miércoles, octubre 29, 2014

Sir John: 2, o sea, en España

Recuerda que ya te hemos contado la extraña combinación de circunstancias que puso a John Moore al mando de las tropas británicas en España.

El día11 de octubre, las primeras tropas inglesas salieron de Queluz bordeando el Tajo. Por orden de su general, llevaban unos sombreros en los que, en letras de oro, se podía leer: «Viva Ferdinando Settimo»; que debe de ser la idea que aquellos británicos tenían del perfecto español.

A la altura de Vila Velha, el tiempo empezó a dar por saco. Comenzó a llover de a poquitos. Pero algún tiempo después, cuando las tropas habían dejado atrás Castrelo Branco, comenzó a llover como sólo llueve en las tierras en las que los diminutivos se construyen en -iño o -inho. La lluvia se combinaba con un frío cruel, especialmente en las noches. Para entonces, las tropas británicas ya habían empezado a perder su marcialidad y su buen aspecto. La mayoría de los soldados, sin afeitar, se habían dejado crecer largas melenas que, como hipsters podemitas decimonónicos, llevaban en coletas.

La primera semana de noviembre, la brigada de vanguardia, al mando del brigadier general Robert Anstruther, que entonces tenía 40 años y ya se había distinguido en Egipto y en Vimeiro, llegó a la fortaleza fronteriza de Almeida. Moore llegó el 8 de noviembre. Su travesía particular había sido tan sencilla que se replanteó el plan inicial de llevar la artillería por Extremadura y Castilla la Nueva, dando un rodeo, como se había acordado inicialmente. Y así se lo hizo saber al general John Hope. Pocos días más tarde, sin embargo, tuvo que reconocerse que los portugueses no le habían mentido.

El ejército británico cruzó hacia España contento y cantando canciones. Durante esas horas, Moore escribió en su diario que jamás había cruzado una frontera en la que la diferencia fuese tan evidente entre los habitantes de uno y otro lado; diferencia que, apostillaba, se producía «definitivamente a favor de los españoles». No podía saber, desde luego, que, con el tiempo, el pueblo que terminaría siendo más anglófilo sería el portugués; mientras que el español acabaría desarrollando una relación, digamos, compleja con eso que el franquismo gustaba de llamar La Pérfida Albión.

A juzgar por las cosas que escribieron varios militares británicos en aquellas jornadas, el ejército inglés estaba en España con la convicción de que era absolutamente necesario para ganarle la partida a los franceses. Además, otro factor importante de distancia de los británicos respecto de la cultura y la sociedad españolas, era la relación de ésta con la religión y con los sacerdotes. Esto es algo que se puede apreciar con más claridad en una famosa obra, que es el relato del viaje del protestante George Borrow por España (The Bible in Spain); libro bastante divertido, a ratos muy divertido, en el que su autor, que viajó a la península para plantar la verdad anglicana, se despacha a gusto contra la beatería española y el excesivo papel que para todo jugaban los curas. De todas formas, es una obra un tanto sospechosa, que Borrow probablemente compuso con vivencias y relatos de vivencias pues, por ejemplo, relata un auto de fe del que no pudo ser testigo, cuando menos como lo cuenta.

Moore, probablemente, creía en la potencia de los españoles. Pero esa convicción se le pasó cuando llegó a Salamanca. Fue amablemente recibido por el presidente de la Junta local, el joven marqués de Cerralbo, quien se empeñó en hospedarlo en su casa. Una vez allí (palacio de San Boal), el español le dijo al inglés que tenía malas noticias para él: el llamado ejército de Extremadura se había retirado de Burgos, y los franceses habían tomado la ciudad. Moore se acostó para descansar, pero pocas horas después lo despertaron para darle nuevas malas noticias. El general Pignatelli le informaba de diversos reveses sufridos por las tropas españolas.

Las noticias eran desastrosas. El general Blake (el malagueño Joaquín Blake y Joyes) había decidido actuar por su cuenta y, el 31 de octubre, había dirigido a las tropas del ejército de Galicia contra Ney en Durango. Para el francés fue relativamente fácil responderle, rechazar el ataque hispano y perseguir a las tropas españolas casi hasta Bilbao. El 7 de noviembre, el mismo Napoleón había llegado a Vitoria, y comenzó a repartir mangüitis a diestro y siniestro. En Gamonal, que hoy es un barrio de Burgos de sonoridad antisistema, pero entonces era un lugar separado del burgo propiamente dicho, el ejército de Extremadura recibió un durísimo correctivo. Desde Burgos, los franceses se cernían sobre Valladolid, prácticamente sin oposición. Pocos días antes, Moore todavía había estado considerando la posibilidad de que la ciudad pucelana fuese un lugar adecuado, y seguro, para proceder al reagrupamiento de las tropas inglesas; y ahora estaba en manos de los emmentales.

La situación para el escocés era todavía peor, porque carecía de información cierta sobre las posiciones y capacidades de las tropas españolas; con lo que, en realidad, ni siquiera sabía el peligro que corría estando en Salamanca. En la entrada de su diario correspondiente al 15 de noviembre, escribe que «nunca he logrado entender las posiciones de las tropas españolas. Están separadas: una en Vizcaya, otra en Aragón, en los dos flancos del francés, dejando toda España libre para que penetre». Como puede verse, las hermosas frases que el ayuntamiento de La Coruña escogió para colocar cerca de su tumba fueron cuidadosamente elegidas; porque estar, estar, lo que se dice estar, los diarios de Moore están, más bien, petados de juicios no demasiado positivos sobre las fuerzas y organización de su aliado.  

Mientras tanto, a otro escocés, sir David Baird, de los Baird de Haddintonshire de toda la vida, las cosas no le iban mejor. Estaba al mando del séptimo de húsares, y estaba en La Coruña; aunque propiamente no estaba allí, pues es más preciso decir que estaba anclado frente a La Coruña. Esto es así porque tuvo que esperar largos días hasta que la Junta de Galicia (con J, decimonónica, pues) le permitiese desembarcar en la ciudad.

Los gallegos le dijeron (él dudaba de que fuese cierto) que la razón era que hacían falta un montón de recursos para pertrechar y alimentar a tanta tropa, y que necesitaban encontrarlos. De hecho, esos mismos gallegos a los que Moore pone de semidioses para arriba en la cita que se puede leer en las paredes coruñesas le sugirieron a Baird si no le molaría más desembarcar en Santander, o en Gijón; dicho de otra forma más fina, le sugirieron elegantemente que se fuese a tomar por culo. Cuando el británico contestó que no, sus interlocutores españoles (gallegos) contestaron tirando por elevación, algo que demuestra que todo hispano lleva en su interior a un probo funcionario de la Administración Pública, afirmando que la Junta Suprema debería aprobarlo todo. Los oficiales, le dijeron, podían bajar a tierra a tomar pulpo. Pero los soldados, rien de rien.

Sir David Baird era un personaje de armas tomar. Bueno, ya hemos dado un dato relevante al desvelar que era escocés, y cualquiera que haya tratado con escoceses sabe de lo que hablo. Baird, en todo caso, era un Scotsman, que se diría en el lenguaje de los videojuegos, en modo experto, o modo leyenda. Sólo referiremos una anécdota para demostrarlo: siendo joven, cuando servía en el 73 regimiento de los Highlanders, que con sólo leer el nombre ya se imagina uno los botellones que debían de montar, antes, después y durante las batallas, fue herido en India y tomado prisionero. Sus captores lo encadenaron a otro inglés que también habían capturado. Pues bien: el primer comentario de la madre de Baird, cuando se enteró de aquello, fue: God help the poor child chained to our Davie; o sea, que Dios ayude al pobre pringao que han encadenado con mi hijo. Madre no hay más que una.

En España, Baird pasaba ya de los cincuenta. Y, aun pasados los años, sus oficiales lo definían en sus misivas enviadas a casa como a bloody old bad-tempered Scotchman

Debe saberse, además, que ni a Baird, que se pasaba el día enviándole cartas a Moore quejándose de esto y aquello; ni a los oficiales que con él pudieron bajar a la ciudad, les gustó La Coruña.

Uno de ellos, por ejemplo, llegó a escribir que la ciudad, «aparte de unas pocas calles», era tan cutre y asquerosa que «no podría describirla sin echar mano de las imágenes más deplorables». Los ingleses encontraron la arquitectura civil local, con los famosos miradores o galerías, o sea balcones inteligentemente cubiertos para evitar lluvia y viento, como ejemplos de una arquitectura aburrida y falta de imaginación. Por lo visto, cuando vas a Londres y te paseas por Knightsbridge, no ves dos fachadas iguales...

Por lo demás, dicen en sus relatos, todo lo que vendían las tiendas eran productos hechos fuera de Galicia; un hecho que, probablemente, tiene que ver con la escasez y el parón productivo producido por la guerra. Uno de los oficiales afirma que lo único propio del lugar que se puede comprar es «unos sombreros muy raros y chocolate amargo». Debemos entender que los sombreros raros serían boinas de las de rabo (desconocidas para los ingleses entonces, si no ando errado) o, tal vez, tocados típicos gallegos. Lo del chocolate tiene su aquél, porque es cierto que La Coruña, de toda la vida, ha sido muy chocolatera... ¡Bonilla a la vista!

Sobre los hoteles, uno de los oficiales afirma en sus cartas que eran incapaces de servir una comida decente (que no deja de tener huevos, con perdón, que un inglés pretenda enseñarle a un gallego qué es una comida decente). La razón de ello, más que probablemente, era la escasez. En otro punto de sus cartas, dicho oficial se queja de que en el hostal de más copete de la ciudad entonces, El León de Oro, un día apenas consiguió, para comer, un vaso de licor y unas cuantas manzanas. Y cuando conseguían, finalmente, algún menú, se veían obligados, los pobres ingleses, a acompañarlo, «with their execrable vino-tinto» (así citado en el original inglés). Otro oficial, llamado capitán Gordon, definió el vino español (es probable que no fuese propiamente gallego) como «una mezcla entre vinagre y tinta».

En este punto, hemos de reconocer que si los ingleses decían que el vino era malo, lo justo es creerles. Hay muchas cosas, por ejemplo comer, de las que los ingleses, no digamos ya los escoceses, que tienen una gastronomía que parece inventada en una cárcel, no tienen ni puta idea. Pero cuando hablamos de beber, ya la cosa cambia. Los británicos construyeron un Imperio. Y durante la mayor parte del tiempo en que lo construyeron, estaban mamados hasta la raíz de los pelos. 

Por su parte, otro oficial el honorable Berkeley Paget, se quejó de que la comida estaba petada de ajo (queja habitual entre los británicos, hasta no hace mucho tiempo que parece que lo han descubierto) y de azafrán; y de que, al loro, las ensaladas estaban aliñadas con «aceite de lámpara».

¿Más cosas que les alucinaron a los ingleses de los coruñeses de la época? Pues, según sus cartas, les llamó la atención que jugasen a las cartas en silencio (lo cual nos da la pista de que los gallegos de principios del XIX, al revés que los británicos jugaban sobrios a las cartas), y que tanto hombres como mujeres escupiesen libremente en el suelo. Otra cosa que les llamó la atención, y que por cierto seguiría asombrando al estadounidense Ernest Hemingway más de un siglo después, es la costumbre inveterada de los españoles de compartir el cigarrillo. A muchos ingleses les llamó la atención que no pocos gallegos, por aquello de agasajarlos, les ofreciesen los últimos milímetros del suyo, casi terminado, para que se lo fumasen.

Uno de los oficiales ingleses, Charles James Napier, le escribió a su madre que le resultaba difícil ser educado con los gallegos, pues eran poor, frippery, little apprentice-looking people; así como cruel, dirty, cheating, proud and crafty. Y remacha: «deberían ser exterminados por el trato que dan a los animales, y flagelados por su laxitud».

Brindamos al Ayuntamiento de la Coruña todas estas frases, por si quiere considerar la posibilidad de grabarlas en la tapia de algún parque. 

El 23 de octubre, finalmente, Baird pudo desembarcar sus tropas. Pero ya seguiremos la historia en otro momento.

3 comentarios:

  1. La quejas sobre el maltrato animal en España han sido frecuentes, aunque acompañadas de alabanzas al trato recibido por mujeres y niños.

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  2. El comentario sobre el vino ("una mezcla entre vinagre y tinta") me parece muy razonable, porque servía perfectamente para describir el que producía mi abuelo en el Ulla hace no tanto tiempo (por el contrario, su aguardiente era excelente)

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  3. Muchos de estos oficiales britanicos habian sido vencidos en las Invasiones Inglesas al Rio de la Plata de 1806 y 1807,por fuerzas mayoritariamente milicianas y en ese tiempo, aun Españolas.Quizas su desprecio haya sido,en parte,orgullo herido.

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