viernes, noviembre 22, 2013

Odón de Buen: toda una vida



Hoy os dejo con una joyita. Un texto de un buen amigo mío que nunca se ha asomado a este blog para escribir, pero que espero que lo haga algún otro día. Se trata de Antonio Calvo Roy, el primer (y último) periodista en la Historia de España que tuvo los santos huevos de hacer una nota de prensa oficial en verso.


Antonio Calvo Roy es uno de los mejores periodistas científicos de España. Y, además, es un biógrafo incansable. Biógrafo incansable no es una expresión que quiera decir que siempre está escribiendo biografías (aunque ya ha hecho tres: la que justifica este post, otra de Santiago Ramón y Cajal, y otra de Lucas Mallada). Quiere decir que, cuando está investigando y escribiendo la vida de alguien, lo hace de una forma tan incansable, tan dedicada, que, de alguna manera, llega a vivir la vida de su personaje. Elliot dice lo mismo tras escribir su biografía del conde-duque de Olivares; pide perdón por ser, tal vez, demasiado comprensivo con un personaje normalmente denostado, pero eso, dice, es porque he pasado dos años viviendo su vida, y comprendiendo, de alguna manera, sus decisiones.

Antonio tiene, además, otra característica que no puedo dejar de soslayar: su hombría de bien. Quiero decir que, además de ser mi amigo, yo siento, cada vez que estoy con él, una corriente de respeto, de aceptación. No creo que haya muchas cosas en las que Antonio y yo estemos de acuerdo (aunque sí diría que algunas de las cosas en las que sí lo estamos son las cosas en las que hay que estar de acuerdo); pero nunca he sentido yo, por opinar, esa fricción interior que construye la sensación de rechazo. De hecho, y por poner tan sólo un ejemplo, Antonio no sólo soporta con estoicismo mi relativo escepticismo sobre el cambio climático, sino que me ha invitado, por dos veces, a explicar mis razones.

Trabajador infatigable, escritor apuntado, doliente y cáustico como ya lo fue su padre, Antonio ha querido dedicar un precioso tiempo de su vida para desenterrar a uno más de los científicos españoles olvidados: el oceanógrafo Odón de Buen. Lo que haya que decir de Odón, lo va a decir él mismo dentro de unas líneas. Yo sólo quisiera dejar aquí una apostilla.

Las muchas cosas que he ido sabiendo de Odón de Buen a base de los comentarios de Antonio en persona y en Facebook, luego la lectura en diagonal de páginas del libro ayer mismo, y por la glosa que contiene el discurso que ahora os voy a copiar aquí, lo que me han dejado es hambre. Hambre de qué, lo explico ahora mismo.

En el acto de ayer de presentación del libro, en el Ateneo de Madrid, se habló mucho de esa generación de científicos españoles, in between, entre repúblicas dijeron los coloquiantes (hay otra manera más oscura de verlo: entre guerras civiles) que, desde posiciones liberales, a veces tan liberales que eran anarquistas, trataron de abrir las orejas de España. Dolientemente, la experiencia del primer cuarto de siglo XX de la vida española (y digo bien el primer cuarto de siglo: 1931 no surgió del aire) enseña bien a las claras que la clarividencia de unos pocos no sirve para una mierda. Al final, siempre ocurre que de entre los clarividentes acaba por destacar el que menos lo es, que es el que se sube al machito. La modernidad española, pudiendo elegir entre egregios escritores, filósofos, científicos, médicos o ingenieros, eligió a un oscuro funcionario de escritura cursi y modales infatuados, Manuel Azaña, para que llevase a cabo esa labor necesaria en la que la intelectualidad española más o menos creía. Y la cagó, como ya insinuaba Unamuno que la cagaría al decir aquello de «tengan ustedes cuidado con don Manuel, que es un escritor sin lectores, y hará lo que sea por conseguirlos».

Aquella España metailustrada incluso se sentó en el Parlamento merced a ese fistro llamado Agrupación para la Defensa de la República que, con toda su buena intención, dejó algún que otro borrón en nuestra Historia (sin ir más lejos, la idea del «café para todos», esto es de la resolución de las ambiciones de los nacionalismos mediante la concesión de derechos autonómicos a todos, vibró por primera vez en los tímpanos de España cuando la formuló José Ortega y Gasset en la tribuna). Pronto, aquella Agrupación se desgajaría y se convertiría en un jarrón chino incapaz de actuar ante las muchas cosas que en aquel experimento comenzaron a salir mal y que, recordando la facilidad con que se recuerdan los postulados libertarios de muchos intelectuales de la época, podría resumirse con este concepto: está bien que un intelectual tenga veleidades o convicciones ácratas; pero el problema, en lo que a la II República se refiere, es que cuando los anarquistas llegaban a un pueblo para colectivizarlo, no llevaban ninguno de ellos consigo. También José Antonio tenía una interesante altura intelectual, como la tenían y tendrían otros correligionarios suyos como Tovar, o Ridruejo, o Laín. Pero luego, ese mismo hombre con perfil intelectual le imponía las palmas de plata distintivas del buen servicio a adolescentes violentos que no sabían hacer otra cosa nada más que repartir hostias, y más hostias. El gran problema de los intelectuales españoles es que, además de serlo, deberían parecerlo.

Y digo que todo esto me deja hambre a mí porque el trabajo de Antonio me despierta la ambición de otro trabajo: un trabajo analítico, totalizador, complejo, sobre esos españoles cuyos nombres no se conocen, esos Chaves Nogales con un tubo de ensayo en la mano, que desde la universidad y la investigación, pequeños reductos entonces del librepensamiento, querían una España mejor, distinta, y fueron arrollados por la idea que de una España mejor y distinta tenían los mediocres que viajaban en su mismo autobús. No es labor fácil separar el grano de lo moral de la paja de lo oportunista; sin ir más lejos, en el acto de ayer se hicieron loas a José Giral, que a mí me parecen, digamos, opinables. Pero hay casos, Odón de Buen es uno de ellos, que admiten poca discusión. Y sería libro éste que imagino de gran utilidad; porque en el análisis del fracaso de estas gentes se encontrarían muchas claves del fracaso de España entera. Cuando se habla, y es expresión que suele salir con bastante frecuencia en actos como el de ayer, de «la larga noche del franquismo», a menudo olvidamos los cienes y cienes y cienes de miles de españoles que no sólo se sumieron en esa larga noche voluntariamente, sino encantados de haberse conocido. Lejos de juzgarlos desde la superioridad que otorga siempre estar asomado del balcón del futuro, haríamos mejor en tratar de comprender sus porqués. Y, si lo hiciésemos, obtendríamos la taxonomía de un fracaso colectivo del que esta capa freática ilustrada del alma española no fue arquitecto, pero sí víctima. Y no hay que menoscabar, en lo absoluto, la importancia de esta clase ignota de científicos por el progreso. De pasada, se citó ayer al parasitólogo Gustavo Pittaluga, sin llegar a recordar que, ahí es nada, fue en el salón de su casa donde, a primeras horas de la tarde del 14 de abril de 1931, colapsó la monarquía española.

¿Escribirá alguien un día ese libro? Es posible; también es bastante más que probable que los que no hemos nacido en los últimos dos o tres meses no lleguemos a leerlo. Es lo que hay. España no es, lo que se diga, una tierra a la que se le de bien el self-screening.

Y ahora, cómo no, las palabras de Antonio.

Post Scriptum: Comprad el libro. Merece la pena.

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Muchas gracias en primer lugar, al Ateneo de Madrid por acoger esta presentación de la biografía de un ateneísta de pro. Gracias a quienes han hecho posible esta edición, el ayuntamiento de Zuera, cuyo alcalde Antonio Bolea, está hoy con nosotros, y a la Diputación Provincial de Zaragoza, que se ha animado, en estos tiempos, a llevar adelante el proyecto. Gracias también a mí editor, Heriberto Navarro, que desde el primer momento quiso llevar adelante la idea y lo ha hecho extraordinariamente bien, y a tiempo. Por los pelos, pero a tiempo. Gracias a Mariano del Cos y a Javier Puyuelo, del Centro de Estudios Odón de Buen, que han mantenido la memoria del oceanógrafo en su pueblo y me han proporcionado innumerables pistas y datos. Y gracias, en definitiva, a todos los que, de una u otra manera, me han ayudado a que esta obra vea la luz, sobre todo a la familia, a la familia De Buen, varios de cuyos miembros están aquí, algunos venidos de lejos, y que en todo momento me han dado los datos, las fotos, los detalles de los que se compone una biografía. Y, cómo no, gracias a todos ustedes por su presencia hoy aquí. Para más detalles sobre los agradecimientos, se puede consultar las páginas 7 y 8 del libro

El hecho de que estemos aquí, en el Ateneo, no es una casualidad. Odón de Buen empleó muchas horas y mucho esfuerzo en el Ateneo, como una parte de su dedicación, que él vivía casi como una misión, de transmitir sus conocimientos, de ayudar a incrementar la cultura científica. Aquí dio conferencias, para las que trajo peceras con peces desde el acuario de Bañuls, en Francia, y aquí dio también sus primeras conferencias tras el viaje iniciático en la fragata Blanca como naturalista, aquel viaje que le convirtió en quien fue.

Y aquí también, en estos salones, el 8 de marzo de 1923, presentó a Albert Einstein en una de las conferencias que el físico dio en Madrid. Y propuso, por cierto, que se formase un grupo de estudio con físicos españoles liderados por Einstein para estudiar sus teorías en un eclipse que tendría lugar a final de año, en México y gracias al cual se formarían los investigadores nacionales. Una idea que retrata muy bien a De Buen y que no pudo llevarse cabo porque Einstein la rechazó debido a otros compromisos.

La conferencia de Einstein debió de causar una gran impresión en el público, si juzgamos por lo que cuenta un periodista que asistió a ella. Decía que, pese a tratar solo de “generalidades de la teoría de la relatividad, el trabajo del periodista no fue sencillo”. Y proseguía el sufrido colega: “Aunque la conferencia que el ilustre matemático dio ayer tarde en el Ateneo tuvo carácter de vulgarización científica, lo abstruso del tema, la absoluta falta de aplicación a la práctica, las dificultades casi insuperables de exponer las novedades doctrinales sin apelar al formulismo matemático, y especialmente la circunstancia de que el expositor, que piensa en su idioma nativo, que es el alemán, se viera obligado a ir improvisando una traducción al francés, hacen poco menos que imposible reseñar fielmente las explicaciones del conferenciante.”

Eso, la verdad, no le pasaba a De buen, que siempre se esforzó en ser entendido por todos. De Buen vivió justo entre las dos repúblicas españolas, lo que permite enmarcar muy bien su vida política y su vida científica. Tuvo la fortuna de vivir una época apasionante en la que se salía de un periodo más bien oscuro, los reinados de Fernando VII y de Isabel II y que se culminaba con uno más oscuro todavía, la dictadura de Franco. En medio, 80 años de acción, de cambio radical en la España que tanto quiso. 80 años que nos deberían hacer olvidar esa idea melancólica del atraso de España y de la falta de ciencia a poco que se estudiaran y se conocieran con más detalle.

Odón de Buen nació en Zuera, en 1863 (la Primera República se proclamó en 1873 y la Segunda duró hasta 1939) y murió en México, en mayo de 1945. Su ideal republicano era un ideal de igualdad y de justicia, de oportunidades para todos, de cultura y ciencia divulgadas. En ello empeñó su vida, con regencia, con monarquía, con dictablanda, con república y con exilio. Porque por encima de todo era un apasionado científico que lo que pretendía, con Cajal, era hacer de España un país de ciencia. Su aportación más relevante en este campo sigue, 100 años después, vivita y coleando: el Instituto Español de Oceanografía, fundado en 1914 y cuyo director nos acompaña hoy también, continúa con el mismo nombre y el mismo propósito para el que fue creado, una circunstancia poco habitual en nuestro país. Y, por cierto, continúa siendo una institución científica de primer nivel internacional.

De Buen pudo estudiar gracias a los cambios de leyes que trajo consigo la Primera República y, sobre todo, gracias a las ayudas del ayuntamiento de su pueblo, Zuera, y a su propio esfuerzo, sumado al de su familia. Simpático y brillante, desde muy pequeño –once o doce años- se financiaba a sí mismo dando clases a otros compañeros de cursos anteriores, tanto en Zaragoza, donde terminó el bachillerato y estudió el preuniversitario, como en Madrid, en sus años en la facultad de Ciencias. Su inquietud política le llevó a conocer a una de las personas claves en su vida, su mentor, y luego su suegro, Fernando Lozano, propietario del periódico Las Dominicales del Libre Pensamiento en donde De Buen aprendería a escribir para el público, no solo para sus colegas científicos.

Fernando Lozano le hizo ciudadano y por eso este periódico semanal fue para él tan escuela como las aulas de la universidad, o quizá más. Y junto a él se introdujo en la masonería y abrazó los ideales del libre pensamiento que sostendría toda su vida. Esa manera de estar en el mundo, crítico, solidario, valiente, insobornable, “radical en el fondo y suave en las formas” sería su sello de identidad más característico, el que le llevaría, años después, a enfrentarse a otro de sus maestros más queridos, Ignacio Bolívar, director del Museo de Historia Natural y una de las personas que le convirtieron en lo que fue desde el punto de vista científico.

Y, además, era un tipo con suerte. Por fortuna estaba en el sitio adecuado en el momento oportuno, por fortuna y porque no paró un minuto de buscar esa fortuna, de procurar, como decía Picasso, que la inspiración le pillara trabajando. Su sentido gremial, por otra parte, producto también de su don de gentes y de su visión política de la vida, hizo posible que se apoyara en gremios diversos para progresar. Así, miembro activo de su grupo generacional de naturalistas, estaba en la Real Sociedad de Historia Natural la precisa tarde en la que se supo que un barco de guardiamarinas daría la vuelta al mundo y que la Sociedad trataría de meter allí una comisión de naturalistas. La tarde precisa, el momento exacto.

Aquello no fue finalmente la circunnavegación de tres años que se había previsto –después de todo, era España- pero los cinco meses que pasó embarcado y visitando museos y facultades de ciencias cambiarían completamente su vida y, aunque resulte un poco grandilocuente decirlo, cambiarían la oceanografía española y ayudarían a cambiar la manera de enseñar en la universidad. En el momento de transición en el que le tocó ser estudiante, la mayoría de los profesores (como hoy ¡ay! todavía ocurre en muchos casos) practicaban las clases más o menos magistrales y muy alejadas del campo. Hablar de bichos o de plantas sí, pero ni tocarlos. Bolívar había empezado a llevar a sus alumnos de excursión y De Buen, cuando fue catedrático, basó toda su enseñanza en las salidas al campo y en las prácticas de laboratorio. Tal y como ha escrito el historiador de la ciencia Thomas Glick, “Es importante darse cuenta de que De Buen está aquí describiendo una revolución en la enseñanza de las Ciencias Naturales, a base de trabajos de laboratorio y excursiones al campo, que él inició. No se trata sólo de una revolución conceptual. Faltaban marcos institucionales cuya institucionalización él mismo tuvo que estimular”.

Dotado de aquellos conocimientos, y de aquel tesón, ayudado por muchos y buenos maestros, como el citado Ignacio Bolívar, José Macpherson, Lucas Mallada, Benjamín Máximo Laguna y Juan Vilanova, entre otros, la labor que emprendió, en el campo educativo y en el de la institucionalización de la ciencia del mar es enorme. Tan grande que pese al silencio espeso del franquismo no se pudo ocultar del todo. 25.000 alumnos a lo largo de 44 años de catedrático dan mucho de sí, sobre todo si se es un profesor que deja huella por sus conocimientos, por su didáctica y por su dignidad.

A lo largo de su toda su vida Odón de Buen, cabezota y apasionado, no se apartó de su camino ni un momento, pero lo fue variando a medida que diversas situaciones fueron confluyendo. Por ejemplo, la muerte de Nicolás Salmerón, cuya bisnieta también está hoy aquí, su jefe político, en 1908, supuso también un cambio de rumbo. Recién terminada su etapa como senador, precisamente en la coalición que armó Salmerón, Solidaritat Catalana, el hecho de no salir elegido nuevamente y la desaparición de su jefe hicieron que se dedicara en cuerpo y alma a la ciencia, y a la organización de la investigación científica, y dejara de lado la política. En un ditirámbico artículo con motivo de su jubilación se hacía referencia a esta circunstancia añadiendo que España ganó un oceanógrafo pero perdió, quizá, un presidente de la República. No es posible, desde luego, imaginar el contrafactual, pero probablemente, como dice un amigo mío, le faltaba sectarismo para haber llegado a algo importante en política.

En la encrucijada entre la ciencia y la política tomó, además, otro camino diferente, que fue el de la organización de la investigación. Su importancia no radica en su relevancia como oceanógrafo, sin duda sus dos hijos que trabajaron en el IEO, Rafael y Fernando, fueron ambos mejores investigadores, si lo medimos con el rasero de las publicaciones originales, pero pudieron ser los investigadores que fueron porque encontraron el marco adecuado, más allá de las relaciones de parentesco. El marco que había creado Odón de Buen.

Entre las sorpresas que he encontrado al ir sabiendo más de la vida de Odón de Buen la primera fue sus trabajos como periodista. Si ganó sus primeras pesetas como maestro, de niño, como ya he dicho, probablemente ganó las segundas en su trabajo como periodista para el semanario de su suegro Las Dominicales del Libre Pensamiento. Aquello fue su escuela de política, pero también su escuela de redacción. Y su trabajo allí no era solo de divulgador, de publicista, como se decía entonces, sino de periodista científico en sentido estricto, contando noticias de ciencia de diversa índole, desde los kilómetros de red ferroviaria en Rusia hasta las investigaciones de los doctores Ramón (luego Ramón y Cajal) y Ferrán sobre el cólera tras la epidemia de 1885, una epidemia que causó una gran mortandad, matando entre otros al padre del propio De Buen.

Esa inclinación periodística está también, a mi juicio, relacionada con esa característica de la que hablaba hace un momento: porque De Buen es periodista, y luego divulgador de la ciencia, para ayudar a la gente a adquirir conocimientos, a saber más. Desde siempre tiene muy claro que incrementar la cultura científica es incrementar los grados de libertad. El conocimiento es libertad, piensa, tal y como, por las mismas fechas, escribió el poeta José Martí: “Ser cultos para ser libres”.

Por eso escribe: “Es labor muy profunda la del que populariza en nuestro suelo la Ciencia”. Qué razón tenía. Quizá lo dijo porque pensaba, tal como escribió en un periódico, que “la ignorancia solo puede engendrar brutales pasiones”. Contra esa ignorancia, contra esas brutales pasiones, levantó su cerebro, su pluma y una actividad incesante, porque nunca olvidó de donde venía.

Lo deja aún más claro en el prólogo del libro que escribió tras el intento de la Iglesia Católica, que se quedó en eso, en un intento, de echarle de la universidad por atreverse a introducir el darwinismo en el temario. “No os extrañe, amigos míos, que ponga el empeño de popularizar la Ciencia aun por encima de mi labor universitaria; la necesidad impone en España esta preferencia, que a muchos podrá parecer un sacrilegio. Pónganse las trabas que se quiera, siempre resulta triunfante la soberanía popular; aún los Césares y los dictadores que se creen árbitros de los destinos de los pueblos, vienen a ser al fin y al cabo la resultante de un estado de opinión pública, y cuando esta cambia, caen a tierra los que pretendían dominarla. Conquiste el positivismo la opinión popular, y su influencia será firme y duradera; viva la Ciencia separada del pueblo, y estará a merced de los gobernantes, como el destino público de la más baja estofa. La conveniencia, si esta quiere invocarse, exige conquistar la opinión en beneficio de las Ciencias naturales.”

Sin embargo, Odón de Buen es un gran olvidado. Uno de tantos, es verdad, pero quizá un poco especial, porque en él se reúnen condiciones que hacen de su olvido una laguna mayor. Podría decirse que fue olvidado con ahínco, con muchas ganas, llegando, como en el bolero que cantaba Toña la Negra, al extremo de decir “se me olvidó que te olvidé”. Su magisterio renovador en la docencia universitaria, su postura de pionero en la introducción académica del darwinismo en España, su papel como introductor e institucionalizador de la oceanografía en España y su relevante posición internacional, sucediendo al príncipe Alberto de Mónaco en algunos de sus cargos, hacen de él un personaje poco habitual. Verdaderamente, para olvidarlo había que olvidar mucho.

Recuperar su figura es, por tanto, reparar en cierta manera ese gran olvido, rellenar esa laguna en una sociedad que con frecuencia, como decía el escritor Augusto Monterroso, disfruta de una cultura lacustre, es decir, llena de lagunas. Los esfuerzos que desde hace años se vienen haciendo desde su pueblo natal, Zuera, y en concreto desde el Centro de Estudios Odón de Buen, sumado al de algunos historiadores de la ciencia, reparan, en parte, esa injusticia histórica. Me gustaría que, en la medida de lo posible, mi investigación sobre este personaje, que he volcado en la biografía que hoy presentamos, colabore también a rescatar a alguien que sin duda merece ser rescatado del olvido. Por él y por nosotros; sobre todo por nosotros. Mucha gracias.

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