martes, enero 21, 2025

Vaticano II (30): La Semana Negra



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie




Las definiciones situaban la interpretación de la colegialidad en el terreno que podríamos denominar liberal (cogobernanza de la Iglesia entre el Francisquito y los roucovarelas) moderada (bajo el mando supremo e ilimitable del PasPas). Dicha nota recibió apenas 46 votos negativos el día 17.

En mi particular opinión, la constitución dogmática sobre la Iglesia, en su Capítulo III, contiene la chicha sobre el tema que nos ocupa, fundamentalmente, en el parágrafo 22. Aquí es donde se ventila la mayor parte de la definición, que hemos calificado de liberal-moderada, del tema de la colegialidad (cursivas mías).

Principia este parágrafo declamando que “Así como, por disposición del Señor, San Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de modo semejante el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, se unen entre sí”. Dado que esta declaración es ambigua (la cito para que veáis un ejemplo de esas ambigüedades que tanto preocupaban), el propio parágrafo se dota de otras garantías francisquitales mucho más netas:

“El Colegio o cuerpo de los Obispos no tiene autoridad si no se considera juntamente con el Romano Pontífice como cabeza del mismo y permaneciendo íntegra la potestad primacial de éste para con todos, tanto Pastores como fieles”.

“Porque el Romano Pontífice, por razón de su cargo de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, tiene potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente.”

“El orden de los Obispos (…) es también, junto con su Cabeza y Romano Pontífice, y nunca sin esa Cabeza, sujeto de la suprema y plena potestad sobre la Iglesia universal, potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimiento del Romano Pontífice”.

“La potestad plena que este Colegio [de Obispos] posee sobre la Iglesia universal se ejercita de un modo solemne en el Concilio Ecuménico. No puede haber Concilio Ecuménico que no sea confirmado como tal o al menos aceptado por el sucesor de Pedro. Y es prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos concilios, presidirlos y confirmarlos”.

En fin. Mi idea particular es que, con el tema de la colegialidad, los progresistas fueron demasiado lejos. Como ese humorista que un día en X va y escribe un tuit demasiado pasado, y le cae la del pulpo. En mi particular visión, que no tenéis por qué compartir obviamente, el concilio Vaticano II es el resultado de que una porción de la Iglesia convenciese a Juan XXIII de que hacía falta convocar una asamblea que cambiase el rumbo del Vaticano I. Hacía falta crear una nueva Iglesia, adaptada a unos tiempos presididos por el bienestar general (los años sesenta fueron de un crecimiento económico continuado) que, con seguridad, iba a alejar a muchas personas de la Iglesia; porque la Iglesia, igual que el comunismo, vive, en buena parte, de la miseria de quienes creen en ella.

Juan XXIII compró esa teórica. La compró, y la alentó, la protegió. Hizo los cambios sobre la marcha que tuvo que hacer para darle boleta a esa nueva Iglesia. Pero lo que no podía esperar el Papa era que esa nueva tendencia ganadora no supiera moderarse. No supiera entender que las cosas siempre hay que hacerlas poco a poco; que a la rana viva hay que cocerla subiendo el fuego muy despacio. En sus prisas, en su intento por construir una Iglesia católica que fuese tan indistinguible con la protestante que, en el fondo, ya diese igual ser de una o de otra, los progresistas acabaron imaginando un mundo en el que todo el poder lo habrían de tener ellos, a través de los obispados. Y se metieron con quien no tenían que meterse: el Francisquito. Efectivamente, a un PasPas puedes permitirte que sea muchas cosas; pero nunca debes permitir que sea tu enemigo, porque es el peor de los enemigos que puedes imaginar. Y es por eso que para los progresistas estaba a punto de empezar lo que pronto se conoció como su “Semana Negra”.

Estaba terminando la tercera sesión, y el idilio de los progresistas con el Papa estaba resquebrajándose. Pablo VI no era Juan XXIII. El bando liberal se había llevado un gran chasco con la campaña iniciada por Pol con el tema de las notas aclaratorias del esquema sobre la colegialidad; pero, vaya, cuesta imaginar qué no se diesen cuenta del tipo de juego que estaban jugando. Tenían 2.000 años de Historia para estudiar el efecto claro de que, en la ICAR, cuando lo que se toca es el poder, como lo que en el fondo se está tocando es la pasta, se acaban las tonterías.

En un gesto muy calculado, el Papa esperó al sábado 21 de noviembre, que era el último día de la tercera sesión del concilio, para anunciar oficialmente su decisión de aplicar a la virgen María el título de Madre de la Iglesia; una denominación que, a poco que hayáis estado atentos en clase, ya sabréis que era una de las bestias negras de los progresistas.

Antes de esto, sin embargo, el PasPas preparó otros zascas para que quedase claro quién mandaba ahí. Tras el tema de la colegialidad, llegó el tema de la libertad religiosa.

La discusión sobre ese tema en concreto había comenzado el 23 de septiembre de aquel mismo año de 1964. Los padres conciliares estuvieron tres sesiones y media discutiendo aquel tema, tras lo cual le pasaron el texto a la Comisión para la Promoción de la Unidad entre los Cristianos para que se lo trabajase. A finales de octubre, el Bea Team había terminado sus mierdas, y le pasó el texto a la Comisión Teológica, órgano que sabemos trufado de progresistas, que lo revisó y le dio su aprobación el 9 de noviembre. Aparentemente, los minoritarios, pero peleones, miembros conservadores de la Comisión, habían estado retrasando las cosas todo lo que habían podido, por lo que el texto se había quedado sin fechas para ser votado en la tercera sesión.

El 17 de noviembre, el texto, ya maduro, fue impreso y distribuido entre los padres conciliares. Y el voto fue anunciado para dos días después.

El esquema repartido tenía adjunta una presentación del obispo de Brujas De Smedt. En esta presentación, el belga reconocía que el texto distribuido no se parecía demasiado al que se había discutido. El Grupo Internacional de Padres, es decir los ultraconservadores, procedió a analizar el nuevo texto con toda la rapidez que pudo. Sucintamente, concluyeron que el texto había sido doblado en extensión, y que en su forma final apenas un 14% del texto provenía de la primera versión. No sólo eso, sino que se había cambiado la estructura y los principios básicos sobre los que se asentaba todo el desarrollo argumental del esquema. El esquema, pues, era un esquema nuevo en toda su extensión.

La situación, pues, era clara: el bando centroeuropeo, sorteando las triquiñuelas dilatorias de los conservadores en la Comisión Teológica, y aprovechando que tenía completamente colonizada la Comisión para la Promoción de la Unidad entre los Cristianos, había practicado un auténtico genocidio esquemático con el texto discutido en las sesiones del concilio, que obviamente no le gustaba; y había redactado uno totalmente nuevo, aunque maquillado como una reforma del antiguo; para, acto seguido, instar un voto inmediato, en las últimas boqueadas de la tercera sesión, para sacarse esa espinita cagando hostias.

Los padres conservadores, sin embargo, consideraban que aquello no era una nueva redacción del viejo esquema; era un esquema completamente nuevo y, en consecuencia, lo que tocaba era aplicar el artículo 30.2 de las reglas de procedimiento del concilio, según el cual los esquemas debían distribuirse entre los padres conciliares con suficiente tiempo como para que pudiesen reflexionarlos y concitar consejos sobre su contenido. Dado que el miércoles 18 no iba a haber reunión y que el jueves 19 se votaba, venían a decir los miembros del Grupo Internacional, qué pichas de tiempo de reflexión de mierda era ése; entre otras cosas, porque esa semana estaban discutiendo otros esquemas en paralelo.

Así las cosas, los conservadores le escribieron una carta al presidente del concilio, pidiendo un aplazamiento del voto. Más de cien padres conciliares la firmaron. Y no fue la única carta de ese tenor. El cardenal Tisserant, en su calidad de decano del grupo de presidentes, consultó la movida con los inmoderados moderadores, quienes se dirigieron al secretario general instando una votación en la asamblea. Así pues, Felici anunció que el jueves, antes de votar, se iba a votar si se votaba (a ver si os vais a creer que las asambleas de universidad son los únicos sitios donde se votan idioteces). Monseñor Carli, uno de los miembros del Grupo Internacional, apeló esta decisión ante el cardenal Francesco Roberti, presidente del Tribunal Administrativo del concilio. Argumentaba, básicamente, que si el esquema era nuevo no había que votar si se votaba. Lo que había que hacer era no votar, coño ya.

Carli le entregó su carta a Roberti en la mañana del jueves 19, el día D. Apenas unos minutos después, delante de la asamblea de prelados, Tisserant se levantó y leyó un comunicado de los presidentes del concilio. Dijo que, “tras una cuidadosa valoración”, los presidentes habían llegado a la conclusión de que “este asunto, que afecta a las reglas del concilio, no puede ser decidido mediante un voto de la asamblea. Por lo tanto, la Presidencia ha decidido que el informe sobre el esquema [el elaborado por De Smedt] será leído, pero que durante esta sesión no se votará”. Y que se abría un periodo para la elaboración y remisión de enmiendas al texto por escrito hasta el 31 de enero de 1965.

Una cosa os tiene que quedar clara: Tisserant estaba mintiendo. Aquello no fue una decisión de los presidentes del concilio, Esto lo sabemos por la sorpresa mayúscula que ni se molestó en disimular el cardenal Albert Gregory Meyer, quien por lógica debería haber conocido dicha decisión pues, teóricamente, la había tomado. De hecho, los estadounidenses liberales (Meyer era titular de la sede chicaguiana) intentaron reaccionar pronto, a través de monseñor Francis Reh, obispo y rector del Colegio Norteamericano de Roma; y los teólogos John Quinn de Chicago, y Frederik McManus de Washington. Entre todos elaboraron la petición instanter, instantius, instantissime, Un documento enviado al Francisquito que contenía una sola frase: “Reverente, pero insistentemente, muy insistentemente, de la forma más insistente posible, solicitamos que el voto sobre la declaración relativa a la libertad religiosa se permita antes de terminada esta sesión conciliar, a riesgo de que la confianza del mundo cristiano y no cristiano se vea perdida”. Luego comenzó un circo de peticiones de firmas, que le fueron pasadas al cardenal Meyer y sus dos aliados, cardenales Ritter y Léger. El grupo abandonó el concilio cuando no había terminado la sesión, y se fueron a ver al Francisquito, solicitándole que se cargase la decisión de Tisserant.

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