Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
En todo el ámbito socialista, Nikita Khruschev y Gheorghe Gheorghiu-Dej eran, probablemente, los dos dirigentes más ansiosos por ver una Hungría emplazada de nuevo en el redil soviético. Así las cosas, a Moscú le pareció una excelente idea que una delegación rumana viajase a Budapest, el 3 de noviembre, para mantener reuniones con el gobierno de Imre Nagy. Cuando los rumanos llegaron, sin embargo, se llevaron la relativa sorpresa de comprobar que Nagy no tenía demasiada intención de negociar con ellos; toda la intención del húngaro era que los rumanos le sirviesen de introductores de embajadores para tener él una reunión con Khruschev.
Lo cierto es que, ese mismo 3
de noviembre que Dej se reunía con Nagy, Khruschev estaba teniendo una reunión,
efectivamente; y, efectivamente, la estaba teniendo con un húngaro. Ese
interlocutor, sin embargo, era Janos Kadar; y el tema de conversación era cómo
iban a derribar el gobierno Nagy.
El 4 por la mañana, las tropas
soviéticas se agruparon en torno a Budapest. Pasado el amanecer, comenzaron a
moverse hacia el interior de la ciudad, llevándose barricadas por delante.
Algunas horas antes, el general Pal Maleter y el político Bela Kovacs, que llevaban días
negociando con los soviéticos en nombre del gobierno húngaro, habían sido ya
arrestados.
Los soviéticos se hicieron con
el control rápidamente. En realidad, incluso demasiado rápidamente. La URSS
adquirió el control sobre Hungría tan deprisa que, probablemente, no le había
dado tiempo a perfeccionar los argumentos jurídicos que utilizaría para
justificar ante el mundo su acción. Khruschev, finalmente, invocó el Pacto de
Varsovia, en una interpretación muy traída por los pelos; puesto que el Pacto,
igual que la OTAN, es un pacto militar que, consecuentemente, contempla, o
contemplaba, la ayuda militar de unos socios a otros en el caso de agresiones
bélicas. El Pacto de Varsovia, como la OTAN, nunca se creó, como cínicamente
sostuvo la URSS ante la ONU, para “proteger a Hungría ante la subversión”.
Como digo, aceptar este principio sería aceptar que la OTAN debe proteger a
España de una acción de sus propios compatriotas; drones de la Alianza, ya
puestos, podrían haber bombardeado el 15M. El asunto, sin embargo, coló, más o
menos, entre los de la ceja del momento; pues las cejas, en el tiempo en que se
midan, siempre suelen ser muy cortitas.
Por supuesto, Kadar cumplió su
papel. Hizo un llamamiento público a la URSS para que lo ayudase, cumpliendo
así las “previsiones” del Pacto de Varsovia; y anunció la ruptura total con el
gobierno Nagy. Acto seguido formó un gobierno revolucionario de trabajadores y
campesinos (que es una expresión muy soviética que nunca he entendido, porque
como que da a entender que los campesinos se tocan los huevos).
El 4 de noviembre, el Comité
Central del Partido rumano envió un mensaje de simpatía y bienvenida al
gobierno Kadar, que había llegado por medios tan democráticos al poder. Entre
el 21 y el 25 de noviembre, una nutrida delegación rumana, presidida por Gheorghiu-Dej,
visitó el país hermano.
La visita rumana no fue la
única. También los alemanes y los checoslovacos se dejaron ver por ahí. Éstos,
sin embargo, fueron de puro paseo y a probar los torreznos húngaros. No así los
rumanos. La íntima imbricación entre ambas naciones hacía que su visita tuviese
otros matices mucho más importantes que el mero folclore soviético.
Imre Nagy, cuando había visto
cómo se ponían las cosas, se había ido a la embajada yugoslava en Budapest y
había pedido asilo. Varios de los miembros de su gobierno lo acompañaron. Los
yugoslavos decidieron ofrecerle asilo que él, obviamente, aceptó. El nuevo
gobierno húngaro, obviamente, no quería eso; así que se puso a negociar con los
yugoslavos. Inicialmente (como ocurrió con las embajadas de Madrid al inicio de
la guerra civil) los húngaros en el poder no quisieron entender de otro
argumento que no fuese que toda aquella gente, y sus familias, le fuese
entregada para que ellos los pudieran hostiar a demanda. Pero los yugoslavos
retrucaron que, sin garantías de seguridad personal, ellos no dejarían salir de
su embajada a los refugiados, que se quedarían todo lo que se tuviesen que
quedar. En estas circunstancias, el gobierno Kadar presentó un compromiso por
escrito de que los refugiados podrían salir de la embajada como personas libres
y regresar a sus casas sin sufrir represalias y con su seguridad garantizada.
Hecho este acuerdo, a las 6 de
la tarde del 22 de noviembre llegó un autobús a la cercanía de la embajada. Sin
embargo, el agregado militar de la embajada yugoslava entró en el bus, y lo que
vio no le dio mucha confianza. Bueno, la cosa es que le puso como el puma de
Baracoa. El autobús, para empezar, tenía ya unos extraños “pasajeros”, que
nadie sabía de dónde venían porque aquella línea no tenía más paradas que la
embajada yugoslava; cuando los yugoslavos comenzaron a hablar con aquellos
“pasajeros”, notaron inmediatamente sus fuertes acentos rusos. Para colmo, no
tardaron en descubrir que el conductor del autobús también era ruso.
Nagy, cuando se enteró, se fue
a por el embajador yugoslavo y le dijo que aquello no era lo pactado. El
embajador decidió que su primer secretario, y el agregado militar, viajarían en el
autobús con los refugiados.
Nada más salir el autobús del
ámbito de la embajada, dos vehículos blindados soviéticos salieron de la nada y
bloquearon su paso. Una vez en esa situación, el autobús fue escoltado hasta el
principal establecimiento militar soviético en la capital húngara. Allí, una
tropa soviética se llevó a los húngaros, e invitó amablemente a los dos
diplomáticos yugoslavos para que se fuesen a tomar por culo de allí. Apenas un
par de horas después, Nagy y el resto de sus compañeros de odisea estaban
formalmente presos y aislados en una escuela militar.
A las diez y media de la noche de la misma jornada de lo que yo creo que podemos llamar secuestro sin temor a equivocarnos, Nagy estaba en su celda cuando le llegó el mensaje de que un dirigente comunista rumano, Valter Roman (quien, por cierto, no lo he dicho todavía, pero es el padre de Petre Roman), quería verlo. Aquí es donde se vio que la implicación de los rumanos no era de la misma calidad que la de otros comunistas del Telón.
Roman y Nagy estuvieron platicando dos horas. Roman le
informó a Nagy de que tanto Gheorghiu-Dej como Kadar le habían dado poder para ofrecerle
un traslado a Rumania, donde sería tratado dignamente hasta que la situación
política en Hungría se hubiese estabilizado. Esto, consideraba Roman, tomaría
dos o tres meses, pasados los cuales Nagy podría volver a Hungría y
reintegrarse a la vida política. Se le proponía, pues, quedarse unos diitas en
Bucarest, como Estela Reynolds. Roman le dijo a Nagy que irse era lo mejor que
podía hacer porque en Budapest su vida valía menos que las memorias de Tamara
Seisdedos; y, finalmente, sacó, como quien lo quiere la cosa, el que era el
principal objetivo de la conversación: para trabajar por la normalización
húngara, sería de gran ayuda que Nagy expresase por escrito sus planes de
futuro.
Nagy le contestó a Roman que él
no podía decidir nada, ni bueno ni malo; que era un prisionero de los
soviéticos y que, en condición de tal, no era libre. Dijo que estaba dispuesto
a discutir lo que hiciera falta con sus camaradas húngaros, pero como ciudadano
húngaro libre; y remachó que él no se iría voluntariamente de su país ni aunque
le invitase Giselle Bunchen. Roman le retrucó que nunca sería sacado de Hungría
por la fuerza, y se marchó.
Al día siguiente, por la tarde,
Nagy y sus compañeros de odisea fueron emplazados en dos autobuses sin
ventanillas. Allí se les juntaron Gyorgy Lukacs, Zoltan Szanto y Zoltan Vas, y
sus respectivas costillas. Estos tres compañeros de Nagy habían dejado la
embajada tres días antes de que el resto saliese de ella porque habían aceptado
la promesa de Kadar en el sentido de que eran libres de regresar a sus casas
(promesa que, por lo que se ve, no era cierta; pero supongo que eso tampoco os
sorprenderá mucho). Los autobuses rodaron hacia un aeropuerto, donde fueron
todos subidos a dos aviones soviéticos. Los pilotos eran rusos y, según los
testimonios, las gente que ya estaba en el avión y que los pastoreó
apestaba a KGB.
Los alegres húngaros
prisioneros asumieron que, ya que Roman le había prometido a Nagy que no sería
sacado del país sin su consentimiento, y puesto que Nagy no lo había dado, la
cosa iba de que iban a hacer una excursión por los cielos húngaros. Pero, vaya,
no fue así. No os lo vais a creer: pero resulta que Valter Roman había mentido. Los
aviones estuvieron dos horas en el aire hasta que aterrizaron en Bucarest. A
pie de pista, los turistas forzosos fueron recibidos por Alexandru Moghioros,
miembro del Politburo rumano de origen húngaro; designado, pues, porque supongo que les podía hablar en euskera.
Debemos reconocer las cosas: la
URSS, con la muerte de Stalin, había evolucionado. Había pasado de asesinar, a
mentir y secuestrar. Como digo, oye, es un avance.
La urgencia, ahora, era
convertir aquella acción, unilateral y violenta, en un acto legal y que pudiera
ser aceptado por la falange de intelectualrrondos que, en occidente, estaba esperando
que le diesen argumentos para poder defender que lo que había pasado en Hungría
había sido todo muy normal. Así pues, se firmó un acuerdo entre Janos Kadar y
Gheorghiu-Dej; un memorando titulado El acuerdo vía intercambio de cartas
entre el gobierno de la República Popular de Rumania y el gobierno de la
República Popular de Hungría acerca de la asistencia prestada a Imre Nagy y
personas de su grupo en el territorio de la República Popular de Rumania.
Este papelito, que quizás todavía conservaba alguno de los tropenzoncillos que
se le habían quedado pegados cuando en Moscú se limpiaron el culo con él, había
sido, efectivamente, directamente supervisado por la task force formada
por Malenkov, Suslov y Averky Borisovitch Aristov.
Nagy y sus compañeros fueron
alojados en una casa de la Securitate, donde fueron interrogados a fondo por un
enviado especial de Moscú llamado Boris Shumilin. Grigore Preoteasa, ministro
rumano de Asuntos Exteriores, les prometió que representantes de Naciones
Unidas podrían visitarles. Pero, ¿sabéis qué? Pues, sí: les mintió.
La implicación de los
comunistas rumanos en la “nueva etapa” de una Hungría otra vez socialista fue
más allá. Emil Bodnaras, que fue parte de la delegación que estuvo en Budapest,
le ofreció al gobierno Kadar su asesoramiento en la reorganización de los servicios
de seguridad. Como consecuencia, diversos oficiales de la Securitate de
Transilvania, de origen húngaro, fueron enviados al país vecino. De hecho,
Bodnaras se quedó un tiempo en Budapest echando una mano, acompañado por un
oficial soviético, Wilhelm
Einhorn, que en realidad era un transilvano húngaro que había sido
reclutado por los soviéticos, y que había sido uno de los desinteresados
combatientes de nuestras Brigadas Internacionales. Ahora, como para demostrar
los alegres principios de democracia y libertad que con seguridad alumbraban a
todos los miembros de aquellos cuerpos militares, iba a dedicarse, en cuerpo y
alma, a hostiar húngaros en sótanos.
De esta manera, Gheorghiu-Dej consiguió lo que quería: consolidarse como el gran apoyo de la URSS en la gestión de la rebelión húngara. Lo que se dice todo un mérito histórico de mierda.
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