viernes, mayo 17, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (22): El XVIII Congreso

El día que Leónidas Nikolayev fue el centro del mundo
Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no  

   


 

El reclutamiento de nuevos militantes para el Partido se había cerrado en diciembre de 1933. En 1936 fue tímidamente reabierto; pero la orden, ahora, fue conseguir militantes a cascoporro. En 1939, aproximadamente 1,8 millones de militantes que lo eran en 1933, ya no eran, en un sentido general. Ni militantes, ni seres vivos en su mayoría. El tema era gordo; pero el hecho es que en 1939 sólo, la militancia del PCUS creció en un millón de personas. En el XVIII Congreso, Stalin dio la cifra de que, desde 1934, 500.000 militantes habían sido promovidos de su puesto a uno mejor. Lo que se calló, claro, fueron los porqués de que la oportunidad hubiese surgido.

Algún nombre que con el tiempo sería importante en la Historia de la URSS atestigua la elevada necesidad de sangre nueva que tenía el PCUS tras las purgas. Alexei Nikolayevitch Kosigin, AKA El hombre que pudo reinar, fue nombrado en 1939 comisario de la industria textil; tenía 35 años, lo cual, en el sistema soviético, solía ser una edad puerperal. Leónidas Illitch Breznev, del que podríamos decir AKA El hombre que reinó jodiendo al hombre que pudo reinar, entró en el Partido en 1931 y en 1939 era el jefe del Partido en Dnepropetrovsk, con 33 años. Más supersónica fue la carrera de Yuri Vladimirovitch Andropov. Entró en el Partido en 1939 (tenía 25 años) y, en doce meses, presidía la organización de Komsomoles de la República de Karelia. Por su parte, Konstantin Ustinovitch Chernenko, que había entrado en el Partido como Breznev en 1931, en 1941, con sólo 30 palos, era secretario del Comité Central del Partido en Krasnoyarsk. Dimitri Fiodorovitch Ustinov, que llegaría a ministro de Defensa, era en 1937, con 29 años, director de una planta de fabricación de armas en Leningrado y en 1941, comisario de Armamento. Sergei Georgievitch Gorshakov, que sería un alto mando de la Marina soviética, era almirante en 1941, con 31 años. Andrei Andreyevitch Gromiko, que sería el ubicuo y poderoso ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, entró en el Partido en 1930, con 21 años, fue a Moscú a estudiar Economía y en 1939, con 30 años, entró en el Narkomindel como director del Departamento de Estados Unidos.

La URSS estaba básicamente descojonada en 1939, y todo el mundo lo sabía. El mismo 1 de enero, un decreto conjunto del Partido y del gobierno establecía muy serias medidas disciplinarias contra los trabajadores que llegasen tarde al trabajo sin razón válida. Si el retraso era de hasta 20 minutos, se produciría una penalización; si fuese superior, el trabajador sería despedido y, lo que es más importante, perdería el derecho a solicitar una vivienda. Los trabajadores no debían tomar descansos muy largos para comer, como no debían abandonar el puesto de trabajo demasiado pronto. Los jefes demasiado comprensivos ya sabían a lo que se exponían. En enero de 1939 se estableció el registro de cada trabajador, con indicación meticulosa de sus felicitaciones y de sus faltas. Un decreto de 26 de junio de 1940 prohibió la salida voluntaria del puesto de trabajo. Entre dos y tres millones de trabajadores pagaron sus incumplimientos de estas normas en los campos de trabajo.

Ésta es la mejor demostración de que la reacción de Stalin ante el hecho de que había dejado la URSS agotada fue incrementar su control sobre ella, y exigirle nuevos sacrificios; y otro decreto, de 12 de octubre de ese año, otorgó poderes especiales de castigo a los jefes de los comisariados laborales al otorgarles el derecho a decretar el traslado dentro del país de cualquier trabajador y su familia.

Ésta era la URSS que gobernaba el Partido cuyos 1.900 delegados se reunieron el 10 de marzo al final de la tarde para comenzar el XVIII Congreso. Todo el mundo allí sabía a qué había ido y qué se esperaba de ellos. En su discurso al Congreso, Stalin cometió un error de pronunciación. En lugar de Narkomzyom, comisario del pueblo de agricultura, dijo Narkomzem, más o menos comisario del pueblo de zem. El caso es que todos los demás speakers del Congreso, incluido Molotov, cada vez que tuvieron que referirse al comisario de Agricultura, lo llamaron comisario de zem, como Stalin.

La mujer de Lenin, Krupskaya, murió algunos días antes de comenzar el congreso en el que, por supuesto, era delegada. El 26 de febrero, su 70 cumpleaños, la Prensa saludó la fecha. Murió al día siguiente e, inmediatamente, la editorial que dirigía en el Comisariado de Educación recibió la orden de no publicar ni una sola palabra sobre ella. Sus libros y panfletos desaparecieron de las librerías.

En su discurso al Congreso, Stalin dijo que la guerra capitalista había estallado ya dos años atrás, entre dos bloques: Alemania, Italia y Japón contra Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Stalin acusó a los países capitalistas europeos de estar intentando provocar la URSS para ir a la guerra contra Alemania, por ejemplo, dando pábulo a las noticias que hablaban de una intención alemana de controlar Ucrania; noticias que, dijo, no tenían base alguna. Repitió su conocida teoría de que, una vez que los contendientes estuviesen exhaustos, llegaría el momento de aquéllos que no se hubiesen implicado en la movida. Si en ese momento le hubieran dicho a Stalin que la guerra global que esperaba le costaría 25 millones de vidas a la URSS, seguro habría decretado el inmediato arresto de quien se lo hubiese dicho.

En ámbito interno, el camarada secretario general se congratuló del sólido paso de la URSS hacia la total construcción del socialismo, con una industria fuerte y una vida política “totalmente democratizada”. Las cosas no eran en realidad así. El Terror había provocado el crecimiento cero de la industria pesada. Y el Ejército Rojo había perdido a 50.000 mandos fundamentales. El mariscal Georgi Konstantinovitch Zhukov llegaría a escribir: “[Cuando estalló la segunda guerra mundial] Stalin, en realidad, no quería luchar. No teníamos ejército. En 1939, todo lo que teníamos eran fuerzas territoriales formadas por soldados en servicio militar. Acabaríamos entrando en la guerra sin Alto Mando. Literalmente, no había nadie”.

Pero Stalin seguía dibujando la realidad como a él le interesaba, o como había decidido que fuese. Un buen ejemplo es el Censo de los años del Terror. Stalin le dijo al XVIII Congreso que la población de la URSS era, en ese momento, de 170 millones de personas. Pero llegar a esa cifra tuvo su intríngulis. En enero de 1939, se realizó un censo con tiempo para poder manejarlo durante el Congreso. En abril, sin embargo, cuando Stalin conoció esas cifras, no quedó demasiado contento. La cosa es que censos, había tres: 1926, 1937 y el de ahora, de enero de 1939. El de 1926 había mostrado una población de 147 millones. A principios de 1936, Stalin llamó a su despacho a Ivan Admovitch Kraval, que era el jefe de la Administración Central de Cuentas Económicas, departamento responsable, entre otras cosas, del Censo. Stalin le contó a Kraval que, en base a sus propias cuentas, el censo de 1937 debería ser de unos 170 millones de habitantes. Esto lo hizo porque sabía que durante los últimos años de la década de los veinte (antes de las purgas y de la colectivización mediando exilios masivos) la población soviética crecía unos tres millones al año, y aplicó el patrón a toda la serie.

Los autores del Censo del 37, sin embargo, creyeron que podían hacer un trabajo profesional. Kraval y su adjunto, Olimpyi A. Kvitkin, llegaron a la conclusión de que la población soviética en 1937 era de 162 millones. El resultado fue doble: por un lado, el Censo nunca se publicó; y, por otro, los autores de dicho Censo fueron acusados de sabotaje contrarrevolucionario y asesinados en el paredón. El Censo de 1939 contaba 161,5 millones de habitantes, cifra que, una vez incrementada con 5,8 millones de personas en servicio militar y prisioneros llegaba a 167,3 millones. Sin embargo, los autores de este Censo, en una reacción que no cabe reprocharles, cambiaron las cifras, y salieron los 170 millones de los cojones.

En el XVIII Congreso, por lo demás, Stalin, que por otra parte le había opuesto al país su estatus de teórico de primerísima línea y Primer Marxista del Mundo, declaró obsoleta la teoría de Frederick Engels en su Anti-Dühring, cuando teorizó que el Estado proletario represivo desaparecería al desaparecer los antagonismos de clase en la sociedad socialista. Evidentemente, no se atrevió a desmentir que el fin último del socialismo es la sociedad sin clases; pero hizo todo lo posible por dejarle a todo el mundo clarinete que eso no llegaría en mucho, mucho tiempo. Engels, explicó Stalin, había elaborado un entorno teórico; pero se había equivocado al no darse cuenta de que los Estados socialistas deberían existir rodeados de Estados capitalistas. Porque sí: fue en la primavera de 1939, y de boca de Iosif Stalin, cuando nació la Gran Disculpa que, desde entonces, le ha servido a tanto comunista de salón para poder sustentar sus chorradas: el comunismo no puede desplegarse porque los demás no le dejan. El corolario de estos análisis era lo que a Stalin verdaderamente le interesaba: un Estado comunista siempre necesitará ser fuerte. Siempre necesitará reprimir. Siempre necesitará paredones.

Eso sí: lo que Stalin anunció en aquel Congreso fue que, si bien la URSS necesitaba seguir siendo la maquinaria de represión que era, lo que ya había quedado atrás eran las purgas masivas, como las llamó el secretario general. Ahora, el tono cambiaba radicalmente. Zhdanov presentó un informe al Congreso en el que denunciaba a los “saboteadores” que llevaban a cabo su sabotaje a base de denunciar a comunistas honrados. De repente, pues, el enemigo ya no era el denunciado, sino el denunciante. Stalin buscaba, claramente, que la gente se mordiera la lengua.

Pero, ojo, que no todo el monte es orgasmo. En diciembre de 1938, como sabemos, Lavrentii Beria había sustituido a Yezhov al frente de la NKVD. En su intervención ante el Congreso, anunció que la NKVD extirparía cualquier elemento negativo de la sociedad y del Partido, empezando por la propia policía política. Stalin quiso dar un mensaje muy claro en la persona de Yezhov, nombrado comisario en materia de transporte de agua, nombrado delegado para el Congreso, pero que no fue elegido para el nuevo Comité Central. De hecho, Stalin apareció en una sesión a puerta cerrada en la que se estaban estudiando las candidaturas al CC, dijo que Yezhov ni de coña, y allí mismo lo acusó de haber liderado una conspiración para matarlo a él, así como, tócate los yeyunos María Remigia, de haber arrestado a inocentes. Yezhov, que ya sabía lo que había, abandonó inmediatamente el Congreso. Pocos días después, lo arrestaron. Un año después, el 1 de abril de 1940, lo pusieron con el culo contra el paredón y, ya sabéis, pam pam.

El propio Beria, que salió del Congreso elegido candidato suplente del Politburo, sugirió en una sesión de este órgano que el ritmo de detenciones se moderase. La aquiescencia del Politburo provocó la inmediata liberación de miles de personas que estaban presas; el momento era importante: Beria y, sobre todo, Stalin buscaban que todo el mundo cantase esa canción de los Jackson Five, Blame it on Yehzov. De todas formas, como ya os he dicho, las acciones de terror, con arrestos masivos, torturas y prisión sin sentido, continuaron de forma más selectiva.

Cuando Stalin le explicó al XVIII Congreso su idea de la guerra entre capitalistas de la que la URSS sacaría rédito, ya había decidido que, entre las dos facciones, se acercaría a Alemania. Estaba convencido de que Hitler tenía más alicientes de acordar con él que las potencias occidentales, puesto que sólo Stalin podía garantizarle una guerra en un solo frente. Además, el secretario general pensaba que podría acordar con Hitler una repartición de territorios en la Europa oriental sin que surgieran entre ambos entornos de discusión. Además, nunca soñó siquiera con que Alemania pudiera atacar a la URSS. Como diría Voroshilov después de la guerra, absolutamente nadie en el Kremlin podía imaginar que Francia colapsaría en dos semanas.

En la primavera de 1939, por otra parte, Lavrentii Beria, ya plenamente consolidado al frente de la NKVD, comenzó a desarrollar una afición por los temas de política exterior. El progresivo desencanto de Stalin respecto de las democracias europeas occidentales, que ayudó a su acercamiento a la Alemania de Hitler, presentaba nuevas oportunidades. De hecho, una de las acciones de preparación hacia ese acercamiento que decidió Stalin fue purgar el Comisariado Popular de Asuntos Exteriores o NKID. Yezhov ya había hecho una limpia curiosa en el cuerpo diplomático; pero la crema del ministerio, bajo la dirección de Litvinov, seguía impasible en Moscú. El 2 de mayo de 1939, una comisión del Comité Central, formada por Beria, Molotov, Malenkov y Dekazonov, fue a las oficinas del NKID y comenzó a interrogar a los técnicos de allí. Yevgeni Gnedin, que era el jefe de prensa del Ministerio, fue personalmente interrogado por Beria. Cuando le confirmó que (como es lógico) tenía contactos con periodistas no soviéticos, Beria le anunció, sombrío: “tendremos que hablar más de eso”.

En la noche del día siguiente, 3 de mayo, las oficinas del NKID fueron rodeadas por tropas de la NKVD. A la mañana siguiente, Beria, Molotov y Malenkov se presentaron en el despacho de Litvinov y le informaron de que estaba cesado. Litvinov cogió su coche y se fue a su dacha, que encontró también vigilada por la NKVD. Llamó a Beria y le bramó por la línea que qué coño estaba haciendo, y Beria le contestó que era para su protección. Aquel mismo día, Beria y Molotov convocaron una reunión en el Ministerio en la que anunciaron que el segundo era el nuevo ministro, con Dekanozov de segundo. En esa misma reunión, cuando se estaba informando del cambio, Beria, presente, cayó en que estaba presente Pavel Nazarov, un diplomático que era hijo de un bolchevique detenido tiempo atrás. Delante de todos, le preguntó si sabía por qué había sido detenido su padre. Nazarov contestó que asumía que eso era algo que Beria sabría mejor que él. Beria sonrió y le dijo que ya hablarían del tema. Nazarov fue detenido unas horas después acusado de espiar para Italia. Las pruebas: había nacido en Génova, donde estaban sus padres huyendo de la represión zarista. Docenas de funcionarios que estuvieron y no estuvieron en aquella reunión fueron arrestados; aunque Litvinov, que como diplomático prestigioso y judío era un activo en la recámara de Stalin, fue respetado.

La influencia de Beria se haría sentir en el Ministerio desde entonces. Dekanozov, nombrado como hemos visto segundo de Molotov, fue una figura muy importante en la negociación del pacto nazi-soviético, con lo que se ganó la embajada soviética en Berlín; embajada en la que se colocó de consejero un conspicuo beriano como Amaiak Kobulov, el hermano de Bogdan. Sin embargo, si hemos de creer a Khruschev, Beria cometió un error que le pudo costar caro. En el marco de las relaciones comerciales sovieto-alemanas, Berlín envió un crucero a Leningrado a cambio de materias primas soviéticas. Personal de Beria trató de atrapar a un oficial naval alemán que había llegado en el barco para asegurar su entrega. Querían reclutarlo para la NKVD. El tema llegó a oídos de Hitler, quien habría, siempre según Khruschev, montado una buena.

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