Le leo a uno de nuestros pundits nacionales que la razón del importante papel político jugado en España por las centrales sindicales proviene de nuestra Transición. Sinceramente, creo que se queda corto. Muy corto. La hostia de corto, diría yo. La razón de que nuestros sindicatos mayoritarios, hoy, tengan reconocida una labor constitucional, (la mano); y ejerzan de hecho una influencia crucial en la política (el hombro), tiene una historia mucho más anterior.
La principal razón de que en España tengamos sindicatos tan poderosos, en el sentido de cercanos al poder o relevantemente enfrentados con el mismo, es el infradesarrollo de los partidos políticos. Desde Fernando VII, España ha tenido como dos docenas de grandes estrategas políticos que, desde el poder, han diseñado el futuro y el presente de la política patria; y casi ninguno, por no decir ninguno, pensó en una sana y variada formación de partidos políticos para estructurar el sistema.
Al gran líder liberal del siglo XX, el príncipe de Vergara, nunca le moló lo de los partidos políticos. Partidario y todo de recortar los poderes de la corona para mutarla de hecho en algo que no era (conflicto latente durante décadas que acabó dando con la reina en la frontera), a don Baldomero Espartero lo que realmente le iba era el cabildeo cortesano; a su alumno aventajado, el general Serrano, le dejó tan impresa esa afición que en el Palacio Real entró a menudo, no hasta la cocina, sino hasta la propia alcoba de Lizbeth Never Say No. Otros grandes políticos decimonónicos, desde Salustiano Olózaga al conde de Toreno, tenían, si acaso, capillas, que no partidos; ni los querían. Por lo que se refiere a los más conservadores, a los Narváez, conde de San Luis, etc., obviamente no les iba nada en crear una estructura razonable de alternancias modelo Disraeli/Gladstone, o similar.
El catalán don Juan Prim se fue a la tumba sin revelar el secreto de cómo salvar la monarquía española, que varias veces dijo poseer pero que se le fue por las heridas recibidas en la calle del Turco antes de poder ser revelado. De todas formas, visto cómo se las gastó con el partido autonomista cubano, no es nada aventurado avanzar que la suya no sería una solución de amplio espectro, una solución que a todos diese voz, que es lo que hubiera necesitado España para que las necesidades obreras no hubieran de desbordarse por el flanco sindical.
A la muerte de Prim, no pocos españoles tenían esa visión naïf, que también es bastante común hoy en día, según la cual, cuando gobernasen los buenos (cualesquiera que éstos sean), por el mero hecho de serlo, resolverían los problemas. El progresismo español tenía una confianza desmedida en progresistas y republicanos, pero la I República no es sino la historia de lo que pasó cuando estos políticos, en el fondo tan desestructurados como los conservadores, llegaron al poder. Estanislao Figueras, Pi i Margall, Salmerón o Castelar se fueron sucediendo en el frontispicio de la política española sin que ninguno de ellos fuese capaz de contrarrestar las tendencias centrífugas que afloraban al calor de la inexistencia de un poder estructurado. La enseñanza de aquel periodo fue la llamada Restauración, que tampoco buscó en lo absoluto la estructuración política de España, sino que se limitó a copiar el sistema inglés en su dermis y sostenerlo con un acromegálico fraude electoral.
La II República, que tantos cambios trajo, no puede contar la estructuración política como uno de ellos. En realidad, siguió siendo un régimen que desnortaba la representatividad parlamentaria día sí, día también; con la única excepción de las dos nacionalidades históricas, donde sí gobernaron y mandaron quienes tenían la fuerza de los votos (sobre todo en el País Vasco). La República tuvo tres grandes partidos: el Radical, el Socialista y la CEDA. El primero es el único que gobernó efectivamente, el segundo se auto-extrañó del proceso y al tercero no le dejaron. Por el camino, el régimen se convirtió en un régimen de políticos sin votos: Niceto Alcalá-Zamora, cacique electoral de Priego que sabe Dios dónde habría quedado de haberse celebrado unas elecciones limpias en su distrito; Manuel Azaña, que jamás tuvo mesnadas electorales y, por eso, para llenar sus mitines tuvo que aliarse con quien se alió; Miguel Maura, otro que tal baila; Ángel Pestaña, representante de sí mismo; Santiago Casares, representante de un republicanismo gallego tan evanescente como inaprehensible; y así mucho.
En estas condiciones, la clase obrera nunca encontró cauce para expresarse ni para defenderse por el flanco político; y para cuando la tuvo, como acabamos de decir, el PSOE, por motivos diversos no demasiado confesables, decidió no arrimar su ascua a la sardina gubernamental, nada más que lo estrictamente necesario. Si a eso unimos que, de una forma un tanto singular en la Historia europea, en España prenden pronto de forma muy profunda los puntos de vista anarcosindicalistas, acabamos teniendo lo que tuvimos, esto es un proletariado que no sólo no tenía acceso a las estructuras del poder y la participación, sino que además no lo quería. Doble sentimiento, de queja primero y de indiferencia después, que puede encontrarse con claridad en todos los discursos de Pablo Iglesias, quien, cada vez que era llamado a hablar ante el gobierno sobre mejoras de las condiciones del obrero, empezaba diciendo que a él esos encuentros se la pelaban, porque lo que él quería era acabar con los gobiernos burgueses.
Con estos planteamientos, era imposible que la izquierda política se relacionase con normalidad con el sistema político. Por eso, a principios del siglo XX llegó a meros acuerdos estratégicos con los republicanos para conseguir escaños en las Cortes, y sólo se apunta a una coalición política merecedora de tal calificativo con el gobierno Canalejas, es decir en el marco de la famosa campaña del ¡Maura, no!, que se parece al No a la guerra como una gota de agua a otra, y que tuvo iguales, yo diría que peores, consecuencias en términos de crispación.
Porque el recorrido de los partidos políticos es tremendamente limitado, es por lo que todos los anhelos de la numerosa clase obrera y campesina española se articulan a través del movimiento sindical. Entre otras cosas porque los patronos, de toda la vida de Dios, han tenido una visión distinta a la de los políticos, y siempre se han mostrado más proclives a entenderse con los obreros (sí, ya sé que el Catón del Buen Progresista dice lo contrario; pero esa teoría, simplemente, olvida hechos como que cuando el ámbito político todavía estaba digiriendo el fin de la Restauración y la transición hacia la democracia, el ámbito empresarial ya tenía jurados arbitrales de empresa).
España es, pues, un país, en el cual se obtenían muchos más éxitos a través de la acción sindical que de la acción política. Este hecho es el generador del efecto curioso de que a lo largo de buena parte del siglo XX hayamos tenido una central sindical mayoritaria que no respondía exactamente a la identificación con partido político alguno o, más bien, la rechazaba de plano. La CNT es el resultado de lo que pasa cuando aprietas fuerte una manga pastelera llena de crema; la crema sale a borbotones y por el primer agujero que encuentra. Nace oficialmente el anarcosindicalismo bebiendo de la decepción de décadas del obrerismo campesino del sur de España, salvajemente reprimido por las autoridades; y articulando a las masas obreras catalanas, que son muchas y no encuentran en la política forma de expresarse. Crecen, pues, antipolíticos, introduciendo en la ecuación del poder en España una variable inexistente en otros países.
Por lo que se refiere al otro gran sindicato español, la UGT, hay que entender que sería inexacto decir que el PSOE posee a la UGT; es, más bien, al revés. En la huelga general de 1917, es la UGT la que hace exhibición de músculo; por mucho que la huelga fracasase, para el socialismo español, 1917 viene a significar la absoluta prevalencia ideológica y estratégica del sindicato sobre el partido. Años después llega la dictadura de Primo de Rivera, general que derriba todo lo que hay menos, precisamente, la UGT, cuyo secretario general, Largo Caballero, pasa los duros años dictatoriales siendo consejero de Estado, episodio que los socialistas prefieren preterir de la biografía de su partido. Largo acepta aquel compromiso medio raro porque ve en ello la oportunidad, no de alzarse sobre el resto de los partidos políticos, sino de acabar con la CNT, que es la verdadera competencia que tiene.
En 1933, cuando en la izquierda marxista de la República se comience a hablar de tomar el poder mediante el golpe de Estado revolucionario, será en la UGT donde la idea nazca y crezca; y por no creer ya en la dictadura del proletariado es por lo que el histórico trío de la bencina ugetista (Besteiro, Anguiano y Saborit) es cesado.
Supongo que no habrá que gastar muchas líneas contando el poder sindical durante la guerra civil. En los tribunales populares, en los órganos de gobierno (véase Cataluña), etc., los sindicatos son admitidos como una parte más. Simple y llanamente, se asume, con total tranquilidad, que los puestos, prebendas o responsabilidades han de ser repartidos entre los republicanos burgueses, el PSOE, el PCE, UGT y CNT. Forman parte de la lista como si, verdaderamente, hubieran sido votados alguna vez. En la zona catalana, sobre todo Aragón, se produce uno de los episodios de la Historia de la Humanidad en el que el poder sindical se hace más elevado. Los anarquistas dominan la Generalitat (uy, perdón, quisimos decir el Comité de Milicias Antifascistas) durante meses (con la asténica colaboración de Lluis Companys, responsabilidad de la que sus biógrafos de parte le alivian elegantemente), hasta que los sociocomunistas los echen a hostia limpia; y en Aragón montan un edificante régimen egalitario que no invita precisamente a la ilusión por la Acracia.
Durante los años del franquismo, es una organización sindical, Comisiones Obreras, la que se convertirá en el principal, casi único, foco de oposición. Los partidos políticos, sí, se reunían dentro y fuera de España, charlaban con alemanes, franceses y británicos y todo eso; pero ninguno de ellos podía soñar, ni remotamente, con montarle a Franco un patín como el que le montaron los sindicatos en el 62 desde Asturias y luego todo hacia el sur. CCOO reedita parcialmente el esquema de la CNT; aunque de ideología más canónica, también es un sindicato de muy amplio espectro y con tenues identificaciones partidarias (es un error, a mi modo de ver, referirse a CCOO como el sindicato comunista; comunista era la OSO, y el PCE la tuvo que disolver por la fuerza de Comisiones). Está dentro del franquismo, lo utiliza, y cada vez es más peligroso para el régimen. Cuando en Suresnes el PSOE decida reinventarse en nuevos líderes jóvenes, el muñidor del proceso, su auténtico mentor, será Nicolás Redondo, secretario general de la UGT.
Como consecuencia, España lleva como 100 años acostumbrada a introducir a los sindicatos como un elemento más del entorno político, aceptando su representatividad como quien acepta barco como animal acuático, y asumiendo que un secretario general de un sindicato es un tipo que tiene que ir por ahí hablando de la ley del Aborto en lugar de la problemática de los asbestos entre los obreros de la construcción. En diversos ejemplos, desde la Comunidad de Madrid de Joaquín Leguina hasta los recientes gobiernos de Zapatero, los sindicatos han tenido un papel inusitado como iluminadores de la política económica y social.
La pregunta es si este proceso ha tocado a su fin. Y yo creo que no. Creo que no, por la simple y pura razón de que el principal elemento que, según mi interpretación, genera el excesivo poder sindical, sigue ahí. Los partidos políticos españoles siguen siendo estructuras cerradas, clientelares, con escasísima calidad democrática y, además, al eterno asalto del centro político, lo que hace que, ideológicamente, tampoco resulten atractivos a muchos españoles, sobre todo los encuadrados en eso que un día llamamos la clase obrera. Su clientelismo hace que la forma de hacer carrera en el partido sea ser fiel al líder que resulta ganador; la brillantez está de más. Las listas cerradas y el voto borreguero en las cámaras hacen el resto. Ha pasado el 15-M, y bien se puede decir que no han aprendido nada. Nada.
En esas condiciones, ¿por qué habrán los sindicatos de pasar a un segundo plano nacional, si siguen siendo necesarios? No creo que sea exacto ya hablar de clase obrera. Pero los españoles, digamos, de ingresos modestos, ¿qué cauce participativo tienen? En realidad, se encuentran en una situación que, desde luego, es diferente; pero, en la esencia de su voluntad de presencia, se sigue pareciendo demasiado a la de los jornaleros de la Mano Negra.
Otra cosa es adónde se están llevando los sindicatos a sí mismos. Porque son ellos, no la situación, los que han negado la Historia. La Historia nos dice que los sindicatos han sido siempre una fuerza independiente que se distinguía de los partidos políticos y se negaba a someterse a ellos. Sin embargo, desde 1982, con la primera victoria del PSOE, se inicia un lento proceso, que a mí me parece es posible que fuese diseñado y ejecutado desde el partido, para darle la vuelta a esa situación. Felipe González quería, no sé si una UGT sometida al PSOE; pero sí, desde luego, un PSOE con vida propia que pudiera pasar de la UGT si fuese necesario. Sólo así podía abordar la reconversión industrial, que él sabía absolutamente necesaria. La situación hizo crisis en 1986, con la reforma de las pensiones. Nicolás Redondo renunció a su acta de diputado. El gobierno aguantó el tirón. Y pasó lo que en el poema de Cervantes: fuese... y no hubo nada.
El terreno de cuándo han ganado y perdido los sindicatos es un terreno totalmente opinable. Mi opinión particular es que el sindicalismo español muestra, históricamente, cierta torpeza a la hora de plantear las huelgas generales. Fracasó en 1917, aunque cabe decir que, muy probablemente, no era su objetivo ganar, sino quedarse donde se quedó, demostrando su fuerza. Fracasó en 1934, aunque es mal ejemplo, porque aquello no fue una huelga, sino un golpe de Estado, que son cosas distintas. Triunfó en el 62, movida que yo considero una huelga general encubierta de tomo y lomo, porque el franquismo hubo de doblar la cerviz, a su manera, ante el empuje sindical, y permitir la negociación colectiva, aunque fuese a la remanguillé. ¿Triunfó el 14-D? Vale, dejaron a toda España sin tele a las doce en punto y al día siguiente no fue a currar ni Peter, pero, exactamente, ¿qué pararon? ¿Pueden decir, como los estrategas del 62, que consiguiesen virar el rumbo que llevaba el gobierno? Más bien no; a medio plazo, no.
Repásese, de todas formas, la lista. La mayoría de huelgas generales sindicales han sido huelgas políticas, porque los sindicatos ni saben, ni quieren, renunciar a ese papel plus, como de movimiento de alta calidad, que la vida social española les otorga. Y se han emborrachado del dicho mecanismo. Desde 1982, en Alemania han gobernado: Helmut Kohl, Gerhard Schröder y Angela Merkel. Francia (primeros ministros): Pierre Mauroy, Laurent Fabius, Jacques Chirac, Michel Rocard, Édith Cresson, Pierre Bérégovoy, Édouard Baladour, Alain Juppé, Lionel Jospin, Jean-Pierre Rafarin, Dominique de Villepin y François Fillon. Italia: Giuliano Amato (2 veces), Carlo Azeglio Ciampi, Silvio Berlusconi (3 veces), Lamberto Dini, Romano Prodi (2 veces), Massimo D'Alema y Mario Monti. Son, pues, tres países en los que han gobernado, en treinta años: tres, doce y siete primeros ministros diferentes.
¿Cuántos de ellos han sufrido huelgas generales?
En España son todos.
Jugando, jugandito, a ser un poder dentro del poder, era sólo cuestión de tiempo que alguien les hiciese caso. Si Felipe González fue el socialista que quiso poner terreno entre él y los sindicatos, José Luis Rodríguez Zapatero fue el socialista que se propuso gobernar con ellos. Los sindicatos, presa de esa ebriedad de lo inmanente, se dejaron querer y, para cuando el poder político se convirtió en eso que la sociedad española odiaba, ya no podían desligarse de él.
Es en este sentido en el que yo interpreto la enorme, casi exagerada violencia estructural con que quienes arremeten contra los sindicatos a su izquierda lo hacen. Lo que a los líderes sindicales les descoloca más, probablemente, es esta virulencia proveniente del bando indignado; y es así porque no entienden que es a ellos, a los indignados, no desde luego a las personas de clase alta, a las que el maridaje sindical con el poder político ha dejado huérfanos. Los otros rincones de la sociedad española que se sienten malquistos con los sindicatos tienen otros cauces para eclosionar; pero los que, teóricamente, se habían quedado sin ellos hasta el 15M famoso, son los seguidores de éste.
La huelga general del 29, por todo esto, podría ser histórica. Histórica, en el sentido de borrar del panorama la función que los sindicatos han venido cumpliendo hasta ahora en España, desde hace cosa de un siglo.
La cuestión es qué pinta tendrá lo que venga detrás.
Se echa de menos al estar hablando de sindicalismo tocar a los sindicatos verticales, parece excesivo el salto de la guerra civil a CCOO. Por otra parte, tan brillante como siempre. Enhorabuena.
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