La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy
El 15 de agosto, día de San Napoleón, la onomástica se celebró en los cuartos de banderas de casi toda Francia. Se sabe que hubo piñata en Cherburgo, en Brest, en Besançon, en Sarlat, en Montepellier, en Arras, en Boulogne, en Landau, en Luxemburgo. En Metz, hubo que parar a los oficiales, que querían lanzar una salva de cañón. En París, los oficiales se juntaron en casas de señalados bonapartistas, donde bebieron, como dicen los informes policiales, au Tondu. Diez días después, festividad de San Luis, el gobierno y los prefectos trataron de hacer una contra demostración, excitando celebraciones en nombre del rey santo, hasta el punto de que en París a cada soldado se le entregó una ración de vino para que se mamase.
Aquello no cambió la cosas. En el VI batallón de Artillería, los cañonazos se contaban así: seize, dix-sept... Dix-huit, comme un cochon! Es decir: 16, 17, ¡18, como el cerdo! (en alusión a que el rey era Luis XVIII). Los soldados, jugando a las cartas, tomaron la costumbre de decir cosas como cochon de trèfle, cochon de carreau (cerdo de tréboles, cerdo de diamantes). Asimismo cada vez que mostraban una jugada que llegaba hasta el rey, ponían el dedo encima y decían: quinte au cochon! (¡escalera al cerdo!). Sé bien que en el mus español, los reyes son habitualmente llamados cerdos. Ignoro si es costumbre propia o, precisamente, es fruto de haber adoptado este uso que nació durante la Restauración y, tal vez, los afrancesados nos trajeron (en un momento, además, en el que muchos españoles creían en la condición porcina del monarca).
A los expulsados del medio sueldo y los oficiales que se quedaron habría de juntarse una tercera categoría de antimonárquicos: los prisioneros de guerra. Sólo los enviados por Inglaterra fueron 69.554. No hubo transiciones ni polladas: a lo largo y ancho de Europa, todas las naciones vencedoras de Napoleón estaban deseando deshacerse de aquellos tipos a los que tenían que alimentar con un dinero que no tenían. Los POW regresaron a Francia en oleada, contando lo mal que les habían tratado los charlies, es decir, los amigos del rey actual. En realidad, el principal oficio de la policía, en aquellos tiempos, fue tratar de controlarlos. Y hacían bien. En Morlaix, un grupo atacó a un cuartel de voluntarios reales, causando varios heridos. En Montauban, una multitud de 2.500 ex POW se presentó en el cuartel y arrancó las escarapelas blancas de las pecheras de los soldados (que yo creo que tampoco hicieron mucho por pararlos). Como ya os he dicho, de haber ocurrido todas estas cosas en Estados Unidos, hoy Michael Cimino, Oliver Stone y algún otro tendrían un Óscar sobre la chimenea por haber contado esta historia que os estoy contando yo.
En septiembre de 1814, el ministro del Interior envió una circular confidencial a los prefectos en la que, a pesar de usar un lenguaje alambicadamente suave, Montesquiou venía a reconocer que los nuevos tiempos del régimen estaban siendo muy problemáticos en dos tercios del país, donde se estaban viviendo actos sediciosos, cuando no de oposición pura y dura. La lista de los departamentos afectados es, en sí, un examen de geografía de Francia: Ain, Aisne, Ardennes, Aube, Calvados, Cantal, Charente, Charente-Inferieure, Cher, Corrèze, Côte d'Or, Côtes-du-Nord, Creuse, Dordogne, Doubs, Drôme, Eure-et-Loir, Gironde, Ille-et-Villaine, Indre, Isère, Jura, Landes, Haute-Loire, Loire-Inferieure Loiret, Loire-et-Garonne, Maine-et-Loire, Marne, Haute-Marne, Meurthe, Meuse, Morbihan, Moselle, Nièvre, Oise, Puy-de-Dôme, Bas-Rhin, Haute-Rhin, Haute-Saône, Saône-et-Loire, Seine, Seine-et-Marne, Seine-et-Oise, Tarn-et-Garonne, Vienne, Haute-Vienne, Vosgues y Yonne.
En algunos de estos departamentos, se daban casos incluso de alcaldes que se negaban a prestar juramento de obediencia al rey. En Alsacia y Lorena, los habitantes esperaban a los veteranos alemanes y rusos que regresaban a casa, y no les dejaban traspasar la frontera sin haber dado vivas a Napoleón y mueras al rey. En otros lugares, como Auxerre, el pueblo paseó un muñeco del rey vestido de mujer por las calles. Ante el ambiente de censura y clandestinidad, comenzaron a aparecer las actitudes secretas entre bonapartistas. De esta manera, algo tan inocente, y normal, como la pregunta “¿Cree usted en Jesucristo?”, se convirtió en un mensaje para reconocer a bonapartistas escondidos; pues el partidario de Napoleón contestaba: Oui, et en sa résurrection. En los hogares comenzó la pasión por un coleccionismo de objetos de, por así decirlo, propaganda bonapartista que hoy hacen las delicias de los aficionados a las antigüedades. La estatua que estaba en la columna Vendôme, que se había convertido en un lugar de peregrinaje muy evidente, fue trasladada por las autoridades parisinas; concretamente a la fonderie de Lannay, en la plaza de la Fidelidad (ignoro si los padres de esta idea fueron conscientes del sarcástico mensaje que le lanzaban a los que gustaban de visitar la estatua). El bonapartismo estaba en todas partes, y brotaba de forma que las autoridades no podían controlar. En la Comédie Française, durante una representación de Edouard en Ecosse, obra que es de Alexandre Duval, se produjo la declamación de una frase que están en el texto: il n'y a qu'un malhonnète homme qui puisse parler ainsi d'un heros. Es decir: no hay una persona honesta que pueda hablar así (mal) de un héroe. El público presente se levantó como un solo hombre y aplaudió la frase a rabiar. El actor tuvo que repetirla tres veces, con sus correspondientes anexos palmeros. Las gentes, sobre todo en el campo, cuando veían por la calle una fila de cerdos (cosa que entonces, en tiempos tan poco sostenibles, era común) se entretenían prendiéndoles escarapelas blancas de las orejas o de los rabos.
En muy pocos meses, Luis XVIII, que nunca había tenido la simpatía del pueblo bajo ni del Ejército, perdió, además, las ilusiones de la nobleza y de la burguesía. La nobleza, en su mayor parte royalista (es paradójico; pero la revolución francesa había tenido la consecuencia de llevarse por delante a muchos de los nobles más blandos, que se habían quedado en Francia), se veía decepcionada por el espectáculo de la Carta Otorgada, la existencia de dos cámaras parlamentarias y de un gobierno donde había antiguos bonapartistas y personas de ámbito liberal (porque una cosa que a menudo callamos, en muchos casos porque no se sabe, es que los primeros ciudadanos de nuestra era que odiaron el capitalismo eran estos hombres que querían el regreso de la monarquía por la gracia de Dios). Tampoco soportaban ver la maquinaria del Estado en manos de funcionarios civiles nacidos en cualquier pesebre de mierda; ellos, que habían sido siempre los que habían manejado el cotarro. Para ellos, era un crimen que juristas que apelaban, bastante justamente, de regicidas, siguieran con el culo asentado en la Corte de Casación. A ver, chato, si te vas a creer que inventaste el lawfare.
Los emigrados no entendían la moderación del rey. No la veían necesaria. Todo lo contrario; lo que ellos esperaban, era una depuración general, la destitución en masa de los funcionarios que habían estado en su puesto en los tiempos anteriores; el licenciamiento de prácticamente todas las fuerzas armadas; y la reconstitución de un poder local a partir de los viejos señores rurales y los héroes de La Vendée. Querían la abolición de la distribución departamental, el regreso de las viejas provincias, la supresión parlamentaria, el fin de la libertad de prensa, la denuncia del Concordato, la devolución de todos los bienes incautados y enajenados, incluyendo la indemnización por veinte años de usufructo; el regreso de los privilegios de la nobleza y de los del clero. En resumen: el reloj, en 1788. Monarquía absoluta, tres estados.
En buena medida, como siempre porque estamos hablando de política, el tema era otro que las ideas. Buena parte de los nobles que protestaban no dejaban de ser Bárcenas de la vida. Querían su trozo del pastel. Querían canonjías que les reportasen riquezas, como ya las habían tenido sus padres y sus abuelos. Luis XVIII trató de colmar estos deseos abriendo a los emigrados los rangos de su Casa Militar, que como hemos visto no fue tocada por la reforma militar, y que se caracterizaba por pagar unos salarios y unas pensiones muy generosas. Pero, lógicamente, no fue suficiente; aquel intento, de hecho, fue como intentar meter el mar en un cubo. Los emigrados querían entrar aquí y allá; y si para hacerlo tenían que expulsar a un funcionario más o menos sospechoso, lo exigían. Así las cosas, el palacio real se convirtió en una almoneda diaria, adonde llegaban todas las quejas, avaladas por tal o cual persona cercana al monarca. Luis XVIII comenzó a ser conocido en los círculos emigrados como Le roi des Jacobins; justo el apelativo que la llamada Corte de Coblenza le había dedicado a Luis XVI. El hecho de que el rey se hubiese reservado, en el nuevo régimen, una partida presupuestaria de 25 millones de francos de lista civil, no mejoraba las cosas. Muchos de estos regresados, ya a finales de aquel año de 1814, cada vez más convencidos de que no habría justicia para ellos, decidieron regresar a Inglaterra, donde retomarían sus vidas de civiles; en la mayor parte de los casos, en la enseñanza.
Eso que llamamos la burguesía, por su parte, estaba, sobre todo, preocupada por hacia dónde quería ir aquel régimen. En términos generales, esa nueva clase media y media-alta creía en el rey y en su compromiso con la Carta Otorgada; pero también tenía muy claro que las presiones sobre él eran muy fuertes y que podía ceder en cualquier momento, sobre todo teniendo en cuenta que casi todo su banquillo era básicamente legitimista.
A los burgueses, además, les preocupaba los signos que daba el rey de no entender que la revolución y el bonapartismo, aunque hubieran sido vencidos, estaban ahí, como se dice hoy en día, para quedarse. Por lo tanto, encontraban poco edificantes las señas que daba el monarca de afición por los gestos de puro legitimismo. Como un banquete celebrado a poco de retornar su reinado, en el Hôtel de Ville; banquete en el que, en pura tradición del Antiguo Régimen, el prefecto del Sena y todo su consejo municipal, servilleta en el brazo, sirvieron a los miembros de la familia real como camareros. Con ese mismo espíritu de yo hago lo que me da la gana, el rey ordenó a su guardia personal que tomase los puestos de vigilancia de las Tullerías, sustituyendo a la Guardia Nacional por el simple gesto de llegar, tomar para sí las armas, e informarles fríamente de que se tenían que ir a tomar por culo de allí.
Entre la subcategoría de burgueses formada por los profesionales implicados en política y gobernación, la mayor parte de los miembros eran viejos bonapartistas, si no, incluso, antiguos revolucionarios de juventud. Una clase dirigente no se puede improvisar y, como ya os he dicho, la monarquía de la Restauración tenía problemas para confiar en los emigrados. Estos hombres, por lo general, se sentían, fundamentalmente, amenazados, viviendo con una espada de Damocles sobre sus cabezas. Sus puestos y privilegios eran la diana preferida de los venablos de los emigrados, que los querían exiliados. Y no podían estar tranquilos: 55 de ellos ya habían quedado excluidos de la Cámara de los Pares. Su estrategia fue distanciarse de los actos de gobierno, convirtiéndose, por lo general, en ácidos críticos de los errores que apreciaban. Así, personas como François Jean Frédéric Durbach, François-Juste-Marie Raynouard, Charles Joseph Mathieu Lambrechts, conde de Lambrechts, Pierre Joseph Bedoch, Henri-François Élisabeth Étienne Dumolard-Orcel, Pierre-François Flaugergues, Joseph François Souques, Benjamin Constant de Rebecque, Isidore Marie Auguste François Xavier Comte o el general La Fayette, se convirtieron, desde la Prensa, y desde el mundo cultural y jurisconsulto, en los guardianes de las libertades de los franceses, que consideraban en peligro. En Francia se comenzó a hablar de la inminencia de un golpe de Estado, de la aprobación de una ley especial que suspendería las libertades individuales. Los estudiantes, que curiosamente habían sido uno de los principales cuerpos sociales de oposición al emperador, ahora se convirtieron en la diaria oposición a la monarquía. Un hombre de Napoleón por eso mismo exiliado a Bruselas, Jean Claude Hippolyte Méhée de La Touche, escribió dos panfletos, Lettre a l'abbé de Montesquiou y La dénonciation des actes par lesquels les ministres de S. M. ont violé la Constitution, que fueron amplísimamente leídos, y donde se acusaba al rey de intrigante. Los vendedores de grabados y estampas dejaron de vender caricaturas de Napoleón, y vendían clandestinamente las del rey.
En suma, todo el mundo, desde los que se suponía debían ser el gran apoyo del rey hasta los que lo soportaban más que lo apoyaban y los que estaban directamente en contra de él; todo el mundo, digo, estaba convencido de que el régimen no duraría mucho.
En la primera mitad de agosto, los hombres de la Asamblea que se podían considerar integrantes de la oposición al gobierno tomaron una bandera para ejercerla: la defensa de la libertad de prensa. Fueron cinco sesiones en las cuales la afluencia de público fue tal que desbordó las tribunas, por lo que se vieron personas sentadas en las escaleras junto a los escaños. Al final, el gobierno sacó adelante su proyecto de ley, que quería instituir la censura previa; pero lo ganó apenas por 137 votos contra 89. En la Cámara de los Pares, la votación fue 80 contra 42. Aquí, en la casa de los hombres de noble sangre, donde se suponía que los temas eran más tranquilos, ocurrió todo lo contrario. Jean-Denis Lanjuinais, conde de Lanjuinais; François-Antoine de Boissy d'Anglas, Joseph Cornudet des Chaumettes, el mariscal Étienne Jacques Joseph Alexandre Macdonald, el duque de Brancas (Louis Marie Baptiste, conocido como Bufille, de Brancas), el de Praslin (Charles-Felix de Choiseul-Praslin) y otros nobles combatieron el proyecto con saña, mientras que era defendido, con iguales tonos de pasión, por miembros como los duques de Brissac (Timoléon de Cossé-Brissac) o de La Rochefoucauld (François Alexandre Frédéric de La Rochefoucauld, duque de Liancourt), La Force (Louis-Joseph Nompar de Caumont de La Force), el conde de Ségur (Pierre-Gaspard-Herculin de Chastenet de Puységur) o Clarke, el duque de Feltre (Edgar Clarke de Feltre).
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