jueves, enero 23, 2025

Vaticano II (31): Aquí mando yo



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie



Era moderador del día el eterno cardenal Döpfner, siempre implicado en cualquier movida. Siguiendo las instrucciones de Tisserant, llamó a De Smedt para que depusiese su informe ante la asamblea. De Smedt comenzó a hacer ejercicios en el alambre, admitiendo que se había cambiado la estructura del documento y que, en general, era un documento diferente; pero argumentó que, “en esencia”, venía a decir lo mismo que pasados borradores (sin explicar por qué habían tenido que cambiarse tan radicalmente dichos borradores para, según él, decir lo mismo que ya decían). De Smedt argumentó de seguido que el nuevo texto había sido aprobado por los miembros del Secretariado para la Promoción de la Unidad entre los Cristianos, como si eso quisiera decir que ese voto garantizaba la aquiescencia de la Iglesia toda; así como también había sido votado por más de los dos tercios de la Comisión Teológica (que los progresistas ya se habían preocupado de colonizar en más de sus dos tercios).

La bancada progresista hizo lo que pudo. De Smedt fue interrumpido cinco veces con aplausos generalizados, y fue vitoreado durante varios minutos cuando terminó. La mayoría progresista en la asamblea, claramente, trataba de generar un ambiente del que se coligiese una demanda generalizada de aprobación para el esquema aquel mismo día. Döpfner, por su parte, comenzó, tras el informe, con que si la puta y la Ramoneta, tratando de alargar todo lo posible la sesión. Estaba esperando que regresaran los que se habían ido a ver al Papa, y esperaba que regresasen con la noticia de que se había de votar. Pero llegó la una menos cuarto de la tarde, hora a la que ya no estaban acostumbrados a seguir las sesiones, y, con profundo dolor de su corazón probablemente, no le quedó otra que disolver la reunión. Al día siguiente, la Prensa habló de una revuelta, dirigida por obispos estadounidenses, a la que al Papa no habría prestado oídos.

El viernes 20 de noviembre era la última reunión de la tercera sesión del concilio. El cardenal Tisserant se volvió a dirigir a los padres conciliares. Abordó directamente el tema de los padres que habían hecho lobby en favor de un voto inmediato del esquema y, acto seguido, avisó de que todo lo que iba a decir a continuación, lo decía bajo la autoridad francisquital. Y dijo: “Informemos a esos padres conciliares [los que habían querido la votación, y habían quedado malquistos por no celebrarla] de que el aplazamiento de la votación fue decidido por la Presidencia del concilio porque es un requerimiento de las reglas de procedimiento del concilio. Además, otra razón es guardar un cierto respeto por la libertad de otros padres conciliares para los cuales es muy importante realizar una revisión apropiada, cuidadosa y profunda de un esquema de tan grande importancia. Por lo tanto, el esquema sobre la libertad religiosa se tratará en la siguiente sesión, si es posible antes que el resto de esquemas”.

Aquella semana anti-progre, que era la última de la tercera sesión del concilio, todavía tuvo Pablo VI otro gesto que yo creo estaba muy calculado para dejarle claro a según qué cardenales y obispos quién mandaba allí. Hasta 421 enmiendas se habían presentado en la votación del esquema sobre el ecumenismo; sin embargo, sólo una pequeña proporción de las mismas, 26 para ser exactos, había sido finalmente tenida en cuenta. El dato relevante para entender la movida es que había sido el Secretariado para la Promoción de la Unidad entre los Cristianos quien había decidido qué enmiendas eran merecedoras de inclusión. Obviamente, los padres conciliares que, cuando vieron el texto resultante, se dieron cuenta de que sus enmiendas no habían sido tenidas en cuenta, apelaron al PasPas; y, poniéndose la venda antes que la herida en el sentido de que 400 enmiendas eran muchas, presentaron apenas 40 que calificaron de fundamentales; enmiendas sin las cuales, dijeron, su voto cambiaría de sentido.

Obviamente, tratándose de la temática que se trataba en el caso del esquema, Pol estaba especialmente interesado en que recibiese cuantos menos votos negativos, mejor. Así que le pidió al cardenal Bea que estudiase las enmiendas.

Ocurría, sin embargo, que muchas de las enmiendas no eran pequeños cambios; eran giros significativos en la dirección que Bea le había impreso al texto. Consecuentemente, a pesar de las peticiones papales, el cardenal estuvo parco a la hora de admitir enmiendas; sólo asumió 19; pero, aun así, lo que lógicamente no pudo impedir fue que el texto adoptase un tono más conservador. El texto así enmendado fue distribuido el 19 de noviembre, fecha en la que el secretario general informó que la votación sobre el esquema sería al día siguiente.

Si habéis seguido atentamente estas notas, ya sabréis que el anuncio del cardenal Felici llegó en el momento en que la votación del esquema sobre la libertad religiosa había sido escamoteada por el Francisquito. Los progresistas, que tenían el mojino escocío de la putada de la no-votación, se tomaron el anuncio de esta votación como otra jugada de los conservadores: se trataba de votar el esquema sobre el ecumenismo prácticamente sin debate, para que así la mayoría progresista no pudiera desbastarlo de las introducciones que había tenido. Al día siguiente, el esquema apenas tuvo 64 votos negativos (lo cual quiere decir que los progres, por muy jodidos que estuvieran, no tuvieron huevos de plantar batalla).

Al día siguiente, 21 de noviembre y sábado, se celebró la ceremonia de clausura de la tercera sesión. Fue una sesión inesperadamente fría; tan fría que hasta la Prensa, que tan habitualmente no es capaz de encontrarse el culo con las dos manos, se dio perfecta cuenta. Entre otras cosas, el Papa entró en la sala en su silla gestatoria, avanzando lentamente entre dos grandes grupos de padres conciliares; y lo hizo sin escuchar ni solo aplauso. Incluso se hizo evidente el detalle de que eran minoría los prelados que respondían a las bendiciones papales santiguándose.

Hubo una misa concelebrada e, inmediatamente después, la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, con inclusión de su capítulo sobre la colegialidad, fue aprobada con apenas 5 votos negativos. Por su parte, el decreto sobre Iglesias orientales recibió 39 votos negativos.

El espectáculo no había terminado. Todavía quedaba el discurso francisquital de clausura. Y ahí, Pol la volvería a liar parda.

Exactamente un año antes, en la clausura de la segunda sesión, Pablo VI había dicho, en las mismas circunstancias, que esperaba “un reconocimiento unánime y amoroso del lugar, privilegiado sobre todos los demás, que ocupa la Madre de Dios en la Santa Madre Iglesia”; porque, dijo, “después del Cristo, el lugar de su madre es el más exaltado, y también el más cercano a nosotros, por lo que podemos honrarla con el título de Madre de la Iglesia, para su gloria y para nuestro beneficio”. Esta declaración se había encontrado, en el marco de las discusiones sobre la Virgen, con la oposición de diversas conferencias episcopales, preferentemente las germanoparlantes y las escandinavas. Sin embargo, también ocurría todo lo contrario, pues el primado polaco, cardenal Wyszynski, había liderado una petición de los obispos polacos al Papa precisamente en apoyo de dicho nombramiento; algo que también había hecho el Grupo Internacional de Padres.

La Comisión Teológica había tomado una decisión clara sobre el tema: retirar ese título del esquema sobre la Virgen. Y lo había hecho sin siquiera votación; porque yo lo valgo. La Comisión Coordinadora había introducido el término en el esquema sobre la Iglesia previamente; pero ahora la Teológica lo quitó.

El miércoles 18 de noviembre, es decir tres días antes de la ceremonia que ahora recordamos, Pablo VI había estado en un acto público, en el que había realizado una intervención que, sin embargo, fue poco comentada. Había dicho: “Nos estamos felices de anunciar que cerraremos esta sesión del concilio ecuménico otorgando con felicidad a Nuestra Señora el título que merece de Madre de la Iglesia”.

En la ceremonia de clausura repitió el anuncio, entre aplausos de los padres conciliares. Asimismo, también anunció el inicio de los trabajos para estudiar la reforma de la Curia, así como la próxima salida hacia Fátima de una misión vaticana que llevaría una rosa dorada a la Virgen. Aquel gesto tenía su importancia. Antes de comenzar el concilio, diversos obispos y patriarcas habían instado a Juan XXIII para que, siguiendo en esto los supuestos deseos supuestamente expresados por la Virgen de Fátima, se colocase el concilio bajo la admonición del Inmaculado Corazón de María. Sin embargo, tanto el cardenal Bea como los teólogos y obispos germano-escandinavos bloquearon aquello. El Francisquito, aparentemente, ahora les devolvía la pelota. Con el objetivo, claramente, de mostrarles quién mandaba.

El final de la tercera sesión supuso, como habéis visto, la eclosión del Papa como elemento fundamental del concilio, en un papel diferente a aquél en que se habían acostumbrado a verlo los progresistas. Da la impresión de que, puesto que Montini había sido un estrecho colaborador de Roncalli, todo el mundo falló a la hora de darse cuenta de que en la elección de Pablo VI se estaba siendo menos continuista de lo que parecía. En realidad, cuando menos en mi opinión, lo que pasó tuvo más que ver con el hecho de que Pol Six llegó a consejero-delegado del business model con la idea de seguir apoyando el viraje de la Iglesia que propugnaban los progresistas; pero lo hizo pensando en una evolución más pausada y menos soberbia. En todo caso, la actuación del Francisquito tuvo la consecuencia inmediata de galvanizar a los conservadores.

El 18 de diciembre de 1964, ya clausurada la tercera sesión, el Grupo Internacional de Padres envió una carta con quince sugerencias de modificación en el esquema sobre la libertad religiosa; fue un movimiento previo al cierre del periodo de remisión de enmiendas que, como ya hemos contado, vencía el 31 de enero de 1965. Los trabajos sobre el esquema continuaron y en junio de 1935 se publicó un nuevo borrador, ante el cual el grupo volvió a proponer enmiendas, veinte en este caso. El 13 de agosto, monseñores Sigaud, Lefevre, y el padre Jean Prou, superior general de los benedictinos de Solesmes, se reunieron en dicha población para coordinarse. Decidieron que, de no incluirse sus propuestas en la discusión del esquema, se las enviarían al PasPas. Es evidente que ahora contaban con una instancia superior, que sospechaban cuando menos relativamente partidaria a sus puntos de vista.

El 25 de julio de 1965, estos tres prelados enviaron una carta a Pablo VI. Le llamaban la atención sobre el hecho de que los procedimientos del concilio exigían que antes de que un esquema fuese votado, la asamblea debía conocer informes tanto de la tendencia mayoritaria de la comisión que hubiese elaborado el texto como de la minoritaria. Sin embargo, destacaban, durante prácticamente todo el concilio la práctica consistente en dar voz a la opinión minoritaria se había preterido. Así que solicitaban que esa regla se le aplicase al esquema sobre la libertad de religión, al relativo a la revelación divina, la Iglesia en el mundo moderno y la relación entre la Iglesia y las religiones no cristianas.

La respuesta llegó en una carta del secretario de Estado vaticano, Amleto Gionanni Cicognani, a monseñor Carli, el 11 de agosto. Decía Cicognani que el PasPas había prestado mucha atención a las propuestas que se le habían trasladado. Pero, añadía, “le ha causado cierta sorpresa que la petición llegase en nombre del Grupo Internacional de Padres”, es decir, por un grupo particular de padres conciliares. “Esta iniciativa”, decía la respuesta, “podría dar pie a la creación de otras alianzas, en detrimento de la asamblea conciliar”. El Papa se decía temeroso de la acentuación de las divisiones y tensiones entre padres conciliares, cuando “todo lo posible debería hacerse para el logro de la serenidad, la concordia, los felices resultados del concilio y el honor de la Iglesia”. No dejaba aquélla de ser una apelación bastante cínica por parte del PasPas. Si peligroso te parece que aparezca una tendencia en el concilio, entonces todas las que aparezcan deben parecerte peligrosas. Los prelados de Fulda se habían dirigido muchas veces a las comisiones y al propio Papa como “Alianza internacional”, como se decían llamar entonces; y nunca parecía aquello haber inquietado al vicario de Cristo. Pero, bueno, los PasPas son así; si algo se les da de coña, que diría Pablo Iglesias, es cabalgar contradicciones.

El cinismo de Pablo VI aparece como especialmente intenso si tenemos en cuenta que, en realidad, las reglas de procedimiento del concilio, sobre todo después de que el propio Pablo las había revisado, en realidad fomentaban la formación de grupos de opinión. Por ejemplo, el artículo 57.3, por una regla básica de economía de medios, fomentaba que los prelados que tuviesen coincidencias pastorales o teológicas decidiesen hablar de forma colectiva.

Todos estos escrupulinchis que mostró en su misiva Cicognani hacia la existencia de padres conciliares claramente identificados con una tendencia se le pasaron a los mandos de la Curia cuando los que fueron a verles fueron monseñores Döpfner y Suenens. Venían a quejarse del llamado Secretariado de los Obispos. Cuando el arzobispo de Lanciano, Pacifico Perantoni, y uno de los dirigentes del Secretariado, se enteró, perdió su nombre. Se fue a ver al PasPas y le dijo que su organización sólo había nacido para dar voz a posiciones minoritarias frente a las de la Alianza Internacional. En otras palabras, que no dejaba de tener coña que se montase tanto revuelo por la existencia del pequeño, cuando a nadie parecía haberle preocupado que existiese el grande.

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