El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
El debate duró cinco días y terminó el 6 de octubre. Además de las intervenciones, también hubo diversos padres conciliares que presentaron anotaciones por escrito. El 20 de noviembre, en la última congregación general de aquella sesión, se presentó una nueva versión, a la que se podían presentar enmiendas hasta el 31 de enero de 1965.
El esquema fue analizado, por ejemplo, por el Grupo
Internacional de Padres, ya sabéis, la asociación en la que se habían refugiado
y unido los puntos de vista más conservadores. Este grupo elaboró un documento
de diez páginas que no decía precisamente que el documento fuese bonito.
Presentaba una serie de enmiendas y llamaba a los padres conciliares a
apoyarles, pues, decía, “la experiencia demuestra que las enmiendas en las comisiones
no tienen mucho éxito si no están suficientemente apoyadas”; una forma elegante
de expresar el temor de que los progresistas que dominaban la Comisión
Teológica se limpiasen el ojete con sus propuestas.
La cosa es que trabajaron para nada. La Comisión
Teológica, a pesar de lo que se había comprometido en la sesión plenaria,
decidió no proceder a una revisión del texto según las enmiendas recibidas (los
padres conservadores incluso se habían afanado en presentar las suyas antes de
que venciera el plazo, para que no les pudieran dejar en la cuneta por un
tecnicismo). Así las cosas, el esquema se votó al inicio de la cuarta sesión,
entre el 20 y el 22 de septiembre. Recibió 1.498 votos afirmativas.
Cuando menos yo tengo por mí que la intención del grupo
mayoritario era dejar el tema ahí. Los miembros de la Comisión Teológica no
tenían por qué atender ninguna petición más; los diferentes elementos del
esquema habían recibido todos ellos un apoyo muy superior a los dos tercios que
se consideraban necesarios para probar que lo aprobado era lo que placía al
Joligós. Pero el tema de la interacción entre Escrituras y tradición seguía
ahí, dando por culo, junto con el tema de la historicidad de las Escrituras. Un
grupo de 111 padres conciliares hizo una petición a la Comisión Teológica que
venía a ser como una especie de propuesta de transacción en el último minuto.
Proponían que, cuando menos, el esquema incluyese la frase: “Por consiguiente,
no toda doctrina católica puede probarse desde las Escrituras únicamente”.
El tema estaba calentito. El 24 de setiembre, el PasPas
Pablo, que estaba bien informado de lo que se estaba cociendo en aquella
movida, le envió una comunicación a la Comisión Teológica en la que, con toda
intención, incluyó una cita de Agustín de Hipona: “Hay muchas cosas en las que
cree la Iglesia y que se cree correctamente que fueron predicadas por los
apóstoles; por lo que no se pueden encontrar escritas en algún lugar”. La
Comisión se reunió aquel mes de octubre, y quienes supieron de la cosa dijeron
que el tono de sus discusiones habría sonrojado a Josep Pedrerol. Finalmente se
decidió mantener el esquema como estaba.
En lo que se refiere a la historicidad de las escrituras,
el problema estaba en la frase: “Los autores sagrados escribieron los cuatro
Evangelios (…) siempre de forma que nos contaron cosas verdaderas y sinceras
acerca de Jesús”. Esto es todo lo lejos que era capaz de llegar la ICAR, cuando
menos en 1965 (y yo diría que ahora mismo las cosas no han cambiado gran cosa)
a la hora de venir a medio-seudo-cuasi-proto reconocer que los Evangelios son
un relato de ficción que servía a una serie de objetivos ecuménicos, teológicos
y litúrgicos. El Grupo Internacional de Padres no estaba de acuerdo con este
punto de vista, probablemente porque lo consideraba el germen de la asunción de
la idea de que los Evangelios son un relato de ficción, y por eso habían
impulsado enmiendas que venían a sustituir el concepto de “cosas verdaderas y
sinceras” por “una narrativa histórica cierta”. Es decir, los padres
conservadores querían convertir el relato evangélico en un incontrovertible
testimonio histórico. Conscientes de que había pasado mucha agua bajo los
puentes del Tíber desde los tiempos en los que la Iglesia podía aspirar a
imponerle al mundo este (infumable) punto de vista, los propios padres
conservadores venían a reconocer que los Evangelios son elaboraciones de
ficción, pero contraatacaban defendiendo que, incluso al hacer ficción, el
escritor puede ser totalmente sincero y fiel a la verdad histórica. Los padres
conservadores, además, querían que no sólo se defendiese la idea de que las
afirmaciones sobre Jesús eran verdad histórica; sino que también lo son las
cosas que se dicen sobre otros. Un grupo de 85 padres conciliares fue incluso
más lejos al proponer que las palabras “cosas verdaderas y sinceras sobre
Jesús” fuesen sustituidas por “verdades objetivas (¡qué valor!) en lo que se
refiere a la veracidad histórica de los hechos”.
La Comisión Teológica decidió no tocar el texto, y dejarlo
en el sí es no es de mierda en que, en mi opinión, consiste la opinión
conciliar sobre la historicidad de sus Escrituras. Se agarraron como lapas al
dato de que la votación había sido mayoritaria. Tenían razón, porque los casi
1.500 votos afirmativos pesaban mucho más que 111 u 85 padres; pero la decisión
levantó muchas ronchas entre los más conservadores, que tampoco se rindieron.
Diversos obispos y teólogos sostuvieron que el esquema contenía gravísimos
errores doctrinales, y apelaron al Francisquito Pol.
El 8 de octubre, Pablo VI recibió un memorando sobre el
esquema preparado por el Grupo Internacional de Padres. Se quejaba de que el
esquema, tal y como estaba, era una puerta abierta para que los exégetas
comenzasen a alumbrar teorías muy variadas. Tampoco estaban contentos con la
forma de cerrar el tema de la historicidad. Y en esto, además, sabían que
contaban con cierta complicidad por parte del Santo Padre, al cual la redacción
tampoco le convencía. Hizo sus averiguaciones, y acabó por comprobar que el
esquema de la revelación estaba, en realidad, en manos de una especie de
comisión mixta in pectore formada por la Comisión Teológica y el
Secretariado para la Promoción de la Unidad entre los Cristianos. Por ello,
decidió llamar a audiencia al cardenal Bea. El 12 de octubre, tras haber
estudiado el tema, lo discutió con los cuatro moderadores del concilio. En
términos generales, los hombres que mecían la cuna del concilio defendieron el
punto de vista de la Comisión Teológica, aduciendo, una vez más, la muy amplia
mayoría que tenían detrás. Sin embargo, seguían viendo que la salida útil sería
introducir la famosa frase según la cual hay verdades que no se encuentran en
las Escrituras y sí en la tradición. Una frase aparentemente inocente pero que,
sin embargo, tenía como virtud afirmar el principio que es el centro del punto
de vista católico (la existencia de una autoridad ejercida por los prelados); y
que, por eso mismo, supondría un punto nuevo de alejamiento con los
protestantes, razón por la cual los alemanes no la querían. Al final, Pablo VI
adoptó esta idea como propia, y como tal se la envió a la Comisión Teológica.
El 19 de octubre, la Comisión se reunió para analizar las ideas que había perpetrado el PasPas. Tras mucha discusión (Pablo VI había propuesto hasta siete versiones diferentes), se optó por incluir la frase: “En consecuencia, no es sólo de las Sagradas Escrituras de donde la Iglesia obtiene su certitud acerca de todo lo que ha sido revelado”. Esta redacción fue especialmente apoyada por el cardenal Bea; y no cabe extrañarse de ello, porque es una redacción tirando a floja, y Bea era muy amigo de la farfolla que no dice nada.
En el tema de la historicidad de las Escrituras, el
cardenal Cicognani informó a la Comisión de que el propio Francisquito
consideraba que la expresión “verdadero y sincero” era inadecuada, porque no
garantizaba una posición cerrada a favor de la historicidad de los Evangelios.
Por ello, dijo, el Santo Padre no podía aprobar una posición así. Sin embargo,
las alternativas propuestas por el Papa tampoco convencían a algunos miembros
de la Comisión, que las consideraban igual de indefinidas. Consideraban, en este
sentido, que la historicidad debía adverarse en alguna frase concreta.
La solución finalmente adoptada fue completar el contenido
del artículo 19 del esquema con la frase: “La Santa Madre Iglesia ha mantenido
firmemente y con absoluta constancia, y continúa manteniendo, que los cuatro
Evangelios (…), cuyo carácter histórico la Iglesia sin duda afirma, reproducen
fielmente lo que Jesucristo hizo realmente y enseñó para nuestra salvación
eterna”.
El 29 de octubre, el cardenal Florit leyó un informe para
la asamblea, en el que explicó las gestiones que se habían producido, pero sin
citar al PasPas. La gestión fue aprobada por 2.081 votos a favor y 27 en
contra. La Constitución sobre la Divina Revelación fue votada el 18 de
noviembre de 1965 por 2.344 padres conciliares.
El 7 de octubre de 1964, en el curso de la tercera sesión
del concilio, se presentó el esquema sobre el apostolado de los laicos. Este
texto había tenido cierta peripecia. Estaba previsto que fuese estudiado
durante la segunda sesión. Pero en dicha sesión, conforme se fueron complicando
las cosas y enmerdándose otros debates, el esquema fue dejado de lado y, de
hecho, la Comisión Coordinadora ordenó que fuese uno de los textos que, como ya
hemos visto, se resumiese en unas pocas mierdas.
El tema tiene su coña, porque el caso es que la Comisión
encargada de estudiar el texto sobre el apostolado de los laicos encabezó una
especie de rebelión en la que le dijeron a los mandamases del concilio que les
measen en la pechera, que ellos iban a proponer el esquema entero. Y digo que
tiene su coña porque el presidente de dicha comisión, que por lo tanto se
convirtió en ardiente defensor de la pervivencia del esquema en su totalidad,
era el titular de Essen, es decir Franz Hensbach, es decir el mismo pollo al
que ya hemos leído en estas notas defendiendo que algunos esquemas fuesen
reducidos a su mínima expresión.
Durante la discusión del esquema, hubo padres conciliares que lo criticaron por el que yo creo que es su principal punto débil: ser un texto básicamente escrito para curas, cuando debería ser del interés de los laicos. En el fondo de la discusión se encontraba la diferencia de puntos de vista que se producían en la sede del concilio sobre la capacidad apostólica de los laicos. Muchos padres conciliares, de corte más conservador, eran cerrados defensores del concepto de que el apostolado es una cosa muy seria que hay que dejar en manos de profesionales: los sacerdotes, pues. Otros, sin embargo, consideraban que había llegado el momento de ampliar el foco de la predicación, ante el peligro de que dicha predicación se quedase en nada. Como supongo que ya habréis deducido, nos encontramos ante un punto más en el que sutilmente, se buscaba construir un catolicismo "como" protestante, con pastores circulando por ahí con sus predicaciones a base de usar su mera voluntad, y no formación específica. El problema, claro, es que este tipo de personas también suelen llevarse la pasta.
Pero el problema estribaba en que este último concepto era uno más de los conceptos conciliares que parecen inocentes, pero son mucho más profundos de lo que se desearía. Fue el arzobispo de Nagpur, Eugene D’Souza, quien puso, como Tomás, el dedo en la llaga, cuando dijo que, si verdaderamente se le quería dar a los laicos un papel protagonista en la predicación, entonces había que ir a una reforma radical de la Iglesia. Y añadió, hablándole a sus hermanos sacerdotes: “¿Estamos dispuestos a abandonar el clericalismo? ¿Estamos preparados para considerar a los laicos como hermanos en el Señor, iguales a nosotros en dignidad dentro del Cuerpo Místico?” Ésta era la clave de todo; es, de hecho, la clave de todo. El deseo de darle a los laicos la misma importancia que a los sacerdotes puede fácilmente estar empedrado de las mejores intenciones; pero no por ello deja de atacar el mismo centro del business model. Y eso está prohibido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario