Comenzando en año 1814, en todo caso,
las cosas tienen otra pinta. En ese momento, quien teórica o
formalmente se está imponiendo es la Regencia, que ha dejado ya
meridianamente claro que no respetará los actos del rey mientras
éste no respete recíprocamente la labor legal y constitucional que
se ha realizado en España durante su ausencia. Pero las primeras
semanas del año también fueron el teatro del despliegue de la
estrategia diseñada en Valençay, donde rápidamente el objetivo de
firmar el tratado con Napoleón se olvidó y se pasó, directamente,
a diseñar una conspiración, o más bien deberíamos decir una serie
de conspiraciones encadenadas.
Sin embargo, lo que ni la Regencia ni
los liberales podían negar, y que fue la herramienta más eficiente
del rey Fernando, era la existencia dentro de España de un fuerte
partido absolutista. Ya hemos dicho que los conservadores o serviles,
en realidad, incluso habían sido el, por así decirlo, grupo
parlamentario más numeroso en las Cortes durante la guerra. El
proyecto liberal era un proyecto construido en minoría, imbuido de
una suerte de legitimidad filosófica que llevaba a sus partidarios a
pensar que no necesitaban aliados, y poco hábil a la hora de pensar
o calcular los movimientos del adversario. En mi opinión, de hecho,
la falta en el primer cuarto del siglo XIX de políticos españoles
lo suficientemente taimados y pacientes como para construir las cosas
poco a poco, al estilo de un Bismarck por poner un ejemplo, es lo que
nos ha dejado como triste herencia la afición sempiterna que tenemos
en España hacia la imposición de los puntos de vista propios
mediante la violencia en sus diversas apreciaciones. El español
medio no quiere pactar con su contrincante; no está dispuesto a
compartir el bocadillo: o se lo come entero él, o no se lo come
nadie. Esta forma de ver las cosas, que en su expresión más radical
creó el entorno de las dos Españas del que tanto se habla, es fruto
de ese primer cuarto de siglo XIX, en el cual vivimos un rey egoísta
y absoluto y unos contrarios liberales que tampoco tuvieron la
inteligencia de buscar el pactismo y que, además, vivían
convencidos de que todo aquél que no pensara como ellos no merecía
el derecho de pensar. El primer liberalismo español le dio a los
españoles del vivan las caenas el
mismo tratamiento que el progre urbano de hoy en día le da a los
votantes de Donald Trump; las consecuencias son más o menos las
mismas, tan sólo matizadas por el paso del tiempo.
Los
liberales nunca creyeron seriamente que el absolutismo sería una
oposición eficiente. No fueron capaces siquiera de darse cuenta de
que su bando contrario tenía a su lado a la única institución que,
en aquella España, vertebraba a la sociedad con eficiencia: la
Iglesia, muy particularmente esa versión de la Iglesia representada por
el clero regular, los monjes y frailes que vivían en conventos
distribuidos por todo el agro español, y casi en cada esquina de las
ciudades, que cada domingo se acercaban a los púlpitos para
encenderlos. Un poderoso ejército de influencers,
diríamos hoy, se dedicó a defender la causa del rey absoluto, y a
mentir descaradamente sobre las intenciones de los liberales. Y la
gente les creyó porque, la verdad, en aquella España de principios
de siglo, a la Tele 5 absolutista no se le podía oponer una Antena 3
liberal porque tal cosa, simple y llanamente, no existía. Los
liberales eran unos piernas que se habían encerrado en Cádiz y que
ni siquiera tenían cuenta en Twitter. Pero ellos siguieron a lo suyo, imbuidos de algo muy parecido al pensamiento religioso con el
que querían acabar, convencidos de que las libertades les lloverían
de los Cielos sin esfuerzo, en loor de democracia.
Cuando
el 23 de marzo Fernando de Borbón cruzó su propio Rubicón, esto es
la cordillera de los Pirineos, sabía muy bien lo que hacía. Era un
gesto que no contaba con el nihil obstat de
la Regencia, como tampoco lo contó el itinerario que tomó, distinto
del que le había prescrito el gobierno constitucional. Se colocó
Fernando, pues, fuera de la legalidad que se había creado en su
nombre; pero si lo hizo, lo hizo porque sabía que podía hacerlo.
Para entonces, diga lo que diga tanto historiador, español o
hispanista, empeñado en reescribir la Historia en lugar de
escribirla; para entonces, digo, Bernardo Mozo de Rosales, que sería
primer firmante del Manifiesto de los persas,
había ya, en buena parte, ganado la batalla de la opinión pública
en Madrid, con sus soflamas apocalípticas contra el gobierno liberal
y su eficiente excitación de los deseos que España tenía de volver
a ver a su rey paseando por las estancias del Palacio Real. Resulta
abracadabrante pensar que personajes en el fondo tan simplones, con
esa simplonería que aporta el ser un talibán de lo que sea que se
piense, como Escoiquiz, pudieron ser más listos que los políticos
que acabarían relatando el siglo en sus memorias. Pero, cuando menos
en parte, lo fueron. A veces, los penalties te los meten; a veces,
eres tú quien no los para.
Fernando,
es bien sabido, se fue a Valencia. Se acochinó en tablas, con el
culo contra el mar Mediterráneo, dispuesto a salir a la naja si la
cosa se ponía mal, pero también razonablemente seguro de que aquél
le era un territorio propicio. Sabían sus acólitos, además, que un
viaje desde Valencia hacia Madrid, que al fin y al cabo habría que
hacer porque recuperar España siempre ha pasado por librar la
batalla de Madrid, debería atravesar los bellos páramos y trochas
de la Castilla oriental; un lugar que entonces era como una sábana
lavada por el liberalismo bélico a la que los curas estaban secando
al modo de nuestras abuelas, esto es, a base de darle una mano de
hostias con una raqueta.
Nunca
entenderé, la verdad, el gesto que tuvo la Regencia de enviar
únicamente para estar al lado del rey a su primo el cardenal de
Borbón. Si nosotros lo sabemos, que lo sabemos, mucho más debían
de saber los regentes, y los prohombres liberales que los sostenían,
que Luis de Borbón era persona pusilánime y personalmente proclive
a hacer pandán con el rey en sus movidas anticonstitucionales. El
presidente de la Regencia se convirtió en solitario
en la correa de transmisión entre el rey y un gobierno efectivo de
la nación al que Fernando seguía ninguneando (tampoco les hizo
oficialmente partícipes de su decisión de parar en Valencia).
Ciscar y Agar se limitaron a enviarle cartas intimándole a salir
hacia Madrid lo antes posible; pero no hicieron lo que en mi opinión
debieron hacer, es decir haber acompañado cuando menos uno a su
compañero el cardenal.
Lo que
ocurrió era de esperar. En Valencia, los hombres de Fernando
montaron toda una estrategia de golpe de Estado, delante de las
narices del cardenal de Borbón y del ministro José de Luyando, que
formaban la triste e ineficiente delegación gubernamental que
teóricamente lo tenía que controlar todo. En el fondo, todo tiene
que ver con la Revolución Francesa y los cambios que había
introducido en la dinámica de los países. Una de las novedades que
trajo, no tanto la revolución como su resultado final, esto es el
sistema napoleónico, fue la figura del golpe de Estado militar. Esa
situación en la que el Ejército se constituye en ente político
independiente, mira por sus
propios intereses y en consecuencia interviene como tal en la
gobernación de la nación. En Valencia, Fernando contaba con tres
cosas: una, el prestigio que le aportaba haber descendido hasta
Valencia en medio de los vítores enfervorecidos de pueblos y de
ciudades; dos, la inteligencia con que el partido
absolutista se desempeñaba en la opinión pública del país; y,
tres, el apoyo del Ejército. Ante estos poderes, Ciscar y Agar (al
cardenal no sería lógico ponerlo en esta lista) oponían su
convicción moral y jurídica de
que eran el gobierno de España. Como diría cien años después
Castelar, lo primero que tiene que tener una república es mucha
guardia civil. Ellos, en cambio, se tenían a sí mismos, la labor de
las Cortes, y la convicción de que tenían la razón. Poco más.
La
mayoría de los españoles, y entre ellos hay que contar muy
especialmente a los que llevaban uniforme y entorchados, que
recibieron órdenes o mensajes contradictorios, de la Regencia y de
su rey, no lo dudaron: la legitimidad del poder siempre había estado
en el segundo, así pues lo lógico era obedecerle a él. El discurso
de la Regencia, en este punto, se volvía incoherente, dubitativo y
hasta subversivo a los ojos de muchos. Nadie pudo ver con claridad lo
que preparaba el Borbón porque aquella España estaba embarcada en
uno de esos momentos mágicos, uno de esos cambios para bien
(Gloriosa, proclamación de la República, bla) en los que El Mundo
es Cascada de Colores y todo, absolutamente todo, lo que va a pasar
es maravilloso: los pedos van a dejar de oler, todos los políticos
van a ser honrados, problemas sempiternos que llevan supurando siglos
se van a resolver en una mañana, esas cosas. Como España estaba
lanzando perfume, allí nadie era capaz de imaginarse que, al fin y a
la postre, Fernando fuese a demostrarse como un perfecto hijo de
puta. Esto, sin embargo, es lo que estaba haciendo. Esperó,
dilatando su viaje en fiestas y admoniciones encomiásticas al pie de
las modestas iglesias de España, hasta que tuvo claro que las tropas
que le acompañaban más el poderosísimo Ejército de Castilla la
Nueva, bajo el bastón de mando del general Francisco Javier de Elío,
lo respaldarían en un golpe anticonstitucional. El 4 de mayo se
quitó la careta y dijo eso de hasta aquí hemos llegado, cabrones.
En
Francia, además, acababa de ser coronado un rey absolutista, Luis
XVIII. Comenzaba a tomar cuerpo el tsunami que, de alguna manera,
acabaría produciéndose en Europa para reconstruir en el continente
el status quo absolutista.
Por lo demás, los fernandinos sabían que el principal aliado
internacional que se habían buscado los liberales españoles,
Inglaterra, era un aliado bastante feble a la hora de propugnar
procesos constitucionalistas.
Siendo
como eran los conspiradores mucho más listos que los conspirados,
que como ha he dicho en mi opinión eran una especie de teletubbies
ideológicos, por supuesto los
primeros estuvieron mucho más listos y rápidos a la hora de
engrilletar a los segundos, que los segundos a la hora de plantear
batalla. Para cuando se quisieron dar cuenta, Ciscar, Agar y todos
los hombres mínimamente significados de las Cortes estaban en el
maco y sin derecho a llamar por teléfono.
En
suma, esto es, muy superficialmente, lo que pasó; sin detrimento de
que, en algún otro momento, tomemos aquí el testigo de contarlo más
en extenso,y contarlo, además, desde la orilla en la que este relato
se hace para mí verdaderamente interesante, que es adoptando en lo
posible el punto de vista del propio rey Fernando. Puesto que el
objetivo de estas notas es contar el periplo vitar de Gabriel Ciscar,
no creo que haga falta detenernos en esta serie en los sucesos que
llevaron a Fernando de Borbón a recuperar la corona absoluta de
España. Si acaso añadir alguna reflexión personal al respecto.
La
historiografía, muy particularmente la española, en parte porque
es, muchas veces, una historiografía ideologizada (esto quiere decir
subvencionada); en parte porque hay pulsiones que son muy humanas,
como ponerse siempre del lado de David frente Goliat, tiende a ser
muy comprensiva con los liberales de Cádiz y con la Regencia de la
que formó parte el marino de Oliva cuya vida apuntamos aquí. La
verdad, no es mi caso. Yo no siento una gran simpatía por los
liberales de Cádiz porque, sin negarles en ningún momento su visión
política de futuro y sus buenas intenciones, creo que la herencia
que nos dejaron no fue del todo buena. Que no pudo ser buena estando
por medio un hijo de puta como don Fernando, ello es cierto; pero que
pudo ser mejor, para mí sí que lo pudo.
La
Regencia (esto quiere decir en buena parte: los liberales de Cádiz)
fue el primer movimiento político español moderno, y comenzó
cometiendo un error que muchos cometerían después de ella: el error
de pensar que se puede legislar contra la voluntad social; que se
puede, como se dice hoy, hacer ingeniería social desde el poder.
No
hay tal. Los pueblos son como son. Son la materia prima de esa
herramienta construida que llamamos sistema político. El liberalismo
español siempre ha cometido el error de pensar que, como él en su
mismidad lo tiene todo muy claro, los administrados acabarán por
aceptar sus regulaciones. Pero la opinión pública no es así. A la
opinión pública no le gusta que le obliguen a calzar un 40 si su
pie es del 42. La única manera de imponérselo, esto es lo que
aprendieron Marx primero y Lenin después estudiando precisamente el
siglo XIX, es a hostias. A la gente, o le legislas lo que quiere que
le legisles, o se lo tienes que imponer por decreto de una autoridad, militar por supuesto, que aderece la legislación con el argumento de que si no la aceptas te van a dar una mano de hostias en los sótanos de la Puerta del Sol.
En
la Historia de España, a mi modo de ver, hay dos errores liberales
de libro que, en el fondo, son el mismo error. Uno es el decreto de
abolición de la Inquisición, y el otro la redacción del artículo
26 de la Constitución de la II República. En ambos casos, políticos
altamente ideologizados, deseosos de que sus sueños sean realidad,
deseosos de que su idea de que España ha pasado a ser lo que ellos
creen que es (el famoso “España ha dejado de ser católica” de
Azaña; el orgullo infatuado de un político que piensa que un país
puede renunciar a una fe colectiva porque lo diga un papel); ese tipo
de políticos, digo, suben la escalera de la evolución saltando los
escalones de tres en tres, y se posicionan en el piso tercero cuando
el momento histórico procesal es mucho más propicio para estar,
todavía, llegando al primero. La España de principios del siglo XIX
estaba mucho más madura para aceptar medidas desamortizadoras
(muchos elementos eclesiales la daban por inevitable desde el siglo
anterior) que la abolición de instituciones con elevado carácter
simbólico (y casi nulo poder práctico). Abolir la Inquisición a
principios del siglo XIX era un gesto parecido al que quiso tener el
PSOE (se lo llegó a plantear) en los primeros tiempos de Felipe
González de disolver a la Legión. Afortunadamente, los políticos
socialistas entendieron que, de haberlo hecho, a miles de personas a
las que hasta entonces lo del Cristo y El Novio de la Muerte y bla se
la traía floja, de repente reivindicarían su permanencia y
empezarían a decir poco menos que sin la Legión no se puede vivir.
Lo que hicieron, al fin y a la postre, fue enviar a la Legión a
misiones humanitarias; integrarla.
Esta
inteligencia, este tipo de inteligencias que en mi opinión son las
que por cierto hacen grande a González, es la que le faltó a
aquellos primeros liberales españoles, que echaron su resto sobre la
mesa en una última baza pensando que sólo podían pasar dos cosas:
una, que ellos tuvieran mejores cartas, y ganasen; dos que, aun
teniendo peores cartas, el contrincante decidiría otorgarles la
victoria porque, al fin y al cabo, la diosa Razón les asistía.
A
la Regencia de España todo lo que le preocupó de verdad, en el
terreno de lo posible, fue conservar la alianza con Inglaterra para
ganar la guerra. Pero cuando la tuvo ganada estuvo torpona y poco
lista. Para empezar, no desplegó terminales, ni oficiales ni
extraoficiales, con Napoleón, lo cual me parece que fue su mayor
error. De haberse encontrado el emperador en la tesitura de negociar
con un piernas que pasaba las tardes haciendo calceta en Valençay y
los tipos que de verdad dominaban España, no se lo habría pensado.
Era una negociación difícil, pero, ¿hay alguna que no lo sea?
Lo
primero que has de hacer cuando subes a un ring es ser consciente de
tus fuerzas. La Regencia, en cambio, no es que no fuese consciente de
las pocas fuerzas con que contaba, que eran muy pocas, sino que, aun
por encima, las redujo más con una política apresurada. Para colmo,
para cuando se subió al ring todavía creía que estaba yendo a una
fiesta.
Fernando
de Borbón no era una persona especialmente lista. Tampoco tenía
ninguna inteligencia descollante entre sus asesores. Que un tipo así
ganase, además por KO, no es sino la demostración de que en esta
vida hay que entrenar más, reflexionar a fondo sobre las
consecuencias de los actos propios, y saber ser taimado. La herencia
del egoísmo de un rey y la torpeza sobrada de un movimiento liberal
ha sido, es, una España cainita, enfrentada, donde todo el mundo
tiene la razón y todo el mundo la niega, donde el pacto y el
encuentro a mitad de camino son figuras retóricas y donde lo que más
no gusta, por debajo de la paella, es, simple y llanamente,
insultarnos.
Bull's eye!,
colegas.
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