El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
Uno de los signos de cambio de tiempos que se venía percibiendo en la operativa de la ICAR ya de décadas atrás, trazable incluso en un proceso de siglos, era el olvido progresivo de la hostilidad que desarrolló el cristianismo respecto de los judíos. Como ya he tenido ocasión de expresar en las notas escritas sobre los evangelios (Marcos, Mateo, Lucas y Juan), una de las líneas claras que se aprecian en la evolución del cristianismo, desde el momento en que era poco más que una secta judía al momento en que llegó el cristianismo juanino, es la creciente hostilidad hacia los judíos. Los primeros padres de la Iglesia eran muy conscientes de que su Cristo había nacido, vivido y muerto judío; y sabían que eso era algo que tenían que arreglar. Lo arreglaron, básicamente, a través del relato de la Pasión, y salpimentando el relato fake de la vida de su Maestro (no otra cosa son los Evangelios) de anécdotas aquí y allá en las que Jesús le planta cara a los hebreos con valentía y decisión. El relato de la Pasión tiene toda la pinta de ser una patraña de puta madre, incluso aunque la muerte por ejecución de Jesús fuere cierta; pero fue extraordinariamente rentable para el catolicismo durante muchos siglos.
Con el siglo XIX, la generalización del racionalismo, los
primeros desarrollos de la interpretación liberal de la Historia del
Cristianismo, la influencia de la Ilustración y la evolución social, llegó el
momento de aparcar la idea de que todo cristiano que se considere un buen
cristiano tiene que tener su punto de odio antijudío. La llegada del siglo XX y
el hecho de que en el mismo le pasara a los judíos lo que no pocos cristianos
habían deseado hacerles, sirvió de corolario para el proceso.
Este tema, aparentemente, le preocupaba mucho al PasPas
Roncalli, quien, en 1960, antes incluso de que se crease el Secretariado para
la Unidad de los Cristianos, le encargó al cardenal Bea que se pusiera a
trabajar en un esquema, es decir, en un borrador de constitución apostólica,
sobre los judíos. Con tanta antelación, es lógico que en 1962, cuando el
concilio comenzó, el texto estuviese ya dispuesto. Sin embargo, la Comisión
Preparatoria decidió no estudiarlo, según Bea, por “una serie de circunstancias
políticas desafortunadas que estaban ocurriendo en ese momento”.
Lo que había pasado, al parecer, era que un miembro del
Congreso Mundial Judío, quien obviamente algo tenía que saber de los trabajos
del Secretariado, y lo lógico es que lo supiese por boca del propio Bea, se
chuleó en la Prensa diciendo que asistiría al Vaticano II en calidad de
observador oficial. Aquel tipo era un antiguo funcionario del Ministerio de
Asuntos Religiosos de Israel y era, lógicamente, ciudadano de aquel país. Por
lo tanto, el Vaticano fue rápidamente acusado en la prensa árabe y pro árabe de
estar tomando partido explícito en favor del Estado de Israel.
Así las cosas, los judíos fueron totalmente desterrados
(cosa a la que están acostumbrados, para qué negarlo) de las discusiones de la
primera sesión del concilio. A fuer de ser precisos, tan sólo hubo una
intervención que se acordó de ellos: la del obispo Sergio Méndez Arceo, titular
de la diócesis de Cuernavaca y futuro co-alumbrador de la Teología de la
Liberación, quien abogó por una regulación conciliar de la relación entre la
Iglesia católica y los judíos.
En diciembre de 1962, el cardenal Bea le envió un informe
al Francisquito en el que, más o menos, le venía a decir que el interés del
ecumenismo y el buen rollito judío era más importante que la prudencia
política. Juan XXIII estuvo de acuerdo, por lo que el Secretariado para la
Promoción de la Unión entre los Cristianos se puso a trabajar de nuevo en el
texto, titulado Un documento en las relaciones puramente religiosas entre
católicos y judíos. Sin embargo, el Papa la roscó a mediados del año
siguiente, 1963, sin que allí se hubiese visto un detalle, ni bueno, ni malo.
Una vez que Pablo VI confirmó que pensaba continuar con el
concilio, el cardenal Bea, inasequible al desaliento, comenzó a dar por culo
con su documentito. Sin embargo, a mediados de octubre de 1963, es decir, bien
entrada ya la segunda sesión, la Comisión Coordinadora todavía no le había
echado un ojo al papel.
Con o sin el acuerdo de dicha Comisión, que eso no lo
tengo del todo claro (porque Bea era, ya os lo digo yo, más que capaz de actuar
por su puta cuenta), el 8 de noviembre el Secretariado distribuyó entre los
padres conciliares un documento sobre La actitud de los católicos respecto
de los no cristianos, particularmente los judíos. Este documento abogaba
por que el texto elaborado por el Secretariado fuese el capítulo IV del esquema
sobre el ecumenismo. Bea dejaba claro en el comunicado sobre la distribución
que su documento “no es ni sionista ni anti sionista, ya que considera que ésas
son posiciones políticas totalmente fuera del ámbito de la religión” (¿las
cuestiones políticas ajenas a la religión? ¡Qué valor…!)
El comunicado también se ocupaba de la madre del cordero
del tema religioso-histórico entre cristianos y judíos, y aseveraba que el
papel que habían tenido los judíos a la hora de provocar la crucifixión de
Jesús “no excluye la culpabilidad de toda la humanidad” y que “la culpa
personal de esos líderes [los miembros del Sanedrín que perdieron a Jesús] no
se puede cargar en las espaldas de todo el pueblo judío”. Será, digo yo, por
ahorrar tinta, que decidieron no escribir, que habría sido más preciso, “no se
puede cargar ahora en las espaldas de todo el pueblo judío”.
La obsesión de la nota, y del texto del esquema, era,
pues, levantarle a los judíos la vitola de pueblo “maldito” por su fatal error.
Lo que yo creo merece dos comentarios. El primero, que, la verdad, el regalo no
era tal, pues a los judíos, de toda la vida de Dios, les ha importado un cojón
que los cristianos los consideren malditos (supongo que dirán: “ponte a la
cola”). Y, la segunda, y más importante, que cuando menos yo tengo problemas
para entender esta actitud. Modestamente, creo que es teológicamente
inaceptable. Y, la verdad, no acabo de entender que el cardenal Bea, quien al
fin y a la postre no estaba intentando otra cosa que bienquistarse con la
judeidad internacional, no lo viese así.
Veamos. Dios envió a la tierra a su Hijo. No vamos a
entrar ahora en si el Hijo es el Padre o sólo parte del padre o un elegido por
el Padre o qué, porque sería mucha movida y además ya
lo hemos hecho. Pero lo que está claro, cuando menos a los ojos del
catolicismo, es que el Father envió al Son para redimir a la humanidad de su
pecado original; algo para lo que es imperativo que el Hijo muera y
resucite. Teológicamente hablando, pues, puede decirse que la muerte de Jesús
formaba parte del plan de Dios. A ver, es cierto que Jesús, en la cruz, le dice
a su PasPas que por qué coño lo ha abandonado. Pero ésa no deja de ser una más
de las caralladas del relato de la Pasión, en mi opinión introducida por un buen
conocedor del Antiguo Testamento, obsesionado por cumplir en el relato todas
las profecías y seudo profecías que contiene. Creo que es fácil defender la
idea de que Dios siempre supo, desde el principio de los tiempos, que
sacrificaría a su Hijo de una forma parecida a como lo hizo.
En un contexto así, la idea ya no es “no vamos a culpar a todos los judíos de lo que hicieron algunos judíos que ya están muertos”. Es que el argumento es “no vamos a culpar a los judíos, porque no son culpables”. Para ser más exactos, no más culpables que el mismo Dios. El Sanedrín, y el pueblo de Jerusalén que presuntamente pasó de hacerse un Puigdemont con Jesús y amnistiarlo, no estaban dejándose llevar por un odio ancestral que supera el paso de los siglos: estaban cumpliendo el plan de Dios, que necesitaba que su Hijo fuese muerto por los suyos y, dado que no nació asirio, no podía ser asesinado por los asirios, sino por los hebreos. En tal sentido, pues, un cristiano, tal es mi concepción, no debe perdonar a los judíos sino, todo lo más, sentir compasión por ellos, al haberse visto obligados a jugar un papel tan desagradable. Este argumento, por cierto, también me parece válido para la figura de Judas, de quien bien se pudiera decir que, cuando traicionó a su Maestro, estaba iluminado por Dios.
En medio de este ambiente, el 18 de noviembre de 1963 el
concilio decidió discutir el esquema sobre el ecumenismo en general, para poder
pasar más tarde a la discusión de sus diferentes capítulos. Porque los judíos
no traicionaron a Jesús porque lo temían o lo despreciaban. Los judíos
traicionaron a Jesús cumpliendo el plan de Dios, de modo y forma que, si no lo
hubiesen hecho y lo hubiesen liberado en lugar de Barrabás, el plan de Dios, y
la redención de la humanidad, no se habrían producido.
Con esta discusión, el concilio Vaticano II ponía un pie
en una de las principales fallas geológicas del suelo eclesial; ese punto en el
que las posiciones progresistas y conservadoras friccionaban con mayor
violencia. El ecumenismo, es decir la reunión de las iglesias un día separadas,
es una idea que, como tal, nadie rechaza. Pero el problema no está en el qué,
sino en el cómo. Aunque en todas las realidades de la Historia de la Iglesia
siempre ha estado ahí el business model y sus necesidades particulares, no
se puede negar que las escisiones eclesiales, además de movimientos destinados
a recaudar la pasta uno mismo, siempre han tenido su razón de ser. Nada
en los cismas de la Iglesia ha ocurrido nunca porque sí. En ese sentido,
pretender la reunión de los fieles sin antes plantearse los porqués de la
división, y plantearse si es posible solucionarlos, es una labor completamente
inútil.
Otra cosa que le pasaba al Vaticano, en ésta como en otras
muchas cosas, es que era reo de esa impresión según la cual el mundo es como se
ve desde el balcón de San Pedro. Tanto Juan XXIII como el cardenal Bea habían
afrontado la labor de realizar un texto sobre los judíos con olímpica ilusión;
pero las cosas, como digo, no siempre son como uno las ve desde el centro de la
cristiandad. De hecho, nada más comenzar el debate aquel noviembre, tomó la
palabra el patriarca sirio de Antioquía; y lo hizo para decir que la palabra
que mejor definía, para él, el texto sobre los judíos, era “inoportuno”. Vino a
recordarle a sus compañeros prelados que en muchas zonas donde los cristianos
eran minoría, el capítulo sobre los judíos, tal y como estaba redactado,
provocaría una seria desconfianza en la jerarquía eclesial. Asimismo, el
patriarca copto de Alejandría, Stephanos Sidarouss, fue de la opinión de que un
texto sobre los cristianos no era un texto en el que debiera introducirse un
capítulo sobre los judíos. Lo mismo dijo el patriarca Máximos IV Saigh, quien
además echaba de menos referencias a los musulmanes. En resumen, pareció quedar
bastante claro que en las iglesias orientales tendían a ser más bien poco
partidarios del parto del cardenal Bea; siendo como eran ellos los que
compartían autobús y sistemas fiscales con los judíos. Sin embargo, los obispos
de otros rincones del mundo, notablemente los estadounidenses, se mostraron
encantados con el texto propuesto, dejando clara la radical diferencia de
puntos de vista que se podía verificar en la asamblea de Dios. La cosa estaba
tan jodida que los moderadores decidieron no presentar el esquema del
ecumenismo como un todo para votación, dado que tenían un temor racional a que
fuese, simple y llanamente, rechazado. Así que lo dejaron para la tercera
sesión.
Hay que decir que había una crítica muy repetida contra el
texto de los judíos que tenía una racionalidad aplastante: ¿quién era el
soplapollas a quien se le había ocurrido incluir un texto sobre los judíos en
un esquema que de lo que trata es de la unidad de los cristianos? ¿Acaso el
cardenal Bea no habría intentado llevar demasiado lejos el concepto de buen
rollito cristiano? Esto hizo crecer en muchos padres conciliares la idea de que
el tema de los judíos, y otras creencias como los musulmanes, tendría que
tratarse aparte.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario