miércoles, junio 16, 2010

El mantra autonómico

Las situaciones de crisis sirven para muchas cosas, entre las cuales se encuentra el afloramiento de problemas y debates que permanecían dormidos. Uno de los mantras de esta crisis, en este sentido, consiste en hablar del gasto y de la deuda de las autonomías y de la necesidad de refrenarlo, reformarlo o, añaden los más radicales, incluso terminar con él. Esta última propuesta de Fuera Autonomías revela hasta qué punto el debate está emputecido. En puridad, no habría mejor manera de acabar hundiendo a este país en el pozo maloliente de la pobreza, que acabar con las autonomías y la importante caterva de hogares que viven de ellas de una forma directa, nos guste o no. Pero, en todo caso, el debate en torno a las autonomías está revelando toda una discusión vieja, que no es ni siquiera de cuño español.

España, en este sentido, es parte de un debate histórico que se produce en otros países, por ejemplo Alemania, donde el federalismo más o menos camuflado se ha impuesto por motivos que van más allá de la voluntad de los pueblos. La organización del Estado alemán es una organización claramente buscada para diseñar una nación con un poder descentralizado más acorde con lo que era la Alemania de posguerra: un país con varios dueños. A España le ocurre lo mismo. España es un país que tiene varios dueños, algunos de los cuales viven en Madrid, y otros no. Agustín de Foxá, personaje de notable capacidad irónica, solía decir que Cataluña es la única metrópoli del mundo obsesionada con independizarse de sus colonias. En realidad, no se trata de que Cataluña sea o no sea España; se trata de que Cataluña es una de las dos grandes salas de máquinas de España y, consecuentemente, no hay diseño posible para este barco que no incluya características suficientemente aceptables por su parte.

El (pseudo) federalismo catalán y la extraña mezcla entre soberanismo moderno y foralismo medieval que conforma el nacionalismo vasco condicionan la Historia de España de todo el siglo XX y, consecuentemente, eran una de las principales incógnitas de la ecuación en 1975 cuando, con la muerte del general Franco, se cerró el larguísimo paréntesis que para la cuestión abrió su dictadura. Todos los planes de avance de España desde el Pacto de San Sebastián de 1930 hasta la PlataJunta democrática antifranquista han tenido que hacer un primer trabajo consistente en limar asperezas ideológicas entre socialistas, comunistas, anarquistas, liberales, conservadores y mediopensionistas; y, luego, han tenido que abordar un segundo trabajo, que es coger el momio resultante y hacerlo coherente con las aspiraciones de los nacionalistas.

Durante el franquismo los nacionalismos, en buena parte por las ronchas que tenían en la piel en su difícil relación con la República durante la guerra civil (más difícil cuanto más cercana al comunismo se quiso dicha República) , se extrañaron de la oposición al general, haciendo la guerra por su cuenta. Y así les fue. Para cuando Franco se murió, a los catalanes y vascos en el mundo no los conocía ni Dios. Quien más, quien menos, tenía sus apoyos: los republicanos irredentos, el de México; los socialistas moderados, el de Billy Brandt y Olof Palme; los comunistas, el de sus padres. Pero la cuestión catalana y vasca le importaba un bledo a las cancillerías en las que se coció la salsa constitucional de la Transición. Es más que probable que Henry Kissinger pensara que Guernica era un pescado.

Los nacionalistas, sin embargo, fueron extraordinariamente rápidos y eficientes a la hora de volver a colocarse en primera línea de interés. Las izquierdas exiliadas, de corte más propio de la República, se encontraron rápidamente con la sorpresa de que las izquierdas finiseculares, siguiendo ese proceso por el cual la autodeterminación de los pueblos se había convertido en centro de sus discursos, se habían hecho nacionalistas. Socialistas y comunistas superaron con elegancia esa contradicción interior inherente al hecho de decir, con la comisura izquierda de la boca, que todos los proletarios del mundo son tus hermanos; y decir, con la derecha, que hay que favorecer a la región propia.

Todo esto se acrisoló en la discusión de la Constitución del 78, que es un texto elegante para muchas cosas, pero en materia de autonomías, hay que reconocerlo, está bastante cerca de ser una puta mierda. Vale que un texto constitucional, como norma genérica que es, debe proveer en general. Pero una cosa es diseñar un marco general, y otra no diseñar ningún marco en lo absoluto. Más claro: el problema no está en las autonomías; está en su relación con el Estado central, porque nadie, a día de hoy, puede decir cuáles son los límites de dicha relación.

A la Transición política sólo le preocupaba una cosa de verdad en materia autonómica. Bueno, dos: en primer lugar, que nadie que pudiera exhibir un leve atisbo de voluntad autonómica en su pasado, desde la rebelión de los comuneros hasta la extraña figura de Rafael Casanovas, desde los dibujos de Castelao hasta los discursos de Blas Infante, se quedase sin su autonomía. En segundo lugar, que todo este cachondeo no alcanzase a los ingresos fiscales del Estado.

La única línea roja que se pintó de verdad en la Constitución del 78 fue la línea roja de que, en España, los impuestos los recauda el Estado central, excepción hecha de las comunidades forales, que los recaudan por su cuenta y luego cada año le pagan al Estado por los servicios prestados en la comunidad (es lo que se llama cupo), en un esquema que resulta abracadabrante que sea defendido por políticos que se supone que defienden el concepto de la solidaridad de los que más tienen para con los que menos.

Más allá de esta línea, que es la misma que le preocupaba a Azaña y consiguientemente no dejó traspasar a los catalanes, se permitió todo. Se diseñó, sí, un esquema dual, un esquema de autonomías completas y autonomías de baja intensidad. Son los artículos 143 y 151 de la Constitución, más el 138 que deja uno de ellos, en realidad, sin contenido.

Las autonomías del 143 son las autonomías de medio pelo: Aragón, Asturias, Baleares, Cantabria, Castilla y León, Castilla La Mancha, Extremadura, Madrid, Murcia y La Rioja. Las del 151 son las históricas (País Vasco, Cataluña y Galicia) más la otra foral (Navarra) más un pequeño grupetto de se entiende, más o menos, que tienen una intensidad autonómica mayor que la media (Andalucía, Canarias y Comunidad Valenciana). Esta clasificación, a mi modo de ver, no tiene ni pies ni cabeza. El independentismo canario, históricamente hablando, es bastante poca cosa; los canarios no han tenido jamás nada ni medio parecido a la rebelión de los Comuneros castellanos. La identidad valenciana, entendida como específica y diferenciada de la española, no se sabe muy bien de dónde sale; Andalucía tiene alguna tradición más, pero escasamente autonomista. Y, sin embargo, es autonomía de baja intensidad Baleares, que no sólo tiene idioma propio (ahora incluso dos, contando el alemán), sino que no siempre ha sido parte integrante en su totalidad de eso que llamamos la nación española.

Se supone que las autonomías del 143 son autonomías que se dedican al fomento de la actividad económica, los servicios sociales y las obras públicas. Las del 151, además, tienen competencias en materia de educación y sanidad y, algunas, seguridad pública. Pero, claro, está el 138, artículo según el cual toda región que tiene más de cinco años de Estatuto, hoy en día todas, tiene ya pedigree regional suficiente para poder asumir la totalidad de las competencias.

Este montajito, como digo difuso y genérico como hay pocos, es el que ha abocado a España a la situación actual, en la que uno de cada dos euros gastados por el actor público es gastado por las autonomías. Y esto ha ocurrido así mientras el Estado central apenas ha adelgazado, con lo que las estructuras se han duplicado. La insoportable levedad de la regulación constitucional de las autonomías, que como fruto del pacto de la Transición, consistente en no provocar ronchas a los nacionalistas a cualquier precio, es tan genérica que en realidad no marca apenas límite alguno para el desarrollo constitucional, es la que ha permitido que una de esas autonomías haya aprobado un Estatuto basado en el principio de que la decisión del Estado de transferirle dinero está mediatizada por una serie de normas que están en dicho Estatuto (con lo que una norma menor pasa a condicionar a la mayor); y los guardianes de la pureza constitucional lleven cuatro años, cuatro, decidiendo si eso está bien o mal escrito. Y no me extraña que no se pongan de acuerdo porque la Constitución, decir, decir, lo que se dice decir, poco dice al respecto.

En este entorno, como consecuencia de todo lo dicho, cada vez habrá que hablar más de las cifras de las autonomías. La que se ha sacado a pasear más en los últimos tiempos es la de la deuda. El asunto de la deuda de las autonomías tiene bastante atractivo porque permite muchas interpretaciones. Hay quien piensa, por ejemplo, que la autonomía que está más endeudada es la que tiene una deuda mayor. Ésta es una visión bastante paleta, con perdón de la palabra. Bajo ese punto de vista, la persona más endeudada de España quizá sea la baronesa Thyssen; lo cual no quiere decir, ni por asomo, que tenga ni la mitad de dificultad para cumplir con sus compromisos que la que tengo yo para pagar mi hipoteca.

Hay quien calcula la deuda de acuerdo con el PIB regional pues el PIB regional, al fin y al cabo, define la capacidad final de pago que cada región tiene. Pero esto también es equívoco porque las competencias asumidas no son las mismas y, consecuentemente, tampoco lo es la estructura de gastos.

Así las cosas, yo me he decidido por un indicador un poco más pedestre, que es el multiplicador de presupuestos. Esto es: poner en relación el nivel de deuda, publicado por el Banco de España, con el gasto presupuestario total. Es una ratio que viene a significar lo siguiente: si una autonomía decidiese dejar de hacer absolutamente todo lo que hace para dedicar la totalidad de sus ingresos a amortizar su deuda, ¿cuánto tardaría?

Lo que me sale es estre fistro.



La Comunidad Valenciana es la comunidad más endeudada de España. Según mis cálculos, tardaría casi un año entero en devolver todo lo que debe, dedicando el gasto actual a pagarla. Baleares supera los 300 días y Cataluña los 250. La CAM está ligeramente por encima de los 200. Y estas cuatro comunidades son las que están por encima de la tasa de las autonomías consideradas en su conjunto.

No he tenido tiempo de buscar la cifra de gasto total de los presupuestos estatales, pero tengo la sensación de que esta ratio no es exageramente superior a la que se obtendría en el caso de la Administración Central, sobre todo si la aislamos de la Seguridad Social.
Y es que, de hecho, la deuda de las Comunidades Autónomas, aunque ya sé que es un mantra actual, no tiene pinta de haber crecido de una forma exponencial. Las CCAA han alcanzado en muy pocos años el 40% del gasto del Estado. Pero su deuda no es, ni de lejos, el 40% de la deuda total de las AAPP. Según las Cuentas Financieras de la Economía Española, es apenas el 16%.
Pero, claro, la cosa tiene truco. Las autonomías (y la Administración Central) han aprovechado el agujero metodológico europeo por el cual el endeudamiento de empresas participadas por la Administración no consolida dentro de la deuda de los entes públicos, para crear una miríada de empresas y empresitas participadas que se han endeudado, deuda que en realidad es deuda pública no contabilizada. Y nadie sabe a ciencia cierta a cuánto asciende.

domingo, junio 13, 2010

La guerra civil bis (3)

El 25 de abril de 1945 se abrió la conferencia de San Francisco. Por tal motivo, la Junta Española de Liberación redactó un memorando que, a día de hoy, es, al menos en mi opinión, el más completo memorial de agravios contra el franquismo que se ha elaborado.

Álvaro de Albornoz, Félix Gordón, Antoni María Sbert e Indalecio Prieto se desplazaron a San Francisco con copias del memorando traducidas. En la mañana desayunaban juntos y se repartían las distintas delegaciones diplomáticas, y luego se dirigían al palacio de la Ópera para conferenciar con ellos. Su labor fue ímproba, casi amateur y de una gran eficiencia. Lograron inesperados apoyos en Latinoamérica, cuyos gobiernos, mayoritariamente conservadores, eran en principio más partidarios de comprender a Franco; y, además, cosecharon apoyos en países europeos como Bélgica, Checoslovaquia, Yugoslavia o la propia URSS. Fueron víctimas de la frialdad de Reino Unido y la hostilidad de Edward Stettinius Jr., responsable de la diplomacia norteamericana y jefe de su delegación; aunque entre los representantes de los EEUU encontraron un aliado en Nelson Rockefeller, quien les aconsejó, con muy buen tacto probablemente, que pusieran cuanta más tierra de por medio mejor entre la JEL y el Partido Comunista para poder lubricar las relaciones con la Casa Blanca.

En realidad, el hecho de que los republicanos nunca cumpliesen del todo con ese consejo, aspirando a ratos a retrotraer al PCE a la vieja coalición del Frente Popular, acabaría por ser uno de los baldones del republicanismo en esta guerra civil bis.

Una de las batallas que ganaron entonces los republicanos fue la de la opinión pública. Se celebraron dos conferencias de prensa, el 21 de mayo y el 9 de junio, ambas multitudinarias y con asistencia masiva de medios de comunicación de habla inglesa. Se podría decir, para entendernos, que los republicanos españoles fueron un poco los palestinos de la conferencia de San Francisco.

En una de dichas conferencias de prensa, en la cual hubo de contestar un turno de preguntas de dos horas, Indalecio Prieto sustantivó los cuatros pasos que, en opinión de la JEL, debían darse en una auténtica política de aislamiento del franquismo por el entorno internacional:

  • En primer lugar, condena del franquismo en San Francisco.
  • En segundo lugar, retirada de los embajadores y ruptura de relaciones diplomáticas.
  • En tercer lugar, formación de un gobierno provisional salido de las Cortes republicanas (más concretamente: de la porción de las mismas que estaba en el exilio).
  • Y, en cuarto lugar, reconocimiento por parte de la ONU de dicho gobierno como el legítimo de España.

Con posterioridad, llegaron a San Francisco José Antonio Aguirre, lehendakari en el exilio; y Juan Negrín, presidente del Gobierno. Aquí fue donde la República echó su único borrón. Todos los amigos de la causa le recomendaron a la JEL que organizase un encuentro de las fuerzas republicanas en el exilio para mostrar su unidad (consejo que tenía sentido, más que nada, porque los comunistas no estaban). Pero Prieto se negó. No quiso compartir, no ya mesa sino techo, con Negrín. Para entonces, el enfrentamiento entre ambos era frontal. En el fondo, como siempre, el amargo y nunca suficientemente aclarado conflicto de la pasta de la emigración. El memorando de la JEL dibujaba a una legalidad republicana comprometida en una sola dirección y sin fisuras. Pero aquel gesto dejó bien claro que ni una sola dirección, ni ausencia de fisuras, ni nada.

No obstante este borrón, la República triunfó de pleno. En el llamado proyecto de Dumbarton Oaks, que pinta las actuales Naciones Unidas, le colocaron al artículo que decía «el organismo estará abierto a todos los países amantes de la paz» la coletilla «cuyo régimen no se hubiera establecido con la cooperación militar de Estados que combatieron a las Naciones Unidas»; lo cual equivalía a decir «excepto el bajito bigotudo ése de voz de pito que fue amigo de Hitler y piensa como él».

En la sesión del 19 de junio, en el que el representante mexicano presentó esta enmienda en un vibrante discurso en el que, entre otras cosas, recordó que Franco había pronunciado el archifamoso «¡Heil, Hitler!», nadie pidió la palabra en contra. Sin embargo, la propuesta fue apoyada por Francia, Australia, Bélgica, Uruguay, EEUU, Ucrania, Bielorrusia, Guatemala y Chile. En un mundo como el que estaban empezando a construir las naciones, en el que algunas de las antes citadas jamás estarían de acuerdo en nada las unas con las otras, la incesante labor republicana consiguió arrancar de ellos un consenso histórico. La propuesta ni siquiera fue votada. Se aprobó por aclamación.

Pocos días después, en Potsdam, las tres potencias ganadoras declararían sobre España: «[los tres gobiernos] no favorecerán ninguna solicitud de ingreso del presidente del Gobierno español [sic], el cual, habiendo sido fundado con el apoyo de las potencias del Eje no posee, en atención a sus orígenes, sus antecedentes y su íntima relación con los Estados agresores, las cualidades necesarias para justificar su ingreso en el seno de las Naciones Unidas».

El rotundísimo éxito conseguido por la República en San Francisco llevó a ésta ambicionar llegar a la tercera etapa Prieto, esto es la formación de un gobierno viable que operase como alternativa real al ilegal de Franco. Oliéndose la tostada, Negrín intensificó su campaña para hacerse ver como ese gobierno en el terreno que le era menos propicio, como es el exilio latinoamericano. Por eso fue a México y pronunció allí una serie de conferencias en las que trató, claramente, de aparecer como el gran estratega que tenía muy claro lo que había que hacer. La verdad, sin embargo, es que el republicanismo estaba vendiendo negrines compulsivamente, porque aquél distaba mucho de ser un valor en alza. El éxito de San Francisco se debía a Negrín más o menos en la misma medida en que las seis copas de Barça se deben a Torrebruno. Él lo sabía, como sabía que el gran muñidor de la JEL, Prieto, no se iría con él ni a comprar un sello.

Los días 7 y 8 de agosto, en otro movimiento, Negrín promueve una reunión de los distintos partidos republicanos, a la que el PSOE asiste sólo un día y a regañadientes, a la que le arranca una petición a Martínez Barrio para que reúna a las Cortes y jure ante ellas como presidente de la República. Negrín juega la baza de la «normalidad republicana». El mismo Negrín que seis años antes el negaba el pan y la sal a las instituciones parlamentarias republicanas quiere ahora revivirlas, pensando que aceptar el nombramiento de Martínez Barrio como presidente de la República, que es una consecuencia constitucional de la renuncia de Azaña, resucitará la vigencia y legalidad de su propio gobierno, que por aquellas fechas nadie ponía en duda.

Efectivamente, el 17 de agosto, en el salón de Cabildos de México D.F., se reunieron las Cortes republicanas, con la asistencia de 96 diputados. Martínez Barrio promete su cargo y, acto seguido, según las previsiones de la Constitución del 31, Negrín resigna su gobierno. Que pensaba que estaría en las quinielas de Martínez Barrio lo demuestra el hecho de que, efectivamente, en las consultas que evacúa éste, el de Negrín es uno de los dos nombres que escucha. El otro es el de José Giral. Pero en contra de Negrín juega el factor de que el de Giral es el nombre que más veces se pronuncia. Y el otro hecho, no menos grave para él, de que una de las principales fuentes de hostilidad hacia su candidatura proceda de su propio partido, el PSOE.

Así las cosas, Martínez Barrio encomienda el gobierno a Giral. De alguna manera, en ese momento se acaba la carrera política de Negrín, aunque ésta volverá a aparecer diez años más tarde, cuando tenga un gesto realmente incomprensible.

El primer gran problema para formar el gobierno Giral fue Negrín. El político burgués llegó a ofrecerle ser vicepresidente y ministro de Asuntos Exteriores (el único ministro real en un gobierno en el exilio), pero Negrín, obstinado y dolido, se negó a todo. El Partido Comunista (como se ve, la República no estaba madura para atender el consejo de Rockefeller) se negó a participar en ningún gobierno que no presidiese Negrín (no obstante lo cual, hoy no faltan historiadores que dicen que la comunistofilia de Negrín es un cuento que se han inventado los Lunnis). Prieto y Tarradellas, por su parte, también fueron tentados por Giral, y rechazaron ser ministros. Por todos estos motivos, Giral amagó con no formar gobierno, pues Barrio le había conminado a formar uno en el que estuviesen todos. Sin embargo, el presidente de la República le dijo que se contentaba con uno a la usanza clásica, es decir representativo de la mayoría del Parlamento.

Tras un mes de duras negociaciones, Giral formó un gobierno con los siguientes miembros:

  • Presidencia, José Giral (IR).
  • Estado, Fernando de los Ríos (PSOE).
  • Hacienda, Augusto Barcia (IR).
  • Justicia, Álvaro de Albornoz (IR).
  • Defensa, general Juan Hernández Sarabia, independiente.
  • Gobernación, Manuel Torres Campañá (UR).
  • Instrucción Pública, Miquel Santaló (ERC).
  • Navegación, Industria y Comercio, Manuel Irujo (PNV).
  • Emigración, Trifón Gómez (UGT).
  • Obras Públicas, Horacio Martínez Prieto (CNT).
  • Agricultura, José Enrique Leiva (CNT).
  • Ministro sin cartera, Ángel Ossorio y Gallardo, independiente.
  • Ministro sin cartera , Lluis Nicolau D'Olwer (ANC).


El 31 de agosto, se disolvió la JEL.

Este gobierno cuyos nombres acabáis de leer, y donde es marcada la ausencia de nombres de primera fila como Prieto, Gordón, Sbert y, por supuesto, Negrín y los comunistas, era el gobierno destinado a administrar la victoria por goleada de la conferencia de San Francisco. Fue el gobierno de la ilusión, el gobierno en el que los republicanos pusieron sus mayores esperanzas y su mayor confianza en que Franco caería como fruto del aislamiento internacional.

Fue el gran gobierno republicano en el exilio, y es posible que no muchos de sus miembros considerasen, en agosto de 1945, que, sin tenerlo chupado, lo tenían muy factible. Las cosas, sin embargo, y a pesar de que en la fachada la República seguiría cosechando éxitos, no iban a ir exactamente como ellos esperaban.

viernes, junio 11, 2010

La guerra civil bis (2)

El 27 de julio de 1942, espoleada por el anuncio hecho en Madrid de que Franco va a montar unas cortes orgánicas, la Diputación Permanente de las Cortes Republicanas, o si se prefiere la esquinita de la República en el exilio más controlada por los partidos republicanos burgueses, decide elaborar una nota dirigida, sobre todo, a las cancillerías occidentales y a las Naciones Unidas. Tras diversas negociaciones con el gobierno mexicano para evitar que dicha acción le provoque un conflicto diplomático, la nota se publica el 10 de agosto y tiene un eco internacional nada despreciable. Sin embargo, ya este primer gesto provoca un hecho que será muy relevante en el futuro: el silencio de Washington y Londres.

El anuncio de Franco, en todo caso, reaviva los deseos de los republicanos, y muy especialmente de Martínez Barrio, de proceder a una convocatoria de las Cortes republicanas. Obviamente, se trata de una convocatoria para aquellos diputados electos en febrero del 36 por el Frente Popular y algunas formaciones afines. El principal problema es que, como es jurídicamente claro, un Parlamento no puede reunirse en un país extranjero, motivo por el cual los republicanos necesitan que el Estado mexicano, pues México es desde el primer momento el claro candidato a ser anfitrión de dicha reunión, le conceda a algún lugar la extraterritorialidad provisional; durante unas horas, el edificio donde se reúnan las Cortes republicanas tendrá que dejar de ser parte integrante de México.

Un notable avance en la unión de las fuerzas republicanas se da a mediados de ese mismo año con la constitución de un órgano de coordinación de partidos políticos en el que se integran Izquierda Republicana, Unión Republicana, el Partido Federal, Esquerra Republicana, Acción Catalana Republicana y el Partido Nacionalista Vasco; en suma, los dos principales partidos burgueses y los grandes muñidores nacionalistas. Ciertamente, el hecho de que el PSOE no se uniese a esta coordinación hizo que fracasara pronto, pero dejó la impronta de un mayor deseo de unión, prescindiendo de los comunistas, que se estimaba podría hacer mucho por dar una buena imagen a la causa republicana ante las democracias occidentales. En octubre de 1943, la Unión de Profesores Universitarios Españoles Emigrados realiza una reunión en Cuba de donde sale un manifiesto en el que se exige del mundo libre cooperación para desplegar en España un régimen de libertades, en estricto respecto del espíritu expresado por Franklin Delano Roosevelt y Winston Churchill en 1941 en el documento conocido como Carta del Atlántico.

José Giral, a la vez profesor y político, es quien queda encomendado por los congresistas para trasladar dicho manifiesto a las formaciones políticas. Giral se reúne, en efecto, con Martínez Barrio, Prieto y Albornoz (Álvaro de), y a Negrín le cuenta la historia por carta, quizá porque las relaciones no son las mejores posibles. En el otoño de 1943 dos políticos catalanes exiliados en México, Pere Bosch Gimpera y Josep Andreu Abelló, representantes de Esquerra y de Acció Catalana, organizan una serie de reuniones en la ciudad norteamericana que culminan, el 20 de noviembre de 1943, con la firma de un pacto de unidad para restaurar la República. El pacto apuesta por la puesta en marcha en España de «un régimen genuinamente democrático, conforme a los principios de la Carta del Atlántico», aunque se establecía la necesidad de poner en vigor la Constitución del 31. Esta tesis será la que mantendrá la República durante su exilio, sin llegar, a mi modo de ver, y con la única excepción interesada de Prieto, a darse cuenta de que esta posición, en realidad, suponía un obstáculo para el sueño de los republicanos.

El empecinamiento de los republicanos por identificar normalización democrática con regreso de la legalidad republicana será letal para ellos con el tiempo. Con una excesiva ausencia de autocrítica, que se observa hoy en día en la historiografía que les es más afín, los republicanos nunca estuvieron dispuestos a admitir la idea de que una cosa era decir que Franco era insostenible como demócrata, y otra muy distinta que la legalidad republicana fuese totalmente democrática. Bajo la legalidad republicana se habían quemado impunemente iglesias y conventos; bajo la legalidad republicana se habían aprobado unos artículos constitucionales en materia religiosa que sus propios autores consideraban de extrema izquierda; bajo la legalidad republicana se había aplicado una Ley de Defensa de la República que en manos de un líder de derechas consideraríamos pura y simplemente fascista. Los republicanos exiliados, y es posible que no les faltase razón en ello, se contentaban con echarle toda la culpa de estos errores al Partido Comunista; así pues, según ellos, muerto el perro, se acabó la rabia. Pero esto no será así a ojos del Foreign Office y, sobre todo, de la Casa Blanca.

Pero esto, en noviembre del 43, es hablar por hablar. En noviembre del 43, la República obtiene una victoria sin paliativos al lograr elaborar un documento a cuyo pie firman: Carlos Esplá y Pedro Vargas (IR); Indalecio Prieto y Manuel Albar (PSOE); Diego Martínez Barrio y Félix Gordón Ordax (UR); Josep Andreu (ERC) y Pere Bosch (ACR). Los únicos que no firmaron fueron el PNV, para el cual la unidad de España ya no existía; y el presidente del gobierno, Negrín, que no era de la partida. La UGT se adhirió, la CNT no expresó hostilidad alguna, y el PCE reaccionó anunciando la formación en el interior de España de una sedicente Junta Suprema de Unión Nacional. Apenas unos días después, se eligen los cargos rectores de la Junta Española de Liberación, en las personas de Álvaro de Albornoz (IR), Indalecio Prieto (PSOE), Diego Martínez Barrio (UR), y Antoni María Sbert por los partidos catalanes. No están todos los que son pero, desde luego, todos los que están, son. La JEL lanza un manifiesto dirigido a advertir de que es necesario «impedir que se realice la restauración de la monarquía antinacional que cayó en 1931» y se califica al pretendiente (ciudadano Juan de Borbón; ni Juan III, ni leches) de «banderizo y faccioso». Este manifiesto y las actuaciones de la JEL tuvieron un eco enorme en la opinión pública internacional.

Medio año después, sin embargo, concretamente el 24 de mayo de1944, Franco recibe un balón de oxígeno. Winston Churchill habla en la Cámara de los Comunes y se refiere al desembarco aliado en el norte de África con estas palabras: «No olvidaré jamás el inmenso servicio que España prestó entonces, no sólo al Reino Unido y a la comunidad británica, sino a la causa de las Naciones Unidas»; y añade más tarde: «no siento ninguna simpatía por los que consideran inteligente y divertido injuriar al gobierno español cada vez que se presenta la ocasión». Y más aún: «España será un poderoso factor de paz en el Mediterráneo después de la guerra. Los problemas de política interior de España sólo conciernen a los españoles. No tenemos por qué inmiscuirnos en estos asuntos».

El churchillazo cae sobre los republicanos como un jarro de agua helada. La JEL reacciona como el puma de Baracoa. Londres ha pronunciado las dos putas palabras: asuntos internos. Las mismas que pronunciará el secretario de Estado de Ronald Reagan, Alexander Haig, el 23 de febrero de 1981, durante el golpe de Estado del teniente coronel Tejero. Pero las palabras de Churchill son, además, sinceras. Son el producto, primero de las convicciones personales del británico, de por sí bastante conservador, y segundo de los movimientos que ha hecho el franquismo entre 1942 y 1944 y años siguientes, y que algunos historiadores conocen como proceso de desfascistización del régimen franquista. La baza de Franco es exactamente la desvelada por Churchill: jugar a contarle a las cancillerías que cualquier movimiento excesivo en España pondría en peligro el equilibrio Mediterráneo. Por el momento, el Pardo apenas tiene a Churchill decididamente de su parte. Pero, con el tiempo, acabará sacando agua de esa piedra.

Además de reaccionar ante las declaraciones de Churchill, la labor principal de los republicanos en el exilio es, en esos momentos, convocar las Cortes. Finalmente, y tras muchos dimes y diretes, Martínez Barrio logra arrancar de las autoridades mexicanas el apoyo suficiente como para poder realizar dicha convocatoria para todos los diputados del Frente Popular con la excepción de los comunistas, que para entonces ya no asisten a las reuniones de la Diputación Permanente.

Esta convocatoria, sin embargo, no fue un camino de rosas. Indalecio Prieto evolucionaba a marchas forzadas hacia un posibilismo muy propio de él, pues era un político al que le daba igual una cosa que la otra y, por lo tanto, era capaz de pactar con todos. En el marco de dicha evolución, o quizá porque tuvo la sensación de que las instituciones republicanas, dominadas por los partidos burgueses, nunca le darían el papel protagonista que ambicionaba para sí mismo, Prieto se fue desafectando del pie forzado de que el antifranquismo debía pasar siempre por la reivindicación de la legalidad republicana. Poco a poco, en sus artículos y en sus actuaciones, Prieto va dejando relucir que, para él, lo importante es tumbar a Franco; y si para tumbar a Franco tiene que tumbar el sueño republicano pues, como diría Terminator, no problemo.

A Prieto no le gusta aquella reunión de las Cortes porque la ve como un ruido. Según él, las actividades de la JEL están siendo muy bien acogidas por la opinión pública internacional, y poner en pie ahora otro foco de legalidad republicana puede ser un problema. Cierto es que Prieto en la JEL es secretario con mando en plaza y en las Cortes, el inspirador de la minoría socialista; algo menos, pues. Tampoco es menos cierto que si las Cortes republicanas empiezan a reunirse con habitualidad, Prieto se vería en la obligación de rendir cuentas de su gestión de la JARE, la junta de auxilio de exiliados que ha montado con el pastón del Vita, y cuyas cuentas nunca han quedado del todo aclaradas. También es cierto que revivir las Cortes podría suponer, por lógica, revivir la otra gran institución republicana, es decir el gobierno de Negrín; algo que es totalmente opuesto a los intereses de Prieto. Hay, pues, elementos para pensar que la actitud de Prieto pudo deberse a escrúpulos estratégicos o, quizá, más bien a intereses personales.

El 22 de noviembre de 1944, tras conocer que el presidente mexicano Ávila Camacho concede la extraterritorialidad provisional del Club France de México DF, Martínez Barrio reúne a la Diputación Permanente para convocar las cortes el 10 de enero de 1945.

A las 4,25 de la tarde de aquel día, estaban en el Club France 72 diputados, mientras que otros 49 expresaron su adhesión. En su discurso como presidente de las Cortes, Martínez Barrio dedicó, entre otras cosas, un recuerdo específico a la «figura venerable de la democracia española» de Francisco Largo Caballero. Ni aún mediante ese recuerdo específico, y para qué negarlo un tanto hipermétrope, consiguió Barrio bordear el principal problema de la convocatoria: los muchos escrúpulos legalistas de los representantes del PSOE. Los socialistas, instigados por Prieto para bombardear aquella iniciativa, ya se habían negado en la Diputación Permanente a aceptar votos por escrito y a distancia de diputados no presentes (para mi gusto, con todita la razón; diputado que no está, diputado que no vota). Pero es que, además, amenazaban con exigir en la sesión votaciones nominales, para evitar las votaciones por aclamación.

Los periódicos mexicanos del día 11, de hecho, publicaron la noticia de que la minoría socialista consideraba que las Cortes no eran tales, puesto que carecían del quorum necesario según la Constitución. Aduce el PSOE que no se ha logrado reunir los 100 diputados que son el umbral constitucional mínimo y, por lo tanto, se niegan a seguir actuando en las Cortes; tesis ésta que sería atacada por Gordón Ordax al recordar que, en realidad, sólo 198 diputados estaban en condiciones de acudir a la sesión, por lo que los asistentes formaban un quorum más que suficiente. A pesar de la oposición de Martínez Barrio a la suspensión, la obstinación socialista acabó por forzarla, aunque no se cerró el ciclo parlamentario. En todo caso, con este movimiento Prieto hirió de muerte a las Cortes como institución que pudiese aparecer ante la opinión pública internacional como activa y actuante y, por lo tanto, evitó que existiese un foco antifranquista más. Independientemente de que lo hiciese por motivos e intereses personales, que es más que probable, también hay que admitir que parte de razón no le faltaba pues, probablemente, lo que necesitaba la República era concentrar sus esfuerzos, no dispersarlos.

De todas formas, para desgracia de Prieto, el adormecimiento de las Cortes republicanas sirvió para fortalecer a su ex amigo Negrín, quien a partir de ahí sintió que el gobierno republicano era la única institución realmente viva. Aunque esto también era un poco espejismo. Útil, útil, lo que se dice útil para la causa republicana, era, en ese momento, la Junta Española de Liberación. Fue la JEL, de hecho, la que el 22 de enero recibió el telegrama que desde Guatemala anunciaba que dicho país había decidido no reconocer al régimen de Franco.

El siguiente paso era el 25 de abril de ese mismo año, 1945. Era la fecha fijada para la llamada Conferencia de San Francisco, que debía preparar la Carta de las Naciones Unidas. Esta cita es fundamental para la República, es una batalla crucial de la guerra civil bis, y la JEL está resuelta a ganarla.

Y es que, de hecho, en la primavera del 45 comenzará un rosario de victorias para la causa republicana.

miércoles, junio 09, 2010

La guerra civil bis (1)

El general Francisco Franco ganó la guerra civil. Y también ganó la segunda guerra civil. Cuando la primera guerra civil estalló, no estaba del todo claro que su bando, que entonces no dirigía él, fuese a ganar. Los resultados del first strike del llamado alzamiento (una forma como cualquier otra de no llamar a las cosas por su nombre) fueron bastante descorazonadores para los rebeldes. Luego pasaron muchas cosas que hicieron que, sin embargo, quien en un primer momento quizá pudo pensar que no tenía demasiado futuro, acabara con posesionarse de dicho futuro durante cuarenta años. Sobre este tema mucha gente tiene una opinión o, incluso, varias. La pregunta de qué le hizo a Franco ganar la guerra (pregunta que, en mi opinión, debe plantearse de otra manera: qué le hizo a la República perderla) es una de las preguntas más apasionantes del estudio de dicho enfrentamiento.

Casi nada más terminar la primera guerra civil, empezó la segunda. Una guerra de la que muchas de las personas que saben de la primera lo desconocen casi todo. La República, perdida la guerra en el terreno bélico, trató de ganarla en el terreno diplomático.

Cuando la segunda guerra mundial terminó se produjo un proceso inusitado en la Historia de la Humanidad. Por primera vez, los Estados ganadores se plantearon hasta qué punto no tenían la responsabilidad de ser jueces de quienes provocaban las guerras. Esta cuestión provocó la eclosión del concepto de crimen contra la Humanidad y los llamados juicios de Nuremberg, amén de cierta doctrina por la cual los amantes de la libertad tenían, no sólo el derecho, sino el deber de preservarla convirtiéndose en defensores activos de la misma. En la segunda mitad del siglo XX, luchar activamente por la democracia se convirtió en algo lícito.

Pasadas las décadas, este mecanismo mental, bastante trufado de wishful thinking, acabaría por hacer aguas. Resultó que no todos los presuntos amantes de la libertad lo eran en realidad: en la coalición militan o han militado elementos tan liberticidas como Josif Stalin o los secretarios de Estado norteamericanos a los que no les ha importado teledirigir desde Washington dictaduras atroces en el Tercer Mundo. Además, resultó que el mundo está lleno de escalas de grises. ¿Es lícito liberar a los bosnios del yugo serbio? Sí. ¿Y a los iraquíes del yugo de Sadam? El Hermano Lobo contestó: Auuuuuuuuuu....

Pero antes de que el mundo cayese en esta cuenta; antes de que la ONU se convirtiese, como lo ha sido en diversas etapas de su existencia, en una Asamblea donde los dictadores eran mayoría cuando menos numérica, el mundo creía estar entrando en una nueva etapa en la que toda ponzoña sería cortada de raíz. Y ahí comenzó, en lo que a España se refiere, la segunda guerra civil.

Las convicciones fascistas de Franco son terreno de la psicohistoria. Pero que Franco no sólo colaboró con los regímenes fascistas sino que los imitó y construyó un Estado a su imagen y semejanza, es algo que no niegan ni los mismos franquistas. Haciendo uso de su providencial esencia galaica, es decir la habilidad sempiterna de decir que sí y que no en la misma frase, fue un más que digno aliado de las potencias del Eje, pero no parte del Eje mismo. Durante la segunda guerra mundial fue un apasionado colaborador de Hitler, pero recibía a los embajadores británico y estadounidense, a los que también les cantaba alguna que otra melodía de sirena. Con la División Azul dio el paso más claro de implicación pro-Eje; paso que, en todo caso, tuvo más motivaciones que las puramente relacionadas con la guerra mundial, pues por esa vía consiguió quitarle presión a la válvula nacionalsindicalista, que amenazaba con estallar enervada por su cuñado Monchito.

Merced al hecho de que Franco nunca entró en la segunda guerra mundial, y por lo tanto nunca se alistó en el Eje propiamente dicho, cuando las tropas de Hitler comenzaron a poner el culo contra Mannheim y se fueron retirando por las Ardenas arriba, no fue invadido. En realidad, para entonces ya le estaba ratoneando a los alemanes el wolframio que necesitaban para blindar sus blindados, cicatería de la que Washington estaba perfectamente informado. El día que capituló Japón, las tropas aliadas habían alcanzado sus últimos objetivos.

¿O no?

Ésta fue la tesis de los republicanos españoles y de la docena de naciones que eran sus aliadas en ello. Merced a las tesis de Nuremberg, la guerra, que se conformó como una guerra contra el liberticidio, no se podía considerar terminada hasta que todos los liberticidas fuesen vencidos. Y quedaba Franco quien, verdaderamente, no se podía ocultar, entraba entonces en los estadios y plazas de toros mientras hasta los cabestros saludaban brazo en alto, como se había saludado a Hitler y a Mussolini.

Mi misión en este post y los que le seguirán será contaros cómo ganó Franco esa guerra o, si lo preferís, y de nuevo creo es la forma más correcta de expresarlo, cómo la perdió la República.




El final de la guerra civil, borrascoso y complejo, levanta muchas dudas en materia de legitimidad. En febrero de 1939, durante una reunión fantasmagórica en el castillo de Figueras, el gobierno del doctor Juan Negrín había recibido el apoyo de todos los grupos republicanos. En esto se apoyaba Negrín, una vez terminada la guerra y en el exilio, para sostener la idea de la pervivencia de su Ejecutivo. Sin embargo, no pocos juristas, incluso del lado republicano, recordaban que todo gobierno, por definición, tiene un pueblo y un territorio sobre el que ejerce su mandato, condiciones éstas que ya no se daban en el caso del republicano. Además, hay que tener en cuenta que, tras el mal llamado golpe del coronel Casado (yo prefiero llamarlo golpe de Miaja), y dado que quienes lo secundaron lograron el control de las tropas republicanas, cabe sostener que el gobierno Negrín había sido depuesto, luego ya no representaba a la legalidad republicana.

Sean las cosas como sean, lo que está claro es que el Negrín que aparece en París a finales de marzo de 1939, y acuerda con los miembros allí presentes de la Diputación Permanente de las Cortes una reunión de la misma, se considera no sólo el mayor, sino el único depositario de la legalidad republicana. Tanto es así que en su discurso ante la Diputación, 31 de marzo, no sólo expresa su convencimiento sobre la legitimidad de su gobierno, sino que se permite el lujo de coquetear con la ilegitimidad de la propia Diputación, dado que ésta sí que no tiene territorio sobre el que actuar y, consecuentemente, la idea de unas Cortes que se reúnen en tierra extraña es algo difícil de asumir. Es la primera ocasión, y no la última, en la que Negrín pretende hacer de su capa un sayo y seguir siendo presidente del gobierno republicano sobre la base de que lo controle Rita.

Lo que recibe Negrín es una verdadera andanada retórico-jurídica. Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes, argumenta, más o menos, que si Negrín está allí para comentar cositas porque le apetece, entonces que no diga que es el presidente del Consejo de Ministros; y que si está allí como presidente del Consejo de Ministros, entonces lo hace frente a la Diputación Permanente, representante constitucional del Parlamento, con todo lo que supone de derecho de ésta de juzgar su gestión y, sobre todo, darle órdenes. Termina diciendo Barrio que, en su opinión, el gobierno de la República ha dejado de existir; pero, si existiese, la Diputación estaría tan viva como él.

En suma, la doctrina Negrín, según la cual pervive el gobierno pero no las instituciones parlamentarias (una teoría, por cierto, que tiene de democrática lo que yo de lagarterana; y es que hay que ver las cosas que hay que oír y leer cuando se moteja a Negrín de supercampeón de las libertades) le parece al republicano una carallada. En el paroxismo de afirmarse más allá de todo control o auditoría, Negrín llega a decir que no sólo la Diputación Permanente, sino el mismo Parlamento no pueden relevarle de las responsabilidades que tiene como presidente del gobierno.

Álvaro de Albornoz, otro fino jurista republicano que, según las propias memorias de Pasionaria, se enfrentó con ella (y perdió) en febrero del 36 cuando los comunistas quisieron abrir las cárceles, interviene para decir que no puede haber primer ministro si no hay gobierno; y, sin territorio ni población, no hay gobierno que valga.

Y así está el tema republicano: la Diputación Permanente de las Cortes no cree que exista gobierno, y el gobierno no cree que exista la Diputación Permanente.

En la sesión del día siguiente, 1 de abril, las cosas se ponen aún peor. Pasionaria, el gran aval de Negrín en realidad, carga contra la Diputación Permanente, a la que prácticamente moteja de atajo de cobardes por no haber volado echando leches a Madrid para ordenar a Casado que depusiese su rebelión cuando la puso en marcha. Se monta la mundial, con reproches de alto signo por ambas partes, hasta que Ibárruri concluye dejando claro que, para los comunistas, no hay más gobierno que el de Negrín.

Finalmente, la Diputación claudica, y acepta el principio negrinista, un poco absurdo la verdad, de que el gobierno del doctor no puede dejar de serlo por imposibilidad de declinar su puesto frente al órgano constitucionalmente encomendado para ello (el Parlamento). Ya digo que, para mí, este argumento es tautológico. El gobierno no puede dimitir ante el Parlamento porque el Parlamento ya no existe. Pero si no existe el Parlamento, ¿cómo es posible que siga existiendo el gobierno?

En ese momento procesal, la respuesta a la pregunta no es ni jurídica, ni constitucional, ni siquiera ideológica: es, fundamentalmente, económica. No pocos de quienes participaron en esa discusión sabían, o sospechaban, que tentáculos republicanos habían logrado sacar de España, antes de la debacle final, fondos cuantiosísimos cuya exacta valoración nunca hemos conocido y, muy probablemente, nunca conoceremos. Procedente de incautaciones masivas y otros medios, la República contó con un importante flujo de fondos, y discutir sobre quién estaba al frente de las instituciones republicanas en el exilio equivalía, en la práctica, a discutir quién controlaría esa pasta. Negrín, más que probablemente, afirmaba su candidatura para seguir siendo presidente del Consejo de Ministros porque esperaba controlar esos fondos; algo que no pasó dado que, tras la odisea vivida por el famoso yate Vita, las riquezas del mismo caerían en las manos de su correligionario Prieto, quien no sólo no se las devolvió, sino que acabó arreglándoselas para echarlo del PSOE.

Lo importante a los efectos de esta serie, sin embargo, es que, tras muchos dimes y diretes cuyo fondo, como digo, es la pasta, la República sobrevive con dos, que pronto serán tres, focos de legitimidad institucional y política: por un lado, está el gobierno de Juan Negrín, llamado a ser muy potente como consecuencia de su capacidad económica derivada de los activos conservados, pero que pronto se quedará sur la paille; por otro lado, están las Cortes republicanas, o más concretamente su Diputación Permanente, que se sienten, eso sí con la opinión contraria de Negrín, representantes del sentir popular que votó en febrero de 1936; y, con el tiempo, y gracias al golpe de suerte del atraque del Vita en Veracruz y la decisión del presidente Lázaro Cárdenas de darle el control de los fondos, surgirá un tercero en discordia: Indalecio Prieto. Negrín y Prieto, que serán enemigos irreconciliables a partir del momento en que el segundo se quede con los fondos del Vita, se parecen, sin embargo, en una cosa: ambos quieren jugar el partido de la oposición antifranquista a su puta bola.

Serán las Cortes republicanas las que traten de guardar las esencias institucionales de la República y las que, en 1942, más concretamente el 27 de julio, cuando perciban que las tornas de la segunda guerra mundial comienzan a cambiar claramente, pongan en marcha la operación de acoso y derribo internacional del régimen franquista.


Ha estallado la guerra civil bis.

lunes, junio 07, 2010

Pistoleros de leyenda: Butch Cassidy

..bueno, como esto ya va siendo toda una serie, aquí tienes otros capítulos.

Billy the Kid
Butch Cassidy
Los Dalton
La familia Earp
Wyatt Earp
Jesse James


En 1902, durante su traslado a Sudamérica, Robert LeRoy Parker, alias William T. Philips, alias George Cassidy y alias, sobre todo, Butch Cassidy, pasó por las Islas Canarias. Con ello, Butch se convirtió, probablemente, en el único gran pistolero de leyenda del Lejano Oeste que alguna vez estuvo en España.

viernes, junio 04, 2010

Pistoleros de leyenda: Wyatt Earp


..bueno, como esto ya va siendo toda una serie, aquí tienes otros capítulos.

Billy the Kid
Butch Cassidy
Los Dalton
La familia Earp
Wyatt Earp
Jesse James


Lamento deciros que, en este post, no podré haceros ningún comentario sobre la pertinencia histórica de la película dedicada a la vida de Wyatt Earp. No la he visto. Por diversas razones que sería prolijo contar aquí, no soporto a Kevin Kostner haciendo de vaquero.

miércoles, junio 02, 2010

Pistoleros de leyenda: Billy the Kid

..bueno, como esto ya va siendo toda una serie, aquí tienes otros capítulos.

Billy the Kid
Butch Cassidy
Los Dalton
La familia Earp
Wyatt Earp
Jesse James


Tengo la sensación, pero obviamente sólo es eso, de que los pistoleros del Oeste ya no son lo que eran. Para las personas de mi generación y anteriores, el pistolero es, en buena medida, el gran héroe de la infancia. Como Felipe, el atormentado amigo de Mafalda, todos hemos soñado, no una, sino mil veces, con ser El Chico de Montana y apiolarnos a los malos a la salida del saloon con nuestra Colt 45 de seis tiros. Una pregunta para sociólogos es si eso, realmente, ha desaparecido. Puede pensarse que sí, o puede pensarse que no. Al fin y al cabo, los héroes de, un suponer, Gears of War, ¿qué son sino pistoleros modernos?

Más allá de estas technicalities, lo cierto es que el imaginario de los pistoleros del Oeste ha presidido las vidas de buena parte de niños y no tan niños, y desde luego no sólo en los Estados Unidos. Por lo cual ellos son parte de nuestra Historia. Pero, ¿hasta qué punto son Historia?

La respuesta, al menos por mi parte, es: lo son. Sin duda, hay una Historia de los pistoleros. Pero, sin embargo, esa Historia no es tal y como nosotros la imaginamos.

Lo primero que tenéis que hacer si queréis acercaros al fenómeno de los pistoleros del Far West es borrar de vuestra memoria la imagen de dos tipos de nervios de acero acercándose lentamente el uno al otro en una calle desierta, compitiendo a ver quién es el primero que saca el arma y dispara, o lo hace más rápido. Olvidaros de eso. La principal herramienta de un buen pistolero no era la rapidez, sino la puntería. El mejor pistolero era el que acertaba en el primer disparo en algún sitio, a ser posible definitivo, no el que sacaba antes. También deberéis olvidaros de las cartucheras. Si pudiéseis viajar en el tiempo y poder ver con vuestros propios ojos a Wyatt Earp, o a los hermanos Dalton, o a Billy the Kid, les veríais llevando sus armas en bolsillos o cinturones, rara vez en cartucheras; y, como le ocurre a William Manning, el pistolero encarnado por Clint Eastwood en Sin perdón, observaríais que la mayoría de ellos preferirían un rifle a un revólver. Y su principal preocupación no sería sacar primero, ni siquiera acertar en algún sitio importante; la función del primer tiro de un pistolero era, simple y llanamente, dar. Porque 999 de cada 1.000 veces que un humano, por muy campeón olímpico de tiro que quiera ser, saca su arma inopinadamente y dispara sin apenas poder pensar, le acierta a Venus, no, desde luego, a su objetivo. Por ello, lo importante era acertar, aunque fuese en un dedo del pie.

Otra cosa a la que deberéis acostumbraros es a restar o, mejor que mejor, a dividir. Vuestros amigos los pistoleros no fueron, en modo alguno, tan sanguinarios como pretenden los mitos que algún día leísteis en los tebeos que, por otra parte, no hacían sino eco de mitos que están bien consolidados en el inconsciente colectivo del Sur americano. A Guillermito el Niñato, por ejemplo, se le atribuyen 21 muertes sin contar mexicanos; pero, en realidad, apenas mató a cuatro personas. Hay ejemplos más radicales: Bat Masterson, por ejemplo, sólo mató a un hombre en toda su vida; y no sólo eso, es que apenas participó en tres tiroteos. Los pistoleros no se pasaban la vida disparando. Ni de coña. De hecho, el más sanguinario pistolero que reconocen las estadísticas históricas, Jim Miller, mató a doce personas, aproximadamente la mitad de lo que se le atribuye a Billy y casi la cuarta parte de los que se le señalan a Wes Hardin. A Pat Garret se le atribuyen dos muertes, y al Sundance Kid, ninguna.

Según los estudios que he podido consultar, algo más de la mitad de los pistoleros «censados» por los historiadores murieron en tiroteos, y un exiguo 5,5% murió ejecutado (aunque eso, obviamente, no cuenta a los que, como Billy the Kid, estuvieron en capilla para ser ahorcados). Uno de cada cuatro, como mínimo, murió de muerte natural e incluso alguno, como el peripatético George Coe, tuvieron largas vidas. Entre las profesiones conocidas por los pistoleros, la de agente de la autoridad es la más frecuente, seguida, cómo no, de cow boy o ranchero. En esto sí que el mito ha sido bastante preciso. Pero hay en la nómina de pistoleros conocidos oficios tan poco violentos, teóricamente, como los de director de escuela o maestro, ejecutivo de seguros, médico o pastelero. Tan sólo uno de cada diez pistoleros, más o menos, fue jugador de fortuna al estilo de Mel Gibson en Maverick.

Espero poder hacer unos cuantos retratos de pistoleros de leyenda. Y voy a empezar por Henry McCarty, alias William Booney, alias Henry Artrim, alias Kid Artrim, alias William Artrim o, como es más conocido, Billy the Kid. Nosotros le solemos llamar Billy el Niño.

Billy nació en Indiana, o tal vez en Nueva York en 1859, y moriría en Fort Sunner, Nuevo México, el 14 de julio de 1881. Durante la guerra civil, la familia McCarty se mudó a Kansas y luego, a la muerte del padre, a Nuevo México, donde la madre de Billy se casó con William Atrim. La familia se estableció en Silver City.

Después de verse envuelto en algunos pequeños robos, que le llevaron a la cárcel de la que logró escapar, la carrera de Billy el Niño comienza en 1877, con el asesinato, en el saloon de George Adkins en Fort Grant, de F. P. Cahill. Cahill era un herrero con el que Billy, que tenía 17 años, discutió. El herrero le empujó al suelo y una vez ahí, le arreó una hostia en la cara, motivo por el cual el niño sacó un revólver y le disparó a quemarropa. Acusado por el asesinato, escapó a Nuevo México, donde pasó un tiempo cazando con otro curioso pistolero, George Coe, que sería el gran instigador de la conocida como Guerra de Licoln Country (en la que se enfrentó a las autoridades, que le habían encarcelado y torturado injustamente) y que años después se convertiría al cristianismo y colgaría las pistolas; no sin compartir antes diversos tiroteos con Billy.

El ambiente del siempre inestable Lincoln Country le gustó a Billy, motivo por el cual se empleó en el rancho allí situado propiedad de John Tunstall. El asesinato de este ranchero inglés, que se produjo prácticamente delante del propio Billy, desencadenó una guerra a gran escala en el condado, en la que el Niño participó buscando venganza. Billy estaba en el pequeño comando pistolero dirigido por Dick Brewer, capataz de Tunstall, que se cargó a tres miembros del otro bando ranchero, y organizó y lideró la emboscada en la que murieron el sheriff William Brady y su adjunto George Hindman. Asimismo, participó en la que se conoce como batalla de Blazer's Mill. Estos hechos ocurrieron cuando una serie de pistoleros de Tunstall pararon a almorzar en Blazer's Mill y fueron descubiertos por un hombre del bando contrario, Buckshot Roberts. Charlie Bowdre, Henry Brown y el futuro creyente George Coe lo rodearon y le conminaron a rendirse. Pero Roberts contestó alzando su rifle y empezando a disparar. Consiguió herir a Coe y a otro miembro de la partida, John Middleton, que estaba cerca, pero fue asimismo herido por Bowdre. Así las cosas, se hizo fuerte dentro de un edificio. Dick Brewer, el capataz también presente, intentó buscar una posición elevada desde donde disparar, pero Roberts le descubrió y le disparó, acertándole en la cabeza. En ese momento, el resto de los compañeros de Brewer decidieron marcharse, dejándolo allí agonizar.

En julio de 1878, Billy the Kid y su gente huían desesperadamente de las autoridades que les perseguían y, finalmente, se rindieron a cambio de que el gobernador, Lew Wallace, les garantizase amnistía. Sin embargo, poco acostumbrado a las lentitudes y plazos de los trámites burocráticos, acabó desesperándose y huyendo del condado de Lincoln para formar una pequeña banda junto con conocidos forajidos de la época como Dave Rudabaugh, Charlie Bowdre y Tom O'Folliard, con la que realizó acciones que llegaron hasta Texas, entre las cuales se incluye el asesinato del jugador Joe Grant y su escapatoria de una emboscada que le montó Pat Garret, en Greathouse Ranch, White Oaks.

Lo de Grant fue en el saloon de Bob Hargrove en Fort Summer y lo cito porque tuvo elementos de película. Alguien contó a Billy que un tipo borracho, Joe Grant, se había propuesto matarlo. Entonces Billy se le acercó y le pidió el revólver para admirarlo. Cuando lo estaba mirando, observó que sólo tenía tres balas puestas en el tambor, así pues dejó el arma de manera que el siguiente disparo se produjese en una cámara vacía. Luego Grant le desafió, sacó su revólver, lo puso frente al rostro de un estólido Billy, y disparó. Pero no pasó nada. Bueno, sí pasó. Pasó que Billy ya tenía su revólver en la mano, y acabó con él.

No obstante, Garret le persiguió, por lo que Billy finalmente tuvo que rendirse y fue encarcelado en Lincoln, en 1880. Algunos meses después, mató a dos guardias, J.W. Bell y Bob Olinger, y se escapó. Pero, tras unos pocos meses de acción, Garret lo localizó y acabó con él.

Billy llevaba meses escondido en una granja de corderos, que abandonaba de vez en cuando para ir a ver a una amante llamada Celsa Gutiérrez. En una de esas visitas fue localizado por la partida formada por Pat Garret, John Poe y Tip McKinney. No obstante, en su inicio no lo reconocieron.

A medianoche, parcialmente desnudo después de haber pasado la tarde con Celsa y no precisamente jugando al scrabble, sintió hambre, así que cogió su rifle y un cuchillo carnicero y salió en calcetines camino de la casa de Pete Maxwell, para pedirle la llave de la despensa de carne. En el camino vio a Poe y a McKinney, que esperaban fuera de la casa mientras Garrett preguntaba a Maxwell si había visto al niño. En ese momento, Billy preguntó, en voz alta y en español, quién estaba ahí, y al no recibir respuesta amartilló su arma y entró en la casa, que estaba a oscuras. Garret lo esperó tumbado en la cama. Billy repitió la pregunta al tenue bulto que podía ver y, como no le contestara, comenzó a recular hacia la puerta. Pero, en ese momento, Garret le disparó dos veces y se escabulló. El primero de los tiros mató a McCarty en el acto, porque le acertó en el corazón.

Al día siguiente, se fabricó un modesto ataúd, en el que Billy fue enterrado en el cementerio local, entre sus dos antiguos compañeros Tom O'Folliard y Charlie Bowdre.

Y así terminaron los días reales de Billy el Niño.

sábado, mayo 29, 2010

The Euzkadi Armada (2)

Una de las ideas que se obtiene de la lectura de memorias escritas por combatientes o simpatizantes republicanos es la de que, en ese lado de la guerra civil, la impresión durante las primeras semanas de la guerra era de que la iban a ganar por goleada. Las milicias populares y, en general, los partidarios del Frente Popular, recibieron con lógico optimismo la noticia de que plazas como Madrid, Barcelona, Valencia o Bilbao habían resistido el embate golpista, combinada con el hecho de que el principal activo bélico de los alzados permanecía empantanado en África. Muchas personas y muchos estrategas creyeron que ganarían la guerra a las primeras de cambio con la punta del rabo (éste es el espíritu, de hecho, de la primera alocución radiada de Prieto tras el golpe) y, consecuentemente, se llevaron la desagradable sorpresa de comprobar que no era así. Es en este entorno de significado simbólico en el que hay que situar episodios como el Alcázar de Toledo o la acción de Legutiano. Cada uno en su terreno. Para los vascos, Villarreal de Álava fue la triste demostración de que no eran ni tan fuertes ni tan superiores, y de que, tal vez, habían escogido el bando equivocado si lo que querían era ganar, y los que habían acertado eran los navarricos.

En aquel invierno, primero de la guerra, se aumentaron los efectivos con tres nuevos reemplazos. Pero el ejército vasco seguía teniendo el mismo problema que semanas antes: la carencia casi absoluta de mandos bregados en las técnicas militares. Es lógico que toneladas de españoles para los cuales todo el contacto con el Ejército ha sido pasarnos un año de nuestra vida desfilando y haciendo chorradas podamos pensar, en algún momento, que un militar es un tipo que sabe marcar el paso y poco más. Lejos de ello, el oficio militar puede ser tan o más complicado que el de ingeniero de una central nuclear; y, además, exactamente igual que el ingeniero tiene que dar lo mejor de sí mismo el día que hay un escape radiactivo, del militar se espera que lo haga en caso de guerra. Los inspectores del ejército republicano que realizaron informes sobre las tropas vascas no dejan lugar a dudas en sus notas en que, también en Euskadi (y digo también porque éste fue el gran mal de las milicias populares), el ejército era una armada de chichinabo, con escasos niveles de disciplina y mandos por lo general muy jóvenes que probablemente se sabían de memoria artículos de Sabino Arana; pero en técnica militar estaban más bien peces. El general Martínez Cabrera, por ejemplo, describe a las tropas de Euskadi como «más bien grupos de hombres fuertes y bien cuidados que batallones en el verdadero sentido militar del término».

En febrero de 1937 empiezan los problemas en serio. Como ya hemos tenido ocasión de comentar, tras las primeras semanas de 1937 y ante los problemas registrados en Guadalajara, Franco cambia de objetivo a corto plazo y se dirige hacia el Norte. Pronto es bastante evidente para la República que los golpistas preparan grandes acciones en este teatro, que es un teatro muy ancho y, por decirlo así, amenazado por todos los lados, incluso el mar. El gobieno vasco monta en cólera cuando los aviones de guerra que estaban en Lamiako y Sondika son trasladados a Asturias, «dejando», afirma el gobierno autónomo en un cablegrama a Valencia, «riqueza industrial Vizcaya indefensión absoluta». El 27 de febrero ocurrirá otra cosa sobre cuya importancia se ha discutido mucho pero que, en todo caso, no puede considerarse sino una putada: el ingeniero Alejandro Goicoechea, diseñador del llamado Cinturón de Hierro de Bilbao, deserta al bando franquista.

El Cinturón de Hierro de Bilbao, verdadero mito de la guerra que sus constructores decían poco menos que capaz de parar al mismísimo Godzilla, era, como digo, la gran esperanza blanca de los bilbainos. Consecuentemente, no son pocos los que consideran que la huida de Goicoechea, que conocía bien su estructura y sus puntos débiles, fue fatal para la ciudad. No obstante, también cabe anotar aquí que algunos conspicuos combatientes han dejado dicho o escrito que aquel cinturón era más bien cintita, y de hierro nada. Era una estructura de protección, sin duda; pero no está claro hasta qué punto tenía la capacidad de detener una invasión en superioridad de condiciones como la que enfrentó.

Al finalizar el primer trimestre del año 37, el ejército vasco tiene en las trincheras 40.000 hombres, por lo que su problema sigue sin ser de efectivos; aunque empiece a serlo ya de material, cosa que no ha pasado hasta entonces, gracias al efectivo bloqueo naval de los franquistas. Con todo, su problema sigue siendo la descoordinación táctica, pues los diferentes sectores del frente se entienden poco entre ellos y se ajustan malamente. En este sentido, quizá, el ir perdiendo la guerra ayudó a los gudaris, pues conforme tuvieron que defender menos territorio, más fácil les fue coordinarse.

El 31 de marzo comienza el anunciado y temido ataque franquista, con mayor fuerza incluso de lo esperado. El gobierno vasco reaccionó reuniéndose con todos los mandos de la zona, también los del EPR, y llamando a cuatro nuevas quintas, movilizando a todos los hombres aptos y creando un Tribunal Militar de Euskadi. De entonces son los angustiosos mensajes de Aguirre a Valencia solicitando aviones que nunca llegarán.

Los vascos adoptan como puntos de resistencia el monte Sebigan y los Inchortas, pero será en este momento, ante el grave empuje enemigo, cuando paguen el error de haber creído que los mandos militares pueden improvisarse de la noche a la mañana. El gran problema de las tropas vascas durante esta ofensiva es la indisciplina o, si se prefiere, la incapacidad de los mandos para controlar los deseos de los soldados de, en viendo las cosas puteonas, hacerle un calvo al enemigo y salir de najas. Algunas unidades deben ser desarmadas ante el grave peligro de indisciplina y otras, simple y sencillamente, aparecen en Bilbao.

El 25 de abril, el gobierno vasco da otro paso en el acercamiento al gobierno central. Es en esa fecha, casi nueve meses después de comenzada la guerra, que acepta la estructuración del ejército de la misma forma que el EPR, en divisiones y brigadas, una decisión básica de libro cuando dos fuerzas combaten juntas. Pero es que ellos, claro, eran vascos. Distintos.

Un día después de esta decisión, cae Eibar. Al siguiente, Marquina. El 28, caen Durango y Lequeitio. Al día siguiente, Guernica. Hay que remontarse muy al final de la guerra para encontrar una semana tan negra.

El 5 de mayo llega la gran respuesta de Aguirre, quien además de lehendakari es aún consejero de Defensa, a la situación desesperada. ¿Podría ser entregar la dirección táctica de la guerra al EPR? Podría ser. Pero no es. La decisión consiste en asumir él personalmente el mando de las tropas. Dicho de otra forma: a pesar de los gestos que ha tenido que ir realizando por mor de los difíciles resultados de la guerra, el gobierrno vasco sigue soñando con dirigir un ejército vasco, de vascos y para los vascos. Ciertamente, los nacionalistas vascos llaman la atención sobre un hecho que no se puede negar: lo primero que tiene que ser capaz de hacer un jefe militar es mantener las tropas en combate, es decir aportarles moral y combatividad. Y esto es algo que, en el País Vasco cuando menos de 1937, sólo podía hacer el PNV. Por lo demás, también hay que decir que la alergia vasca a las unidades no vascas también tenía su razón de ser. Como bien señalan diversos testimonios, la llegada a Bilbao y su zona de unidades de Asturias y Santander, unidades normalmente con adscripción ideológica de izquierdas, supuso la producción en Euskadi de hechos que hasta entonces no habían sido normales; notablemente, las agresiones, o cosas peores, de religiosos. Dado que las izquierdas con pistola de la guerra civil fueron mucho menos democráticas y amantes de los derechos humanos de lo que por lo general pretenden hoy sus nietos, en una comunidad como la vasca, que no tenía ni medio problema de desafección con su fe católica y sus ministros, la cosa no es tan fácil como decir que a Euskadi llegaron tropas del resto de España a ayudar.

El 29 de mayo, si los franquistas escupen, el lapo mancha los contrafuertes del Cinturón de Hierro de Bilbao.

Por esas fechas, y siguiendo la petición de los propios vascos, el gobierno central envía allí a un general, Mariano Gámir Ulibarri. Aguirre está dispuesto a entregarle el mando sobre las tropas, pero no a dejar de ser consejero de Defensa (una vez más, la polisemia...). Gámir, sin embargo, es un bombero con un cubo agujereado y una pala de playa al que envían en solitario a apagar el incendio del Liceo de Barcelona. Para entonces, las unidades de gudaris están mal pertrechadas, estrechitas de moral y absolutamente carentes de mandos intermedios con las bragas bien puestas. El 12 de junio, los franquistas inician el embate contra el famoso Cinturón. Las brigadas I, V y VI nacionales entran por el cinturón sin grandes dificultades (utilizando un tramo especialmente mal dotado, cierto es), provocan la práctica desaparición de la I División de Euskadi, y penetran más de dos kilómetros por el valle de Asúa. Ese mismo día, los franquistas tienen ya la posibilidad de ubicar piezas a tiro de la ciudad, a la que comienzan a hostigar.

Prieto, quien también se plantea la huida a Santander de las tropas republicanas, decide finalmente, probablemente por la importancia industrial del enclave, que éstas coloquen su línea de resistencia en la orilla izquierda del Nervión. Consecuentemente, el 14 Gámir ordena la voladura de los puentes sobre la ría; pero la I brigada navarra hará inútil este gesto, pues logra cruzarla en un movimiento muy audaz, y crear una cabeza de puente. El 15 se decreta la movilización general en Bilbao. El 16 comienza a bombardearse Archanda. Es ese día cuando el gobierno vasco se reúne y decide abandonar la ciudad. El día 17, ya rodeado Bilbao por el sur, Aguirre pedirá un último y, a mi modo de ver, bastante estúpido, esfuerzo a tres de sus batallones de gudaris más acérrimos: la reconquista del casino de Archanda. Los nacionalistas lo conseguirán, a sangre y fuego, pero por muy poco tiempo.

El gobierno vasco abandona Euskadi.

El 6 de agosto, ya fuera de Euskadi, los gudaris dejarán de llamarse Ejército Vasco para pasar a ser el XIV Cuerpo de Ejército de la República. El 14, se rompe el frente santanderino y el coronel Adolfo Prada, jefe supremo del XIV Cuerpo, ordena su repliegue a una línea de contención. Pero las tropas no combaten ya y están en un total estado de descomposición. Tres batallones desertan esa noche y se dirigen a Santoña.

Santoña...

jueves, mayo 27, 2010

The Euzkadi Armada (1)

Pues sí. Como ya se ha dicho en los comentarios, en casos con absoluta precisión, las palabras citadas por mí en mi último post son del general Franco, en una reunión del Consejo Nacional de Falange. Cosas veredes.

Llevo unos días ausente. La culpa no es mía, sino de un herpes zóster que se ha empeñado en darme la barrila, aparte de fiebre y otras cosas. Pero finalmente he podido regresar a mis lecturas y escrituras, poco a poco. Aquí estamos de nuevo.

Vamos allá con el asunto del ejército de Euskadi.



Algunos de vosotros ya me habréis leído alguna que otra vez que en mi modesta opinión, modesta porque los hechos puramente bélicos no son lo mío, la guerra civil se decidió en la campaña del Norte y, más específicamente, con la toma por los nacionales de un Bilbao impoluto y con su maquinaria industrial en perfecto estado de revista. Sea o no sea cierta esta aseveración, lo que sí lo es es que el asunto de la guerra en el País Vasco, o más concretamente el del ejército de Euskadi, es un asunto muchas veces analizado por la literatura sobre la guerra. Y tiene su interés, porque es, de alguna manera, un asunto que acrisola uno de los grandes problemas del ejército republicano y sustenta la idea de que el bando de las izquierdas, cuando menos en parte, perdió la guerra por causade sus propios errores.

El Estatuto de Autonomía del País Vasco fue aprobado el 1 de octubre de 1936 por un centenar de diputados españoles. Paradójicamente, pues, esta decisión se tomaba el mismo día que en general Franco accedía a la jefatura del Estado nacional. El día 7, juraba su cargo el primer gobierno vasco, presidido por José Antonio Aguirre.

Con estos dos movimientos, la República atrajo hacia sí a un grupo político, el nacionalismo vasco, que en modo alguno tenía vocación para ello. El PNV era un partido fuertemente conservador, ideológicamente más cercano al bando nacional que al republicano, y especialmente refractario a los postulados de las izquierdas obreristas y laicas. El bando nacional nunca pareció demasiado proclive a hacerle guiños al nacionalismo vasco para ganárselo, así pues los vascos acabaron por sacrificar su ideología en el altar del autonomismo, aunque eso les costase la defección de algunos de sus miembros más conspicuos, como Luis de Arana, hermano de Sabino el inventor del nacionalismo vasco moderno, quien se dio de baja del PNV cuando supo que éste se avenía a colabrar con fuerzas no vascas (las izquierdas).

El 8 de agosto de 1936, la Junta de Defensa de Azpeitia decide la creación del Eusko Gudarostea o Ejército Vasco. Esta decisión, en buena medida impulsada por el Euskadi Buru Batzar, está relacionda con la lentitud con que el mando de Madrid reacciona, una vez comenzada la guerra, en todo lo que tiene que ver con el Norte; algo hasta cierto punto lógico si tenemos en cuenta que en las primeras semanas de la guerra casi todo se ventila en el eje que va de Cádiz a Madrid. En realidad, Madrid no se toma en serio el frente del norte hasta mediados de septiembre, cuando las tropas nacionales están ya a punto de entrar en San Sebastián; la reacción consiste en nombrar un jefe de operaciones en la persona del capitán de Estado Mayor Francisco Ciutat.

El nombramiento de Ciutat forma parte de una estrategia que tiene que ver con el cambio de gobierno de la República, el 4 de septiembre, y la llegada de Francisco Largo Caballero al cargo de primer ministro. Largo es el primer responsable gubernamental que se preocupa seriamente por la colaboración de los vascos en la guerra civil y cuando se lo plantea a Manuel de Irujo mediante la oferta de hacerlo ministro, se encuentra con la reivindicación de éste de que se apruebe previamente el Estatuto de autonomía. El 23 de septiembre, efectivamente, Irujo será nombrado ministro sin cartera, gesto que vinculará al PNV a la suerte de la República y que será el espaldarazo final para la aprobación del Estatuto.

La formación del gobierno vasco, sin embargo, marcará el inicio de la descoordinación de fuerzas. Aguirre no sólo es nombrado presidente del dicho Ejecutivo; también es nombrado consejero de Defensa. Por lo tanto, los vascos realizan un movimiento que también se aprecia en el caso del gobierno catalán, es decir ejecutivos autonómicas abrogándose competencia que son exclusivas del Estado central. En realidad, el movimiento de Aguirre tiene su lógica. Estamos en octubre de 1936, es decir un momento en la historia de la guerra civil en el que el bando republicano es todavía un cachondeo de milicias al servicio de diferentes ideologías, poco parecidas a un ejército adecuadamente establecido. El gobierno vasco, que no lo olvidemos es un gobierno social e ideológicamente de derechas, no quiere que eso le ocurra. Por ello, el 25 de octubre el diario oficial de Euskadi publica el decreto por el que se somete a todas las fuerzas militares que operan en el País Vasco a «la autoridad superior del Consejero de Defensa de Euzkadi». Esto supone, por lo tanto, crear un mando militar propio, distinto del del llamado Ejército del Norte. El derecho llama a cuatro reemplazos, uniformiza a las tropas y, en un detalle que no escapará a la izquierdas, pasa de crear el comisariado político en las unidades, como ocurre en el EPR. En la formación del Estado Mayor de este ejército vasco será nombrado el teniente coronel Federico Montaud como máximo responsable, siendo jefe de operaciones el comandante Modesto Arambarri.

Existen diversos testimonios, no pocos de ellos nacionalistas, en el sentido que el Ejército de Euskadi estuvo bien pertrechado y dotado de hombres, probablemente en mayor medida que lo estuvieron las tropas que luchaban en Asturias y Santander. Sin embargo, esto es lo que compete a las tropas de tierra, puesto que la marina, y sobre todo la aviación, nunca dejaron de ser un problema grave para las fuerzas vascas. De hecho, la Historia de la guerra civil en el País Vasco es un constante fluir de cablegramas desde Bilbao a Madrid solicitando unos aviones que nunca llegan, ausencia que le da a Franco una superioridad en el aire de la cual los bombardeos impunes de Durango y Guernica son el ejemplo más sobresaliente y al tiempo conocido. Indalecio Prieto, responsable en ese momento de aportar esas fuerzas, dijo, tanto entonces como a lo largo de sus plañideros repasos de memoria en el exilio, que él, como bilbaino de adopción, ardía en deseos de completar esos deseos del gobierno vasco. Pero aquí resulta difícil saber a quién creer. Según Largo y el propio Prieto, los culpables fueron los rusos, dueños y señores de la aviación republicana, quienes nunca quisieron auxiliar a una porción del frente que no les era ideológicamente proclive. La acusación tiene, desde luego, una lógica aplastante. Pero no es menos cierto que el centro de operaciones de Madrid no se sentía precisamente feliz con un ejército vasco que ejercía de tal.

En el caso de la marina, más de lo mismo. La flota del almirante Buiza protegió Bilbao al principio de la guerra, pero acabó marchándose y dejando tras de sí únicamente dos destructores, el Císcar y el José Luis Díez, y tres submarinos, a los cuales el gobierno vasco unió la infatuadamente conocida como Marina Auxiliar de Guerra de Euzkadi, que no eran sino unos bacaladeros reinventados como buques de guerra.

De una u otra forma, el 14 de noviembre un gran desfile por las calles de Bilbao mostró el poderío de este ejército de nuevo cuño. En una nueva coincidencia de fechas, ese mismo día era nombrado jefe del Ejército del Norte, de obediencia a gobierno de Valencia, el general Francisco Llano de la Encomienda, con el cual los desencuentros y las discusiones fueron constantes. Las relaciones imposibles entre Llano y Montaud dejan claro que ambas partes no tenían una idea clara de quién mandaba. El primer objetivo del ejército vasco fue plenamente coherente con su carácter nacionalista: reconquistar Vitoria, acción que, desde un punto de vista estratégico general, era poco menos que una chorrada. El 30 de noviembre se inicia una operación que debe culminar con la toma de Vitoria y Miranda de Ebro. Esta acción, sin embargo, queda empantada en Villarreal de Álava, o Legutiano. El fracaso total de la acción de Vitoria abre los ojos de los vascos; la cosa no es tan fácil como los balances triunfalistas de Aguirre quieren hacer ver.

A partir de ahí, la cuesta abajo.


viernes, mayo 21, 2010

Tiroleses

Bueno, a la vista está que no se puede con vosotros. En efecto, el padre de la anécdota es Sancho Dávila quien, con su propuesta de llamar a los mandos de Falange tiroleses pretendía homenajear a los héroes de la batalla de Teruel ocurrida durante la guerra civil.

Dado que todavía estoy ocupado en cosas que me obstaculizan, no puedo retribuiros con un post como bien os merecéis por vuestra fidelidad combinada con sapiencia. Pero, por lo menos, os dejo aquí una pequeña adivinanza más.

A ver si sabéis quién es el autor de estas palabras:

El mundo liberal cae víctima del cáncer de sus errores. Y con él caen el imperialismo comercial de los capitalistas financieros y los millones de desempleados.

miércoles, mayo 19, 2010

Adivinanza falangista

Como siempre que ando excesivamente liado con cosas de curro y tal, echo mano de las adivinanzas para mantener las neuronas a punto.


Esta de hoy la leí en un viejo ejemplar de Historia y Vida (quien decía haberla recibido de testimonio directo de un testigo) y me llamó la atención.


La cuestión es ésta: la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, FET de las JONS, partido único del franquismo, tenía un Consejo Nacional que, la verdad, sobre todo pasados los primeros años del régimen se convirtió en un mero adorno del mismo, sin mayores competencias. Sus reuniones solían consumirse estudiando asuntos de escaso valor, puesto que todo el bacalao del partido (en la medida que el partido cortase bacalao) lo cortaba la Junta Política o el ministro secretario general del Movimiento con su equipo. Factor común Franco, obviamente.


No ha de extrañar, por lo tanto, que en una de las reuniones de dicho Consejo se tratase un tema de tanta hondura como los nombres que deberían llevar los distintos mandos de las milicias falangistas, al estilo de los flechas y los pelayos.


Durante dicha discusión, un representante del partido, por cierto bastante significado, realizó la propuesta de que los mandos de Falange se llamasen tiroleses. Sustantivó dicha propuesta afirmando que, de esa manera, se haría homenaje público a unos héroes de la Historia del Partido.


¿Quiénes eran esos héroes?


Para nota: ¿quién fue ese falangista superconocido?


Pista: hay que ser un perfecto ignorante para poder acertar esta adivinanza.

lunes, mayo 17, 2010

La revolución mexicana

La revolución mexicana ejerce sobre muchas personas, y entre ellas se encuentran no pocos españoles, una suerte de atracción indefinible. Entiendo que hay varias razones para ello. La primera, obvia, es la cercanía. Ambos países hablamos la misma lengua, tenemos herencias culturales comunes, y hemos estado hondamente ligados en la Historia. La segunda razón es que la revolución mexicana puede considerarse, de alguna manera, una revolución pendiente, como demuestran movimientos como el surgido en Chiapas hace, como quien dice, un cuarto de hora histórico. El español medio tiene siempre cierta tendencia a la simpatía por el perdedor, lo cual alimenta este sentimiento, digamos, prorrevolucionario. Por último, esta simpatía se ve favorecida por el elemento catalizador que siempre supone la existencia de mártires. La revolución mexicana tiene mártires y, fundamentalmente, uno bien conocido: Emiliano Zapata.

La independencia de México propiamente dicha comienza en 1867, cuando se produce la victoria definitiva sobre el emperador Maximiliano, la restitución de la Constitución nacional de diez años antes y la llegada al poder de un líder carismático: Benito Juárez. Sin embargo, Juárez fallecerá sin haber podido terminar la reconstrucción del país, lo cual abrirá un típico proceso de lucha entre facciones del que saldrá ganador un militar, el coronel Porfirio Díaz. Inicialmente, Díaz le es fiel a la senda liberal iniciada por los primeros padres de la patria mexicana, pero pronto se deja atraer por los cantos de sirena de la erótica del poder, siempre tan poderosa, y en 1884 modifica la Constitución para eliminar la limitación a las reelecciones y poder eternizarse como presidente. Porfirio Díaz, convertido ya en pseudodictador de facto, embarca al país en un proyecto de modernización y crecimiento, en el cual, sin embargo, se va dejando cosas por el camino. Al igual que le ocurrirá a la España de principios del siglo XX, generándose con ello un conflicto que estalló en la II República, el sector agrario, mayoritario entre la población y muy especialmente en extensas zonas del país, se queda atrás en la modernización y la racionalización de la propiedad.

Con todo, la lucha agraria en México adquiere tintes muy distintos, mucho más dramáticos, que el ya de por sí complejo problema agrario español. La pelea agraria en México es una pelea por el agua, que las grandes haciendas tienden a monopolizar en detrimento de los pequeños propietarios y los predios comunales. La Ley de Terrenos Baldíos, en 1894, trata de racionalizar el aprovechamiento de terrenos sin dueños o con documentos de propiedad dudosos aunque, en realidad, se convierte en un instrumento para intensificar la concentración de la tierra en manos de los grandes terratenientes. Este conflicto, como digo existente ya en los últimos años del siglo XIX, irá madurando en la primera década del XX y convergiendo con las clases medias profesionales de las ciudades, asimismo atacadas por la crisis económica y el desempleo, además de crecientemente concienciadas sobre la necesidad de exigir libertades y, más concretamente, el regreso a la senda constitucional de 1857.

En 1910, estas dos aspiraciones distintas pero en el fondo confluyentes, las de los campesinos y las clases profesionales urbanas, se acrisolan en la persona de Francisco Madero, un acaudalado de Coahuila que en 1904 ha iniciado su carrera política y que funda un movimiento contra la reelección del presidente, y lanza un manifiesto en compañía de algunos nombres importantes de la Historia mexicana como José Vasconcelos. El gobierno decide perseguirlo y efectivamente lo detiene en San Luis Potosí. Madero, sin embargo, logra huir a San Antonio, hogar tejano de los Spurs, y allí hace público su llamado Programa de San Luis. El documento de San Luis es fundamental para entender la revolución mexicana, porque es el documento en el que Madero, que para poder mantener su oposición necesita que los campesinos se levanten, ofrece en el mismo reparación para las reivindicaciones de las clases rurales y, más concretamente, la revisión de las disposiciones sobre terrenos baldíos. En la práctica, pues, Madero promete a los líderes agrarios la devolución de tierras a los campesinos a cambio de su apoyo activo.

El manifiesto de San Luis inaugura la revolución agraria mexicana. Pancho Villa y Abraham González en Chihuahua; Maytorena en Sonora; los hermanos Gutiérrez en Coahuila; Emiliano Zapata en Morelos; y otros líderes en Zacatecas y otras áreas del país, se levantan contra el gobierno y bajo la autoridad de Madero. En seis meses, laminan a un poder estatal al que pillan en bragas, nada preparado para algo así. El 21de mayo de 1911, Porfirio Díaz firma el Tratado de Ciudad Juárez. Un tratado extraño por demasiado generoso por parte de los vencedores.

Madero, quizá demasiado obsesionado con respetar un legalismo que sus aliados agraristas no van a entender, acepta un trato con Díaz basado en cierto equilibrio de fuerzas. El hasta entonces presidente acepta salir de México hacia el exilio, pero a cambio de que Madero resigne el poder revolucionario y acepte la formación de un gobierno de transición que convoque elecciones. Como digo, se trata de un gesto hasta cierto punto inusitado en la Historia, pues lo más común en la vida del hombre es que quien gane se quede con el machito por las buenas o por las buenas. Lejos de ello, Madero le dejó el puesto a su ministro Francisco León de la Barra y, en cumplimiento de los acuerdos, suspendió las reformas sociales que había prometido y procedió a instar el licenciamiento de las tropas revolucionarias.

Esta situación provocó el rápido mosqueo de los revolucionarios más radicales, sobre todo campesinos, que se negaron a licenciarse y convirtieron el país en un rosario de conflictos. Para acabar con esa interinidad, Madero adelantó las elecciones, que ganó de calle con su Partido Constitucional Progresista.

La llegada definitiva de Madero a la presidencia sirvió para dejar en evidencia la fragilidad de la alianza pragmática entre clases medias y campesinado. Para entonces, ambas tendencias tenían intereses claramente distintos, antagónicos a veces, así pues la labor de gobierno consensual se hizo cada vez más difícil, hasta ser imposible. Madero propugnó una recuperación de terrenos baldíos que afectó a 20 millones de hectáreas; pero eso, cualquiera que se le eche un vistazo a un mapa de México se dará cuenta, era el chocolate del loro, así pues ni de coña el maderismo radical se apaciguó por ello.

El 25 de noviembre de 1911, apenas un mes y unos días tras la victoria electoral de Madero, Zapata se alza contra el presidente y, en el denominado Plan de Ayala, designa nuevo líder a Pascual Orozco. Un maestro de primaria, Otilio Montaño, será el gran ideólogo del zapatismo de Ayala.

La guerra de Morelos se extendió a otros territorios limítrofes con rapidez. El 25 de mayo de 1912, a Zapata se une el propio Pascual Orozco a quien ha ofrecido la jefatura de la revolución. Fue Orozo quien derrotó en México DF a las tropas gubernamentales, comandadas por el general José González Palas. Para colmo, esta derrota dio alas a la derecha porfirista, comandada por el sobrino del ex presidente, Félix Díaz, el cual se alzó en Veracruz el 16 de octubre del mismo año. Díaz, sin embargo, no consiguió que alguna unidad militar más allá de la ciudad de su asonada se le uniese, por lo que se rindió y fue encarcelado junto al también porfirista Bernardo Reyes, que había realizado su propio levantamiento fracasado con anterioridad.

A pesar de tener relativamente controlada la situación, Madero cometió un error grave, y fue malquistarse con los Estados Unidos y con su embajador, Henry Lane Wilson. En la pelea de las dos grandes potencias mundiales, Inglaterra y EEUU, por ganar influencia económica en el sabroso mercado mexicano, Madero favoreció a los ingleses, lo que provocó que los estadounidenses acabaran decidiendo apoyar las intentonas antimaderistas.

El 9 de febrero de 1913, un porfirista, el general Mondragón, liberó a Reyes y a Díaz. Madero, presionado, confió la contrarrevolución al general Victoriano Huerta, quien en realidad estaba en relaciones con el embajador Wilson y con el propio Díaz, con el que pactó que el primero sería presidente para preparar el terreno a unas elecciones y la presidencia del segundo. Huerta acabaría por hacer detener a Madero, quien posteriormente sería asesinado durante un traslado. Poco a poco, Huerta se fue deshaciendo de quienes podían estar delante de él en la prelación para la presidencia, ignaurando una dictadura personal.

La dictadura de Huerta fue muy dura. Suprimió libertades públicas e hizo asesinar a líderes revolucionarios, como Abraham González. Disolvió los centros obreros y el propio Parlamento. Sin embargo, siempre tuvo enfrente a la revolución ruralista que, de la mano de caudillos como Venustiano Carranza, Villa o el propio Zapata, pugnaba por dominar la situación en los mismos estados rurales donde se había producido la revolución contra Madero. Una vez más, además, EEUU operó como fiel de la balanza, pues el presidente americano, Wodrow Wilson, decidió que no le convenía Huertas, por lo cual le impuso un embargo de armas mientras, en paralelo, daba ayudas diversas a los revolucionarios. Huertas intentó entonces una alianza con Alemania, lo cual provocó el desembarco de 23.000 marines en Veracruz y el aislamiento definitivo de la presidencia. En julio de 1914, el dictador abandonaba el país, y el general Álvaro Obregón entraba en la capital.

El regreso del constitucionalismo, sin embargo, no podía ya parar a Carranza, Villa y Zapata, tres líderes militares y políticos entre los cuales seguían vivas las previsiones realizadas en el ya viejo Plan de San Luis. No obstante, había marcadas diferencias entre ellos. Venustiano Carranza, sin ir más lejos, era un líder de ideas conservadoras y sin casi campesinos entre sus partidarios. Resulta increíble, y muy difícil de entender para quien no es mexicano, que el villismo haya podido ser una especie de submovimiento del movimiento carrancista, teniendo en cuenta las hondas diferencias existentes entre unos y otros, pues Pancho Villa se nutría fundamentalmente de líderes agrarios o de otros sectores obreros (como el empleado de ferrocarriles Rodolfo Fierro) o, incluso, personas de discutible catadura.

Quizá Pancho Villa sea, en la práctica, el más radical de los revolucionarios mexicanos, teniendo en cuenta que procedió a expropiaciones sin indemnización e incluso a la expulsión de propietarios, como hizo con algunos españoles. Villa es, además, un revolucionario más del corte que estamos acostumbrados a encontrar en el siglo XX. Zapata, más romántico y cercano al siempre potente anarquismo rural mexicano, repartía las tierras que conseguía entre los campesinos. Villa, mostrando tendencias más centralizadoras, mantenía las tierras en poder de una autoridad central, acercándose con ello a esquemas comunistas.

Estas tres revoluciones, carrancista, villista y zapatista, se acabaron reuniendo en Aguascalientes, para dirimir sus diferencias. Los problemas, sin embargo, surgieron desde el primer momento, pues tanto Carranza como Villa le pusieron la proa a la asamblea allí constituida. La convención, pues, terminó en una nueva guerra civil, en la que Pancho Villa y Emiliano Zapata se aliaron contra Carranza... y los estadounidenses. Éstos últimos hicieron valer su poderío en las batallas de Celaya y Aguascalientes, con lo que Carranza tomó el control de todo el centro del país. Los dos contrincantes, que de todas formas tenían hondas diferencias entre ellos, se retiraron. Villa fue derrotado en Agua Prieta, tras lo cual su ejército se dividió y se convirtió en una serie de partidas sueltas, una especie de maquis a la mexicana, que actuó hasta 1920, aunque ya consolidado el poder de Carranza. En la llamada Convención de Sabinas, Villa se rindió definitivamente. Murió víctima de un atentado cometido por Jesús Salas Trujillo.

Por su parte Zapata, retirado en Morelos, seguía siendo un problema. Por eso Carranza exigió su muerte.El coronel Jesús Guajardo organizó un complot contra el líder agrarista el cual, traicionado, murió cosido a balazos en la hacienda Chimaneca. Aunque, como decía al principio de este post, con la muerte del Zapata hombre nació el Zapata mito.

A partir de ese momento, México iniciaría un proceso de institucionalización que le ha llevado a estar gobernado durante décadas por un partido cuyo nombre es el extraño oxímoron Partido Revolucionario Institucional. No obstante, la revolución mexicana dejó tras de sí una estela de imágenes más o menos románticas (lo cual quiere decir ciertas) sobre las acciones de sus protagonistas, y un poso que sigue ahí, como demuestra el resurgir, cada cierto tiempo, de un agrarismo radical en el país. De todas estas figuras, es sin duda la de Emiliano Zapata, un Robin Hood con sombrero charro que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, el que mayor fascinación despierta.

Sobre si la revolución fue útil o inútil, es opinión que le pertenece a los propios mexicanos.