miércoles, diciembre 30, 2020

La Armada (17: el tropezón coruñés)

 Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode

Con las últimas luces de aquel día, Catalina de Medicis visitó de nuevo el Louvre, para aconsejar a su atribulado hijo. Al rey, lo que le dijo la mama no le gustó demasiado, pero era lo que había: si el rey licenciaba a su guardia y se apartaba de quienes habían sido hasta entonces su entourage; si decidía modificar la sucesión en el trono para evitar la llegada de elementos pro o filo hugonotes; y si accedía a que el poder efectivo de la nación lo ejerciese el duque de Guisa, se le permitiría seguir siendo el rey, como en el corrido mexicano.

Enrique de Valois, nos cuentan las crónicas, se sentó en su trono de la sala de audiencias del Louvre durante horas, sin decir nada, “con el aspecto de un muerto”. Esto lo hizo después de ser consciente de que había perdido la partida, pues le había pedido a su madre que fuese el encuentro de Guisa y le dijese que sí, que aceptaba lo que hiciera falta a cambio de que la rebelión parisina se acabase. En el tiempo inmediatamente posterior, sin embargo, tanto Catalina como Guisa habrían de aprender cuánta razón tenía José María Aznar cuando dijo: cuando te alías con los pancarteros, sabes cómo empiezas, pero no puedes saber cómo vas a acabar. A pesar de que ellos, en ese momento, hubieran apostado por la tranquilidad absoluta que les diese espacio para desplegar su poder, el proceso que habían lanzado estaba fisionando por sí mismo. Cerca del Louvre, de hecho, había un pequeño ejército de estudiantes y monjes ligados a la Sorbona, que gritaban consignas que, en general, venían a decir que querían entrar en el palacio a llevarse por delante al rey.

El rey, sin embargo, sabía algo que, al parecer, los católicos habían olvidado controlar: la llamada Puerta Nueva no estaba vigilada. Por eso, una vez que Catalina hubo partido, y como quiera que los gritos de las masas eran bien perceptibles desde las salas de palacio, Enrique resolvió protegerse con un estrecho grupo de coleguitas y salir por dicha puerta hasta el extremo de los jardines del Louvre para pasar luego a los de las Tullerías, y de allí a Saint-Germain.

Cuando Enrique de Guisa fue informado de que el rey se había multiplicado por cero estaba hablando con Catalina de Medicis y, al punto, acusó a la vieja de haberle engañado; de haberlo engatusado con esto y aquello mientras permitía la huida de su hijo; acusación totalmente infundada pues, la verdad, Enrique nunca le habría confiado a su puta madre el último movimiento que podía hacer para salvar su libertad o su vida.

Cuando se repuso del disgusto, el líder de la Santa Liga se tranquilizó. No era para tanto. Él dominaba París, dominaba Francia... o no. El inteligente duque de Parma, cuando supo que Guisa había dominado París pero no había masacrado a la guardia suiza ni mantenido al rey en su poder, se limitó a decir: “cuando levantas tu espada contra un príncipe, debes dejarla caer sobre él”.

El juicio de Parma, cuando menos en ese momento, era excesivamente pesimista. La conspiración montada con dinero español difícilmente podría haber salido mejor. Epernon, ahora, no podría mantener el control sobre todos los puertos normandos; y las posibilidades de que Francia atacase Flandes durante la invasión de Inglaterra eran muy bajas. Bernardino de Mendoza le había prometido a la Armada paz y sosiego cuando se situase frente a las costas francesas, y eso es lo que iba a tener.

Cuando el embajador español compartió este balance con su rey, en la segunda mitad del mes de mayo de 1588, estaba seguro de que la Armada ya habría partido. Sin embargo, no era así. El equipamiento de los barcos, tripulaciones incluidas, no estuvo terminado hasta el día 9 de mayo, es decir justo la jornada en la que Guisa entró en París.

La partida, sin embargo, no pudo verificarse. Tras la primera decena de mayo, en el atlántico comenzaron a soplar vientos fuertes y verificarse galernas que no eran propias de la época. Así las cosas, los barcos quedaron anclados en Belem, esperando a que las condiciones mejorasen.

Medina Sidonia aguantó aquella espera con mucha impaciencia. Disponía de informes que le había hecho llegar el rey Felipe que hablaban de una flota inglesa bastante débil, probablemente debidos a que Mendoza, en París, había prestado demasiados oídos a algunas historias deliberadamente negativas sobre Hawkins. Los españoles contaban con que los barcos ingleses se quedarían en Plymouth y, casi cualquiera que fuese el escenario, evitarían el enfrentamiento con los barcos españoles. Sin embargo, a pesar de esas previsiones relativamente optimistas, el rey instruía a su comandante naval para que fuese especialmente cuidadoso a la hora de conservar sus activos. El objetivo no era la Armada; el objetivo era la invasión de Inglaterra por las tropas de Parma. Por lo tanto, si bien Guzmán no debía rehuir la batalla si se la presentaban, lo que no debía hacer era buscarla o provocarla. Si los ingleses no querían pelear, él no pelearía, pues lo importante era llegar a la crucial jornada de la invasión con todo o casi todo tan a punto como lo estaba en Lisboa.

Tras muchas tribulaciones, Guzmán había podido armar su Armada. En la primera línea, contaba con diez galeones portugueses (entre ellos, el Florencia) y otros diez castellanos. En esa primera línea también estaban las cuatro galeazas napolitanas, al mando de Hugo de Moncada; una de las grandes esperanzas de aquella formación. La segunda línea la componían cuatro escuadrones de diez naves cada uno, fundamentalmente barcos mercantes tuneados para la guerra. Estaban los vizcaínos de Juan Martínez de Recalde, los guipuzcoanos de Miguel de Oquendo, los andaluces al mando de Pedro de Valdés y, bajo las órdenes de Martín de Bertendona, los barcos de Levante, procedentes de Barcelona, Venecia, Ragusa, Génova o Sicilia. Había, además 34 barcos liberos, zabras, fragatas y pataches, cuya función debía ser la exploración y hacer de correos. Y, finalmente, 23 urcas, destinadas a transporte. En total, unos 130 buques.

Los pilotos fueron distribuidos de manera que cada comandante de escuadrón tuviese uno o varios para poder disponerlos. Además de marinos españoles experimentados en muchos viajes, había pilotos bretones, holandeses e incluso ingleses, lógicamente apreciados por su conocimiento de las sutilezas del Canal de la Mancha.

Esta formidable fuerza pudo ponerse en movimiento finalmente a finales de mayo, cuando la especie de invierno atrasado que batía el Atlántico pareció morigerarse. El día 28, el San Martín, el buque donde iba Medina y también iba Sidonia se situó al frente de los galeones portugueses y todos juntos pasaron el Castillo San Julián, dándose cañonazos de salutación con los fuertes costeros. Dos días después, toda la Armada estaba en alta mar.

Ya en la mar, una de las principales limitaciones operativas de la Armada se le hizo bien aparente a su comandante: si quería permanecer unida, cosa que era fundamental para su misión, tenía que asumir que navegaría con la habilidad del más torpe de entre todos ellos. A causa de las graves restricciones de personal que había tenido la leva de la Armada, algunos de los barcos de menor tamaño, sobre todo las urcas, estaban pilotados por marinos de escasa experiencia o nula inteligencia; por razones como éstas, dos días después de haber comenzado la travesía, el San Martín todavía tenía a la vista la entrada del puerto de Lisboa. El tiempo, para colmo, seguía mostrando tendencia hacia un invierno retardado más que de una primavera. Les tomó trece días tener a la vista los contrafuertes rocosos del cabo de Finisterre.

Ya en la Costa de la Muerte, prácticamente cada uno de los escuadrones de la flota envió pataches al barco nodriza para comunicar la misma circunstancia: escasez de agua potable. Era evidente que las tripulaciones no llegarían al Canal con lo que tenían, por lo que Medina Sidonia tuvo que ordenar un reavituallamiento en el puerto de La Coruña. Esto fue el domingo 19 de junio; la Armada llevaba veinte días en la mar. El San Martín logró entrar en el puerto aquel día casi sin luz; y eso quería decir que el resto de la flota, o casi todo el resto, ya no tenía tiempo de pasar por la bocana. Por lo tanto, la mayoría de los barcos debieron quedarse en alta mar, navegando si lo necesitaban para mantener la compostura. Esto afectó a casi todas las urcas y los barcos de Levante, el escuadrón de Recalde que debía protegerlos, media docena de galeones y cuatro galeazas.

Como si Neptuno estuviese esperando la ocasión, pasada la medianoche se presentó en las cercanías de la costa coruñesa una importante galerna; tan importante que las crónicas contemporáneas la consideran la peor de aquella añada. Debió de ser fuerte, puesto que incluso entre los barcos que estaban en puerto hizo sus víctimas: una pinaza perdió el ancla y chocó con un galeón. En realidad, los barcos en alta mar lo tenían más fácil: tenían una pista interminable para correr. Todo lo que tenían que hacer, e hicieron, fue colocarse a sotavento y correr delante de la tormenta, por así decirlo. Pero, claro, eso supuso que se dispersaran.

En la tarde del 21 de junio, con el tiempo ya algo más calmado, Medina envió varias pinazas al mar a buscar a los pródigos barcos de los que había dejado de tener información. Asimismo, envió jinetes a repasar la costa en busca de noticias. En el pueblo lucense de Viveiro encontró a varios barcos que se habían refugiado allí; otros habían llegado hasta Gijón. Por su parte, Recalde fue capaz de reagruparse en la propia Coruña. El día 24 todavía no se sabía nada de dos galeazas y otros 28 barcos de gran calado, incluido el Florencia y dos de los mejores barcos del escuadrón de Recalde. Eso suponía no saber nada de 6.000 de los 22.000 efectivos de la Armada, además de tener que enfrentar los principios de escorbuto y otras enfermedades en los barcos, más los daños sufridos por éstos a causa de la tormenta.

El resultado de la tormenta de La Coruña terminó de abrir los ojos de un Alonso de Guzmán que, la verdad, los tenía ya muy abiertos. Por decirlo de alguna manera, Medina Sidonia había partido de Lisboa siendo escéptico respecto de su misión; pero en La Coruña se convenció de la inutilidad de ésta. Por ello, desde la ciudad gallega le escribió al rey una amarga carta, que en gran parte podemos concebir como simple continuación de aquélla que le había escrito para intentar resignar el mando de la flota.

En la concepción del comandante de la Armada, bastante ajustada por otra parte, la flota que había salido de Lisboa apenas podía considerarse fuerte y dotada en suficiente cantidad para poder enfrentarse a la tarea que se le planteaba; pero, tras la tormenta en Galicia, ya no podía ni siquiera vivir de esa ilusión. Bien informado, Medina Sidonia, además, recordaba que el propio Parma había reconocido que las fuerzas de que podía disponer aquel verano eran aproximadamente la mitad de las que había tenido en octubre del año anterior, cuando su potencia había alcanzado el máximo. Por lo tanto, concluía el general, lo más prudente por parte del rey debería ser buscar unos términos de paz con Inglaterra o, como mucho, diferir la misión de la Armada para el año siguiente.

La respuesta de Felipe, que llegó muy pronta, fue la de Rodríguez Zapatero: Guzmán debía solucionar los problemas que se le habían presentado como fuese. El famoso “como sea” de los que mandan desde la convicción más que desde la información, pues. Hemos de entender al rey español.  Exactamente igual que en el momento presente para él de 1588, algunos años antes sus expertos de Hacienda le habían hablado de un país exhausto y de una guerra imposible de ganar a las puertas de la batalla de San Quintín, que habría de convertirse, sin embargo, en una de las principales victorias de Felipe; tan importante que inspiró la construcción de El Escorial. Para Prudent King, tenían poca importancia detallitos como que hubiera salido de San Quintín tan agotado, tan incapaz de pagar a sus tropas un sólo día más, que tuvo que renunciar a la posibilidad de caer sobre París. Saltando por encima de esas pequeñas gilipolleces, pues, Felipe se consideraba avalado por Dios, pues en la peor de las situaciones había conseguido salir victorioso. Así las cosas, propulsado por el Deus vult, Felipe de Habsburgo consideraba que las dificultades de la Armada, más que pruebas de sus dificultades, eran hitos de su segura victoria.

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