa de trabajo, leyendo el comunicado de Londres. Esta vez, le habían querido el órdago. Y, para colmo, su compañero de mesa iba a darle otra sorpresita unos minutos más tarde, explicándole que lo que él había interpretado como una señal de solomillo, en realidad, es que le había tirado un beso.

En efecto: no había pasado ni media hora desde la llegada del comunicado de Londres, cuando Attolico apareció en la Cancillería para explicar que el Duce (que podemos apostar tenía el mismo comunicado en la mano) decía niente. Apoyaba a Hitler, por supuesto; pero se mostraba incapaz de entrar en guerra en ese momento. En ese punto, Hitler hizo llamar a Wilhelm Keitel, quien salió minutos después de su despacho dando la orden de abortar el inicio del Plan Blanco. Los testimonios nos dicen que Hitler quedó destrozado tras dar aquella orden.

La orden, sin embargo, llegó tarde. Como sabemos, el día 25 la Abwehrstelle de Breslau, al mando del teniente Hans Albrecht Herzner, había tomado el control del llamado paso de Jablonkow. La invasión estaba lanzada, y por eso aquella tarde, desde el Estado Mayor Central, fueron enviados diversos oficiales en avión, a pelo puta, para, literalmente, colocarse en la frontera y detener el avance de las tropas alemanas. Tuvieron la suerte de que los polacos estuviesen tardanos y bobotes, pues no interpretaron el incremento de escaramuzas en la frontera como lo que era. En Alemania, sin embargo, todo se preparaba para la guerra. La prensa, siguiendo las indicaciones de Göbels, informaba de movimientos de tropas polacas. Asimismo, se anunció para el día 28 el inicio del racionamiento. El día 26 se decretó que no habría escuela. Todo el mundo entendió que eso era porque la guerra iba a comenzar.

Había un solo grupo de alemanes que no creía que la guerra fuese inminente; de hecho, ni siquiera creían que fuese a haber guerra. Y es increíble que fuesen, precisamente, ellos: los oficiales del ejército. En efecto: quien tenía que hacer la guerra creía que ya nunca la habría porque consideraba que el coitus interruptus del día 25 había dejado a Hitler laminado. En la idea de aquellos hombres, nadie que ha parado una guerra tras ordenarla unas horas antes es ya creíble para declararla. En esas horas, el general Hans Oster le comentó jocoso a su colega y tocayo, el general Hans Bernd Gisevius, que éstas son las cosas que pasan cuando un cabo quiere hacer la guerra.

Todo aquel Estado Mayor de aristócratas conservadores pero no nazis se equivocaba. Exactamente a las 15,32 del día 26 de agosto, Hitler volvió a dar la orden. El ataque, dijo, sería el 1 de septiembre. En las horas previas, Alemania exigiría Danzig, un pasillo de acceso y un plebiscito en la zona. Reputaban los alemanes que era posible que Londres y París aceptasen, pero tenían claro que Varsovia no cedería en caso alguno. De esta manera, creían que había alguna posibilidad de romper la coalición. 

En esas horas, el Estado francés comunicó a sus reservistas la necesidad de que se proveyesen de algunas prendas de abrigo por sí mismos. Se comenzaron a requisar camiones que se aparcaban en el Campo de Marte, junto con centenares de caballos. Se colocaron letreros en toda la ciudad señalando los refugios antiaéreos. Los habitantes comenzaron a emigrar de la capital. En realidad, las intenciones de Hitler de aislar a Francia de sus aliados polacos no estaban tan mal tiradas: en el país galo no faltaban las voces que animaban al gobierno a que volviese a hacer la envolvente que ya había realizado en 1938. Quizás la voz que con mayor ahínco abogaba por ello era la de Charles Maurras, quien, todavía el 28 de febrero, opinaba que eran los judíos, merced a su presunta gran influencia sobre Inglaterra, los que estaban llevando a Europa a la guerra. Por supuesto, también hay que recordar a Pierre Laval, que tenía el proyecto de manejar un gobierno formalmente presidido por el general Pétain, que entonces era embajador francés en la España de Franco. Otros muchos políticos simplemente eran pacifistas, por considerar que, tras el pacto nazisoviético, las posibilidades de que perdiesen la guerra eran muchas. Por último, muchas personas en Francia todavía creían en la posibilidad de que Mussolini actuase como mediador entre ellos y los alemanes (y no nos cansaremos de decir que esta impresión, mantenida por algunos hasta el mismo 1 de septiembre de 1939, de que había que negociar con Mussolini en lugar de hacerle la guerra, es la que hace que tantas y tantas imaginerías que se construyen en la historiografía española en torno a cambios en la política de aislamiento de la República sean papel mojado, chorradas en verso, mercancía averiada).

A las siete de la tarde del 26 de agosto, Hitler recibió de nuevo a Caulondre, el embajador francés, que era portador de una carta del presidente del Consejo francés, Daladier. En ella, el francés apelaba a un acto de paz por parte de Hitler que, decía, era ya el único que podía garantizar dicha paz; Hitler leyó la carta sin mostrar emoción alguna en el rostro y, al terminarla, se limitó a comentar que las cosas habían ido ya demasiado lejos. El embajador francés lo instó a pensar en los civiles, especialmente en las mujeres y los niños. Durante un momento, Caulondre pensó que había logrado conseguir algo, porque Hitler se levantó y se llevó a Ribentropp, presente en la entrevista, a un ángulo de la sala. Sin embargo, cuando regresó se enfrentó con él y, simplemente, le dijo: "Es inútil".

Según testimonios de personas que entonces estaban muy cercanas a Hitler, esa noche, durante la cena, el Führer estuvo hosco y sin decir palabra. En medio de la colación, sin embargo, y demostrando que eso era lo que le rondaba la cabeza, comenzó a hablar y a decir que le tenía que haber dicho al embajador francés que la culpa de la sangre de las mujeres y los niños no sería suya, porque él no lanzaría la primera bomba (al parecer, Hitler pensaba que realizar el acto que activaba la guerra, esto es la invasión de Polonia, no era lanzar bomba alguna; por lo demás, en el momento que dijo esas palabras la Luftwaffe ya estaba preparando un raid sobre Varsovia, ciudad en la que, según noticias no totalmente confirmadas, vivían mujeres y niños).

Göbels, o tal vez deberíamos decir Hitler, autorizó la publicación en la prensa alemana de la carta de Daladier, y de la que redactó la Cancillería en respuesta; en Alemania ya no quedaba nadie que confiase en parar la guerra.

Aquel día, sin embargo, da la impresión que los ingleses, aunque firmes, estaban tranquilos. Shirer fue a verlos a la embajada en Berlín, que estaban desmantelando, y los encontró de muy buen humor. Diplomáticamente hablando, Londres confiaba tal vez en pararlo todo promoviendo una sesión de negociaciones directa entre los alemanes y los polacos. Hitler no la quería, pero aun así les había dicho a los ingleses que estaba dispuesto a aceptarla. Así se lo dijo al sueco Dahlerus, al que recibió aquel día. Le dijo que fuese a Londres inmediatamente porque tal vez Henderson no le había entendido bien. Que él quería llegar a un acuerdo.

Así estaban las cosas cuando, el 31 de agosto, las pasiones, sobre todo en Francia, se exacerbaron todavía más cuando Mussolini ofreció a franceses y británicos la celebración de una conferencia internacional que solventase el litigio entre Polonia y Alemania y que crease un tiempo nuevo alejado del Tratado de Versalles. Era, pues, un nuevo Munich, de nuevo meter las cosas por el carril de 1938; y fue, sobre todo, la disculpa perfecta para que los antibelicistas en Francia enervasen sus posiciones. El ministro de Exteriores, Georges Bonnet, era de esa opinión. Sin embargo, el secretario del Quai d'Orsay, Marie René Auguste Alexis Léger, a quien los aficionados a la poesía conocen como Saint-John Perse, consideraba que Hitler estaba jugando un farol.

Bonnet, sin embargo, quería generar una reunión de urgencia del Consejo de Ministros. Creía firmemente en las intenciones de Mussolini. Era un decidido partidario de abrir la conferencia de paz y favorecer el envío a Berlín de un plenipotenciario polaco para que negociase con Hitler.

Aquel consejo de ministros fue más bien un combate de pressing catch. El gobierno francés estaba tan dividido como la calle que gobernaba y, por lo tanto, era incapaz de encontrar un punto de acuerdo. En un momento de la reunión, un oficial del equipo de Edouard Daladier entró en la sala para entregarle una carta urgente. Era una carta de Coulondre, que éste le había confiado a un diplomático francés que salía de Alemania el día anterior. En la misiva, el embajador daba cuenta de la visita en su embajada, el día 30 (un día antes del consejo, pues) de un escritor alemán, Friedich Sieburg. Según el relato de Coulondre, se echó a llorar en medio de la entrevista, le explicó al francés que Alemania estaba convulsionada, y le rogó que Francia y Gran Bretaña hiciesen algún tipo de concesión. Le aseguró al francés que, si había guerra, los alemanes se agruparían como un solo hombre a las espaldas de Hitler (en esto acertó). Por eso, consideraba que, si Hitler atacaba, había que darle lo que pedía formalmente (la ciudad de Danzig y el pasillo); y que con eso en la mano bajaría los brazos (aquí ya no estuvo tan lúcido: esas reivindicaciones no eran sino tretas para que los polacos pusieran pies en pared).

Pero lo más importante de la información de Sieburg, que fue lo que movió a Coulondre a escribir aquella carta, fueron los datos que le aportó sobre las, según él, profundas vacilaciones que torturaban de días atrás a Hitler. Sieburg le dijo a Coulondre, y éste lo creyó, que entre la población alemana había una mezcla de estupor y cabreo (algo que también apuntan las crónicas de Shirer, por cierto), y que, en realidad, lo que quería Hitler era salir del atolladero conservando la cabeza. Por todo ello, el embajador escribía que "la prueba de fuerza está a nuestro favor".

A la luz de lo ocurrido, cabe preguntarse si Sieburg no fue un hábil intoxicador. No lo sabemos, y no creo que lo sepamos nunca. Pero lo que es un hecho es que si su misión era hacer creer al embajador francés que Francia era más fuerte de lo que era, le salió de coña.

Tras la lectura de la carta ante el gobierno, el presidente de la República, Alfred Lebrun, intervino para reprocharle a Daladier que creyese que Hitler estaba dispuesto a romper las hostilidades cuando ahora estaba claro que dudaba. Bonnet, que intervino para decir que estaba mejor informado que Coulondre, opinó que la carta era demasiado optimista y que era necesario apoyar la conferencia internacional patrocinada por Mussolini, idea que fue apoyada por Daladier. Sin embargo, cuando Bonnet telefoneó a Londres para solicitar una entrevista ese mismo día con lord Halifax, su homólogo británico que también tenía que dar su aprobación, fue fríamente informado de que el ministro ya estaba en la cama, y que al día siguiente llegaría tarde al Foreign Office porque "a primera hora se ha de hacer visitar por su dentista". Un desesperado Bonnet regresó al Quay d'Orsay, donde había una actividad propia de las once de la mañana, para encontrar en su mesa una cascada de telegramas que describían incidentes en la frontera germano-polaca.

A esa hora, Naujocks estaba ya atacando la emisora de Gleiwitz.

Bonnet se fue a la cama. A las tres de la mañana lo despertaría el director de la agencia de prensa Havas, para informarle de que las tropas alemanas habían traspasado la frontera polaca, y que escuadrones de bombarderos estaban haciendo picadillo los aeropuertos y estaciones de tren polacas.

Así pues, en la mañana del día 1, el gobierno francés se encontró ante el hecho de la invasión. Increíblemente, Bonnet y otros miembros del Ejecutivo seguían creyendo en la posibilidad de convocar la conferencia de paz, a pesar de que a esa hora Varsovia ya estaba siendo bombardeada. Este buenismo a la gala llevaba a los franceses a vacilar en hacer valer las cláusulas de ayuda a Polonia, mientras que en Londres se exigía una declaración de guerra inmediata. Entre otras acciones de presión de aquel día ha de contarse una llamada de Churchill al embajador francés en Londres en la que, según dijo éste, "los ladridos de Churchill hacían vibrar el teléfono". La sesión extraordinaria de la Asamblea francesa del día 2 fue de coña. Se votó un crédito extraordinario de 70.000 millones de francos para "hacer frente a las obligaciones resultantes de la situación internacional"; hasta ese punto se tenía miedo a decir o escribir la palabra guerra. No hubo turno de réplica.

Eso sí, se decretó la movilización general. Es muy propio de los políticos, que son básicamente los mismos hablemos del partido que hablemos, hablemos del tiempo que hablemos, eso de quedarse tranquilos porque no han votado una guerra, sino que se han limitado a votar los créditos necesarios para pagarla, y la movilización precisa para luchar en ella. Metidos en su burbuja, probablemente pensaron que así mantenían tranquilo al pueblo francés (que para entonces estaba de los nervios).

En la madrugada del día 3, todavía creía Bonnet en la mediación italiana; pero los británicos, por su parte, habían informado de que a las 9 iban a darle un ultimátum a Hitler, en cualquier caso. Si a las 11 de la mañana, dos horas más tarde, no existían garantías ciertas de la retirada alemana de Polonia, existiría una situación de guerra entre ambos países.

Si hemos de creer a Paul Schmidt, el intérprete de Hitler que por lo tanto pasaba mucho tiempo con él, el ultimátum británico lo dejó, si no pijarriba, sí bastante sorprendido y mosqueado. Como ya he dicho, probablemente el Führer creía que con la zanahoria de sus reivindicaciones relativamente modestas lograría aplacar el belicismo de Londres; pero como también he dicho, los ingleses algo habían aprendido en el último año. Hitler se volvió hacia Ribentropp, que estaba de pie junto a una ventana, y le dijo: "Y, ahora, ¿qué?"; frase que, de ser cierta, viene a sugerir que, en realidad, Hitler no quería romper las hostilidades el 1 de septiembre de 1939. Su ministro de Asuntos Exteriores se limitó a opinar que probablemente Francia tendría un gesto parecido al británico. Probablemente, la neurona no le daba para más.

Las horas que siguieron sirvieron de teatro a la increíble propensión a la chapuza de que hacía gala la III República francesa en esos momentos. Francia, tal y como había pensado Ribentropp, decidió entregar a través de su embajador un texto amenazador como el británico aunque, todo hay que decirlo, era mucho más genérico. El gobierno francés había decidido que si los alemanes no doblaban la cerviz, las hostilidades comenzarían a las cinco de la mañana del lunes 4 de septiembre. Sin embargo, luego cambió de idea y decidió adelantar la fecha a las cinco de la tarde del propio domingo 3 (o sea, ese mismo día). Sin embargo, nadie se preocupó de informar con prontitud a Coulondre del cambio, de modo y forma que recibió el correspondiente telegrama cuando estaba ya saliendo de la embajada. El embajador empalideció cuando leyó el despacho. ¿Qué clase de retrasado mental transmitía esa orden sin añadir qué debía hacer él si los alemanes pedían más tiempo (algo muy habitual en las amenazas tan inmediatas)?

Así las cosas, un sudoroso Coulondres entró de nuevo en la embajada y llamó al Quay d'Orsay. Allí le atendió el propio Bonnet, o sea el puto ministro. Y resulta que Coulondres... ¡no lo conocía! No sólo no lo conocía, sino que exigió que otra persona le ratificase la orden. Tuvo que ponerse Léger, a quien sí conocía más, y aun otro funcionario, para convencerlo de que estaba hablando con el ministerio de Asuntos Exteriores. Coulondres les exigió que repitiesen algunas frases absurdas, del tipo de "hace buen tiempo a orillas del Sena", para convencerse de que hablaba con quien creía estar hablando.

Todavía un detalle chusco más: cuando finalmente salió hacia la Wilhelmstrasse, Coulondre se encontró con varias personas en la entrada de la embajada, una de las cuales le pidió un autógrafo.

En la Wilhelmstrasse, sin embargo, Coulondre tuvo que esperar, porque Ribentropp no estaba. De hecho, estaba en la Cancillería con Hitler, entrevistándose con Alexandr Kvartsev, el nuevo embajador soviético en Berlín. Finalmente, Coulondre y Ribentropp se vieron en la Cancillería a las doce y media. Tras leer el ultimátum, Joachim opinó: "Francia, entonces, será la agresora". Cuando, a eso de las doce, se anunció por los altavoces de la Wilhelmplatz que Gran Bretaña había declarado la guerra a Alemania, los paseantes se quedaron petrificados. Da la impresión, y los testimonios son muchos, de que los alemanes siempre habían pensado que la guerra se pararía a tiempo de no afectarles.

Unos pocos escritores franceses, entre ellos Jean Giono y Victor Margueritte, firmaron un manifiesto por la paz. Pero ya nadie lo leyó, mucho menos lo secundó.



Cuando el hombre quiere hostias, las consigue.



(1) Billy Wilder solía decir que los austriacos son los tipos más inteligentes del mundo, porque han logrado convencernos a todos de que Beethoven era vienés y que Hitler era alemán; es importante recordar, de vez en cuando, que Adolfo era de Linz

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