lunes, mayo 06, 2019

Usureros


Una de las cosas que más nos sorprende a los ciudadanos occidentales de hoy en día es el hecho de que en los países musulmanes aún se aplique la sharia, el viejo derecho religioso surgido del Islam. Una de las consecuencias de esta regulación dictada por Dios es que, en los países más estrictamente musulmanes, las instituciones financieras se las ven y se las desean porque, formalmente, tienen prohibido prestar con interés. Es algo, digo, que puede extrañarnos, pero no sorprendernos; pues la verdad es que nosotros, en tanto que descendientes de una sociedad con raíces cristianas, venimos precisamente de ahí. De hecho, en ese tema pocas diferencias hay entre un islamista y un cristiano, pues ambos, en buena teoría, rechazan la usura o, si se prefiere, el préstamo con interés en términos generales.

El cristianismo, en efecto, siempre estuvo en contra de las prácticas de usura, por considerarlas irreales. Es éste un concepto que sigue implícito en nuestro lenguaje actual, pues no son pocos los economistas y los políticos que, cuando se refieren a los sectores manufactureros y de servicios no financieros, los apelan de economía real; definición que, claramente, nos viene a decir que hay una economía irreal: la financiera.

¿Por qué es irreal una economía financiera? Pues porque repugna el elemento fundamental del primer montaje filosófico cristiano que de tal se pueda apelar, que es el montaje escolástico. Pecunia pecuniam parere non potest, decía Tomás de Aquino: el dinero no puede alumbrar dinero. El dinero, como mero elemento de intercambio, no puede producir nada. Este concepto también está implícito en la cita de Lucas VI, 35, cuando los primeros compiladores griegos de las enseñanzas de Jesús le hicieron decir: mutum date, nihil inde sperantes: dad en mutuo préstamo, sin esperar nada del otro.  De esta cita lucana sacaron petróleo anticapitalista los primeros concilios de la Iglesia, que en esto parecían dictados por Francisquito, ese señor de blanco tan simpático que llora cuando ve lo que las concertinas le hacen a quienes tratan de saltarlas; pero que todavía no ha dicho ni media palabra y mucho menos expulsado de su grey, en el XXV aniversario del genocidio de Ruanda, a los obispos católicos que engañaron a tanta gente como la que ampararon en sus iglesias para que pudieran ser masacrados sin problema; aunque, cierto es, no tuvieron que saltar concertina alguna.

La Iglesia católica, en todo caso, siempre consideró, durante toda la Edad Media, que un cristiano que prestare dinero debía hacerlo sin interés; de donde se deduce que, para empezar, el Espíritu Santo, tan experto en otras cosas, lo desconoce todo sobre la inflación. A la Iglesia, sin embargo, le pasó en esto, como en las cosas de follar y en tantas otras, que una cosa era lo que ella decía, y otra muy distinta lo que hacían sus feligreses, haciendo uso de ese albedrío que Dios les dio. Cuando menos desde el siglo X sabemos que los poderosos aprovechaban los años de malas cosechas para prestarle a sus arrendatarios el cereal o el vino que la tierra había dado; préstamos que se hacían a renuevo, como se conocía entonces la operación de aplicar un interés. De todas formas, como la Iglesia andaba ojo avizor como siempre, pronto los hombres de negocios medievales, y en general la gente con capacidad para prestar recursos excedentes, se tuvo que buscar la vida para desarrollar operaciones que, por fuera, pareciesen lo que no eran. Operaciones que pareciesen buenos préstamos cristianos cuando, en realidad, eran aleves operaciones capitalistas. Vamos a ver dos de ellas.

La primera que veremos le sonará a todo aquél que maneje el lenguaje financiero inglés. Imaginemos a una persona que presta, el acreedor; y a otra que necesita la pasta y la necesita, el deudor. Por medio de la operación medieval, el deudor, tras haber sido asistido por el capital que el acreedor le había entregado (capital sobre el que, recordemos, debía cobrar cero intereses); el deudor, digo, entregaba al acreedor en prenda un activo real: una finca de cultivo o de ganadería era lo más habitual. Durante un tiempo, pues, el acreedor hacía suya esa finca y percibía sus frutos, fuesen éstos manzanas, cereal o lana. En ese momento podían pasar dos cosas. La primera es que los frutos dados por la finca sirviesen para amortizar el capital entregado todo; esto se llamaba prenda viva o vifgage.

Esto, sin embargo, no era lo habitual. Y a poco que lo pienses, lo entenderás. Si, verdaderamente, alguien tenía un activo capaz de rendir lo suficiente como para amortizar un capital que se le prestase, en realidad no tenía demasiada necesidad de solicitar ese capital; administrando la finca sabiamente podría salir adelante por sí solo. Lo normal, pues, era que los frutos del activo entregado en prenda fuesen insuficientes para amortizar el capital; en ese caso, pasado el plazo de la prenda, el deudor debía devolver la totalidad del capital inicialmente prestado. Una operación que se denominaba prenda muerta o mortgage. Y, como digo, aquéllos de mis lectores que estén acostumbrados a la jerga financiera inglesa sabrán que mortgage es, precisamente, cómo en el mundo sajón se define al préstamo hipotecario. Un préstamo en el que hay una prenda (los derechos hipotecarios sobre el bien adquirido) y la obligación de amortizar todo el capital prestado.

La prenda muerta, en todo caso, generaba intereses: los rendimientos que recibía del activo el acreedor durante el tiempo de prenda. Sin embargo, era ésta una operación a la que los curas no podían poner el menor pero, pues no era el dinero el que producía dicho interés. Si la finca era de frutales, eran los arbolitos los que generaban el rendimiento.

La segunda operación era el contracambio practicado sobre una letra, y la inventaron los banqueros florentinos. Voy a ver si consigo explicároslo.

Los primeros banqueros occidentales fueron italianos, y eran meros cambistas de moneda, esto es, expertos en el dédalo de referencias y tipos de cambio que había y a los que se tenían que enfrentar los mercaderes. Se colocaban en las mismas plazas de mercado y contaban tan sólo con un banco de los de sentarse, razón por la cual banco pasó a significar lo que hacían y bancarrota a la situación en la que se quedaban sin pasta. En las operaciones de cambio, los avispados cambistas ganaban mucha pasta, así pues pronto estuvieron en condiciones de poder realizar operaciones de préstamo.

Con el desarrollo y generalización de la letra de cambio, sin embargo, la cosa cambió, pues a los florentinos se les ocurrió pronto cómo utilizar esa nueva figura en su beneficio para poder prestar con interés.

La letra de cambio había empezado su existencia como un mero contrato de cambio entre mercaderes; se verificaba ante notario e incluía la entrega de una prenda, que podía ser tanto mobiliaria como inmobiliaria. A partir del siglo XIV, sin embargo, la letra de cambio dejó de ser un contrato mero de cambio para pasar a ser un instrumento por el cual un deudor pagaba su deuda en una plaza extranjera. Se convirtió, pues, en un compromiso mercantil por el cual se calculaba la equivalencia de una deuda en dos plazas comerciales diferentes, y se ejercitaba el saldo de dicha deuda. El acreedor (más comúnmente llamado librador), que tenía un deudor (o librado) en una plaza comercial distinta de la suya, le ordenaba que en una fecha determinada pagase la cantidad debida, bien a él mismo (que no era lo común), bien a alguna persona en la misma plaza (normalmente llamado tomador), de la cual el librador era asimismo deudor. Como vemos, pues, la letra de cambio así conformada supuso un enorme desarrollo para el funcionamiento del comercio, pues con relativamente poco dinero se acababan por saldar deudas de importancia. Un mercader tipo que, por ejemplo, hiciese negocios entre su Barcelona natal y Marsella, podía, de esta manera, saldar la deuda que con él tenía el importador marsellés diciéndole que le pagase oportunamente al exportador del mismo puerto francés al que el barcelonés le importaba mercancías.

Ahora imaginemos esta situación: Roger, comerciante de paños y de otras cosas residente en Barcelona, ha tenido un problema con un almacén que se le ha quemado y, repentinamente, tiene la necesidad de un capital del que carece. Por carta, concierta con Tierry, un rico exportador de sedas marsellés, que será él quien le preste la pasta para reconstruir el almacén. Tierry, sin embargo, no está dispuesto a prestar ese dinero a la manera cristiana. Roger, entre levantar el almacén y sacarle rendimiento, podría tardar dos o tres años en devolver lo prestado; y dado que Tierry, al contrario que el Espíritu Santo y el Jesús lucano, sí que sabe lo que es la inflación, tiene claro que si Roger le devuelve exactamente lo que él le prestó, al final él perderá dinero. Todo eso, sin contar el hecho de que prestar la pasta tiene un riesgo (pues Roger podría ser finalmente total o parcialmente incapaz de devolver el préstamo); y el riesgo tiene un precio.

Asesorados por los banqueros, esto es lo que harán Roger y Tierry. Supongamos que la moneda común en Barcelona tiene una ley que es un 10% superior a la de la que corre por el puerto de Marsella. Entonces Roger emitirá una letra de cambio dirigida a un tercer comerciante, François por ejemplo, que será su librado. François, que está en el ajo y ya ha quedado con Roger en lo que va a hacer, protestará la letra, rechazando el pago. Pero, al mismo tiempo, y por cuenta de Tierry, emitirá una letra, en este caso, por el mismo valor, contra Roger; letra que Roger pagará en dineros catalanes que, sin embargo, como hemos visto, valen un 10% más que los marselleses.

Formalmente, pues, no ha habido agio. El dinero no ha parido dinero, puesto que una letra en un sentido por un valor, y otra en sentido contrario por el mismo valor. Pero todo es un pacto entre deudor y acreedor, un pacto cuidadosamente calculado para hacer que las diferencias cambiarias entre dos plazas comerciales generen el interés que está prohibido por la Iglesia.

A pesar de estos trucos, lo cierto es que la Iglesia medieval fue muy activa contra la usura, y esta es la razón de que fuese necesario de que la practicasen aquellas personas que estaban fuera del perímetro de la justicia cristiana, esto es, los judíos. Buena parte de la mala fama medieval de los hebreos proviene del hecho de que ellos eran los que operaban de prestamistas, ya que no tenían límite religioso a dicha actividad como sí lo tenían los fieles de la Iglesia católica.

Los judíos, sin embargo, dado que no tenían capacidad para generar un crédito en condiciones, gestionaban un recurso muy escaso; y, como ocurre siempre en esos casos, lo hacían a un precio abusivo. En el siglo XII, por ejemplo, sabemos que los judíos establecidos en Castilla como prestamistas cargaban un interés del 100% anual, cuando no, incluso, del 50% mensual. Existen en la época no pocos fueros municipales que les autorizan a aplicar tasas tan abusivas.

Alfonso X el Sabio se encontró con un reino que estaba socialmente encabronado contra estas prestaciones y, por lo tanto, decidió limitar el agio. En el Fuero Real, de hecho, limitó el interés que los prestamistas podían aplicar a un tres por cuatro por todo el año, que viene a ser un 33,3% anual. Las protestas debieron continuar, sin embargo, dado que el rey, en las Cortes de Jerez de 1268, la redujo al 25%. Esta reducción, sin embargo, debió de producir la restricción de negocio por parte de los judíos, puesto que en 1393 Sancho IV les restituyó la tasa del 33,3%. En Navarra, el rey Felipe III aprovechó el amejoramiento del Fuero de 1330 para prohibir a los judíos prestar en su reino a un tipo superior al cinco por seis, esto es, al 20% anual. Esta misma tasa había sido fijada ya antes en Aragón (1241) por el rey Jaime I El Conquistador.

Formalmente hablando, para los judíos estaba prohibido prestar con interés, igual que a los cristianos, desde 1348, cuando así lo estableció Alfonso XI en el Ordenamiento de Alcalá de Henares. Sin embargo, todo indica que los hebreos siguieron realizando su oficio, puesto que otros reyes castellanos, como Pedro I, Enrique II o Juan I, renovaron dicha prohibición, lo cual suele ser un buen indicio de que no se cumplía. Juan II, en las Cortes de Madrid de 1438, adoptó una postura más pragmática, al permitir a los judío prestar con logro, como entonces se llamaba al negocio financiero, siempre y cuando se sujetasen al tipo máximo del 25%.

En términos generales, pues, la España medieval fue víctima del problema evidente que le planteaba el relativo cambio de prosperidad económica que se produce, sobre todo, desde el siglo XI. A partir de entonces, la actividad económica tiende a acelerarse, el bienestar mejora; pero eso también quiere decir que se incrementan la circulación monetaria y las relaciones comerciales, lo cual, automáticamente, genera la necesidad de crear una economía financiera para la cual la Iglesia no está preparada. A partir de ese momento, la Historia de la usura en la Edad Media es un buen ejemplo de cómo las sociedades se autorregulan, más allá de las reglas que se les imponen, por pura necesidad.

Un mensaje que todavía a día de hoy, en tiempos en los que la Iglesia ya no manda nada, hay responsables públicos que se obstinan en no entender.

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