

Una de las batallas que ganaron entonces los republicanos fue la de la opinión pública. Se celebraron dos conferencias de prensa, el 21 de mayo y el 9 de junio, ambas multitudinarias y con asistencia masiva de medios de comunicación de habla inglesa. Se podría decir, para entendernos, que los republicanos españoles fueron un poco los palestinos de la conferencia de San Francisco.
En una de dichas conferencias de prensa, en la cual hubo de contestar un turno de preguntas de dos horas, Indalecio Prieto sustantivó los cuatros pasos que, en opinión de la JEL, debían darse en una auténtica política de aislamiento del franquismo por el entorno internacional:
Con posterioridad, llegaron a San Francisco José Antonio Aguirre, lehendakari en el exilio; y Juan Negrín, presidente del Gobierno. Aquí fue donde la República echó su único borrón. Todos los amigos de la causa le recomendaron a la JEL que organizase un encuentro de las fuerzas republicanas en el exilio para mostrar su unidad (consejo que tenía sentido, más que nada, porque los comunistas no estaban). Pero Prieto se negó. No quiso compartir, no ya mesa sino techo, con Negrín. Para entonces, el enfrentamiento entre ambos era frontal. En el fondo, como siempre, el amargo y nunca suficientemente aclarado conflicto de la pasta de la emigración. El memorando de la JEL dibujaba a una legalidad republicana comprometida en una sola dirección y sin fisuras. Pero aquel gesto dejó bien claro que ni una sola dirección, ni ausencia de fisuras, ni nada.
No obstante este borrón, la República triunfó de pleno. En el llamado proyecto de Dumbarton Oaks, que pinta las actuales Naciones Unidas, le colocaron al artículo que decía «el organismo estará abierto a todos los países amantes de la paz» la coletilla «cuyo régimen no se hubiera establecido con la cooperación militar de Estados que combatieron a las Naciones Unidas»; lo cual equivalía a decir «excepto el bajito bigotudo ése de voz de pito que fue amigo de Hitler y piensa como él».
En la sesión del 19 de junio, en el que el representante mexicano presentó esta enmienda en un vibrante discurso en el que, entre otras cosas, recordó que Franco había pronunciado el archifamoso «¡Heil, Hitler!», nadie pidió la palabra en contra. Sin embargo, la propuesta fue apoyada por Francia, Australia, Bélgica, Uruguay, EEUU, Ucrania, Bielorrusia, Guatemala y Chile. En un mundo como el que estaban empezando a construir las naciones, en el que algunas de las antes citadas jamás estarían de acuerdo en nada las unas con las otras, la incesante labor republicana consiguió arrancar de ellos un consenso histórico. La propuesta ni siquiera fue votada. Se aprobó por aclamación.
Pocos días después, en Potsdam, las tres potencias ganadoras declararían sobre España: «[los tres gobiernos] no favorecerán ninguna solicitud de ingreso del presidente del Gobierno español [sic], el cual, habiendo sido fundado con el apoyo de las potencias del Eje no posee, en atención a sus orígenes, sus antecedentes y su íntima relación con los Estados agresores, las cualidades necesarias para justificar su ingreso en el seno de las Naciones Unidas».
El rotundísimo éxito conseguido por la República en San Francisco llevó a ésta ambicionar llegar a la tercera etapa Prieto, esto es la formación de un gobierno viable que operase como alternativa real al ilegal de Franco. Oliéndose la tostada, Negrín intensificó su campaña para hacerse ver como ese gobierno en el terreno que le era menos propicio, como es el exilio latinoamericano. Por eso fue a México y pronunció allí una serie de conferencias en las que trató, claramente, de aparecer como el gran estratega que tenía muy claro lo que había que hacer. La verdad, sin embargo, es que el republicanismo estaba vendiendo negrines compulsivamente, porque aquél distaba mucho de ser un valor en alza. El éxito de San Francisco se debía a Negrín más o menos en la misma medida en que las seis copas de Barça se deben a Torrebruno. Él lo sabía, como sabía que el gran muñidor de la JEL, Prieto, no se iría con él ni a comprar un sello.
Los días 7 y 8 de agosto, en otro movimiento, Negrín promueve una reunión de los distintos partidos republicanos, a la que el PSOE asiste sólo un día y a regañadientes, a la que le arranca una petición a Martínez Barrio para que reúna a las Cortes y jure ante ellas como presidente de la República. Negrín juega la baza de la «normalidad republicana». El mismo Negrín que seis años antes el negaba el pan y la sal a las instituciones parlamentarias republicanas quiere ahora revivirlas, pensando que aceptar el nombramiento de Martínez Barrio como presidente de la República, que es una consecuencia constitucional de la renuncia de Azaña, resucitará la vigencia y legalidad de su propio gobierno, que por aquellas fechas nadie ponía en duda.
Efectivamente, el 17 de agosto, en el salón de Cabildos de México D.F., se reunieron las Cortes republicanas, con la asistencia de 96 diputados. Martínez Barrio promete su cargo y, acto seguido, según las previsiones de la Constitución del 31, Negrín resigna su gobierno. Que pensaba que estaría en las quinielas de Martínez Barrio lo demuestra el hecho de que, efectivamente, en las consultas que evacúa éste, el de Negrín es uno de los dos nombres que escucha. El otro es el de José Giral. Pero en contra de Negrín juega el factor de que el de Giral es el nombre que más veces se pronuncia. Y el otro hecho, no menos grave para él, de que una de las principales fuentes de hostilidad hacia su candidatura proceda de su propio partido, el PSOE.
Así las cosas, Martínez Barrio encomienda el gobierno a Giral. De alguna manera, en ese momento se acaba la carrera política de Negrín, aunque ésta volverá a aparecer diez años más tarde, cuando tenga un gesto realmente incomprensible.
El primer gran problema para formar el gobierno Giral fue Negrín. El político burgués llegó a ofrecerle ser vicepresidente y ministro de Asuntos Exteriores (el único ministro real en un gobierno en el exilio), pero Negrín, obstinado y dolido, se negó a todo. El Partido Comunista (como se ve, la República no estaba madura para atender el consejo de Rockefeller) se negó a participar en ningún gobierno que no presidiese Negrín (no obstante lo cual, hoy no faltan historiadores que dicen que la comunistofilia de Negrín es un cuento que se han inventado los Lunnis). Prieto y Tarradellas, por su parte, también fueron tentados por Giral, y rechazaron ser ministros. Por todos estos motivos, Giral amagó con no formar gobierno, pues Barrio le había conminado a formar uno en el que estuviesen todos. Sin embargo, el presidente de la República le dijo que se contentaba con uno a la usanza clásica, es decir representativo de la mayoría del Parlamento.
Tras un mes de duras negociaciones, Giral formó un gobierno con los siguientes miembros:
El 31 de agosto, se disolvió la JEL.
Este gobierno cuyos nombres acabáis de leer, y donde es marcada la ausencia de nombres de primera fila como Prieto, Gordón, Sbert y, por supuesto, Negrín y los comunistas, era el gobierno destinado a administrar la victoria por goleada de la conferencia de San Francisco. Fue el gobierno de la ilusión, el gobierno en el que los republicanos pusieron sus mayores esperanzas y su mayor confianza en que Franco caería como fruto del aislamiento internacional.
Fue el gran gobierno republicano en el exilio, y es posible que no muchos de sus miembros considerasen, en agosto de 1945, que, sin tenerlo chupado, lo tenían muy factible. Las cosas, sin embargo, y a pesar de que en la fachada la República seguiría cosechando éxitos, no iban a ir exactamente como ellos esperaban.
Sean las cosas como sean, lo que está claro es que el Negrín que aparece en París a finales de marzo de 1939, y acuerda con los miembros allí presentes de la Diputación Permanente de las Cortes una reunión de la misma, se considera no sólo el mayor, sino el único depositario de la legalidad republicana. Tanto es así que en su discurso ante la Diputación, 31 de marzo, no sólo expresa su convencimiento sobre la legitimidad de su gobierno, sino que se permite el lujo de coquetear con la ilegitimidad de la propia Diputación, dado que ésta sí que no tiene territorio sobre el que actuar y, consecuentemente, la idea de unas Cortes que se reúnen en tierra extraña es algo difícil de asumir. Es la primera ocasión, y no la última, en la que Negrín pretende hacer de su capa un sayo y seguir siendo presidente del gobierno republicano sobre la base de que lo controle Rita.
Lo que recibe Negrín es una verdadera andanada retórico-jurídica. Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes, argumenta, más o menos, que si Negrín está allí para comentar cositas porque le apetece, entonces que no diga que es el presidente del Consejo de Ministros; y que si está allí como presidente del Consejo de Ministros, entonces lo hace frente a la Diputación Permanente, representante constitucional del Parlamento, con todo lo que supone de derecho de ésta de juzgar su gestión y, sobre todo, darle órdenes. Termina diciendo Barrio que, en su opinión, el gobierno de la República ha dejado de existir; pero, si existiese, la Diputación estaría tan viva como él.
En suma, la doctrina Negrín, según la cual pervive el gobierno pero no las instituciones parlamentarias (una teoría, por cierto, que tiene de democrática lo que yo de lagarterana; y es que hay que ver las cosas que hay que oír y leer cuando se moteja a Negrín de supercampeón de las libertades) le parece al republicano una carallada. En el paroxismo de afirmarse más allá de todo control o auditoría, Negrín llega a decir que no sólo la Diputación Permanente, sino el mismo Parlamento no pueden relevarle de las responsabilidades que tiene como presidente del gobierno.
Álvaro de Albornoz, otro fino jurista republicano que, según las propias memorias de Pasionaria, se enfrentó con ella (y perdió) en febrero del 36 cuando los comunistas quisieron abrir las cárceles, interviene para decir que no puede haber primer ministro si no hay gobierno; y, sin territorio ni población, no hay gobierno que valga.
Y así está el tema republicano: la Diputación Permanente de las Cortes no cree que exista gobierno, y el gobierno no cree que exista la Diputación Permanente.
En la sesión del día siguiente, 1 de abril, las cosas se ponen aún peor. Pasionaria, el gran aval de Negrín en realidad, carga contra la Diputación Permanente, a la que prácticamente moteja de atajo de cobardes por no haber volado echando leches a Madrid para ordenar a Casado que depusiese su rebelión cuando la puso en marcha. Se monta la mundial, con reproches de alto signo por ambas partes, hasta que Ibárruri concluye dejando claro que, para los comunistas, no hay más gobierno que el de Negrín.
Finalmente, la Diputación claudica, y acepta el principio negrinista, un poco absurdo la verdad, de que el gobierno del doctor no puede dejar de serlo por imposibilidad de declinar su puesto frente al órgano constitucionalmente encomendado para ello (el Parlamento). Ya digo que, para mí, este argumento es tautológico. El gobierno no puede dimitir ante el Parlamento porque el Parlamento ya no existe. Pero si no existe el Parlamento, ¿cómo es posible que siga existiendo el gobierno?
En ese momento procesal, la respuesta a la pregunta no es ni jurídica, ni constitucional, ni siquiera ideológica: es, fundamentalmente, económica. No pocos de quienes participaron en esa discusión sabían, o sospechaban, que tentáculos republicanos habían logrado sacar de España, antes de la debacle final, fondos cuantiosísimos cuya exacta valoración nunca hemos conocido y, muy probablemente, nunca conoceremos. Procedente de incautaciones masivas y otros medios, la República contó con un importante flujo de fondos, y discutir sobre quién estaba al frente de las instituciones republicanas en el exilio equivalía, en la práctica, a discutir quién controlaría esa pasta. Negrín, más que probablemente, afirmaba su candidatura para seguir siendo presidente del Consejo de Ministros porque esperaba controlar esos fondos; algo que no pasó dado que, tras la odisea vivida por el famoso yate Vita, las riquezas del mismo caerían en las manos de su correligionario Prieto, quien no sólo no se las devolvió, sino que acabó arreglándoselas para echarlo del PSOE.
Lo importante a los efectos de esta serie, sin embargo, es que, tras muchos dimes y diretes cuyo fondo, como digo, es la pasta, la República sobrevive con dos, que pronto serán tres, focos de legitimidad institucional y política: por un lado, está el gobierno de Juan Negrín, llamado a ser muy potente como consecuencia de su capacidad económica derivada de los activos conservados, pero que pronto se quedará sur la paille; por otro lado, están las Cortes republicanas, o más concretamente su Diputación Permanente, que se sienten, eso sí con la opinión contraria de Negrín, representantes del sentir popular que votó en febrero de 1936; y, con el tiempo, y gracias al golpe de suerte del atraque del Vita en Veracruz y la decisión del presidente Lázaro Cárdenas de darle el control de los fondos, surgirá un tercero en discordia: Indalecio Prieto. Negrín y Prieto, que serán enemigos irreconciliables a partir del momento en que el segundo se quede con los fondos del Vita, se parecen, sin embargo, en una cosa: ambos quieren jugar el partido de la oposición antifranquista a su puta bola.
Serán las Cortes republicanas las que traten de guardar las esencias institucionales de la República y las que, en 1942, más concretamente el 27 de julio, cuando perciban que las tornas de la segunda guerra mundial comienzan a cambiar claramente, pongan en marcha la operación de acoso y derribo internacional del régimen franquista.
Ha estallado la guerra civil bis.
Algunos de vosotros ya me habréis leído alguna que otra vez que en mi modesta opinión, modesta porque los hechos puramente bélicos no son lo mío, la guerra civil se decidió en la campaña del Norte y, más específicamente, con la toma por los nacionales de un Bilbao impoluto y con su maquinaria industrial en perfecto estado de revista. Sea o no sea cierta esta aseveración, lo que sí lo es es que el asunto de la guerra en el País Vasco, o más concretamente el del ejército de Euskadi, es un asunto muchas veces analizado por la literatura sobre la guerra. Y tiene su interés, porque es, de alguna manera, un asunto que acrisola uno de los grandes problemas del ejército republicano y sustenta la idea de que el bando de las izquierdas, cuando menos en parte, perdió la guerra por causade sus propios errores.
El Estatuto de Autonomía del País Vasco fue aprobado el 1 de octubre de 1936 por un centenar de diputados españoles. Paradójicamente, pues, esta decisión se tomaba el mismo día que en general Franco accedía a la jefatura del Estado nacional. El día 7, juraba su cargo el primer gobierno vasco, presidido por José Antonio Aguirre.
Con estos dos movimientos, la República atrajo hacia sí a un grupo político, el nacionalismo vasco, que en modo alguno tenía vocación para ello. El PNV era un partido fuertemente conservador, ideológicamente más cercano al bando nacional que al republicano, y especialmente refractario a los postulados de las izquierdas obreristas y laicas. El bando nacional nunca pareció demasiado proclive a hacerle guiños al nacionalismo vasco para ganárselo, así pues los vascos acabaron por sacrificar su ideología en el altar del autonomismo, aunque eso les costase la defección de algunos de sus miembros más conspicuos, como Luis de Arana, hermano de Sabino el inventor del nacionalismo vasco moderno, quien se dio de baja del PNV cuando supo que éste se avenía a colabrar con fuerzas no vascas (las izquierdas).
El 8 de agosto de 1936, la Junta de Defensa de Azpeitia decide la creación del Eusko Gudarostea o Ejército Vasco. Esta decisión, en buena medida impulsada por el Euskadi Buru Batzar, está relacionda con la lentitud con que el mando de Madrid reacciona, una vez comenzada la guerra, en todo lo que tiene que ver con el Norte; algo hasta cierto punto lógico si tenemos en cuenta que en las primeras semanas de la guerra casi todo se ventila en el eje que va de Cádiz a Madrid. En realidad, Madrid no se toma en serio el frente del norte hasta mediados de septiembre, cuando las tropas nacionales están ya a punto de entrar en San Sebastián; la reacción consiste en nombrar un jefe de operaciones en la persona del capitán de Estado Mayor Francisco Ciutat.
El nombramiento de Ciutat forma parte de una estrategia que tiene que ver con el cambio de gobierno de la República, el 4 de septiembre, y la llegada de Francisco Largo Caballero al cargo de primer ministro. Largo es el primer responsable gubernamental que se preocupa seriamente por la colaboración de los vascos en la guerra civil y cuando se lo plantea a Manuel de Irujo mediante la oferta de hacerlo ministro, se encuentra con la reivindicación de éste de que se apruebe previamente el Estatuto de autonomía. El 23 de septiembre, efectivamente, Irujo será nombrado ministro sin cartera, gesto que vinculará al PNV a la suerte de la República y que será el espaldarazo final para la aprobación del Estatuto.
La formación del gobierno vasco, sin embargo, marcará el inicio de la descoordinación de fuerzas. Aguirre no sólo es nombrado presidente del dicho Ejecutivo; también es nombrado consejero de Defensa. Por lo tanto, los vascos realizan un movimiento que también se aprecia en el caso del gobierno catalán, es decir ejecutivos autonómicas abrogándose competencia que son exclusivas del Estado central. En realidad, el movimiento de Aguirre tiene su lógica. Estamos en octubre de 1936, es decir un momento en la historia de la guerra civil en el que el bando republicano es todavía un cachondeo de milicias al servicio de diferentes ideologías, poco parecidas a un ejército adecuadamente establecido. El gobierno vasco, que no lo olvidemos es un gobierno social e ideológicamente de derechas, no quiere que eso le ocurra. Por ello, el 25 de octubre el diario oficial de Euskadi publica el decreto por el que se somete a todas las fuerzas militares que operan en el País Vasco a «la autoridad superior del Consejero de Defensa de Euzkadi». Esto supone, por lo tanto, crear un mando militar propio, distinto del del llamado Ejército del Norte. El derecho llama a cuatro reemplazos, uniformiza a las tropas y, en un detalle que no escapará a la izquierdas, pasa de crear el comisariado político en las unidades, como ocurre en el EPR. En la formación del Estado Mayor de este ejército vasco será nombrado el teniente coronel Federico Montaud como máximo responsable, siendo jefe de operaciones el comandante Modesto Arambarri.
Existen diversos testimonios, no pocos de ellos nacionalistas, en el sentido que el Ejército de Euskadi estuvo bien pertrechado y dotado de hombres, probablemente en mayor medida que lo estuvieron las tropas que luchaban en Asturias y Santander. Sin embargo, esto es lo que compete a las tropas de tierra, puesto que la marina, y sobre todo la aviación, nunca dejaron de ser un problema grave para las fuerzas vascas. De hecho, la Historia de la guerra civil en el País Vasco es un constante fluir de cablegramas desde Bilbao a Madrid solicitando unos aviones que nunca llegan, ausencia que le da a Franco una superioridad en el aire de la cual los bombardeos impunes de Durango y Guernica son el ejemplo más sobresaliente y al tiempo conocido. Indalecio Prieto, responsable en ese momento de aportar esas fuerzas, dijo, tanto entonces como a lo largo de sus plañideros repasos de memoria en el exilio, que él, como bilbaino de adopción, ardía en deseos de completar esos deseos del gobierno vasco. Pero aquí resulta difícil saber a quién creer. Según Largo y el propio Prieto, los culpables fueron los rusos, dueños y señores de la aviación republicana, quienes nunca quisieron auxiliar a una porción del frente que no les era ideológicamente proclive. La acusación tiene, desde luego, una lógica aplastante. Pero no es menos cierto que el centro de operaciones de Madrid no se sentía precisamente feliz con un ejército vasco que ejercía de tal.
En el caso de la marina, más de lo mismo. La flota del almirante Buiza protegió Bilbao al principio de la guerra, pero acabó marchándose y dejando tras de sí únicamente dos destructores, el Císcar y el José Luis Díez, y tres submarinos, a los cuales el gobierno vasco unió la infatuadamente conocida como Marina Auxiliar de Guerra de Euzkadi, que no eran sino unos bacaladeros reinventados como buques de guerra.
De una u otra forma, el 14 de noviembre un gran desfile por las calles de Bilbao mostró el poderío de este ejército de nuevo cuño. En una nueva coincidencia de fechas, ese mismo día era nombrado jefe del Ejército del Norte, de obediencia a gobierno de Valencia, el general Francisco Llano de la Encomienda, con el cual los desencuentros y las discusiones fueron constantes. Las relaciones imposibles entre Llano y Montaud dejan claro que ambas partes no tenían una idea clara de quién mandaba. El primer objetivo del ejército vasco fue plenamente coherente con su carácter nacionalista: reconquistar Vitoria, acción que, desde un punto de vista estratégico general, era poco menos que una chorrada. El 30 de noviembre se inicia una operación que debe culminar con la toma de Vitoria y Miranda de Ebro. Esta acción, sin embargo, queda empantada en Villarreal de Álava, o Legutiano. El fracaso total de la acción de Vitoria abre los ojos de los vascos; la cosa no es tan fácil como los balances triunfalistas de Aguirre quieren hacer ver.
A partir de ahí, la cuesta abajo.
La independencia de México propiamente dicha comienza en 1867, cuando se produce la victoria definitiva sobre el emperador Maximiliano, la restitución de la Constitución nacional de diez años antes y la llegada al poder de un líder carismático: Benito Juárez. Sin embargo, Juárez fallecerá sin haber podido terminar la reconstrucción del país, lo cual abrirá un típico proceso de lucha entre facciones del que saldrá ganador un militar, el coronel Porfirio Díaz. Inicialmente, Díaz le es fiel a la senda liberal iniciada por los primeros padres de la patria mexicana, pero pronto se deja atraer por los cantos de sirena de la erótica del poder, siempre tan poderosa, y en 1884 modifica la Constitución para eliminar la limitación a las reelecciones y poder eternizarse como presidente. Porfirio Díaz, convertido ya en pseudodictador de facto, embarca al país en un proyecto de modernización y crecimiento, en el cual, sin embargo, se va dejando cosas por el camino. Al igual que le ocurrirá a la España de principios del siglo XX, generándose con ello un conflicto que estalló en la II República, el sector agrario, mayoritario entre la población y muy especialmente en extensas zonas del país, se queda atrás en la modernización y la racionalización de la propiedad.
Con todo, la lucha agraria en México adquiere tintes muy distintos, mucho más dramáticos, que el ya de por sí complejo problema agrario español. La pelea agraria en México es una pelea por el agua, que las grandes haciendas tienden a monopolizar en detrimento de los pequeños propietarios y los predios comunales. La Ley de Terrenos Baldíos, en 1894, trata de racionalizar el aprovechamiento de terrenos sin dueños o con documentos de propiedad dudosos aunque, en realidad, se convierte en un instrumento para intensificar la concentración de la tierra en manos de los grandes terratenientes. Este conflicto, como digo existente ya en los últimos años del siglo XIX, irá madurando en la primera década del XX y convergiendo con las clases medias profesionales de las ciudades, asimismo atacadas por la crisis económica y el desempleo, además de crecientemente concienciadas sobre la necesidad de exigir libertades y, más concretamente, el regreso a la senda constitucional de 1857.
En 1910, estas dos aspiraciones distintas pero en el fondo confluyentes, las de los campesinos y las clases profesionales urbanas, se acrisolan en la persona de Francisco Madero, un acaudalado de Coahuila que en 1904 ha iniciado su carrera política y que funda un movimiento contra la reelección del presidente, y lanza un manifiesto en compañía de algunos nombres importantes de la Historia mexicana como José Vasconcelos. El gobierno decide perseguirlo y efectivamente lo detiene en San Luis Potosí. Madero, sin embargo, logra huir a San Antonio, hogar tejano de los Spurs, y allí hace público su llamado Programa de San Luis. El documento de San Luis es fundamental para entender la revolución mexicana, porque es el documento en el que Madero, que para poder mantener su oposición necesita que los campesinos se levanten, ofrece en el mismo reparación para las reivindicaciones de las clases rurales y, más concretamente, la revisión de las disposiciones sobre terrenos baldíos. En la práctica, pues, Madero promete a los líderes agrarios la devolución de tierras a los campesinos a cambio de su apoyo activo.
El manifiesto de San Luis inaugura la revolución agraria mexicana. Pancho Villa y Abraham González en Chihuahua; Maytorena en Sonora; los hermanos Gutiérrez en Coahuila; Emiliano Zapata en Morelos; y otros líderes en Zacatecas y otras áreas del país, se levantan contra el gobierno y bajo la autoridad de Madero. En seis meses, laminan a un poder estatal al que pillan en bragas, nada preparado para algo así. El 21de mayo de 1911, Porfirio Díaz firma el Tratado de Ciudad Juárez. Un tratado extraño por demasiado generoso por parte de los vencedores.
Madero, quizá demasiado obsesionado con respetar un legalismo que sus aliados agraristas no van a entender, acepta un trato con Díaz basado en cierto equilibrio de fuerzas. El hasta entonces presidente acepta salir de México hacia el exilio, pero a cambio de que Madero resigne el poder revolucionario y acepte la formación de un gobierno de transición que convoque elecciones. Como digo, se trata de un gesto hasta cierto punto inusitado en la Historia, pues lo más común en la vida del hombre es que quien gane se quede con el machito por las buenas o por las buenas. Lejos de ello, Madero le dejó el puesto a su ministro Francisco León de la Barra y, en cumplimiento de los acuerdos, suspendió las reformas sociales que había prometido y procedió a instar el licenciamiento de las tropas revolucionarias.
Esta situación provocó el rápido mosqueo de los revolucionarios más radicales, sobre todo campesinos, que se negaron a licenciarse y convirtieron el país en un rosario de conflictos. Para acabar con esa interinidad, Madero adelantó las elecciones, que ganó de calle con su Partido Constitucional Progresista.
La llegada definitiva de Madero a la presidencia sirvió para dejar en evidencia la fragilidad de la alianza pragmática entre clases medias y campesinado. Para entonces, ambas tendencias tenían intereses claramente distintos, antagónicos a veces, así pues la labor de gobierno consensual se hizo cada vez más difícil, hasta ser imposible. Madero propugnó una recuperación de terrenos baldíos que afectó a 20 millones de hectáreas; pero eso, cualquiera que se le eche un vistazo a un mapa de México se dará cuenta, era el chocolate del loro, así pues ni de coña el maderismo radical se apaciguó por ello.
El 25 de noviembre de 1911, apenas un mes y unos días tras la victoria electoral de Madero, Zapata se alza contra el presidente y, en el denominado Plan de Ayala, designa nuevo líder a Pascual Orozco. Un maestro de primaria, Otilio Montaño, será el gran ideólogo del zapatismo de Ayala.
La guerra de Morelos se extendió a otros territorios limítrofes con rapidez. El 25 de mayo de 1912, a Zapata se une el propio Pascual Orozco a quien ha ofrecido la jefatura de la revolución. Fue Orozo quien derrotó en México DF a las tropas gubernamentales, comandadas por el general José González Palas. Para colmo, esta derrota dio alas a la derecha porfirista, comandada por el sobrino del ex presidente, Félix Díaz, el cual se alzó en Veracruz el 16 de octubre del mismo año. Díaz, sin embargo, no consiguió que alguna unidad militar más allá de la ciudad de su asonada se le uniese, por lo que se rindió y fue encarcelado junto al también porfirista Bernardo Reyes, que había realizado su propio levantamiento fracasado con anterioridad.
A pesar de tener relativamente controlada la situación, Madero cometió un error grave, y fue malquistarse con los Estados Unidos y con su embajador, Henry Lane Wilson. En la pelea de las dos grandes potencias mundiales, Inglaterra y EEUU, por ganar influencia económica en el sabroso mercado mexicano, Madero favoreció a los ingleses, lo que provocó que los estadounidenses acabaran decidiendo apoyar las intentonas antimaderistas.
El 9 de febrero de 1913, un porfirista, el general Mondragón, liberó a Reyes y a Díaz. Madero, presionado, confió la contrarrevolución al general Victoriano Huerta, quien en realidad estaba en relaciones con el embajador Wilson y con el propio Díaz, con el que pactó que el primero sería presidente para preparar el terreno a unas elecciones y la presidencia del segundo. Huerta acabaría por hacer detener a Madero, quien posteriormente sería asesinado durante un traslado. Poco a poco, Huerta se fue deshaciendo de quienes podían estar delante de él en la prelación para la presidencia, ignaurando una dictadura personal.
La dictadura de Huerta fue muy dura. Suprimió libertades públicas e hizo asesinar a líderes revolucionarios, como Abraham González. Disolvió los centros obreros y el propio Parlamento. Sin embargo, siempre tuvo enfrente a la revolución ruralista que, de la mano de caudillos como Venustiano Carranza, Villa o el propio Zapata, pugnaba por dominar la situación en los mismos estados rurales donde se había producido la revolución contra Madero. Una vez más, además, EEUU operó como fiel de la balanza, pues el presidente americano, Wodrow Wilson, decidió que no le convenía Huertas, por lo cual le impuso un embargo de armas mientras, en paralelo, daba ayudas diversas a los revolucionarios. Huertas intentó entonces una alianza con Alemania, lo cual provocó el desembarco de 23.000 marines en Veracruz y el aislamiento definitivo de la presidencia. En julio de 1914, el dictador abandonaba el país, y el general Álvaro Obregón entraba en la capital.
El regreso del constitucionalismo, sin embargo, no podía ya parar a Carranza, Villa y Zapata, tres líderes militares y políticos entre los cuales seguían vivas las previsiones realizadas en el ya viejo Plan de San Luis. No obstante, había marcadas diferencias entre ellos. Venustiano Carranza, sin ir más lejos, era un líder de ideas conservadoras y sin casi campesinos entre sus partidarios. Resulta increíble, y muy difícil de entender para quien no es mexicano, que el villismo haya podido ser una especie de submovimiento del movimiento carrancista, teniendo en cuenta las hondas diferencias existentes entre unos y otros, pues Pancho Villa se nutría fundamentalmente de líderes agrarios o de otros sectores obreros (como el empleado de ferrocarriles Rodolfo Fierro) o, incluso, personas de discutible catadura.
Quizá Pancho Villa sea, en la práctica, el más radical de los revolucionarios mexicanos, teniendo en cuenta que procedió a expropiaciones sin indemnización e incluso a la expulsión de propietarios, como hizo con algunos españoles. Villa es, además, un revolucionario más del corte que estamos acostumbrados a encontrar en el siglo XX. Zapata, más romántico y cercano al siempre potente anarquismo rural mexicano, repartía las tierras que conseguía entre los campesinos. Villa, mostrando tendencias más centralizadoras, mantenía las tierras en poder de una autoridad central, acercándose con ello a esquemas comunistas.
Estas tres revoluciones, carrancista, villista y zapatista, se acabaron reuniendo en Aguascalientes, para dirimir sus diferencias. Los problemas, sin embargo, surgieron desde el primer momento, pues tanto Carranza como Villa le pusieron la proa a la asamblea allí constituida. La convención, pues, terminó en una nueva guerra civil, en la que Pancho Villa y Emiliano Zapata se aliaron contra Carranza... y los estadounidenses. Éstos últimos hicieron valer su poderío en las batallas de Celaya y Aguascalientes, con lo que Carranza tomó el control de todo el centro del país. Los dos contrincantes, que de todas formas tenían hondas diferencias entre ellos, se retiraron. Villa fue derrotado en Agua Prieta, tras lo cual su ejército se dividió y se convirtió en una serie de partidas sueltas, una especie de maquis a la mexicana, que actuó hasta 1920, aunque ya consolidado el poder de Carranza. En la llamada Convención de Sabinas, Villa se rindió definitivamente. Murió víctima de un atentado cometido por Jesús Salas Trujillo.
Por su parte Zapata, retirado en Morelos, seguía siendo un problema. Por eso Carranza exigió su muerte.El coronel Jesús Guajardo organizó un complot contra el líder agrarista el cual, traicionado, murió cosido a balazos en la hacienda Chimaneca. Aunque, como decía al principio de este post, con la muerte del Zapata hombre nació el Zapata mito.
A partir de ese momento, México iniciaría un proceso de institucionalización que le ha llevado a estar gobernado durante décadas por un partido cuyo nombre es el extraño oxímoron Partido Revolucionario Institucional. No obstante, la revolución mexicana dejó tras de sí una estela de imágenes más o menos románticas (lo cual quiere decir ciertas) sobre las acciones de sus protagonistas, y un poso que sigue ahí, como demuestra el resurgir, cada cierto tiempo, de un agrarismo radical en el país. De todas estas figuras, es sin duda la de Emiliano Zapata, un Robin Hood con sombrero charro que robaba a los ricos para dárselo a los pobres, el que mayor fascinación despierta.
Sobre si la revolución fue útil o inútil, es opinión que le pertenece a los propios mexicanos.