El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
El final de la discusión del esquema sobre la formación de los sacerdotes dejó paso inmediato a la discusión del esquema sobre la educación a secas. Curiosamente, ya que éste de la educación es uno de los temas siempre más importantes para la Iglesia, el esquema había sido significativamente reducido por la Comisión. La discusión apenas duró dos días y fue bastante anodina. La mayoría votó por votar el texto, sin devolverlo a la Comisión. Sería finalmente votado el 28 de octubre de 1965, con una levísima oposición de 35 votos negativos.
En este punto, debo recordaros que ya os he dicho que
hablar del Vaticano II es hablar, en realidad, de colegialidad. Tras una
primera discusión en la segunda sesión, durante el año 1964 se trabajó
rápidamente en un texto sobre este tema. En marzo de aquel año hubo un texto
disponible; pero cuando Pablo VI lo leyó, parece que le entraron arcadas. Monseñor
Felici, como consecuencia, envió una serie de sugerencias en mayo.
El tema, con seguridad, se puso calentito. El 27 de mayo
de 1964, monseñor Felici le envió una carta a monseñor Benjamin Wambacq,
secretario de la Comisión Pontificia de Estudios Bíblicos. Reclamaba, en nombre
del Francisquito, contestación rápida para dos cuestiones:
La primera cuestión se refería a un texto del esquema: Igual
que, por deseo del Señor, San Pedro y los otros apóstoles constituyeron un
colegio apostólico, de una forma similar el pontífice romano, como sucesor de
Pedro, y los obispos, como sucesores de los apóstoles, están unidos. Montini/Felici
querían saber si dicha afirmación encontraba soporte en la Biblia.
La Comisión Pontificia dictaminó que la primera parte de
la frase: la constitución del colegio apostólico, era probada por las
Escrituras; pero que el resto, ni de coña.
La segunda pregunta era: ¿se puede derivar de los pasajes de las Escrituras que el oficio de atar y desatar, atribuido y a Pedro, lo había sido también al colegio de apóstoles? En otras palabras: el PasPas estaba un poco intrigado por el detallito de que esa misión especial encomendada por Jesús a Cephas, en realidad, sólo aparezca en uno de los cuatro evangelios. La cosa es que el esquema decía que también había sido encomendado dicho oficio al resto de los apóstoles. Y esto, lógicamente, a Montini le preocupaba, como es lógico tratándose de alguien que practica un monopolio, y a quien se le insinúa que debería compartirlo.
La Comisión Pontificia concluyó que el poder de atar y
desatar de Mateo 16:19 y Mateo 18:18 parecía ser el mismo; pero, matizó, eso no
quería decir que el poder resultante fuese total y sobre la totalidad de la
Iglesia, como afirmaba el esquema.
Yo creo que Pol debió quedar bastante contento con aquella
respuesta. Dejaba bastante clara la prevalencia del PasPas, el hecho de que,
por mucho que los obispos administrasen un poder también de naturaleza divina,
sólo él podía ejercerlo como le saliese del ciruelo. Así pues, el 5 de junio,
ufano, le envió las respuestas a la Comisión Teológica.
La Comisión Teológica, sin embargo, como la mayoría de las
comisiones del concilio, estaba trufada de progresistas. Pablo VI había tenido
más que guiños hacia los centroeuropeos y, como hemos ido leyendo, no dejó de
hacerles favores, a lo que hay que sumar que, normalmente, cuando los
progresistas se extralimitaron en sus poderes, torciendo el brazo de los
procedimientos conciliares, miró para otro lado. Pero ahora podría comprobar
bien lo que significa la frase: “Roma no paga traidores”: la Comisión Teológica
concluyó que no necesitaba alterar el texto del esquema.
En julio, el padre Dino Staffa, uno esos tipos que era
obispo de nada (arzobispo de Cesarea, en Palestina; ahí es nada), y que por lo
tanto holgaba en la Curia romana, donde acabarían por hacerle cardenal, publicó
un estudio en torno a los esquemas sobre la Iglesia y los obispos. Sobre las propuestas
que hacía el esquema sobre la colegialidad, los acusaba de ir en contra de la doctrina
eclesial secular. Las teorías del esquema, decía, estaban calcadas de las de un
jesuita llamado Giovani Bolgeni, muerto en el 1811. Por eso, se mostraba
extrañado de que principios que habían sido rechazados siglo y medio antes
renaciesen ahora.
El centro de la cuestión estaba prístinamente explicado en el informe: el esquema, tal y como se había redactado, eliminaba el poder del Papa (o sea: la pasta); limitándolo hasta ser una especie de moderador del mando efectivo de los obispos, verdaderos depositarios del poder supremo. Una teoría atractiva detrás de la cual está la pregunta, siempre inquietante, de por qué Jesús, cuando no era nadie, se empeñó en tener doce seguidores en lugar de uno o dos nada más; y por qué, cuando supuestamente le seguían centenares de personas que escuchaban sus parábolas y sus cónicas, siguió empeñado en no incrementar la nómina de elegidos. Mi experiencia vital es que resulta muy difícil encontrar un sacerdote que aporte una opinión mínimamente potable al respective.
Al iniciarse la tercera sesión, Staffa apeló ante los
moderadores al artículo 57.6 de las reglas del concilio, según el cual, incluso
aunque la discusión de un tema hubiese terminado, la visión minoritaria podría
designar tres portavoces que podrían hablar sin respetar el límite de 10
minutos, siempre y cuando esto lo pidieran más de 70 prelados. La petición de
Staffa cumplía con todo. Pero los moderadores, enseñándole la peineta, le contestaron tú móntate aquí,
que verás París.
Así las cosas, el voto del tercer capítulo sobre los
obispos se produjo entre el 21 y el 29 de septiembre. Los textos sobre
colegialidad recibieron hasta 300 votos negativos. La siguiente estrategia del
Grupo Internacional de Padres, es decir los conservadores, fue presentar votos
positivos cualificados.
De hecho, se presentaron 572 votos cualificados al
esquema. A pesar de tanta complicación, la Comisión terminó el trabajo de
integrarlos en un mes. El secreto de todo, claro, era que las cualificaciones
conservadoras estaban siendo clasificadas por la B de Varios.
Monseñor Staffa y los otros portavoces del Grupo
Internacional de Padres se coscaron de que su trabajo estaba siendo preterido.
Por ello, con fecha 7 de noviembre de 1964, Staffa le escribió una larga carta
al SumoPon Pol. En paralelo, puso en marcha lo que se conoció como la
“Operación Staffa”, consistente en enviar copia de la carta a 12 prelados, con
el ruego de que se la enviasen cada uno a otros 12 padres, siempre con el ruego
de que la firmasen. Así pues, Dios también cree en los esquemas Ponzi.
La carta venía a decir que sus firmantes estaban
convencidos de que se estaba fomentando el esquema una versión muy extrema de
la colegialidad; y avisaba de que los padres firmantes se sentirían obligados a
votar en contra. Staffa, por otra parte, se desplegaba en su misiva sobre las
irregularidades cometidas por los moderadores; irregularidades, es decir,
apartamientos de la línea de las reglas de funcionamiento del concilio, que ya
hemos ido viendo que se estaban convirtiendo en la norma más que en la excepción.
Concretamente, Staffa se quejaba de que no se le había dado la palabra para
hablar, cuando le correspondía por haberla solicitado en fondo, forma y con los
suficientes apoyos.
A la recepción de la carta, Pablo VI ordenó una
investigación de las irregularidades que ahora decía conocer; y escribo “ahora
decía conocer” porque, la verdad, alguna de las cacicadas perpetradas por los
moderadores venía siendo tan gruesa, consecuencia del sobradismo que habían
terminado por adoptar los progresistas, que es imposible, a mi modo de ver,
defender la idea de que el Chicho Ibáñez Serrador de todo aquel espectáculo no
se hubiera enterado. Asimismo, en lo que concierne a los argumentos puramente
teológicos defendidos en su carta por Staffa, se los envió a la Comisión
Teológica para que los tuviese en cuenta.
No fue aquella la única misiva que recibió el vicario de
Cristo en la Tierra. Un total de 35 cardenales, unidos en esto a los superiores
generales de cinco grandes órdenes religiosas, le habían escrito la suya propia
a Pableras. No eran tan violentos como los conservadores, pero no se recataban
de acusar al esquema de ambigüedad, es decir, de estar diseñado para servir de
soporte para una cosa o la contraria, según petase. En otras palabras: estos
firmantes consideraban que los liberales más extremos estaban tratando de
colocar un texto aparentemente moderado, pero sujeto a su interpretación, para usarlo
tras la celebración del concilio.
El PasPas, hay que decirlo, lo negó todo con cajas
destempladas. Incluso tuvo un encuentro personal con algún cardenal de los
firmantes de la carta, en el cual expresó su total convencimiento de que una
estrategia tan taimada era imposible (porque, claro, los curas, no digamos ya
los obispos y cardenales, nunca han sido taimados; eso todo el mundo lo sabe).
Los cardenales implicados en la carta propusieron entonces un debate entre
teólogos sobre la materia; pero eso tampoco le hizo pandán al Francisquito. Se
encastilló en el que el texto sobre la colegialidad tenía el apoyo de una
mayoría suficiente.
En ese momento se produjo un hecho que viene a demostrar,
claramente, que una de las grandes verdades de este mundo es esa frase que nos
dice que hasta el rabo todo es toro. Como venimos viendo claramente en estas
notas, desde que había comenzado el concilio Vaticano II, y ya vamos por la
tercera sesión, el bando liberal progresista había ido de victoria en victoria.
Había sido el primero en organizarse; había colonizado las comisiones; había
conseguido que las reglas se cambiasen cuando le interesó, y en el sentido que
le interesó; cuando los conservadores se organizaron y empezaron a apretar,
lograron que el PasPas (ése que ahora organizaba investigaciones porque decía:
“¿Irregularidades? ¡Me pinchas y no sangro!”) les ayudase a tener mayorías
todavía más netas. Todo, absolutamente todo lo que había ocurrido en aquel
concilio, desde su concepción y convocatoria en realidad, había ido siempre a
favor de corriente para ellos. ¿Para qué, entonces, guardar las formas?
Uno de los padres progresistas, en ese momento, elaboró un
texto en el que venía a darle la razón a la carta de los cardenales. Se refería
a varios pasajes del esquema considerados ambiguos, defendiendo que serían
correctamente interpretados después del concilio. Este texto cayó en manos de
los cardenales, que se lo llevaron a Pol. Se dice que el Papa, cuando lo leyó,
se echó a llorar. Mi idea es que, en ese momento, Pablo se sintió sinceramente
engañado. Es probable que los progresistas le hubiesen vendido una moto. Una
moto moderada, poco a poco, Santo Padre, la Iglesia debe reformarse, pero aquí
nadie quiere romper nada. Se dio cuenta de que una parte del plan de los
progresistas era utilizar el concilio como trampolín para posteriores
elaboraciones. Y es posible que, en ese mismo momento, decidiese hacer él eso
mismo. Pero es algo a lo que ya llegaremos, en tiempo y forma.
¿Qué hacer?, que diría Lenin. El esquema tenía muchos
apoyos y, en puridad, no decía ninguna bestialidad. Lo que pasa es que
utilizaba en algunos puntos términos ambiguos. La solución encontrada fue
adjuntarle una nota preliminar explicando el significado de dichos términos.
Era 10 de noviembre. Pablo le ordenó al Secretario de
Estado que le escribiese al cardenal Ottaviani, informándole de que hacía falta
aclarar algunos puntos en el esquema y, muy particularmente, el hecho de que
una conditio sine qua non para que los obispos pudiesen tener y ejercer
la autoridad colegiada era que el Papa les autorizase a ello.
En puridad, el Francisquito no pedía nada que no se
hubiese pedido ya. Varios de los votos cualificados (con enmienda) que había
recibido el esquema habían ido precisamente en esa dirección, instando a que la
autoridad francisquital fuese establecida sin ambages. Lo que pasa es que la
Comisión Teológica se había limpiado el orto con todas aquellas enmiendas.
Ahora, sin embargo, hubo de recuperarlas del fondo de sus excusados. El texto
completo del esquema, ya con la nota explicativa, se distribuyó el 14 de noviembre.
Los progresistas, sin embargo, todavía intentaron que aquello no fuese para
ellos un paso atrás, argumentando, no sin razón, que aquellas definiciones, al
estar incorporadas como notas, no tenían la fuerza del esquema, que seguía
siendo el texto mandante, por así decirlo.
El lunes 16 de noviembre, el Bombero Torero del concilio,
es decir el secretario general, esforzado monseñor Felici, hizo tres anuncios.
El primer anuncio era que en una carta recibida por el
Boss (la de Staffa) se denunciaba que en la votación del día 3 no se habían
respetado completamente las reglas conciliares. Felici le decía a los firmantes
de aquella carta que podían estar tranquilos, que nadie había violado a nadie
durante aquella votación (cosa creíble, porque no había niños presentes).
Asimismo, dijo, la carta contenía dudas sobre la interpretación de algunos
términos del esquema; pero eso se le había trasladado a la Comisión Teológica.
El segundo anuncio que hizo Felici fue que, aunque la
enseñanza de aquel esquema no sería considerada dogma infalible, sería aceptada
como consecuencia de la autoridad suprema de la Iglesia. O sea, aviso para
navegantes: nadie se lo podría saltar.
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