jueves, enero 09, 2025

Vaticano II (23): ¿Cuántas veces habla Dios?



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie



Terminada ya la segunda sesión, el 27 de febrero de 1964, el Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos celebró un pleno. Se estudiaron todas las apreciaciones que habían remitido los padres conciliares, tanto oralmente como por escrito. Se acordó disgregar el texto sobre los judíos del esquema sobre el ecumenismo; es decir, se introdujo un poco de racionalidad en aquel merdé. Meses después, el domingo de Pentecostés (17 de mayo), Pablo VI anunció el establecimiento de un Secretariado en el Vaticano dedicado a los no cristianos. La labor de vertebrar este Secretariado recayó en el arcipreste de la basílica vaticana, el cardenal de la Curia Paolo Marella.

En el inicio de la tercera sesión, el 25 de septiembre de 1964, el cardenal Bea leyó un informe sobre las vicisitudes por las que había pasado el texto sobre los judíos. Durante sus palabras, para mí con toda la razón, Bea reaccionó sanguíneamente contra la idea, que había sido defendida por algunos, de que la base del antisemitismo es la idea de la culpa de los judíos por la muerte de Jesús. El antisemitismo, dijo el cardenal, tiene otras muchas raíces que no son ésa; y decía verdad, pues el mundo está lleno de antisemitas que ni siquiera saben quién fue Jesús de Nazaret, así pues difícilmente pueden estar cabreados porque lo matasen. Por lo demás, siguió con su matraca de defender a los judíos que intervinieron en la Pasión, con el argumento de que no eran conscientes de la divinidad de la persona que estaban enviando a la cruz; que es un argumento que a mí me parece, la verdad, bastante feble.

Por lo demás, Bea mostró con orgullo que el texto, ahora, citaba también a los musulmanes. Con lo cual, todo lo que consiguió es que alguno de los padres intervinientes, como el cardenal Ruffini, le viniera a preguntar y dónde están los budistas y los hinduistas (no tengo noticia de que algún padre conciliar se acordase de los rastafaris). El día 28 de septiembre, la conferencia episcopal alemana hizo pública una nota de prensa en la que apoyaba el texto sobre los judíos, “especialmente teniendo en cuenta las severas injusticias cometidas contra los judíos en el nombre de nuestro pueblo”. En los debates intervino el titular de la sede de Sevilla, cardenal José Bueno y Monreal, apoyando la existencia del texto, pero indicando que debería titularse “Sobre los no cristianos” para evitar lecturas políticas.

La mayoría de las apreciaciones surgidas en el debate fueron tenidas en cuenta. El texto sobre los judíos se convirtió en un texto titulado “Sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”. Esta nueva versión fue votada el 20 de noviembre de 1964, al final de la tercera sesión, y fue ampliamente votada a favor, aunque todavía tuvo 242 votos afirmativos cualificados, es decir, que presentaban enmiendas por escrito. El texto revisado a la luz de estas enmiendas sería votado muy mayoritariamente ya en octubre de 1965.

De esta manera, el relato cronológico del concilio nos lleva de vuelta a un tema del que ya hemos hablado: la divina revelación. Otro de esos asuntos en los que las discusiones se encallaron muy a menudo; algo que es perceptible en el dato de que, en realidad, fue un asunto que se discutió durante las cuatro sesiones del concilio, es decir, a todo su largo y ancho.

Para el catolicismo, no hay cisma más dañino que el protestante. Hubo otros antes, ciertamente; pero fueron cismas con los que se podía aspirar a tener un razonable reparto territorial; y que se venían a basar, en buena medida, en aspectos litúrgicos. El cisma reformador, sin embargo, aunque al principio pudo parecer menos cosa, atacaba elementos muy nucleares de la forma de entender a Dios de los católicos. De los muchos elementos que tiene el pensamiento protestante que operaron como fallas tectónicas con el catolicismo, tengo por mí que uno de los fundamentales fue, y es, la libre interpretación de las Escrituras. Este principio, entre los protestantes más defensores del mismo, es el germen del análisis liberal de la tradición cristiana. Una de las bestias negras del catolicismo.

El análisis exegético protestante comenzó, en el siglo XIX, a coquetear con la idea de que, en realidad, Jesús es un personaje incognoscible, porque lo que conocemos de él es, en realidad, una versión muy manipulada de su relato. Sin negar obviamente la creencia, algunos scholars comenzaron a especular con la idea de que el relato evangélico es algo que hay que tomar con muchas pinzas, y que hay que saber interpretar. Estos principios, además, eran muy necesarios en un mundo finisecular que avanzaba muy deprisa, y en el que, por consiguiente, había cosas que no podían asumirse como lógicas o normales. Surgió entonces la idea de que el relato evangélico, lejos de ser un relato inmanente que trasciende a los tiempos, es un relato de su tiempo, con los defectos de su tiempo; y que debe ser reinterpretado en cada momento. Pero eso es algo que para el catolicismo, una creencia que tanto cree en la tradición de sus padres y santos muertos, resulta bastante difícil de encajar. Para cuando Juan XXIII convocó el Vaticano II, sin embargo, eran muchas ya las voces dentro de la propia Iglesia que afirmaban ser conscientes de que esa adaptación era necesaria.

En la primera sesión del concilio, la discusión en torno al esquema sobre la revelación divina se encasquilló en la discusión sobre si la fuente de la revelación es simple o doble; es decir, si Dios se nos revela a través de las Escrituras, o también lo hace a través de la tradición, es decir, de la interpretación de dichas Escrituras realizada por los padres de la Iglesia. Obviamente, las posiciones más cercanas a los protestantes eran partidarias de una única fuente para toda revelación, para así poder evitar magisterios lógicamente incompatibles con aquellos cristianos que decidieron romper con ellos. Juan XXIII hizo lo que siempre se hace cuando un problema no se puede resolver: creó una comisión que lo estudiase, y que de hecho elaboró un nuevo texto de esquema que fue enviado a los padres conciliares en mayo de 1963.

Uno de los principales heraldos del ala progresista de la Iglesia era un miembro de la Comisión Teológica, alemán por supuesto, titular de la sede de Eichstätt, Joseph Schröffer. Schröffer fue el encargado de explicarle a los padres que en el verano de 1963 se iban a reunir en Fulda para analizar el resultado de los trabajos de los meses anteriores. Les dijo que se había llegado a generar un texto (el remitido semanas antes) que era, dijo, una especie de punto medio, “con todas las desventajas que comporta un compromiso”. Para entonces, como ya os he ido contando, el bando progresista se había ido sintiendo cada vez más seguro de sí mismo y de su capacidad de lobby; las palabras de Schröffer son un buen indicativo de que empezaba a pensar que no tenía que acordar con nadie, que lo que tenía que hacer era, simple y llanamente, prevalecer.

El texto de compromiso por el que el obispo alemán mostraba tan poca ilusión había sido estudiado a fondo por Karl Rahner (junto con Grillmeier, Semmelroth y Ratzinger), por lo que los obispos reunidos en Fulda pudieron conocer un informe del teólogo sobre el texto. La conferencia de Fulda preparó una toma de posición sobre el esquema, básicamente apoyada en las afirmaciones de Rahner. Los alemanes decidieron presionar para que el texto sobre la revelación, que consideraban muy verde, no se analizarse con mucha rapidez en la segunda sesión; preferían empezar por el de la Iglesia. El eterno cardenal Döpfner asistió a la sesión de la Comisión Coordinadora celebrada el 31 de agosto, y le arrancó ese compromiso.

Cuando se desarrolló la segunda sesión y ocurrieron los cambios organizativos de los que ya hemos hablado, el bando progresista consiguió colocar cuatro miembros más en la Comisión Teológica. Eso cambió completamente su punto de vista. En Fulda, los obispos germanoparlantes habían estado resignados, conscientes de que el bando conservador no permitiría demasiados cambios en el texto de compromiso sobre la revelación. Pero ahora que se sentían más fuertes en la comisión que era la sala de máquinas del concilio, ya no tenían tan claro que no fuesen capaces de impulsar un texto nuevo. Consiguientemente, se abrió un periodo para la remisión de enmiendas por escrito, que estaría abierto hasta el 31 de enero de 1964.

Como consecuencia de estas presiones, pocos días después de haberse terminado la segunda sesión, la Comisión Coordinadora encabezó una nueva irregularidad. Los padres conciliares, como ya os he dicho, habían recibido el texto del nuevo esquema en mayo de 1963; pero no lo habían podido discutir en las sesiones. A pesar de ello, se había abierto el extraño periodo de enmiendas, y ahora se veía por qué: la Coordinadora le encargaba a la Comisión Teológica la redacción de un nuevo texto naciente de la revisión del existente.

Para dicha revisión, la Comisión Teológica creó una subcomisión especial, formada por el obispo de Namur (Bélgica), André Charue, como presidente; el obispo Joannes Antonius Eduardus van Dodewaard, titular de Haarlem, Países Bajos; el arzobispo Ermenegildo Florit, titular de Florencia; el obispo auxiliar Joseph Heuschen, de Lieja, Bélgica; el entonces abad Christopher Butler, superior de los benedictinos ingleses; el obispo Georges Pelletier, de Trois-Rivières, Canadá; más los asesores y peritos (entre ellos Grillmeier, Semmelroth o Garofalo).

Todos estos miembros de la subcomisión se reunieron a finales de abril de 1964, después de haber estado cada uno por su cuenta rellenando el Excel. En un gesto que yo creo que deja bastante claro para qué estaban trabajando todos estos obispos y peritos básicamente de Europa central, el texto que perpetraron fue enviado al Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos; el Bea Team le dio su aprobación. De hecho, le pareció tan bien que fue de la opinión de que para qué convocar a la Comisión Teológica, que tendrían cosas mejores que hacer.

A pesar de esta opinión, la Comisión Teológica estudió el texto en cuatro reuniones en junio. A finales de ese mes, la Comisión Coordinadora aprobó el texto, y el 3 de julio fue el PasPas Pol quien lo aprobó como base para la discusión. El 30 de septiembre, dos semanas después de abierta la tercera sesión, Florit introdujo el texto a los padres conciliares.

Desde casi el minuto uno en que comenzó la exposición del nuevo esquema se hizo bastante evidente que el problema era la tradición. Había incluso miembros de la propia Comisión Teológica que consideraban que el tema de la tradición no estaba bien tratado; y Florit tuvo que reconocer que buena parte de las enmiendas escritas que se habían recibido iban en la misma dirección.

Como la cosa se estaba poniendo sobaco de grillo, los alemanes sacaron a pasear al rottweiler habitual, el cardenal Döpfner, quien habló en nombre de las decenas de obispos que se habían reunido para echar un musete en Fulda. Habló para decir que el esquema era la puta caña y que se había conseguido evitar en él los problemas derivados del reto de definir si la revelación está totalmente contenida, o no, en las Escrituras. Es decir: si Dios había hablado una vez, y punto redondo; o, al contrario, seguía hablando a base de inspirar a diferentes generaciones de santos y padres de la Iglesia.

El problema para este punto de vista es que tanto Trento como el Vaticano I habían sido bastante claros a la hora de reivindicar la idea de que la tradición, es decir, las elaboraciones de los padres llegados después del propio Dios, es mucho más completa como revelación que las propias Escrituras. Este concepto se había defendido durante siglos en la Iglesia católica, no sólo, esto hay que reconocerlo, por conservar el business model (que, sin duda, es algo que está detrás de cada puntada vaticana); sino también por otorgar una cierta lógica al mensaje cristiano. Conforme los tiempos en los que el creyente debía creer y en los que la Escritura había sido escrita se apartaban más, más difícil se hacía, y más difícil se hace, defender la idea del relato evangélico, no digamos bíblico, como un relato literal. Para que el cristianismo no pierda capacidad de adaptación, es necesario adaptarlo; hacerlo flexible. Y aunque es verdad que los evangelistas fueron gentes bastante hábiles a la hora de describir un mensaje por parte de su Maestro que las más de las veces tiene características muy genéricas que se adaptan a cualquier tiempo, no por ello en las palabras de Jesús surgen momentos de difícil comprensión contemporánea. Para evitar que el cristianismo no acabe colapsando marxistamente bajo el peso de sus propias contradicciones, hacen falta sanagustines que, de cuando en cuando, vayan interpretando las cosas y trayéndolas al tiempo en que viven. Lo que pasa es que este punto de vista no deja de colocar a la Iglesia en un punto en el que no quiere estar: el punto en el cual tiene que reconocer, de una manera o de otra, que lo que hoy es bien, lo mismo mañana es mal, o lo que ayer fue mal, hoy puede ser bien. Éste de la divina revelación, a mí, personalmente, se me asemeja al ejercicio de dividir un número entero entre cero.

Por otra parte, fue el abad Butler, el capataz de la grey benedictina inglesa, el que sacó a pasear el temita, que yo no creo que fuera el más importante en la discusión pero de alguna manera orbitaba sobre ella, de la historicidad del testimonio evangélico. Vino a decir Butler que un cristiano, por definición, ha de tener fe; y si tiene fe, tiene que creer que los Evangelios están iluminados por el propio Dios. Butler, sin embargo, añadió que los Evangelios, como relato, no dejan de ser literatura, y que eso hace que se deba entender que tienen elementos de ficción. Introducir este elemento, añadió, había servido ya en el pasado para solventar muchos problemas planteados por diversos episodios bíblicos en los que, la verdad, se cuentan unas burradas de puta madre. Esta asunción, dijo, hacía desaparecer las contracciones entre lo contado en las Escrituras y en otras fuentes (que, vaya, es lo que creía él; yo, personalmente, creo que esta explicación no explica absolutamente nada). Butler, además, advirtió contra la “excesiva licencia” con que algunos exégetas se tomaban su labor; supongo que estaba pensando en el incipiente proceso, que empezaba precisamente en esos primeros años de la década de los sesenta, tendente a convertir a Jesús de Nazaret en algo así como el batería suplente de los Beatles. 

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