El día que Leónidas Nikolayev fue el centro del mundo
Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no
[Recordad que venimos de una primera serie sobre el tema, que terminaba, precisamente, en la muerte de Sergei Kirov]
La terquedad de Sergei Kirov hizo que su asesinato, muy probablemente diseñado para producirse en Moscú, hubiera de producirse en Leningrado. Esto obligó a Stalin, o más precisamente a Yagoda, a buscar a alguien en la ciudad rusa que pudiera encargarse del trabajo. Ese alguien sería Iván Vasilievitch Zaporozhets.
Guenrikh Yagoda,
para su sorpresa, fue purgado en 1938 y sometido al típico juicio público en el
que confesó todos sus crímenes. Yagoda confesó haber formado parte de una
organización de bolcheviques derechistas y trotskistas que había perpetrado el
asesinato de Kirov y había planificado el de Stalin. Los historiadores, la
verdad es que es difícil, no se ponen de acuerdo sobre cuáles son, si los hay,
los adarmes de verdad que el jefe de la policía política incluyó en un
testimonio claramente inventado por la tortura. Yagoda declaró que, en el
verano de 1934, Abel Yenukidze, que era secretario del Comité Ejecutivo
Central, como entonces se llamaba el parlamento, le comunicó la intención de
matar a Kirov. Yagoda puso obstáculos, según su testimonio, pero finalmente
cedió; e informó a Zaporozhets. La historia, así contada, no tiene pies ni
cabeza; sobre todo porque, si verdaderamente estaba en contra del magnicidio,
la reacción de cien de cada cien personas en la situación de Yagoda no hubiera
sido informar a Zaporozhets, sino a Stalin personalmente. Muchos historiadores,
de hecho, han coqueteado con la idea de que ésa fuese la idea que Yagoda
tratase de transmitir en su testimonio: que los oyentes inteligentes sumasen
dos más dos, y sustituyesen a Zaporozhets por Stalin en el relato.
El desgraciado
jefe del NKVD en Leningrado era Filipp Demyanovitch Medved, buen amigo de
Kirov. Su adjunto, un tal Karpov, fue sustituido en el verano de 1934 por
Zaporozhets. A Medved el tema no le gustó nada y se quejó a Kirov, quien se
quejó a Stalin; pero el secretario general no atendió la queja.
Los conspiradores
necesitaban una cabeza de turco. Alguien joven, lo menos integrado posible;
alguien desclasado. Encontraron lo que buscaban cuando dieron con Leonid
Vasilievitch Nikolaev. Tenía entonces 30 años y estaba casado con una letona,
Milda Petrovna Daule, con la que vivía en un pequeño apartamento. Milda
trabajaba en la cafetería del edificio Smolny, que era la sede central tanto
del Partido como del gobierno en Leningrado. Nikolaev había ingresado en el
PCUS en 1920, pero había sido expulsado del Partido por negarse a formar parte
de una partida de obreros que iba a ser enviada a un frente de trabajo. Sin
embargo, como otros muchos, había sido finalmente readmitido. En abril de 1934
se quedó sin trabajo; un detalle de importancia, pues plantea la cuestión de,
en un país sin seguro de desempleo, quién mantuvo su nivel de vida durante todo
el resto del año hasta noviembre que volvió a encontrar curro. Sobre todo,
teniendo en cuenta que en el primer registro que se hizo en su domicilio tras
el asesinato, apareció la nada despreciable cantidad de 5.000 rublos. A menos
que Nikolaev cagase dinero, parece claro que tenía un padrino.
Otra cosa que alimenta el desacuerdo de los historiadores (lo cual es una cosa maravillosa, pues sólo los licenciados en Historia, los políticos y las leyes de mierdoria aspiran a que haya una sola versión de los hechos pasados) son las motivaciones de Nikolaev para matar a Kirov. Unos dicen que se sabía un fracasado y, habiendo estado ligado al PCUS de Leningrado, responsabilizaba a su dirigente de ello. Según otra versión, Nikolaev llegó a confesarle a un amigo que en realidad él, a quien quería matar, era al miembro de la Comisión de Control leningradense que había abogado por su expulsión; y que fue Zaporozhets quien, cuando supo de su disposición a cometer un asesinato en la persona de alguien del Partido, lo convenció de que su objetivo debía ser Kirov. Una tercera versión apunta a que fue Stalin personalmente quien seleccionó a Nikolaev. Lo consideró, siempre según esta versión, un candidato ideal por la buena relación (hay quien dice que era muy buena) que su mujer tenía con Kirov; así que lo llamó a Moscú y le incitó a matar a Kirov. En Moscú, Nikolaev le habría contado esta entrevista a un amigo suyo, apellidado Sorokin, miembro del NKVD de la capital. Este Sorokin fue, como otros muchos, detenido durante el Terror estalinista. En prisión coincidió con Pavel Goldstein, un profesor de Historia de instituto que había sido arrestado en el marco del terror, pero que sobrevivió a las purgas y emigró a Israel. Fue a él a quien le habría contado el mojo, y éste lo recogió en sus memorias.
Lo que sí parece
claro es que Nikolaev era alguien bastante influenciable. No obstante, matar a
Kirov no era cosa fácil. El dirigente comunista de Leningrado estaba permanentemente
rodeado de guardaespaldas. Nikolaev hizo varios intentos de acercarse a él e
incluso le solicitó una entrevista, pero no consiguió nada.
Había, sin
embargo, un punto relativamente débil. Kirov había tomado la costumbre de hacer
andando el trayecto entre el edificio Smolny y su casa en Kamennoostrov
Prospekt. En esos casos, varios guardaespaldas lo seguían en un coche, mientras
que dos iban con él: uno delante y el otro detrás. En uno de esos paseos, los
guardaespaldas decidieron detener a un merodeador que parecía tener una actitud
sospechosa. Resultó ser Nikolaev. El muy lerdo llevaba encima una pistola y un
mapa en el que había trazado el periplo diario de Kirov. Un tal Fomin, a las
órdenes de Medved, se ocupó de interrogarlo. Sin embargo, Zaporozhets, que era
superior a Fomin, se metió por medio y ordenó la liberación del detenido, a
quien incluso se le devolvió la pistola. Tras la liberación, Nikolaev siguió
tratando de acercarse a Kirov; en dos ocasiones, lo acosó a la salida del
edificio Smolny, cuando iba a subirse a su coche. En la segunda de estas
ocasiones, resultó de nuevo detenido, y de nuevo se le intervino un revólver;
pero, también de nuevo, Zaporozhets intervino para que fuese liberado.
A finales de
noviembre, Zaporozhets, que actuaba como jefe del NKVD en Leningrado, se tomó
unas vacaciones por razones familiares. Para hacerlo no pasó por los trámites
habituales en el cuerpo; simplemente se fue, y dejó a Formin al frente del
negocio. Del 25 al 28 de noviembre, Kirov estuvo en Moscú, atendiendo el Pleno
del Comité Central. En las últimas horas de la tarde del 28, todo el grupo de
Leningrado tomó el tren llamado La Flecha Roja de vuelta a casa; el tren llegó
a Leningrado en la mañana del 29.
Nikolaev habría de
declarar, horas después, que aquella mañana estaba en el andén esperando la
llegada de La Flecha Roja, con la intención de disparar allí mismo a Kirov;
pero que no pudo hacerlo porque descendió del tren literalmente rodeado de
gente. El siguiente acto oficial que tenía agendado Kirov era en la tarde del 1
de diciembre, en el palacio Tauride, donde tenía una reunión de activistas del
Partido; la mañana siguiente tenía que hacer un informe ante el comité local
del Partido, básicamente sobre cómo llevar a cabo en Leningrado las decisiones
tomadas por el Comité Central horas antes.
Ya en Leningrado,
Kirov llamó a su amigo y colaborador Milhail Rosliakov, que manejaba todos los
asuntos financieros en Leningrado; quería algunas estadísticas para sus
informes. Algo más tarde, Rosliakov recibió la llamada del segundo secretario
general del Partido en Leningrado, un tal Chudov, que lo citaba a las tres de
la tarde del 1 de diciembre para una reunión de una comisión que estaba
preparando una decisión que sería adoptada por el comité leningradense el día
2.
El 1 de diciembre,
que era sábado, Kirov lo pasó currando en su informe al comité. Rusliakov lo
llamó por la mañana, momento en el que Kirov le ordenó que le enviase las
estadísticas a su casa, y que se ocupase de estar aquella tarde en la reunión a
la que le había convocado Chudov.
En algún momento
entre las cuatro y las cinco de la tarde, mientras los veintitantos dirigentes
y cuadros comunistas reunidos en la comisión Chudov, Rosliakov incluido,
estaban en una gran sala de la tercera planta del Smolny discutiendo sus
mierdas, se escucharon dos disparos. Un tal Ivanchenko, que era el que estaba
más cerca de la puerta, salió cagando hostias, pero volvió enseguida. Entonces
salió Rosliakov, que encontró a Kirov caído boca abajo en el pasillo. Le habían
disparado en la nuca; la segunda bala sería encontrada incrustada en una pared.
Rosliakov trató de hacer reaccionar a Kirov, sin suerte. Entonces vio cerca a
un hombre sentado en el suelo, con una pistola en una de sus manos. Le quitó la
pistola y entregó el hombre a A. I. Ugarov, secretario del comité del Partido
en Leningrado. Ugarov encontró en los bolsillos del detenido un carné del
Partido a su nombre: Leonid Nikolaev.
Alguien, para
entonces, había llamado para reclamar una ambulancia, y también la
comparecencia de Medved. El guardaespaldas de turno de Kirov, un tal Borisov,
parecía estar, según el relato de Rosliakov, en un ataque de nervios; apenas
pudo explicar que, de alguna manera, se había quedado atrás cuando Kirov andaba
por el pasillo.
Una vez
recuperaron algo la presencia de ánimo, los reunidos en la comisión levantaron
el cuerpo de Kirov y lo depositaron en la enorme mesa de reuniones donde habían
estado discutiendo minutos antes. Empezaron a llegar médicos en oleadas. Uno de
los primeros en llegar, doctor Vasili Dobrotsvorsky, le dijo a Rosliakov que no
había nada que hacer. Pero otros que llegaron después, probablemente acojonados
por lo por venir, se empeñaron en resucitar al muerto. Comenzaron a discutir
ruidosamente hasta que un cirujano, Yustin Dzhanelidze, les interrumpió
gritando que allí todo lo que se podía hacer era extender el certificado de
defunción. En ese momento llegó Medved; Rosliakov lo recuerda sin sombrero
(algo totalmente inusual entonces) y con la cara desencajada.
Un detalle siempre
inquietante de esta escena tan inquietante es que a Medved le costó llegar a la
tercera planta del Smolny donde Kirov estaba ya dejando de sangrar. Era el
máximo dirigente del NKVD en Leningrado, y eso significaba que, en Leningrado,
no había un puto umbral que aquel hombre no pudiera traspasar. Pero tardó en
entrar en el Smolny, porque los guardias de la puerta se negaron a
franquearle el paso. Ningún miembro del NKVD haría eso en la persona de
Medved, nunca. El truco está en que esos tipos no eran de Leningrado; eran
policías desconocidos de Moscú. ¿Quién los había enviado? ¿Cómo habían
podido tomar la puerta del Smolny tan rápidamente? Ésta es, para mí, la gran
pregunta sobre el asesinato de Kirov: ¿quién, con capacidad de movilizar policías
propios, supo del asesinato antes incluso que la NKVD local, y por qué? La
segunda gran incógnita se refiere a Borisov. Todos los indicios apuntan a que
el guardaespaldas de Kirov nunca habría participado en una conspiración contra
su jefe. No sólo le era totalmente fiel sino que, tras haber visto que por dos
veces Nikolaev había sido detenido y liberado, estaba convencido de que la vida
de Kirov estaba en peligro. ¿Cómo, pues, se pudo conseguir que no estuviera en
su puesto cuando Nikolaev perpetró su agresión?
Una vez ciertos de
la muerte en Leningrado, Chudov llamó por la línea directa al Comité Central en
Moscú. La llamada la contestó Kaganovitch. Éste dijo que contactaría al
camarada Stalin y, efectivamente, éste llamó a los pocos minutos. Exigió saber
los nombres de todos los médicos que estaban redactando el certificado de
defunción. Cuando supo que uno de ellos era Dzhanelidze, georgiano como él,
ordenó que se pusiera al teléfono. Ambos comenzaron a hablar en georgiano, por
lo que no puede saberse qué dijeron. Yustin Dzhanelidze, por cierto, fue un
pionero de la cirugía cardíaca en la URSS.
Tras la misteriosa
conversación telefónica, llegó Fomin con la caballería. Fomin regresó pronto a
su oficina, tal vez porque sabía lo que iba a ocurrir (en 1934 no había
móviles). Poco tiempo después de regresar, su teléfono sonó. Era Yagoda desde
Moscú. Los datos del rápido informe que recibió que más le interesaron fueron
cómo iba vestido Nikolaev y si algún objeto extranjero le había sido incautado.
Una hora después, quien llamó a Fomin fue Stalin personalmente. Le hizo
exactamente las mismas preguntas que Yagoda, aunque añadió, de su cosecha, la
pregunta de si llevaba una gorra. Fomin le dijo a Stalin, como a Yagoda, que
ningún objeto extranjero le había sido incautado al asesino. Stalin permaneció
un largo rato en silencio en la línea, y colgó. Con el tiempo, Fomin habría de
concluir que aquel silencio quería decir que algo en el montaje del asesinato
no había salido como se había preparado. Tal vez Nikolaev debía llevar un
folleto, una carta o algo parecido, que demostrase la implicación extranjera en
el asesinato; pero por alguna razón decidió no llevarlos. O tal vez todo lo que
tenía que haber sido no soviético era la famosa gorra, pero Nikolaev, una vez más,
decidió no llevarla consigo al Smolny.
El asesino, por
otra parte, estaba como alucinado. No respondía con claridad ni con lógica. Los
doctores tardaron tres horas en conseguir que reaccionase con algo parecido a
la lógica. Fue entonces interrogado varias veces, antes de que Stalin llegase,
al día siguiente, y tomase la investigación personalmente. Ante Fomin se dejó
llevar por periodos ciclotímicos; tan pronto se felicitaba de que su disparo se
escucharía en todo el mundo, como se negaba a explicar sus motivos para la
acción. La Comisión Shvernik, es decir el trabajo realizado en tiempos de
Khruschev durante la desestalinización, afirmó que Nikolaev se negó a responder
a las preguntas, exigió ser tratado por personas de la sede central de la NKVD
en Moscú, y aseveró varias veces que en Moscú sabían muy bien cuáles habían
sido sus motivos. Rosliakov, sin embargo, afirma que Nikolaev dijo desde el
primer momento que la venganza había sido su motivo.
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