Madrid es una ciudad interesante para hablar de ella porque, como metrópoli importante que es, en su seno han ocurrido muchas cosas dignas de mención. Así pues, es relativamente fácil saber cosas de Madrid, poder contar anécdotas e historias más o menos increíbles. Sin embargo, como ciudad importante y con Historia que es, Madrid guarda algunas sorpresas realmente grandes.
Muy poca gente, por ejemplo, sería capaz, según mi experiencia, de contar con qué país asiático tiene Madrid una vinculación muy especial que no comparte con el resto de España. Para poder contestar a esta pregunta, es necesario conocer la historia de León de Armenia, que tiene su miga.
Tenemos que viajar hasta el siglo XIV. El siglo de Enrique II de Trastámara, el iniciador de una nueva dinastía de reyes castellanos, inicio que no se produjo precisamente en términos moralmente aceptables. Enrique murió en 1379 en Santo Domingo de la Calzada y fue seguido por su hijo Juan, Juan I de Castilla. Para entonces, la castellana era una nación sin preámbulos que tenía una presencia internacional nada desdeñable, que sería aprovechada cien años después por los reyes católicos para colocarla, como decían los falangistas en los viejos libros de texto de hace décadas, en su destino imperial.
En el año 1080, en el territorio contenido entre la ribera del Éufrates y la cordillera del Ponto, un lugar que siempre había tenido vocación de imperial y que le había dado, por ejemplo, grandes quebraderos de cabeza a Cayo Mario, Sila y el propio Julio; allí, en lo que se terminó denominando Armenia Menor, un tal Rhupen fundó un pequeño estado. El principado de Armenia Menor, en las siguientes décadas, invadió la Cilicia y la Capadocia, creando con ello un país más que aseado en lo que a sus posesiones se refiere. León II, descendiente de este Rhupen, consiguió la dignidad real, no principesca, en 1187, tras la concesión en tal sentido por el siempre burbujeante Enri de Champagne, soberano de Jerusalén; de donde se deduce, lógicamente, que León había apostado por los cristianos durante las cruzadas.
Apenas doscientos años después, sin embargo, la dinastía Rhupen, que se había convertido en la dinastía Lusignan, no pudo pararle los pies al creciente poder egipcio. En 1375, el sultán Chasbán II arrasó Sis, la capital de Armenia Menor, y metió a su monarca en la trena en El Cairo. Se trataba de León VI, hijo de Juan de Lusignan y de Soldana de Georgia. Cuando tenía tres años, en 1327, su tío el rey Guido I fue asesinado por instigación de Constantino, un primo cabrón, que accedió al trono con el nombre de Constantino III. León huyó a Chipre donde se consolidó su educación cristiana, ya que él era cristiano por tradición (tanto los Rhupen como los Lusignan habían sido procruzados y, por lo tanto, antimusulmanes); motivo por el cual, cuando logró recuperar la corona, se encontró reinando sobre un pueblo mayoritariamente mahometano que fue el primero en alegrarse cuando vio llegar a los mamelucos egipcios por la colina.
El encierro de León fue cruel. Tanto, que durante el mismo tanto su mujer, la francesa Margarita de Soissons, como una hija que tenían ambos, murieron. Por ello, León envió mensajes a las cortes cristianas tratando de convencerlas que no tenía pase que un rey jesucristocreyente estuviese puteado en unas mazmorras musulmanas.
Obviamente, España era el lugar más indicado para hacer caso de este mensaje. Todavía la nación no se había sacudido completamente el yugo musulmán y, en todo caso, el compromiso con la cristiandad era total por parte tanto de Juan I de Castilla como de Pedro IV de Aragón. En 1382, conmovido, o tal vez acojonado, por los mensajes recibidos desde España, Chabán soltó a León, quien llegó a Castilla al año siguiente.
La crónica del rey Juan nos dice, textualmente, que el monarca, «viéndole [a León] desvalido e con parco sustento, otorgóle para en su vida la villa de Madrid, la de Andújar, e la Villa Real [Ciudad Real], con todos los pechos, derechos e rentas que en ellas había». El rey castellano, por lo tanto, donó Madrid, la que acabaría siendo ciudad gallardonita de zanja e impuestón, a aquel pobre desgraciado que, por lo que cabe adivinar, no sólo no tenía nación ni pueblo; es que no tenía ni dónde caerse muerto.
Madrid se cogió un cabreo de solsticio cuando se enteró de la decisión de su rey. Los representantes de la ciudad, es decir los notables burgueses que cortaban el bacalao, formaron una airada comisión que se desplazó a Segovia a pedirle cuentas al monarca. Al parecer sólo entonces, cuando los madrileños le explicaron la cosa, se dio cuenta Juan de lo que había hecho: regalar un trozo de su país a un soberano extranjero. En puridad, con aquel gesto se podría pensar que Madrid se convirtió en el reino de Armenia Menor, puesto que en la Armenia propiamente dicha ya no quedaba reino porque estaban los mamelucos.
De 12 de octubre de 1383 data el privilegio dictado por Juan como consecuencia de la audiencia de Segovia. En él se aclara que la donación ha sido a León, no a Armenia ni a su casa real y, por lo tanto, la posesión morirá con él, revirtiendo Madrid, como querían sus representantes, a la corona castellana. Además, el rey se compromete a no volverle a enajenar la ciudad a ningún amiguito.
Dicen las crónicas que León de Armenia no fue mal rey de Madrid. Se destaca de él que no despidió a ninguno de los altos funcionarios de la villa y que fijó unos impuestos más bien bajos; en eso, la verdad, se distingue del actual alcalde-virrey de la capital. Dicen, asimismo, las crónicas, que León de Armenia, obsesionado por ser conocido y amado por los madrileños, gustaba de pasear por la ciudad sin escolta, tratando de pegar la hebra con todo el mundo (y sin conseguirlo habitualmente).
León, sin embargo, no tardó en tratar de recuperar su reino real. Para ello abandonó Madrid para irse a Pamplona; no porque fuesen sanfermines, sino para convencer al rey Carlos II y a Gastón III de Bearne de financiarle una cruzada para echar a los egipcios de sus tierras. Llegó hasta París donde Carlos VI, rey de Francia, le dejó clarinete que no pensaba ayudarle en su empresa bélica; pero, a cambio, lo acogió en su corte cariñosamente. Le cedió un castillo, el de Saint-Ouen, así como unas rentas generosas.
León de Armenia, rey de Madrid, moriría en Francia en 1398, sin haber recuperado su reino, pero habiendo siendo el menos castizo de los reyes en el reino más castizo del mundo; si no estoy mal informado, está enterrado en el panteón real francés de la abadía de Saint Denis. Para entonces, en todo caso, hacía dos años que los madrileños habían arrancado de Enrique III, sucesor de Juan I, un decreto por el cual se revocaban los derechos de León sobre la ciudad, aprovechando que ya podía vivir de la renta real francesa.
Madrid, capital de Armenia. Quién lo diría, ¿a que sí?
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