jueves, agosto 31, 2023

Los evangelios (y 4): Juan, el evangelio de las preguntas incómodas

Marcos, el evangelio de masa fina
Mateo, el evangelio 2 sobre 3
Lucas, christians go multinational
Juan, el evangelio de las preguntas incómodas 



En este cuarto y último artículo de la breve saga dedicada a los evangelios cristianos, llegamos a un terreno que no tiene mucho, en ocasiones nada, que ver con todo lo que hemos hollado anteriormente: el denominado evangelio de Juan. Entramos en otra liga; la que es, más propiamente, nuestra liga.

El comienzo del evangelio de Juan es inquietante. En un tono que no se veía en las escrituras desde el Génesis, se nos informa de una esencia primaria y eterna, el Logos (casi siempre traducido en las Biblias españolas por el Verbo). Debo confesar que nunca he entendido muy bien cuál es la naturaleza de ese Logos que es con el Señor pero no es el Señor; es una otredad que, cuando menos, a mí siempre me ha intrigado. Pero, sea como sea, el Logos es tan eterno como Dios, ha estado siempre con él, y, en un determinado momento, se hizo carne cuando María alumbró a su hijo Jesús.

Se trata de un montaje cristológico y teológico bastante complicado que, cuando menos en mi opinión, surge para encontrar una respuesta elegante para una pregunta incómoda.

Cuando yo era un niño en mi colegio de Jesuitas, durante las clases de religión con seis, siete u ocho años, aprendí pronto (a hostias, literalmente) que había dos preguntas que no había que hacerle al padre profesor. Lo primero que nunca había que preguntarle era que aclarase aquello de Sodoma y Gomorra, que a los niños nos costaba entender. Como en la clase se leía todo, también se leía ese pasaje en el que los sodomitas se allegan a la casa de Lot, donde saben que ha hospedado a los ángeles, y le dicen: “déjalos salir, que queremos conocerlos”. Lot les dice que nanay y que si hace falta que se pulan a sus hijas. Como digo, a los niños nos costaba entender la resistencia de Lot pues, obviamente, el verbo “conocer” no tenía más significado que saludarse y compartir unas cañatas y unas gambatas. Pero, como digo, pronto aprendimos que mejor no preguntar, porque la cuestión solía ser zanjada con un buen sopapo.

La segunda cuestión que tampoco podíamos preguntar, y que nos intrigaba a muchos, se podría formular así: ¿por qué Dios envió a Jesús a la Tierra en el Año Cero? ¿Es que los contemporáneos de Asurbanipal, de Narmer o de Aristófanes, no tenían capacidad de entender su mensaje? ¿No lo merecían, quizá? Si sois aficionados a la serie The young Sheldon, hay un episodio en el que Sheldon Cooper le plantea a su pastor baptista este mismo problema; lo que pasa es que él, en lugar de situarlo en el tiempo, lo sitúa en el espacio, y pregunta si un Dios que ha escogido la forma humana para difundir su mensaje puede evangelizar a los aliens extraterrestres; y si para ello tendrá que enviar a un Jesús alien, o le bastará con haber enviado al Jesús humano. Y vale que el pastor es incapaz de contestarle porque es un gañán; pero, también, su incapacidad nace de que la cuestión es mucho, muchísimo más compleja de lo que parece.



De niño, fagocitas esta cuestión con la pregunta, más simple, de si todas esas personas de antes de Cristo, si fueron buenas personas, podrían estar en el Cielo, o no; Sheldon Cooper preguntaría si un Predator que decidiese dejar de cazar a otras criaturas del Universo y decidiese desarrollar una vida de piedad y meditación iría o no al Cielo a su muerte. De niños creíamos estar planteando una cuestión baladí; pero lo cierto es que estábamos poniendo a nuestro profesor frente a uno de los grandes problemas teológicos a los que se tuvo que enfrentar el cristianismo tras su nacimiento y primer desarrollo; y que solucionó, o trató de solucionar, en lo que normalmente conocemos como comunidades joánicas (de Juan).

El joanismo “resuelve” el problema (ejem...) con este concepto del Logos. Porque Jesús es el Logos hecho carne, y eso quiere decir que, aunque Jesús vivió, para los hombres, entre el año 0 y el año 33, por así decirlo, en realidad ha vivido siempre, porque aquello que él es: el Logos, ha existido desde siempre. En el evangelio de Juan, por lo tanto, se deja, de alguna manera, la puerta abierta para poder creer que aquél que quiere creer, puede creer, en cualquier situación y en cualquier época, porque si Jesús-carne es un señor con fecha de caducidad, Jesús-mensaje o Jesús-concepto es algo que no sólo no tiene fecha de caducidad, sino que ni siquiera tiene fecha de fabricación: ha estado ahí siempre. El evangelio de Juan, pues, es el momento en el que el cristianismo se alía, por así decirlo, con el concepto de infinito, y de eternidad.

El joanismo tiene otra consecuencia, que es la que, al menos yo lo creo, justifica que no sea el único evangelio de la cristiandad: a partir de la redacción de esta obra, lo importante de Jesús dejan de ser su vida y sus hechos; lo importante pasa a ser su mensaje. Las comunidades joánicas ya no siguen a un hombre: siguen a un concepto, a un Verbo. Con ello, el cristianismo adquiere una enorme carga gnóstica (lo importante es el conocimiento) que ya nunca ha abandonado, pues sólo era cuestión de tiempo que hubiese unos tipos que se diesen cuenta que en eso de decir “tú no lo puedes entender, pero yo sí” hay todo un modelo de negocio. A esa actividad, básicamente consistente en facturar por explicarle a la gente lo que presuntamente no puede entender por sí sola, la solemos llamar Vaticano.

Llegar a formular esto como lo vemos formulado hoy en cualquier Biblia que nos compremos fue un proceso complicado. Hoy en día, los estudiosos están de acuerdo en que el evangelio de Juan es, en realidad, el producto de la adición y cosido de varias fuentes distintas y es, en sí, un texto que pasó  por varias etapas (se suele hablar de tres) de recauchutado, tuneado y ampliación; proceso en el que normalmente se distinguen dos ediciones distintas, una, la última, más amplia que la anterior, realizadas en momentos temporales diferentes.

Esencialmente, el evangelio de Juan comenzó siendo una serie de tradiciones compiladas pero no “cosidas”; pasado el tiempo, vino el proceso, muy parecido al que hemos visto en otros evangelios, de creación de un relato estructurado, es decir, un momento en el que las comunidades joánicas, claramente, quisieron tener “su” relato de las cosas; en una tercera y última fase, este cristianismo gnóstico de las comunidades joánicas estaba ya más maduro y, consiguientemente, amplió el texto ya desarrollado con diversos comentarios y un epílogo nuevo. Por lo demás, aunque se da por muy probable que el autor del evangelio de Juan conociese cuando menos el relato de Marcos, lo que es un hecho es que no siguió la estructura sinóptica y quiso escribir una obra diferente.

Ireneo, en su obra contra las herejías, nos dice que el evangelio de Juan fue compuesto por “el discípulo de Jesús que reposó sobre su pecho” cuando estaba en Éfeso (o sea: escribió el evangelio en Éfeso, no reposó sobre el pecho de Jesús es Éfeso). Ireneo, por lo tanto, creía que el evangelio de Juan lo había escrito un seguidor de Jesús que no era apóstol pero que, sin embargo, era muy querido del Maestro; tanto que, en uno de los “cameos” que el supuesto autor hace en su propio evangelio (Jn 13:23) aparece durmiendo en la última cena recostado sobre el pecho de Jesús: una imagen muy querida, por razones obvias, por los cristianos homosexuales; a los ojos del presentismo, hay que reconocer que es muy sugerente (“Y uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba, estaba recostado al lado de Jesús”). Dado que Ireneo se refiere al autor de Juan en otros pasajes como “el Apóstol”, parece que el buen obispo se equivocó un poco. Porque este Juan querido de Jesús no era un apóstol sino un seguidor; y el apóstol llamado Juan es Juan Zebedeo, el bro de Santiago, quien no pudo escribir el evangelio (y esto Ireneo lo tenía que saber) porque muy probablemente fue martirizado poco tiempo después de morir Jesús. En el propio epílogo del evangelio (que, como os he dicho, es la última incorporación al texto) la comunidad joánica informa de que el texto ha sido elaborado por un “discípulo”. Este discípulo es presentado como alguien a quien Jesús ha querido a su lado a pesar de las dudas de Pedro, y de quien se resiste a decir que no morirá; lo cual se suele interpretar como la señal que da el redactor del epílogo de que, en el momento de escribirlo, el autor del evangelio, el discípulo amado, ya había muerto.

En algún momento de los inicios del cristianismo, los padres de la Iglesia acabaron por superar, o eso parece, la confusión entre este Juan el Amado y Juan Zebedeo el apóstol. De hecho, según Eusebio de Cesarea, el obispo Papías, a principios del siglo II, distinguía perfectamente a Juan Zebedeo del que llama Juan el Presbítero, discípulo de Jesús pero sin carné de apóstol. En todo caso, aunque es posible que este Juan el Presbítero fuese el autor de buena parte del guion, textos como el epílogo dejan claro que el resultado final es consecuencia de la colaboración de muchos pares de manos.

El Discípulo Amado es un extraño personaje que, según la información que (presuntamente) él mismo nos aporta en su evangelio, gozaba de un amor especial por parte de Jesús y, también, de un protagonismo especial: está en la última cena, echando una siesta sobre los pechis del Maestro; está al pie de la cruz viéndolo morir; y está con Pedro cuando éste visita el sepulcro.

La sensación que lanza el evangelio es que este Discípulo Amado, sin ser un apóstol, tenía más intimidad con Jesús que los propios apóstoles; el tono del epílogo es bastante claro al respecto.

Durante todo el siglo II, quienes realmente sostuvieron la autoría de Juan fueron personajes del ámbito gnóstico; el cristianismo, digamos, oficial, no sostenía esta idea, llegando a defender que el texto lo había compuesto precisamente un gnóstico (Cerinto). A finales del siglo, sin embargo, la tesis de Juan regresó con fuerza. En todo caso, lo que los primeros padres parecen haber tenido siempre claro es que el evangelio de Juan fue el último; lo cual es obvio, por otra parte, por su tono espiritual y simbólico.

El redactor del evangelio parece tener por bien clara la noticia de la destrucción del Templo (Jn 11-48: “Si le dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación”). Esto, por lo tanto, nos dice que Juan tiene que ser posterior al desgraciado año 70. De hecho, las trazas son de un tiempo posterior, ya que el tono con que está escrito Jn 21:18 y ss, un texto en el que Jesús conoce bien las circunstancias de la futura muerte de Pedro, dan que pensar que dicha muerte era ya pasado para los redactores del evangelio. Dado que existe evidencia escrita del evangelio desde el año 125, aproximadamente, la mayoría de las teorías apuntan a que fue escrito, como digo por etapas, más o menos en el tornasiglo.

Acerca del dato de que fue escrito en Éfeso, en las escrituras y testimonios de la época no hay mucho material que corrobore esta información. Algunos teóricos especulan con que, en realidad, el evangelio de Juan fuese escrito en Alejandría, en contacto con la obra de Filón. Esta teoría, sin embargo, tiene el problema del fuerte tono polémico con el judaísmo que se presenta en el evangelio.

En efecto: una de las grandes novedades de Juan, que hace pensar que es un evangelio bastante posterior a los tres anteriores, es que no sólo mantiene la polémica con los judíos; sino que ya los considera otra cosa. El evangelio de Juan, de hecho, ya no habla de los fariseos o los herodianos, sino que se refiere a “los judíos”, en general. Esto nos da la pista de que es un evangelio que se desarrolla sobre un Israel en el que la predominancia de los fariseos tras la destrucción del Templo ha cuajado completamente; y en el que, además, los cristianos ya se consideran totalmente diferenciados de las creencias mosaicas. Ya no son, pues, paulinos; son joánicos, es decir, paulinos gnósticos o evolucionados. Sin embargo, cuando leemos pasajes como Jn 5: 10-18, observamos que no sólo se ha producido ya esa diferenciación respecto de los judíos en general, sino que dicha diferenciación es muy radical. Para que lo entendamos: imaginemos un primer evangelio catalán. Este primer evangelio hablaría de murcianos, castellanos y gallegos. Luego hay un segundo evangelio catalán (el de Juan) que pasaría a hablar de “los españoles”, sin diferenciarlos. Este detalle nos daría la pista de que entre el primer y segundo evangelio se ha producido un salto independentista: si el primer texto todavía busca el encaje de los catalanes dentro de España, el segundo ya estaría dedicado a difundir la secesión. Éste es el tipo de cambio retórico respecto de los judíos que se produce en el evangelio de Juan.

Pero este nivel de enfrentamiento sería difícil en el caso de una comunidad hebrea relativamente abierta como la alejandrina. Por esto, se ha pensado que, probablemente, el evangelio de Juan, en buena parte, tuvo que ser redactado allí donde cristianos y judíos estaban, por así decirlo, chocando seriamente; probablemente, en el reino de Herodes Agripa II. Sin embargo, como ya os he dicho este primer evangelio fue revisado y ampliado posteriormente; y esta revisión bien pudo producirse en Éfeso.

Como en casi todos los pasajes evangélicos, hay que tener en cuenta que Juan pretende estar contándote la vida de Jesús cuando, en realidad, lo que te está contando es la vida de los discípulos de Jesús contemporáneos del texto. Así, la determinación de los judíos de expulsar de la sinagoga a todos aquéllos que consideraren a Jesús el Mesías (Jn 9:22) es un pasaje claramente presentista, que lo que está reflejando son los problemas contemporáneos entre fariseos y joanistas. Viene a ser, pues, como si en el evangelio de los catalanes hubiera un versículo que dijese: “En aquel tiempo, Felipe V ordenó a los jueces que acusasen a Rafael Casanovas del delito de sedición”. Jesús, por lo demás, no para de discutir con “los judíos” sobre su condición divina y la gran pregunta sobre de dónde viene; que no es lo que le preocupaba a él, sino el tema en el que, como ya os he comentado, estaban embarcados los joanistas. El hecho de que “los judíos” estén todos resumidos en esta expresión ya es, de por sí, la mejor prueba de que no son los judíos contemporáneos de un Jesús que, no lo olvidemos, cuando menos en dos de los tres evangelios anteriores es un judío más.

El evangelio de Juan es un libro de instrucciones para la polémica. En la forma fijada por sus predecesores (un presunto relato biográfico), su función es dotar a los creyentes joánicos de las herramientas suficientes para poder discutir con sus vecinos judíos sobre las cuestiones que éstos les plantean. Estas discusiones, aparentemente, se producían todavía en una situación de inferioridad, no sé si numérica, institucional, o ambas. El caso es que el miedo a los judíos y sus represalias está presente en el texto (en Jn 5 y 7, las personas que se han convertido lo ocultan por miedo; en Jn 19:38, es José de Arimatea el que se calla como una perra; por no mencionar a los discípulos que, tras la resurrección, se encierran acojonados en una casa, en Jn 20:19). Obviamente, el evangelio es un texto de parte, en el que la parte se presenta a sí misma como acorralada y agredida por el otro; pero, lógicamente, no sabemos hasta qué punto esto es verdad. No sabemos, por lo tanto, hasta qué punto la hostilidad no se producía del lado de los cristianos quienes, al fin y al cabo, ahora se sentían totalmente separados de la grey judía y, por lo tanto, se oponían a la reacción rigorista de los fariseos. En este sentido, el evangelio parece ser, además de un libro de instrucciones, un texto propagandístico furibundamente antisemita (de hecho, en los siglos posteriores ha servido varias veces precisamente para eso), en el que a los judíos se les hace decir cosas tan abradadabrantes como “nosotros no tenemos más rey que el César” (Jn 19:15), que ya os digo yo que es una fake news como la copa de un pino.

En los últimos añadidos al evangelio, lo que normalmente se conoce como segunda edición, la cosa ha cambiado. Los joanistas ya no están tan centrados en los judíos, probablemente porque, al irse a Éfeso, se han quitado de encima la presión palestina; pero ahora el problema es su falta de éxito en el mundo en general. Se ha escrito muchas veces, y es bien cierto, que Pedro y Pablo murieron siendo unos fracasados; cuando dejaron este mundo, el cristianismo no había conseguido despegar ni de coña. De hecho, el cristianismo no logró la prevalencia que luego tuvo hasta que algunos de sus miembros más conspicuos lo descubrieron como business model y, consiguientemente, se convirtieron en lo que eran en tiempos de Constantino: la institución social con mayor eficacia económica de todas las existentes. El cristianismo, en este sentido, no prevaleció en el Imperio Romano porque su mensaje mesmerizase a no sé quién; prevaleció porque era la Mafia de su época, los únicos tipos que podían poner un camión de denarios encima de la mesa de un general que necesitase hacer una leva urgente.

Cuando el evangelio de Juan se remató en Éfeso, sin embargo, faltaba mucho para eso. Las comunidades joánicas seguían siendo básicamente unas mindundis, y por eso el epílogo elabora esa versión calimérica de la creencia, en plan nadie me quiere, todo el mundo me insulta y me rechaza, y eso Jesús ya anunció que pasaría (una más de las decenas que profecías autocumplidas que hay en las escrituras).

Estos hechos son los que convierten al evangelio de Juan en el texto más paradójico de todo el tetramorfo. Esto es así porque Juan ha terminado por ser el texto más universal, porque es el que más está en la esencia de la Iglesia católica universal finalmente desarrollada en Occidente; y, sin embargo, no fue escrito para todos los cristianos, sino sólo para algunos de ellos. El evangelio de Juan es un texto escrito para una comunidad de creyentes que había desarrollado la idea de que el mundo y el siglo no era para ellos, que sostenía una vida probablemente semi eremítica y alejada de lo que se considerase entonces por normalidad; y que necesitaba un texto que confirmase todo ese sesgo. Algunos indicios, sin embargo, apuntan a que esta evolución no se produjo sin generar diferenciaciones y que, en realidad, en “el momento de Éfeso”, por así decirlo, las comunidades joánicas se han dividido en diversas sensibilidades, que polemizan entre sí, en los primeros pasos de un proceso del que conocemos bastantes cosas, y que se concreta en el desarrollo de sensibilidades heterodoxas que, con el tiempo, se considerarán heréticas.

 

Terminada la exposición sobre los cuatro evangelios, tal vez alguno de vosotros se esté planteando la pregunta: si los cuatro textos que hemos visto en estas notas son tan distintos en sus formulaciones, en el tiempo en que fueron generados, en sus objetivos estratégicos y en sus audiencias, ¿por qué la Iglesia los aceptó todos como canónicos, aun sabiendo que ese gesto suponía considerarlos como el mismo relato? ¿No se dieron cuenta los primeros padres de que, en realidad, estos cuatro relatos de la vida de Jesús son diferentes y, en ocasiones, contradictorios entre sí, y no me refiero sólo a los datos o hechos?

Si te haces estas preguntas, debes saber que te haces preguntas que son de muy difícil, en realidad imposible, contestación; aunque es probable que tu párroco o tu director espiritual trate de convencerte de lo contrario, de que se contestan con dos de pipas (sus dos de pipas; business model...) Si te ve muy relapso, tratará de convencerte de que tú no has de hacerte esas preguntas. Y, si aun así sigues preguntando y tienes ocho años, lo más probable es que te arree una hostia (frase basada en hechos reales).

Mi respuesta es: sí, los padres de la Iglesia fueron conscientes, desde siempre, de la contradicción intrínseca en la idea de que Marcos, Mateo, Lucas y Juan todos cuentan la misma historia que Dios ha querido contar, basándose en que los hechos que se cuentan más o menos (más o menos) cuadran. Muy pronto, la grey cristiana comenzó a integrar en su seno a algunas de las personas más cultivadas y capaces de sus respectivas generaciones; y estas personas fueron con seguridad conscientes de que el evangelio tetramorfo, en realidad, es un conjunto de filtros, o de lentes, colocados unos detrás de otros. En primer lugar se encuentra, si es que se encuentra, la vida de un señor que fue crucificado allá por el año 33 y que, antes, predicó la palabra de Dios en Palestina. Después de que ese hombre viviese, muriese y, según la tradición, regresase de la muerte, se produjo un proceso de difusión oral, que duró varias décadas, en el cual los viejos acólitos de aquel hombre comenzaron a predicar su palabra (o lo que entendieron de su palabra, ya que los propios evangelios reconocen a menudo que los apóstoles, a Jesús, lo entendían así, así). Esta difusión oral generó una serie de tradiciones que, en realidad, no sabemos bien cuándo comenzaron a ponerse por escrito, y por quién; lo cierto es que si aportaciones que suponemos que existieron, como el documento Q, no han sobrevivido al tiempo y tampoco fueron nunca, que sepamos, atribuidas a ningún apóstol, tenemos que concluir que, si existieron, fueron elaboradas por personajes secundarios, no testigos de la vida de Jesús.

Así pues, tenemos: una vida vivida en un tiempo sin selfies ni imprenta ni manera de realizar registros escritos de fácil acceso; una serie de personas, dispersas y pronto enfrentadas entre sí, que empiezan a elaborar esos recuerdos orales según sus sesgos; y un proceso, que comienza en Marcos, en el que se pretende acabar con ese caos mediante la elaboración de una biografía oficial, por así llamarla, de Jesús. Biografía que tiene cuando menos cuatro intentos, tres de ellos relacionados entre sí y un cuarto que, en algunos momentos, parece ya estar contando una historia completamente diferente. Cuatro textos en los cuales Jesús pasa de ser poco más que un mago sanador como hubo muchos en su época, clandestino y cauteloso, a ser la encarnación de un Logos inmanente y eterno, al que, por lo tanto, la suerte de su cuerpo terrenal, en realidad, se le da una higa, porque es eterno y además es Dios; y que ambiciona ser escuchado por el mundo mundial entero y completo.

Lo descrito en el párrafo anterior me hace recordar lo que ya escribí en el primer post de esta serie: eso de que, en realidad, la polémica de la historicidad de Jesús es una polémica absolutamente estéril. Porque si Jesús existió, que es algo que muy pocas fuentes adveran, está el problema de que de los, por así decirlo, 1.000 datos que tenemos de su vida, podemos avizorar que no menos de 900, en realidad, no son datos de su vida, sino que son datos de cómo se imaginaba su vida, por razones diversas, 40, 70 o 100 años después de haberla vivido; y, para colmo, ni siquiera sabemos cuáles son los 100 datos que son reales. Suponemos, pues, que hay cien canicas negras en la bolsa de mil canicas, pero como tenemos los ojos tapados, ni siquiera podemos saber cuáles son negras y cuáles no.

Como digo, nuestros primeros padres no podían ser ajenos a esta realidad. Cuando no la conocían, la sospechaban.

Un ejemplo que lo que digo es el elemento central de las cuatro biografías: el relato de la Pasión. Desde hace mucho tiempo se ha señalado las elevadísimas posibilidades que existen de que quien relató la Pasión, o la escribió, lo hiciese utilizando, para describirla, el material de los llamados salmos de justo sufriente, es decir, Salmos 22 y 69. Jesús, cuando le grita al Padre desde la cruz, no hace sino leer el Salmo 22: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”. El sufriente del Salmo 22 es “oprobio de los hombres, y despreciado por el pueblo”. Se ve cercado por cuadrillas de malignos que “horadaron mis manos y mis pies” y “repartieron entre sí mis vestidos”. En el salmo 69: “me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre”.

La explicación sencilla es que Salmos es un texto profético y que Jesús, en su muerte, no hizo sino cumplir esa profecía. Es un punto de vista muy joanista, ya que, si el Logos, o sea Jesús, existe desde siempre, entonces, en realidad, la historia de la Pasión está escrita desde el inicio de los tiempos. Pero, claro, para creer eso hay que tener fe, yo diría que mucha fe; y, al resto de la Humanidad, lo único que le queda es pensar que quienes relataron a otros la forma en la que su Maestro  había muerto lo hicieron tomando esos materiales para darle a la cosa colorido biográfico. Pero esa conclusión nos lleva, rápidamente, a concluir que no sabemos nada cierto de la muerte de Jesús: cómo, por qué, cuándo, murió, puesto que los detalles que nos han llegado de su muerte no son de su muerte, sino que pertenecen a tradiciones previas que los piadosos relatores conocían, aderezadas con el neto tono antijudío que pronto adquirió el relato.

Que sepamos, fue Ireneo quien empezó a hablar del evangelio tetramorfo. Hasta él, cada comunidad, cada ekklesia en el sentido en que se usó la palabra, tenía el suyo, que era uno. Cuando se empiezan a usar los cuatro evangelios juntos, como digo en los tiempos de Ireneo que sepamos, es tan clara la percepción de los padres en el sentido de que aquello es un caos que uno de ellos: Taciano, se puso la tarea de elaborar una obra: el Diatéssaron, que pretende ser la fusión de los cuatro evangelios en un solo texto. En el mismo tiempo Marción, como ya he contado, proponía una estrategia basada en hacer canónico sólo un evangelio: el de Lucas, cosa que me parece bastante difícil porque, en el momento en que existió y se difundió un evangelio no sinóptico (Juan) ya era, en mi opinión, imposible que no hubiese, cuando menos, dos evangelios sobre la mesa. Por otra parte, el éxito del Diatéssaron creo queda bien claro en la enorme cantidad de iglesias que hoy hacen uso de él para la lectura dominical.

Pero regresando a la pregunta fundamental: ¿por qué la Iglesia mantuvo estos cuatro textos?, creo que la primera respuesta es: porque no tuvo más remedio. Cada uno de los cuatro evangelios tiene su utilidad; cada uno aporta un cachito de Jesús, por así decirlo. Marcos lo afirma como hijo de Dios; lo saca, pues, de la segunda división de los magos y los profetillas que traían la lluvia y curaban el lumbago, para ascenderlo a la Champions League mesiánica. Mateo y Lucas, sobre todo Lucas, son fundamentales para entender que Jesús era Dios desde el primer momento. Su divinidad no es un regalo de madurez ni tiene nada que ver con el aval del Bautista; Jesús nació Dios mismo, porque en su concepción ya fue Dios. Finalmente, Juan es necesario para entender que, en realidad, no es que Jesús sea Dios desde el momento en que el ángel anunció a María que tal y tal; era Dios desde el principio de los tiempos. La Iglesia aceptó la estrategia de Ireneo porque la necesitaba. Si puedes predicar a Dios entero, es de gilipollas predicar sólo un cacho de Dios.

La segunda razón por la que la Iglesia mantuvo los cuatro evangelios, siempre en mi modesta opinión, es también bastante obvia: los vínculos con el judaísmo. Desde muy pronto, el cristianismo tiene con el judaísmo una extraña relación de amor-odio, que tengo yo por mí que, si los cristianos hubiesen podido, habría terminado en odio definitivo (de hecho, ésa es la propuesta de Juan). Pero no podían. Antes de que el cristianismo pudiera ambicionar una total independencia del judaísmo, antes de que pudiera ambicionar el derecho a referirse a “los judíos” como hace el evangelio de Juan, las décadas de marcha en paralelo con frecuentes intersecciones habían provocado que las viejas escrituras judaicas formasen parte del acerbo cristiano de una forma imposible de ocultar (véase el ejemplo antes explicado del relato de la Pasión, y su relación con Salmos).

En mi experiencia, la gran mayoría de los sacerdotes actuales hace un esfuerzo para que el creyente, aunque reciba la Biblia en su conjunto, se centre, en el caso de que decida leerla, en el denominado Nuevo Testamento. Me parece que esta actitud es más antigua de lo que parece. El cristianismo lleva ya muchos siglos tratando de diferenciarse en todo lo que puede del judaísmo, haciendo cosas como la mierda ésa de emplazar la Semana Santa cada año en una fecha diferente, una decisión provocada por el pie forzado de que no coincida con la Pascua judía. Sin embargo, en los primeros tiempos, cuando el canon de los evangelios se definió, no era así. Durante buena parte de ese proceso, los judíos sobrepujaban a los cristianos en poder y capacidad. Ni la situación que ya se verificaba en Nicea, ni por supuesto los siglos posteriores en los que el cristianismo ha construido capillas sixtinas, deben llevarnos a equívoco. Haber hecho caso de Marción y haber etiquetado a Marcos y Mateo como cosas del pasado habría sido una catástrofe para la primera iglesia cristiana. En este sentido, se tomó, creo yo, la mejor decisión que se podía tomar.

Y queda una tercera razón: el business model. He dicho en el artículo de Marcos que siempre ha sido mi evangelio preferido. La cosa tiene su lógica. La primera vez que leí los evangelios tenía siete años. Y con siete años, Mateo se te hace áspero, Lucas entretenido a ratos, Juan es como si leyeras un poema en japonés; y Marcos es lo más fácil de entender, sin duda. Para mí, Marcos define un cristianismo muy intuitivo, basado en el conocimiento esquemático de la vida de un profeta mesiánico portador de una verdad nueva (como cantábamos en el coro: “un mandamiento nuevo / nos dio el Señor / Que nos amáramos todos / como Él nos amó”). En mi opinión, el cristianismo de Marcos, si lo desarrollas, es un cristianismo que puedes escalar sin necesidad de sherpas.

La Iglesia católica, sin embargo, descubrió pronto que había mucho que ganar en construir una creencia que necesitase de sherpas para ser comprendida. El buen cristiano, inicialmente, era alguien que practicaba el bien; alguien que no insultaba, que no pretendía a la mujer de su vecino, que no echaba agua en la leche, que no okupaba casas que no fuesen suyas y, al tiempo, no negaba un techo a quien no lo tenía. Cuando la vida eterna depende de cosas así, no tienes más que dos jueces: Dios, y tú mismo. Ahora bien: cuando ser cristiano pasa a ser entender la existencia de un pecado original que se lava con el bautismo, o que Dios se expresa hacia los hombres mediante una esencia tripersonal que, en realidad, es una sola, y que hay un Logos que existe desde siempre y que se hizo carne y habitó entre nosotros y tal tal, entonces ya no te bastas solo. Hay alguien entre Dios y tú: el profesional de la cosa.

En alguna medida, los cuatro evangelios han sobrevivido juntos porque eran la mejor manera de mantener el business model. Con un éxito total. Para bien o para mal (porque hay muchas, muchísimas cosas positivas en ello, y hay que admitirlas), el mundo occidental lo cincelan estos hombres que se convierten en la institución económicamente más eficiente del Mundo Antiguo y Post Antiguo y que, gracias a ese poder, lograrán imponer sus planteamientos a todos los niveles.

 

 

Termino. Yo creo que los evangelios y Hechos son unos textos que cualquier persona mínimamente culta de educación occidental debería leer cuando menos una vez al año. No son muy largos y, además, si se profundiza en ellos, pronto aparece el gusanillo de que hay más traducciones de lo que parece; y las diferencias entre ellas son más jugosas, también, de lo que parece.

Creo que cualquier persona medianamente culta debe leerlos porque los evangelios, además del libro en el que Dios ha escrito lo que nos quiere decir a los hombres, que es lo que son para el creyente, son, para el no creyente, la expresión de un conflicto; del conflicto más importante que, en el plano ético, se ha planteado la Humanidad hasta el momento presente.

Como ya he escrito en estas notas, para mí los evangelios no son la vida de Jesús, porque tengo serias dudas de que Jesús viviese nunca; y, si vivió, sabe Dios por dónde anduvo, qué dijo, y qué le pasó, porque lo que los evangelios nos cuentan, como fuente biográfica, tiene una fiabilidad más bien cortita. Los evangelios son el resultado de ese conflicto. Un pueblo narcisista hasta la náusea como era, y es, el pueblo judío, hubo de enfrentarse a una cura de humildad de proporciones estratosféricas. La mayoría de quienes sufrieron aquel trauma reaccionó a él coligiendo que habían sido malos judíos, así pues, concluyeron que en el futuro hacía falta más hebraísmo, más rigor, más ley, más no sentarse en una silla en la que se haya sentado una mujer impura, más circuncisión, más de todo. Pero una minoría de entre ellos comenzó a plantearse si, en realidad, el problema no estaba en que se había desviado del camino, sino en que habían tomado el camino equivocado. En ese momento, en el mundo occidental ya había personas que estaban evolucionando los referentes filosóficos de su cultura, estaban repensando a Platón, a Aristóteles, y planteándose que el mundo tenía que ser distinto; que no podía ser que un mundo en el que no cupiese buena parte de aquéllos que lo poblaban.

¿Y si la solución no está en masacrar enemigos a centenares en ordalías de sangre como hacía Asurbanipal, o en llevarse a los elamitas por delante? ¿Y si la solución está en entender que, entre alguien que es galileo como yo y alguien que es un samaritano bueno y compasivo, debo sentirme más cercano al segundo que al primero?

Estas preguntas son universales. Y en los evangelios están expresadas de formas, en ocasiones, extremadamente poéticas. A los sacerdotes les gusta mucho usar el concepto de “encontrar a Jesús en tu interior”. Es una imagen, también, muy poética. Estadísticamente hablando, sin embargo, lo más probable es que, si miras, no lo encuentres. Pero, aun así, lee los evangelios. Porque son mucho más que Jesús. Son páginas en las que se formulan preguntas que tú ya te has hecho, sólo que no lo sabes. Y sólo por descubrir eso, ya te merece la pena la experiencia.

En todo caso, la tradición cristiana no sólo se nutre de los evangelios. También están las epístolas.

 

 

Algún día, quizá.

6 comentarios:

  1. Puede que diferamos en muchos puntos. Pero te felicito. Ha sido una lectura exquisita, tu nota a los cuatro evangelios

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  2. ¿Para cuando una serie sobre la historia del cristianismo?

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    1. Es una idea. Pero muiy trabajosa. Habrá que esperar a la jubilación.

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  3. Anónimo10:56 p.m.

    Yo me daría por satisfecho con una historia del Concilio Vaticano II

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  4. ¡ Sí, por favor, el Vaticano II !

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