miércoles, diciembre 18, 2019

Isabel al poder (15: el Borgia entra en el juego)

Otros escalones de esta escalera:

¿Qué papel tuvo Rodrigo Borgia en el golpe de riñones que, por decirlo así, dio la causa de Isabel de Castilla en aquellos dos años que restaron hasta su acceso al trono? Es difícil contestar a esa pregunta; pero igual de difícil es pretender que dicho papel fue poco importante.

Rodrigo Borgia, o Borja, pertenecía a una recia familia levantina; pero cuando, el 18 de junio de 1472, desembarcó en el puerto de Valencia, hacía ya muchos años que no se tomaba cañas por allí. Borgia, que incluso había italianizado su apellido, había jugado la carta de la diplomacia vaticana, donde había obtenido sustanciosos dividendos. En el momento de llegar a Aragón, tenía 42 años, era cardenal vicecanciller de la Iglesia; y era, además, la viva imagen del alto prelado renacentista: putero, bebedor, goloso, maniobrero; tan capaz de ser históricamente fundamental como de realizar el más miserable de los actos. Hay otro factor que es importante para nuestra historia: Rodrigo, como noble que era de origen valenciano, tenía intereses en territorio de la corona aragonesa. Todo eso lo sabía el rey Juan, como sabía que el cardenal era un tipo al que le gustaba, por así decirlo, adelantar a esta existencia las recompensas del Cielo.

El tío de Rodrigo, Alonso Borgia, ya había sido Papa, con el nombre de Calixto III. Su pariente fue el responsable de que este sobrinete maniobrero y cautivador acumulase prebendas a gran velocidad; fue cardenal con sólo 25 años. Rodrigo lo tenía todo para triunfar donde ya había triunfado su tío, y de hecho lo consiguió, pues acabó reinando sobre la grey católica con el nombre de Alejandro VI. Antes de eso, sin embargo, tanto Pío como Pablo, factor común II, lo tuvieron muy cerca e hicieron uso de sus servicios muy frecuentemente. Sixto, sin embargo, fue quien más lo engalanó: le entregó la abadía de Subiaco, el título de cardenal-obispo de Albano (distinciones ambas que, demás de dar puntos a los ojos de Dios, otorgaban mucha pasta en este mundo terrenal nuestro); más el lucrativísimo puesto de tesorero del Sacro Colegio Cardenalicio. Para entonces, ya toda Roma se hacía lenguas con los berridos que soltaba Vannozza Cattanei, su churri más oficial, cada vez que Su Eminencia se la frotaba.

Hay una cosa que ya he defendido varias veces en sucesivos posts de este blog, y que es obvia para cualquiera que haya mareado alguna vez con prelados: la Iglesia nunca ofrece nada gratis. Si esto lo hace en el ámbito personal, qué no hará como Estado, claro. Sixto IV envió a Valencia a su legado para entregarle al rey aragonés la bula por la cual se obraba el milagro de que el hijo de dicho rey, quien hasta ese minuto del partido (con una hija ya) estaba casado en pecado y concubinato, resultase estarlo en perfecta legalidad teológica y con efectos retroactivos; pero también lo envió con el mensaje de que ese papelito tan valioso era precisamente eso: muy valioso.

La cosa es que el nuevo Papa había decidido que quería echar de Europa a los turcos de una puta vez, para lo cual necesitaba convocar una cruzada en la que los reyes cristianos uniesen sus fuerzas. Por eso había designado cinco embajadores que fuesen a diferentes puntos a pedir lo de siempre (pasta); y Borgia era uno de ellos. En ese contexto, el Papa quería, necesitaba en realidad, que Aragón y Castilla estuviesen en paz (para que así ninguna dejase de darle pasta con la excusa de estar en guerra con la otra; o, peor, que lo hiciesen los dos). Ésta es la razón de que a Sixto le interesase que el conflicto llegase a un acuerdo. A él, en realidad, la causa de Isabel y Fernando, o la de Enrique de Trastámara, le importaban un pene.

Con esta misión a la espalda, Borgia se reunió con Fernando de Aragón el 13 y 14 de agosto de 1472 en Tarragona. En esos dos días, el cardenal habría de quedar totalmente convencido de que Fernando era la persona que necesitaba la monarquía castellana para regir sus destinos y, para cuando se vio con su padre Juan, apenas unos días más tarde, era ya un decidido partidario de los esposos. Fernando, ni qué decir tiene, le había prometido el decidido apoyo de Aragón (y también, eventualmente, de Castilla) a su nueva cruzada. No obstante, la posición de Rodrigo debía permanecer en el absoluto secreto, pues el papado era supuestamente neutral en aquella querella.

En tierras aragonesas, más concretamente en Valencia, se encontraba también un enviado del rey Enrique, el obispo Mendoza, quien tenía a sus espaldas la misión de encandilar a Borgia y ganarlo para la causa de la princesa Juana. Era mucho lo que se ganaba el mensajero, pues Enrique le había prometido que, de tener éxito haría uso de sus prerrogativas en las cosas del espíritu para ganarle el capelo cardenalicio (esto es: ganarle la partida a Carrillo).

Mendoza, quien llegó a Valencia el día 20 de octubre, enseguida conectó con Borgia. Ambos estaban cortados por la misma madera; eran altos prelados del modelo renacentista, amantes de los placeres de la vida y hábiles en las estratagemas de las negociaciones. Ladinos y petados de dobleces, eran ambos expertos en el arte, que los diplomáticos eclesiales han dominado siempre como nadie, de no caer jamás al suelo del lado de la mantequilla. Mendoza, de hecho, apreció inmediatamente, cuando comenzó a hablar con Borgia, la clara preferencia de éste por Fernando. Así las cosas, modificó la que probablemente era su estrategia de partida, y lo que hizo fue confesarle al cardenal su secreta preferencia por el bando de los esposos. Al fin y al cabo, él lo que quería era que lo nombrasen cardenal; quién lo nombrase, se la sudaba. Juan de Aragón se unió a la entrevista y, visto lo visto, trató de atar más corto a Mendoza prometiéndole la única otra cosa que podía importarle: tierras.

El cardenal Rodrigo Borgia que traspasó las puertas de Madrid, acompañado por Mendoza, el 15 de noviembre de 1472, era pues un hombre que había llegado a algo muy parecido a un pacto con los aragoneses; pero que ahora se tenía que plantar delante de su enemigo, el rey de Castilla, de forma que todo aquello no se notase, pues todavía le tenía que arrancar el apoyo castellano a la cruzada. Y, la verdad, se las arregló muy bien para hacer su papel. Consiguió, de hecho, convencer al rey castellano de que Sixto IV sería un nuevo Pablo II y, consecuentemente, lo movió a aceptar sin resistencias la bula que otorgaba legalidad al matrimonio de su enemiga.

Antes de que terminase el año, el 22 de diciembre, Fernando se presentó en Castilla de nuevo, concretamente en Torrelaguna. El esposo llegaba exultante: no sólo Barcelona se había rendido, con lo que su herencia dinástica se había consolidado definitivamente; sino que Borgia había aceptado apadrinar a la hija de ambos. En Alcalá de Henares, en un encuentro organizado por Carrillo, el legado papal conoció finalmente a Isabel. Quien realmente salió trasquilado de aquella visita a Alcalá fue Carrillo, pues tuvo que pagar toda la fiesta en la que el invitado fundamental era un tipo que, la verdad, nunca tenía suficiente. A Borgia, sin embargo, no le gustó Carrillo; es bastante claro que, de los dos contendientes por el cardenalato que se enfrentaron por su favor, el ganador había sido Mendoza. Tanto es así que, tras pasar en Alcalá el tiempo que consideró prudencial, Borgia se marchó a Guadalajara, a posesiones precisamente de Mendoza, donde le propuso a Isabel y Fernando que tuvieran un último encuentro con él antes de abandonar la península. Carrillo hizo lo que pudo para que sus patrocinados no asistiesen a esa cita que, decía, sería su perdición pues, vaticinaba, allí los prenderían. Juan de Aragón, mejor informado de las intenciones reales de Mendoza, les animó a todo lo contrario.

Isabel y Fernando, sin embargo, nunca fueron a Guadalajara. Las opciones son dos: o que no quisieran malquistarse con Carrillo; o que entendiesen que el arzobispo tenía razón. Mendoza, razonaban los esposos, bien podría estar de nuestra parte. Pero, ¿y Pacheco? ¿Y si Pacheco estaba en la partida? Valoraron, además, que para entonces Borgia ya había hecho buena parte de las cosas que podía hacer en favor de su candidatura, pues se había negado a visitar a la reina Juana y a su hija e, incluso, se había negado a impulsar una nueva dispensa para un nuevo matrimonio de la hija del rey Enrique.

El 7 de marzo de 1473, Borgia entraba con fanfarria en Guadalajara para entregar el capelo cardenalicio a Pedro González de Mendoza, obispo de Sigüenza y hermano menor del clan de los Mendoza. Sixto IV no tardó en nombrarlo arzobispo de Sevilla, con lo que lo convirtió en uno de los prelados más poderosos del mundo.

Isabel, pues, acabaría por ganar la partida; pero, por el camino, su principal valedor la perdió.

La razón de que Enrique de Trastámara hubiese intentado lograr de Borgia una nueva dispensa a favor del matrimonio de su hija era que el rey había encontrado un nuevo, postrer, candidato al matrimonio con ella. Se trataba de Enrique Fortuna, nieto, como Fernando de Aragón, de Fernando I y, por lo tanto, sobrino del rey de Aragón.

Persona de pocos escrúpulos y carente de inteligencia, Fortuna, en realidad, habría hecho bien en permanecer en el bando de Juan de Aragón, pues el rey había invertido muchos recursos en salvar las posesiones catalanas de los Fortuna de la voracidad francesa. Sin embargo, en cuanto fue contactado por la Corte castellana, se mostró encantado de poder competir con su primo.

El gran muñidor de aquella operación era, cómo no, Pacheco, aunque formalmente pareciese que había sido idea de Rodrigo Pimentel, conde de Benavente y tío de Fortuna.  Enrique, sin embargo, tenía un problema grave, mucho más grave que el hecho de que fuese persona de escasas luces: apenas tenía recursos. De hecho, era una especie de Pequeño Nicolás tardomedieval, codeándose permanentemente con los poderosos con el único objetivo de que le prestasen algo de pasta. Evidentemente, el gesto de Rodrigo Borgia de no sancionar el matrimonio desde el punto de vista eclesial hirió de muerte el proyecto.

Pacheco, sin embargo, siguió adelante con sus planes, y en la primavera de 1473 anunció que por fin había arreglado las cosas. Sin embargo, dentro de la propia Corte de Enrique surgieron un montón de voces que, racionalmente, consideraban que aquel proyecto era una mierda. Enrique, como siempre que no se encontraba con un total consenso a favor de alguna de sus ideas, abandonó el proyecto, y los Fortuna acabaron regresando a Aragón.

La candidatura de Enrique Fortuna se desarrolló en paralelo con una historia menor, que no contaré aquí para no aburrir en exceso, que era la rivalidad entre Pacheco y Andrés de Cabrera, el mayordomo mayor de Enrique. Cabrera era un converso que había ganado mucho poder en la Corte del Trastámara y que, por eso mismo, se había ganado la enemiga de Pacheco. La mano derecha del rey, de hecho, le había arrebatado el poder sobre el alcázar de Madrid, pero no había podido hacer lo mismo con el de Segovia, donde estaba el tesoro real. Esta posición de Cabrera fue fundamental en el affaire de Enrique Fortuna, porque Pacheco reclamaba 15 millones de maravedíes como pago por sus desvelos matrimoniosos, dinero que, obviamente, tenía que salir del tesoro cuya llave tenía Cabrera. El mayordomo se negó al pago, y con ello Pacheco reaccionó iniciando una ofensiva para quitarle el control del alcázar segoviano.

Sin meternos, como digo, en honduras sobre en qué consistió esta pelea y cómo se fue desarrollando, lo que nos interesa para la historia que estamos contando es que Cabrera acabó por darse cuenta de que Pacheco siempre sería un problema para la instauración de una paz duradera en Castilla; razón por la cual comenzó a coquetear con la idea de que había que labrar una reconciliación entre Enrique e Isabel. En otras palabras: concluyó que la cerril oposición a Isabel no era, en realidad, cosa de Enrique, sino de Pacheco.

Así pues, Cabrera comenzó a negociar la posibilidad de que los reyes de Sicilia, acompañados por Carrillo, pudieran viajar a Segovia, para visitar al rey de Castilla.

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